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El secreto de Wilhelm Storitz
Editado
© Miguel Gómez
26 de julio del 2002
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El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo XI

La fecha de la boda se acercaba. Muy pronto el sol de primero de junio, día señalado para la ceremonia nupcial, se elevaría sobre el horizonte de Raab.

Notaba yo, no sin una viva satisfacción, que Myra, a pesar de lo impresionable que era, parecía no haber conservado ningún recuerdo de aquellos desagradables incidentes. Verdad es que el nombre de Wilhelm Storitz no se había pronunciado ni ante ella ni ante su madre.

Yo era su confidente. Me hablaba de sus proyectos para el porvenir. ¿Irían Marcos y ella a vivir a Francia?

Sí, pero no inmediatamente. Separarse de su padre y de su madre constituiría para ella un gran disgusto.

-Pero -decía- de momento se trata sólo de ir a pasar unas cuantas semanas a París, donde usted nos acompañará, ¿no es así?

-Desde luego. A menos que no quieran ustedes nada conmigo.

-Es que dos recién casados constituyen una compañía bastante molesta y desagradable para un viaje.

-Trataré de hacerme a esa idea -respondí resignado.

El doctor aprobaba aquella marcha. Desde todos los puntos de vista era preferible abandonar Raab por uno o dos meses, aunque a la señora Roderich le doliese la ausencia de su hija. Un par de meses se pasan pronto y luego volverían a reunirse.

Durante las horas que pasaba al lado de Myra, Marcos olvidaba o más bien se esforzaba por olvidar; en cambio, cuando se encontraba a solas conmigo se veía asaltado por muchos temores, que yo intentaba inútilmente disipar.

Invariablemente, me preguntaba:

-¿No has sabido nada de nuevo, Enrique?

-Nada, mi querido Marcos -respondía yo no menos invariablemente.

Un día creyó deber añadir:

-Si llegas a saber algo; si por la ciudad o por medio del señor Stepark tienes noticias de alguna cosa...

-Te lo advertiré, Marcos.

-No quiero que me ocultes nada de lo que pudieras averiguar.

-Nada te ocultaré, estate tranquilo; pero te aseguro que nadie se ocupa ya de este asunto. Jamás ha estado la población más tranquila. Los unos se ocupan de sus negocios y otros de sus placeres, y los precios del mercado y las transacciones se mantienen siempre en alza, sin pánicos ni sobresaltos.

-Lo echas a broma, Enrique...

-Es para demostrarte que no siento la menor inquietud.

-Y sin embargo, si ese hombre...

-¡Bah! No va a ser tan mentecato que sabiendo que le está prohibido permanecer en el territorio austrohúngaro venga a meterse en la boca del lobo, pudiendo quedarse en Alemania haciendo gala de sus grandes talentos de escamoteador.

-De modo que ese poder de que habla...

-¡Eso es bueno para los chicos!

-¿No crees en él?

-Lo mismo que tú. Limítate, pues, mi querido Marcos, a contar las horas, los minutos que te separan del gran día. No tienes cosa mejor que hacer. Myra es más razonable que tú.

-Es que ella no sabe lo que yo sé.

-¿Lo que tú sabes? ¡Pardiez! Tú sabes perfectamente que el personaje en cuestión no se encuentra en Raab ni puede regresar; por consiguiente, no le volveremos a ver. ¡Si esto no basta para tranquilizarte !...

-¿Qué quieres, Enrique? Tengo presentimientos... Se me figura que...

-¡Eso es insensato, mi pobre Marcos!... Créeme, vuelve al lado de Myra y eso hará que veas la vida un poco más de color de rosa.

-Sí. No debería separarme de ella ni un instante.

¡Pobre hermano! Me causaba pena verle y oírle. Sus temores iban en aumento a medida que se acercaba el día de la boda; y yo mismo, si he de ser franco, aguardaba ese día con gran impaciencia, mezclada de angustia.

Por otra parte, si bien podía yo contar con Myra y con la influencia de ésta para calmar y tranquilizar a mi hermano, no sabía qué medio emplear, ni a qué recursos apelar para conseguir resultados análogos con el capitán Haralan.

