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El secreto de Wilhelm Storitz
Editado
© Miguel Gómez
26 de julio del 2002
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El secreto de Wilhelm Storitz
Capítulo IX

La dirección tomada por el señor Stepark le hacía pasar por el norte de la ciudad, en tanto que sus agentes, de dos en dos, atravesaban los barrios del centro. El capitán Haralan y yo, después de haber llegado a la extremidad de la calle Esteban I, seguimos el muelle a lo largo del Danubio.

Excepto en el barrio comercial, lleno de gente a aquella hora, los transeúntes eran muy raros; sin embargo si el jefe de policía y sus agentes hubiesen venido con nosotros no habríamos dejado de llamar la atención y era preferible habernos separado al salir del ayuntamiento.

El capitán Haralan continuaba guardando silencio, y yo seguía abrigando temores de que no fuera dueño de sí y se entregase a algún acto de violencia al encontrarse con Wilhelm Storitz. Por ello llegaba casi a lamentar que el señor Stepark nos hubiese permitido acompañarle.

Un cuarto de hora nos bastó para llegar a la casa de Roderich. Ninguna de las ventanas de la planta baja se había abierto aún, así como tampoco las de las habitaciones de la señora Roderich y de su hija. ¡Qué contraste con la animación de la víspera!

El capitán Haralan se detuvo, y su mirada se fijó un instante en aquellas persianas corridas mientras un suspiro se escapaba de su pecho y su mano bosquejaba un ademán de amenaza, pero sin pronunciar una palabra.

Dada vuelta a la casa, subimos por el bulevar Tekeli y nos detuvimos cerca de la morada de Storitz. Un hombre paseaba ante la puerta con las manos en los bolsillos, como un indiferente: era el jefe de policía. El capitán Haralan y yo nos reunimos con él.

Casi enseguida aparecieron seis agentes en traje de paisano, quienes, a una señal de su jefe, se alinearon a lo largo de la verja. Les acompañaban un cerrajero, llamado para el caso de que fuera menester descerrajar la puerta.

Como de costumbre las ventanas de la casa de Wilhelm Storitz estaban cerradas.

-No hay nadie, sin duda -dije al señor Stepark.

-Vamos a saberlo -me respondió-, pero me sorprendería que la casa estuviera vacía; vea usted a la izquierda el humo que se escapa de aquella chimenea.

Un hilillo de humo se elevaba por encima del techo.

-Si el dueño no está en su casa -agregó el jefe de policía-, es probable que esté el criado, y para abrirnos la puerta poco importa que sea el uno o el otro.

Por lo que a mí hace y teniendo en cuenta la presencia del capitán Haralan, habría preferido que Wilhelm Storitz estuviese ausente, y hasta que hubiera abandonado Raab.

El jefe de policía tiró del llamador, y aguardamos a que alguien se presentase, o que nos abriera la puerta desde el interior.

Un minuto transcurrió. Nadie. Segunda llamada.

-Tienen el oído duro en esta casa -observó el señor Stepark.

Luego, volviéndose hacia el cerrajero le dijo:

-Abra usted.

El cerrajero eligió un instrumento de los que a prevención llevaba y la puerta cedió sin dificultad.

El jefe de policía, el capitán Haralan y yo penetramos en el patio. Cuatro de los agentes nos acompañaron, mientras los otros dos permanecían en el exterior.

Al fondo, una escalinata de tres peldaños daba acceso a la puerta de entrada de la casa, cerrada como la de la verja.

El señor Stepark llamó dos veces con su bastón.

Nadie le contestó y ningún ruido se dejó oír en el interior de la morada.

El cerrajero introdujo una de sus llaves en la cerradura y la puerta se abrió enseguida.

-Entremos -dijo el señor Stepark.

El jefe de policía dio unos pasos por el corredor iluminado por la luz que penetraba desde el jardín y gritó con voz fuerte:

-¿Hay alguien aquí?

