Una ciudad flotante
Capítulo XXVIII
Al mediodía Drake no había enviado
todavía sus padrinos a Fabián. Sin embargo, estos
preliminares debieran haberse cumplido ya si Drake se hubiese decidido
a pedir sobre la marcha una satisfacción por medio de las armas.
¿Aquel retraso podría infundirnos alguna esperanza? Yo
sabía muy bien que los sajones entienden de otro modo que
nosotros la cuestión de honor, y que el duelo ha desaparecido
casi enteramente de las costumbres inglesas. Ya he dicho que no
sólo la ley es severa para los duelistas, y que es imposible
eludirla como sucede en Francia sino que hasta la opinión
pública se ha declarado en contra de ellos. No obstante, aquella
circunstancia era especial. El lance había sido buscado,
deseado. El ofendido había provocado, por decirlo así, al
ofensor, y todos mis razonamientos venían siempre a parar a que
se había hecho inevitable este encuentro entre Fabián y
Drake.
En aquellos momentos los paseantes invadieron la
cubierta. Eran los fieles que salían del templo. Oficiales,
marineros, pasajeros que regresaban a sus puestos o a sus
camarotes.
A mediodía el cartel anunciaba:
Latitud: 40º 33' N.
Longitud: 66º 22' O.
Distancia: 214 millas.
El Great Eastern no se hallaba más que a
trescientas cuarenta y ocho millas de la punta del Sandy Hook,
lengua de tierra arenisca que forma la entrada de los fondeaderos de
Nueva York. Pronto surcaría las aguas americanas.
Durante el almuerzo no vi a Fabián en su puesto
de costumbre, pero Drake ocupaba el suyo.
Aunque bullicioso como siempre, aquel miserable me
pareció que estaba inquieto. ¿Trataría de buscar
en la bebida el olvido de sus remordimientos? No sé, pero lo
cierto es que hacía frecuentes libaciones en unión de sus
amigos habituales. Me miró varias veces de reojo, no osando o no
queriendo mirar de frente a pesar de su procaz desfachatez.
¿Buscaba a Fabián entre los presentes? Lo ignoro. Me
llamó la atención que se levantara bruscamente de la mesa
antes de terminar la comida y al punto me levanté para
observarle; pero se dirigió a su camarote, en el cual se
encerró.
Subí a cubierta. El mar estaba tranquilo, puro
el cielo; ni la menor nube, ni un poco de espuma. El doctor Pitferge me
dio malas noticias del marinero herido. El estado del enfermo se
agravaba, y, a pesar de las seguridades del médico, era
difícil que se restableciera.
A las cuatro de la tarde, algunos minutos antes de la
comida se señaló un buque a babor. El segundo me dijo que
debía ser el City of Paris, de dos mil setecientas
cincuenta toneladas, uno de los más hermosos steamers de
la compañía Inman, pero se equivocaba pues cuando
estuvo cerca el buque se vio que era el Saxonia de la Steam
National Company. Por espacio de algunos instantes los dos buques
navegaron a contrabordo, a menos de tres cables de distancia. La
cubierta del Saxonia estaba llena de pasajeros que nos saludaron
con un triple hurra.
A las cinco apareció otro buque en el
horizonte, pero demasiado lejos para que pudiera conocerse su
nacionalidad: debía ser el City of Paris. ¡Es un
acontecimiento el encuentro de estos buques, de estos huéspedes
del Atlántico, que se saludan al pasar! Se comprende, no
obstante, que una nave no vea con indiferencia a otra pues el peligro
común del elemento que desafían es un estrecho lazo que
los une.
A las seis apareció un tercer vapor, el
Philadelphia de la línea Inman, destinado al
transporte de emigrantes de Liverpool a Nueva York. Decididamente
recorríamos ya mares frecuentados y no podíamos estar
lejos de tierra. Yo ardía en deseos de desembarcar.
También se aguardaba al Europa, vapor de
ruedas de tres mil doscientas toneladas y mil ochocientos caballos de
fuerza perteneciente a la compañía transatlántica,
dedicado al servicio de pasajeros entre Havre y Nueva York, pero no se
le vio. Sin duda habría remontado al Norte. A las siete y media
anocheció. Por entre los últimos rayos del sol poniente
apareció la luna permaneciendo algún tiempo como
suspendida en el horizonte. Una lectura religiosa hecha por el
capitán Anderson en el salón y acompañada de
cánticos, se prolongó hasta las nueve de la noche.
Concluyó el día sin que Corsican y yo
recibiéramos la visita de los padrinos de Enrique Drake.
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