El día en que éste supo que Wilhelm Storitz se encontraba en Spremberg, sólo a costa de grandes esfuerzos pude conseguir que no corriera en su busca. Entre Spremberg y Raab median unas doscientas leguas, y en unos cuatro días podía franquearse esta distancia. Por fin habíamos logrado retenerle, pero a pesar de las razones que tanto su padre como yo hacíamos valer ante él, a despecho de la evidente conveniencia de dejar que semejante asunto cayese en el más completo olvido, él volvía sin cesar sobre ello y yo temía siempre que se nos escapase.

Una mañana vino a encontrarme, y desde las primeras palabras que dijo, comprendí que se hallaba resuelto a partir.

-Usted no hará eso, mi querido Haralan -declaré-; no lo hará... Un choque entre ese prusiano y usted es imposible; le suplico que no se vaya de Raab.

-Mi querido Vidal -me respondió el capitán con un tono que indicaba una resolución decidida-, es menester que ese miserable sea castigado.

-Y lo será, más pronto o más tarde, no lo dude, pero la única mano que debe caer sobre él es la mano de la policía.

El capitán Haralan comprendía que yo tenía razón; mas no quería rendirse y se aferraba a sus proyectos.

-Mi querido Vidal -dijo-, no vemos, no podemos ver las cosas de la misma manera; mi familia, la familia que va a ser la de su hermano, ha sido ultrajada y, ¿no habría de tomar yo venganza de esos ultrajes?

-No, eso corresponde a la Justicia.

-¿Y cómo habrá de hacerlo, si ese individuo no vuelve por acá? El gobernador ha firmado esta mañana un decreto de expulsión, que hace imposible el regreso de Wilhelm Storitz. Es, pues, preciso que yo vaya donde él está, o donde debe estar, a Spremberg.

-Sea -repliqué como último argumento-. Pero al menos aguarde usted a que se haya celebrado la boda de su hermana. Unos cuantos días de paciencia, y entonces yo seré el primero en aconsejarle la marcha. Hasta le acompañaré yo mismo a Spremberg.

Con tanto calor defendí mi causa, que la conversación terminó con la promesa formal de que no se haría violencia, a condición de que, una vez celebrada la boda, no me opondría a su proyecto y que partiría con él.

Las horas que nos separaban del día primero de junio iban a parecerme interminables, porque fuerza es confesar que, a pesar de creer deber mío el tranquilizar a los otros, no dejaba yo de experimentar inquietudes.

A eso se debía el que, con gran frecuencia, me encontraba subiendo y bajando por el bulevar Tekeli, impulsado por no sé qué presentimiento.

La casa Storitz continuaba tal como la habíamos dejado después de la visita de la policía, con las puertas y ventanas cerradas y el patio y el jardín completamente desiertos. Por el bulevar paseaban unos cuantos agentes, cuya vigilancia se extendía hasta el parapeto de las antiguas fortificaciones y la campiña circundante.

Ni por el amo ni por el criado se había hecho ninguna tentativa para penetrar en la casa, y sin embargo -lo que es la obsesión-, pese a todo lo que yo decía a Marcos y al capitán Haralan, a despecho de todo lo que a mí mismo me decía, habría asegurado haber visto una leve humareda escaparse de la chimenea del laboratorio y nada me hubiera sorprendido haber visto dibujarse un rostro tras los vidrios de la terraza.

El 30 de mayo, y con objeto de distraerme, me dirigí en las primeras horas de la tarde hacia el puente de la isla Svendor para ganar la orilla derecha del Danubio.

Antes de llegar al puente pasé ante el desembarcadero, a la llegada de una gabarra que conducía pasajeros.

Acudieron entonces a mi memoria los recuerdos de mi propio viaje, el encuentro con aquel alemán, su actitud provocativa, el sentimiento de antipatía que a primera vista me inspiró, y luego, cuando yo le creía desembarcado en Vukovar, las palabras que había pronunciado.

Porque era él, indudablemente, quien había pronunciado aquellas palabras amenazadoras. Reconocí su voz en la casa de Roderich; la misma modulación, la misma dureza y rudeza teutónicas.