No recibió respuesta ni después de repetir la llamada; ningún rumor se percibía en el interior de aquella casa. Lo único que oímos fue algo así como un frotamiento en una de las habitaciones laterales. Pero aquello era, sin duda, una ilusión.

El señor Stepark avanzó hasta el fondo del corredor. Yo iba detrás de él y el capitán Haralan me seguía.

Uno de los agentes se había quedado de guardia en la escalinata de la entrada.

Abierta la puerta pudimos, con una sola mirada, recorrer el jardín entero, en el que todo denotaba claramente la incuria y el abandono.

¿Debíamos de visitar el jardín lleno de arbustos y árboles abandonados a sí mismos, sin cuidados? El capitán Haralan lo creía inútil, pues no era de suponer que allí se ocultara nadie.

No era ésta, sin embargo, la opinión del jefe de policía.

El jardín fue visitado, y con toda minuciosidad.

Los agentes no descubrieron a nadie. Sin embargo, el señor Stepark no quedó satisfecho con esa inspección, y quiso cerciorarse por sí mismo de si en el jardín existía algún indicio revelador.

Nada, ni siquiera huellas recientes de pasos había en los paseos.

Las ventanas de la casa que daban a este lado estaban cerradas, a excepción de la última del primer piso, que daban bastante luz a la escalera.

-Esas gentes -dijo el jefe de policía- no debían tardar en volver a casa, toda vez que la puerta estaba cerrada con una sola vuelta de llave, a menos de que hayan tenido aviso y se hayan escapado.

-¿Cree usted que hayan podido saber que veníamos? -repliqué-. No, yo creo más bien que van a regresar de un momento a otro.

El señor Stepark movió la cabeza dubitativamente.

-Por otra parte, ese humo que se escapa de una de las chimeneas demuestra que hay fuego en alguna parte.

-Busquemos el fuego -respondió el jefe de policía.

Después de haber comprobado que el jardín estaba desierto, lo mismo que el patio, y que nadie podía estar oculto, el señor Stepark nos indicó que volviésemos a entrar en la casa, y la puerta del corredor fue cerrada detrás de nosotros.

A aquel corredor daban cuatro piezas. Una de ellas, del lado del jardín, se había convertido en cocina; otra no era, en realidad, más que la caja de la escalera que subía a las habitaciones del primer piso.

Las pesquisas comenzaron por la cocina; uno de los agentes abrió las ventanas y contraventanas, dispuestas de modo que sólo penetraba muy escasa luz.

Nada más rudimentario, nada más sencillo que el mobiliario de aquella cocina: un hornillo con chimenea, de cada lado un armario, una mesa en medio, dos sillas de anea y dos taburetes de madera, diversos utensilios colgados en las paredes y en un ángulo un reloj de caja y cuyas pesas indicaban que se le había dado cuerda la víspera.

En el hornillo ardían aún algunos carbones, que producían el humo que se veía desde el exterior.

-He aquí la cocina -dije-; pero ¿y el cocinero?

-¿Y su amo? -añadió el capitán Haralan.

-Prosigamos nuestras pesquisas -respondió el señor Stepark.

Las otras dos habitaciones de la planta baja, que recibían la luz del patio, fueron visitadas. Una de ellas, el salón, tenía muebles antiguos y viejas tapicerías de origen alemán. Sobre la chimenea, un reloj de bastante mal gusto; las saetas inmóviles y el polvo acumulado sobre la esfera indicaban que no estaba en uso desde hacía mucho tiempo. En uno de los testeros, frente a la ventana, estaba colgado un retrato con marco oval, y con este nombre en una cartulina: «Otto Storitz ».

Contemplamos aquel cuadro de dibujo vigoroso y de colores fuertes, que a pesar de estar firmado por un artista desconocido, era una verdadera obra de arte.

El capitán Haralan no podía separar sus miradas de aquel lienzo.

