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24 minutos en globo

Editado
© Ariel Pérez
20 de abril del 2002

Veinticuatro minutos en globo

Mi estimado Señor Jeunet,

Aquí están las breves notas que me ha solicitado escribir sobre el viaje del "Metéoro".

Usted sabe en que condiciones la ascensión se debía hacer: el globo relativamente pequeño, de una capacidad de 900 metros cúbicos, pesando 270 kilogramos con su barquilla y sus aparatos, inflado de un gas, excelente para la iluminación, pero por la misma razón de un poder ascensional pobre, debía llevar cuatro personas, el aeronauta Eugéne Godard, además de tres viajeros: el señor Deberly, abogado, el señor Merson, teniente del regimiento 14, y yo.

En el momento de partir, imposible fue elevar a todo el mundo. El señor Merson habiendo hecho con anterioridad algunas ascensiones aerostáticas en Nantes con Eugéne Godard, consintió, un poco contrariado, a ceder su lugar al señor Deberly, que hacía, como yo, su primera excursión aérea. El tradicional "Suelten amarras" estaba por ser pronunciado, y nos encontrábamos cerca de abandonar la tierra...

Pero no contábamos con el hijo de Eugéne Godard, un intrépido chico de nueve años, que escaló la barquilla, y por el cual fue necesario sacrificar dos de los cuatro sacos de lastre. ¡Dos sacos solamente! Jamás Eugéne Godard había despegado en estas condiciones. La ascensión no podía, por tanto, durar mucho tiempo.

Partimos a las 5:24 de la mañana, lenta y oblicuamente. El viento nos llevaba hacia el sudeste, y el cielo era de una pureza incomparable. Sólo algunas nubes surcaban el horizonte. El mono Jack, lanzado con su paracaídas, nos permitió elevarnos más rápidamente, y, a las 5:28, estabamos navegando a una altura de 800 metros, tal y como lo indicaba el barómetro aneroide.

La vista de la villa era magnifica. La plaza Longueville parecía un hormiguero de hormigas rojas y negras, unas civiles, otras militares; la cúspide de la Catedral se alejaba poco a poco, y marcaba como una aguja los progresos de la ascensión.

En un globo, ningún movimiento, ni horizontal, ni vertical, es perceptible. El horizonte parece siempre mantenerse a la misma altura. Su radio se incrementa, eso es todo, mientras que la tierra, por debajo de la barquilla, se hunde como en un entierro. Al mismo tiempo, silencio absoluto, calma completa de la atmósfera, que solo es perturbada por los crujidos del mimbre que nos lleva.

A las 5:32, un rayo de sol emerge desde las nubes que cargaban el horizonte del oeste, y golpea el globo; el gas se dilata, y sin que ningún lastre haya sido lanzado, nos elevamos a una altura de 1 200 metros, la máxima altura que alcanzamos durante el viaje.

Esto es lo que pudimos ver. Bajo nuestros pies, Saint-Acheul y sus jardines oscuros, encogidos como si se les mirara a través del grueso extremo de un telescopio; la Catedral aplastada, cuya cúspide se confundía con las últimas casas de la villa; el Somme, una cinta pálida y delgada; los ferrocarriles, algunas líneas trazadas con un pincel; las calles, sinuosos cordones; los huertos, una simple imagen en el mercado de los hortelanos; los campos, una de esas placas de muestras multicolores que los sastres de antaño colgaban en sus puertas; Amiens, un montón de pequeños cubos grisáceos; se pudiera decir que se había vaciado sobre la llanura una caja de juguetes de Nuremberg. Después, las villas cercanas, Saint-Fuscien, Villers-Bretonneux, La Neuville, Boyes, Camon, Longueau, que parecían montones de piedras, dispuestas aquí y allá como preparación para un pavimentado gigantesco.

En ese momento, el interior del aerostato se ilumina. Miro a través del orificio inferior que Eugéne Godard tiene siempre abierto. Dentro, una limpia claridad, sobre la cual se destacan los costados alternativamente amarillos y carmelitas del "Metéoro". Nada hace descubrir la presencia del gas, ni su color, ni su olor.

Sin embargo, descendemos, debido a nuestro peso. Es necesario lanzar lastre para mantenerse en el aire. Los millares de prospectos, lanzados afuera, indican una corriente más viva en una zona más baja. Ante nosotros Longueau, pero antes de Longueau, una sucesión de pantanosas penínsulas.

- ¿Descenderemos en este pantano? - le pregunté a Eugéne Godard.

- No, me respondió, y, si no tenemos más lastre, lanzaré mi bolsa de viaje. Es absolutamente necesario franquear este pantano.

Seguimos cayendo. A las 5:43, y a 500 metros de la tierra, un viento vivo nos atacó. Pasamos sobre la chimenea de una fábrica, al fondo de la cual se adentraron nuestras miradas; el globo se reflejaba, por una especie de espejismo, en las aguas de los pantanos; las hormigas humanas habían crecido y corrían por los caminos. Una pequeña pradera está allí, entre les dos líneas del ferrocarril, delante de la bifurcación.

- ¿Y bien? -dije.

- ¿Y bien? ¡pasaremos el ferrocarril, pasaremos la villa que está más allá! - me respondió Eugéne Godard.

El viento es vivo. Lo sabemos por la agitación de los árboles. Atravesamos La Neuville. Ante nosotros, está la llanura. Eugéne Godard lanza su cuerda guía, una cuerda de 150 metros de largo, después su ancla. A las 5:47, el ancla toca la tierra; se abre la válvula varias veces; algunos curiosos muy amables corren, toman la cuerda, y tocamos suavemente la tierra, sin la menor sacudida. El globo se ha posado allí como un gran y pesado pájaro, y no como una caza con plomo en sus alas.

Veinte minutos después, el globo fue desinflado, enrollado, empaquetado, puesto en una carreta, y un auto nos llevó de vuelta a Amiens.

He aquí, mi querido señor Jeunet, algunas impresiones cortas, pero exactas. Permítame agregar que un simple paseo aéreo, y también un largo viaje aerostático, no ofrecen nunca peligro, bajo la dirección de Eugéne Godard. Audaz, inteligente, experimentado, hombre de gran sangre fría, que cuenta ya con miles de ascensiones en el viejo y el nuevo mundo, Eugéne Godard no deja nunca cosa alguna al azar. Él lo prevé todo. Ningún incidente puede sorprenderle. Sabe dónde va, sabe dónde descenderá. Selecciona con maravillosa perspicacia su lugar de parada. Procede matemáticamente, el barómetro en una mano, el saco de lastre en la otra. Sus aparatos están en admirables condiciones. Nunca una falla de la válvula, nunca una falla de la envoltura. Una "cuerda de ruptura" le permite, si es necesario, dividir su aerostato en el caso en que el globo, a ras de la tierra, necesitara ser instantáneamente vaciado por las necesidades del aterrizaje. Eugéne Godard, por su experiencia, su sangre fría, la precisión de su mirada, es verdaderamente un maestro del aire que lo sostiene y que lo transporta, y ningún otro aeronauta, como se sabe, puede comparársele. En estas condiciones, un viaje aéreo ofrece toda la seguridad. No es propiamente un viaje, ¡es algo así como un sueño, pero un sueño siempre muy corto!

Sinceramente suyo,
Julio Verne

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