Bajo el imperio de estas ideas, examinaba uno a uno a los pasajeros que desembarcaban en Raab; buscando el rostro pálido, los ojos extraviados, la fisonomía diabólica de aquel personaje... pero como suele decirse hube de quedarme con un palmo de narices, y me molesté en balde.

A las seis, según mi costumbre, iba a sentarme a la mesa de familia. Aquel día me pareció que la señora Roderich se encontraba casi repuesta de sus emociones. Mi hermano lo olvidaba todo al lado de Myra, en la víspera del día en que iba a ser su mujer.

El propio capitán Haralan parecía más tranquilo, aunque un poco sombrío.

Estaba yo firmemente resuelto a hacer lo posible por animar a aquellas personas y disipar y desvanecer las últimas nubes de los recuerdos.

Vime admirablemente secundado en la empresa por Myra, encanto y alegría de aquella velada, que se terminó bastante tarde.

Sin hacer rogar, se sentó al clavicordio y nos cantó antiguas canciones magiares, como para borrar los efectos de aquel abominable Canto del odio, que había resonado una noche en aquel mismo salón.

En el momento de retirarnos me dijo sonriendo:

-Mañana, Enrique; no vaya usted a olvidarse. ¿Olvidar, qué? -dije yo en el mismo tono de broma en que ella me hablara.

-Pues que mañana es el día señalado por el gobernador para la "entrega de la licencia", para emplear la expresión común.

-¿De veras? ¿Es mañana?

-¡Y que usted es uno de los testigos de su hermano!

-Hace usted bien en recordármelo, señorita Myra; ¡testigo de mi hermano! Ya no me acordaba.

-No me sorprende; ya había yo notado que padece usted mucho de falta de memoria.

-Es verdad, pero le prometo que mañana no me distraeré. Y si Marcos no se distrae... por mi parte...

-Respondo de él. Así, pues, a las cuatro en punto...

-¡A las cuatro, señorita Myra! ¡Y yo que creía que la cosa era a las cinco y media! ¡Esté usted tranquila! Estaré aquí a las cuatro menos diez.

-¡Buenas noches! ¡Buenas noches al hermano de Marcos, que mañana lo será mío!

-¡Buenas noches, señorita Myra, buenas noches!

Al día siguiente, Marcos tuvo que hacer algunas cosas por la mañana; parecióme que había recobrado su tranquilidad, y le dejé marchar solo.

Por mi parte, por un exceso de prudencia, y para tener, si posible era, la certeza de que Wilhelm Storitz no había regresado a Raab, me dirigí al ayuntamiento.

Introducido inmediatamente en el despacho del señor Stepark, pregunté a éste si tenía nuevos informes.

-Ninguno, señor Vidal -me respondió-; puede estar seguro de que nuestro hombre no ha reaparecido por Raab.

-¿Está aún en Spremberg?

-Lo único que puedo afirmar es que hace cuatro días todavía estaba allí.

-¿Ha recibido algún aviso?

-Sí, un correo de la policía alemana, que me confirmó el hecho.

-Eso me tranquiliza.

-Y a mí me fastidia, señor Vidal. Ese diablo de hombre, y diablo es la palabra apropiada, me parece poco dispuesto a franquear alguna vez la frontera.

-¡Tanto mejor, señor Stepark!

-Tanto mejor para ustedes; pero como policía, habría yo preferido poderle echar mano y guardar a esa especie de hechicero entre cuatro paredes. En fin, más adelante, quizá...

-¡Oh, más adelante, con tal que sea después de la boda, lo que usted quiera!

Me retiré dando las gracias al jefe de policía.

A las cuatro de la tarde nos hallábamos reunidos en el salón de casa Roderich; dos carrozas aguardaban en el bulevar Tekeli: uno para Myra, su padre, su madre y un amigo de la familia, el juez Neuman, y la otra para Marcos, el capitán Haralan, uno de sus camaradas el teniente Armgard, y yo.

El señor Neuman y el capitán Haralan eran los testigos de la desposada, y el teniente Armgard y yo los de Marcos.