Por lo que a mí respecta, la figura de Otto Storitz me producía una impresión profunda: ¿dependería esta impresión del estado en que mi espíritu se encontraba? ¿Sufriría yo, a mi pesar, y sin darme cuenta, la influencia del miedo? Fuera lo que fuese, allí, en aquel salón abandonado, se me antojaba que el retrato estaba vivo, que iba a lanzarse fuera del marco y a gritar con voz de ultratumba para reprocharnos la visita:

-¿Qué hacen aquí? ¡Cuánta es su audacia viniendo a turbar mi reposo!

La ventana del salón, con las persianas corridas, dejaba pasar alguna luz; no había sido menester abrirla, y en aquella relativa penumbra tal vez el retrato ganase fantasía y contribuyera a impresionarnos más.

El jefe de policía pareció sorprendido de la semejanza que existía entre Otto y Wilhelm Storitz.

-Teniendo en cuenta la diferencia de edad -observó-, este retrato lo mismo podría ser el del padre que el del hijo; son los mismos ojos, la misma frente, la misma cabeza colocada sobre amplios hombros. ¡Y esa fisonomía diabólica! Se siente uno tentado de exorcizar tanto al uno como al otro.

-Sí -repliqué-, la semejanza es sorprendente.

El capitán Haralan parecía clavado en el suelo ante aquel lienzo como si el original se hubiera encontrado delante de él.

-¿Viene usted, capitán? -le dije.

De aquel salón pasamos a la habitación próxima, atravesando el corredor.

Era éste el gabinete de trabajo, sumamente en desorden. Varios estantes de madera blanca atestados de libros, sin encuadernar la mayor parte, obras de matemáticas, de química y de física principalmente. En uno de los rincones veíanse multitud de instrumentos, aparatos, máquinas, un horno portátil, retortas y alambiques, diversas muestras de metales, algunas de ellas desconocidas para mí, a pesar de ser ingeniero.

En medio de la habitación, sobre una mesa cargada de papeles y de objetos de escritorio, tres o cuatro volúmenes de las obras completas de Otto Storitz. Al lado de éstos me pude cerciorar de que ese manuscrito, firmado igualmente por Otto Storitz, era un estudio relativo a la luz.

Papeles, libros y manuscritos fueron recogidos y sellados.

Las investigaciones hechas en el despacho no dieron ningún resultado práctico, íbamos, pues, a salir, cuando el señor Stepark vio sobre la chimenea una redoma de forma extraña, de vidrio, azulado.

Fuese por obedecer a un sentimiento de curiosidad o por ceder a sus instintos de policía, el señor Stepark adelantó la mano para coger aquella redoma, y examinarla. Pero sin duda hizo un falso movimiento, pues, en el momento de ir a cogerla, la redoma, que estaba colocada al borde de la chimenea, cayó y se hizo pedazos contra el suelo.

Un líquido muy fluido, de color amarillento, se escapó de ella y se convirtió enseguida en vapor, de un olor muy singular aunque débil, que no habría podido comparar yo a ningún otro.

-A fe mía -dijo el jefe de policía- que esa redoma se cayó a propósito.

-Sin duda contenía alguna composición inventada por Otto Storitz -dije yo.

-Su hijo debe de tener la fórmula, y podrá volverla a hacer -respondió el señor Stepark.

Luego, dirigiéndose hacia la puerta, recomendó a dos de sus agentes que permanecieran de vigilancia en el corredor.

-Los demás al primer piso -añadió.

En el fondo, frente a la cocina, se encontraba una escalera de madera, cuyos peldaños crujían fuertes bajo nuestros pies.

Al final de ella se abrían dos cuartos contiguos, cuyas puertas no estaban cerradas con llave, bastando alzar el picaporte para penetrar en ellos.

La primera de esas habitaciones, que correspondía al salón de la planta baja, debía de ser la alcoba de Wilhelm Storitz. No contenía sino una cama de hierro, una mesa de noche, un armario de roble para ropa blanca, un tocador, un canapé, un sillón de terciopelo y dos sillas. Ni cortinajes en el lecho, ni cortinas o visillos en las ventanas; un mobiliario reducido, en suma, a lo puramente estricto. Ningún papel, ni sobre la chimenea, ni sobre una mesita colocada en uno de los ángulos.

La cama estaba deshecha, pero no podíamos dejar de suponer que había estado ocupada durante la pasada noche.

Aproximándose al lavabo el jefe de policía observó que el cubo contenía aguas con algunas pompas de jabón en la superficie.

-Suponiendo -dijo- que hubiesen transcurrido veinticuatro horas desde que se utilizó esta agua, las pompas jabonosas estarían disueltas; lo cual indica que nuestro hombre ha hecho aquí mismo su tocado, esta mañana, antes de salir.

-De modo que es posible que regrese, a menos que no descubra a los agentes.

-Si él descubre a mis agentes, mis agentes le descubrirán a él y tienen orden de conducirle a mi presencia; pero no creo que se deje prender.

En aquel momento se oyó un ruido especial, como si alguien se deslizase con precaución sobre el piso; el ruido parecía proceder de la habitación de al lado, que estaba encima del despacho.

Había una puerta de comunicación entre la alcoba y esta pieza, lo cual evitaba el tener que salir para pasar de una a otra.

Antes que el jefe de policía, el capitán Haralan se lanzó de un salto hacia aquella puerta; la abrió bruscamente.

Mas sin duda nos habíamos engañado; no había nadie allí.

Era posible, después de todo, que aquel ruido hubiese venido del piso superior, es decir, del ático.
La segunda habitación en que penetramos estaba amueblada con más sencillez aún que la primera, y tampoco descubrimos en ella el menor indicio que pudiera orientarnos.

La habitación era indudablemente la del viejo criado Hermann.

El jefe de policía tenía, por otra parte, noticia, por los informes de sus agentes, de que si bien la ventana de la primera alcoba que visitamos se abría algunas veces para la ventilación, la de la segunda alcoba, que daba también al patio, permanecía invariablemente cerrada. Pudimos comprobar nosotros mismos la realidad de esta observación examinando el estado en que se hallaban las ventanas y las persianas.

En todo caso la alcoba estaba vacía, y si ocurría lo mismo con el ático, la terraza y la bodega, situada bajo la cocina, era que decididamente el amo y el criado habían abandonado la casa, y tal vez con la intención de no volver a ella.

-¿No admite usted -pregunté al señor Stepark- que Wilhelm Storitz ha podido ser informado de este registro?

-No, a menos que estuviera oculto en mi despacho, o en el de Su Excelencia cuando hablamos de este asunto.

-Es posible que nos hayan descubierto al llegar al bulevar Tekeli.

-Sea; pero ¿cómo salieron?

-Por la puerta trasera.

-No la hemos visto, si es que existe; de modo que tenían que saltar el muro del jardín, que es bastante elevado. Además, del lado de allá del jardín se encuentra el foso de las fortificaciones, que no puede franquearse.

La opinión, pues, del jefe de policía era que Wilhelm Storitz y Hermann se hallaban fuera de la casa cuando nosotros penetramos en ella.

Salimos de esta última habitación por la puerta que da a la escalera. En el instante preciso en que poníamos el pie en el primer escalón para subir al segundo piso, notamos que la escalera que unía el primer piso con la planta baja oscilaba fuertemente, como si alguien la hubiese subido o bajado a pasos rápidos; casi en seguida se percibió el ruido de una caída, seguido de un fuerte grito de dolor.
Nos inclinamos sobre el pasamanos y vimos a uno de los agentes que habían quedado vigilando en el corredor, que se levantaba apretándose el costado.

-¿Qué ocurre, Ludwig? -preguntó el señor Stepark.

Explicóse el agente diciendo que se encontraba de pie sobre el segundo peldaño de la escalera cuando su atención había sido atraída por el ruido que se produjo en ella, y que nosotros también habíamos percibido; volvióse entonces bruscamente para reconocer la causa del ruido, y es de suponer que había calculado mal sus movimientos, porque resbalando a un tiempo sus dos talones, había caído de espaldas, con gran daño para sus riñones y costillas.