Conforme me había explicado el capitán Haralan, no se trataba aquel día de proceder a la boda propiamente dicha, sino a una ceremonia en cierta suerte preparatoria; tan sólo después de haber recibido la autorización del gobernador era cuando la boda podría celebrarse en la Catedral, a la mañana siguiente; hasta entonces, si los prometidos no estaban casados en el sentido perfecto de la palabra, no por eso dejaban de hallarse fuertemente ligados uno a otro, toda vez que en el caso de que un obstáculo imprevisto llegara enseguida a impedir la unión proyectada, se verían ambos condenados a un celibato perpetuo.

Quizá sería posible hallar en la historia del feudalismo francés algunas huellas de esta costumbre, que tiene algo de patriarcal, toda vez que de esa suerte parece considerarse al jefe como el padre de los ciudadanos, costumbre que se había perpetuado en Raab hasta nuestros días.

La joven prometida llevaba un traje lindísimo y del mejor gusto; la señora Roderich, un tocado bastante sencillo, aunque muy rico; el doctor y el juez vestían, lo mismo que mi hermano y yo, traje de etiqueta, y los dos oficiales traje de gran gala.

Algunas personas aguardaban en el bulevar la salida de los carruajes; eran mujeres y muchachas del pueblo, cuya curiosidad se ve siempre despertada por una boda. Al día siguiente, en la Catedral, la muchedumbre sería mucho más considerable, justo homenaje rendido a la familia del doctor.

Ambas carrozas franquearon la puerta principal de la casa, volvieron la esquina del bulevar, siguieron el muelle Batthyani, la calle del Príncipe Miloch, la calle Ladislao y fueron a detenerse ante la verja del palacio del gobernador.

En la plaza y en el patio del palacio se agolpaban los curiosos en mucho mayor número, atraídos, quizá, por el recuerdo de los primeros incidentes, y acaso por la esperanza de que ocurriera algún nuevo fenómeno.

Los carruajes penetraron en el patio de honor y se detuvieron ante la escalinata.

Un instante después Myra, del brazo del doctor; la señora Roderich, del brazo del juez Neuman; después Marcos, el capitán Haralan, el teniente Armgard y yo, tomábamos asiento en el salón de actos, que recibía la luz por las altas ventanas de vidrios de colores. En el centro del salón, una amplia mesa ostentaba dos magníficos ramos de flores.

En su calidad de padres, el señor y la señora Roderich fueron a sentarse a uno y otro lado de los sillones reservados a los prometidos; detrás tomaron asiento los cuatro testigos; el señor Neuman y el capitán Haralan a la izquierda; el teniente Armgard y yo a la derecha.

Un maestro de ceremonias anunció al gobernador. A su entrada todos nos pusimos respetuosamente en pie.

Sentóse el gobernador en su sitial, preguntando a los padres si consentían en el matrimonio de su hija con Marcos Vidal. Enseguida hizo el gobernador a los prometidos las preguntas de costumbre.

-Marcos Vidal, ¿promete usted tomar a Myra Roderich por esposa?

-Lo juro -respondió mi hermano, a quien se le había enseñado lo que tenía que decir.

-Myra Roderich, ¿promete usted tomar a Marcos Vidal por esposo?

-Lo juro -respondió Myra.

-Nos, gobernador de Raab -anunció solemnemente Su Excelencia-, en virtud de los poderes que nos han sido conferidos por la Emperatriz-Reina, y conforme a las franquicias seculares de la ciudad de Raab, otorgamos licencia de matrimonio a Marcos Vidal y a Myra Roderich. Queremos y ordenamos que dicho matrimonio sea celebrado mañana, en la forma regular, en la iglesia catedral de la ciudad.

Así habían pasado las cosas en su sencillez habitual. Ningún prodigio perturbó la audiencia y, si bien la idea había cruzado por mi espíritu, ni el acto sobre la que se estamparon las firmas fue desgarrado, ni las plumas habían sido arrancadas de manos de los desposados ni de los testigos.

Decididamente, Wilhelm Storitz estaba en Spremberg. Allí podía continuar eternamente, para satisfacción de sus compatriotas. Y si estaba en Raab era que su poder se había agotado ya.

Desde entonces, que aquel hechicero lo quisiese o no, Myra Roderich sería la mujer de Marcos Vidal, o no lo sería de nadie.

Me sentí tranquilo y confiado.

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