Aquel hombre no podía explicarse su caída.

Tenía la impresión de que le habían tirado de los pies para hacerle perder el equilibrio, pero esto no era admisible, toda vez que se encontraba solo en la planta baja con su colega, que se había quedado de vigilancia en la puerta principal que daba al patio.

-¡Hum! -refunfuñó el señor Stepark con cierta preocupación.

En un minuto llegamos al segundo piso.

Éste estaba formado sólo por el ático, que se extendía de un extremo a otro, y que estaba iluminado por algunas pequeñas claraboyas abiertas en el techo, siéndonos fácil comprobar, con una sola mirada, que nadie se había refugiado allí.

En el centro, una escalerilla en bastante mal estado conducía a la terraza, donde se llegaba por una especie de trampa.

-Esta trampa está abierta -hice observar al jefe de policía, que había puesto ya un pie en el primer peldaño.

-En efecto, señor Vidal, y por ahí viene una corriente de aire, que es indudablemente lo que ha producido el ruido que oímos; la brisa es fuerte hoy y la veleta gira al extremo del tejado.

-Sin embargo -respondí- parecía ruido de pasos.

-Pero ¿quién habría de producirlos, si no hay nadie?

-A menos que allí arriba...

-¿En ese nicho aéreo? ...

El capitán Haralan escuchaba las frases que cambiábamos el jefe de policía y yo, contentándose con decir, señalando la terraza:

-Subamos.

El señor Stepark subió el primero, ayudándose de una maroma, que hacía las veces de pasamanos. El capitán Hurlan y yo enseguida nos encaramamos en pos de él; era probable que tres personas bastasen para llenar aquel estrecho espacio.

Era, en efecto, una especie de caja de ocho pies cuadrados de superficie y de unos diez de altura.
Estaba bastante oscura, a causa de las gruesas cortinas que impedían penetrar la luz a través de los vidrios, pero tan pronto como fueron levantadas, la claridad penetró a torrentes.

Por las cuatro caras de la terraza podía la mirada recorrer todo el horizonte de Raab; nada impedía que las miradas pudieran extenderse por todos lados con más amplitud que desde la casa de Roderich, aunque con menos que desde la torre de San Miguel y la torrecilla del Castillo.

Desde allí volví a ver el Danubio a la extremidad del bulevar, y la ciudad, extendiéndose hacia el Sur, dominada por la atalaya del ayuntamiento; por la torre de la catedral y por la torrecilla de la colina de Wolkang, y alrededor de las vastas paredes de la puszta bordeada por las lejanas montañas.

Me apresuraré a decir que en la terraza sucedió lo mismo que había acontecido en las restantes dependencias de la casa; no se encontró a nadie. Era menester que el señor Stepark tomase una determinación; aquella tentativa de la policía no obtendría ningún resultado, y nada se sabría de los misterios de la casa Storitz.

Había pensado yo que aquella terraza serviría para observaciones astronómicas y que contendría aparatos para el estudio del cielo: error; por todo mobiliario una mesa y una silla de madera.

Encima de la mesa había algunos papeles y entre otros, un número del periódico que me había informado en Budapest del próximo aniversario de Otto Storitz; aquellos papeles fueron recogidos como los procedentes.

Sin duda era allí donde Wilhelm Storitz iba a descansar de sus trabajos al salir de su despacho, o mejor dicho de su laboratorio. En todo caso había leído aquel artículo que estaba marcado con una cruz hecha con lápiz rojo.

De pronto se dejó oír una violenta exclamación de cólera y sorpresa.

El capitán había descubierto sobre una mesita colocada en un rincón una caja de cartón, que acababa de abrir. Y de ella sacó ¡la corona nupcial robada la noche de los esponsales en la casa de Roderich!

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