El eterno Adán
El zartog Sofr-Aï-Sr -es decir, "el doctor,
tercer representante masculino de la centesimoprimera generación
de la dinastía de los Sofr"- seguía a pasos lentos
la calle principal de Basidra, la capital del Hars-lten-Schu, o
dicho en otras palabras "El Imperio de los Cuatro Mares".
Cuatro mares, efectivamente: el Tubelone o septentrional, el Ehone o
austral, el Spone u oriental y el Merone u occidental, limitaban aquel
vasto territorio, de forma muy irregular, cuyos puntos más
extremos (según las medidas comunes al lector) alcanzaban, en
longitud, los cuatro grados Este y los sesenta y dos grados Oeste, y en
latitud los cincuenta y cuatro grados Norte y los cincuenta y cinco
grados Sur. En cuanto a la respectiva extensión de esos mares,
¿cómo evaluarla, aunque fuera de un modo aproximado, ya
que todos ellos se unían entre sí, y un navegante,
abandonando cualquiera de sus orillas y bogando siempre al frente,
llegaría necesariamente a la orilla diametralmente opuesta? Ya
que, en toda la superficie del planeta, no existían otras
tierras que las del Hars-lten-Schu.
Sofr caminaba a pasos lentos, en primer lugar porque
hacía mucho calor: entraban en la estación ardiente y
Basidra, situada al borde del Spone-Schu o mar oriental, a menos
de veinte grados al norte del Ecuador, se veía avasallada por
una terrible catarata de rayos derramados por el sol, cerca de su cenit
en aquellos momentos.
Pero, más que el cansancio y el calor, era el
peso de sus pensamientos lo que retardaba los pasos de Sofr, el sabio
zartog. Mientras se secaba la frente con mano distraída,
recordaba la sesión que acababa de terminar, y donde tantos
oradores elocuentes, entre los que se honraba en contarse,
habían celebrado magníficamente el ciento noventa y cinco
aniversario de la fundación del Imperio.
Algunos de ellos habían hecho un resumen de su
historia, que era la historia de toda la humanidad. Habían
mostrado la Mahart-Iten-Schu, la Tierra de los Cuatro Mares,
dividida originalmente en un inmenso numero de poblaciones salvajes que
se ignoraban las unas a las otras. A esas poblaciones se remontaban las
tradiciones más antiguas. En cuanto a los hechos anteriores
nadie los conocía, y las ciencias naturales apenas comenzaban a
discernir una tenue luz en las impenetrables tinieblas del pasado. Sea
como fuere, aquellos antiguos tiempos escapaban a la crítica
histórica, cuyos primeros rudimentos se componían de
aquellas vagas nociones referentes a las antiguas poblaciones
dispersas.
Durante mas de ocho mil años, la historia, en
grados cada vez más completos y exactos, de la
Mahart-lten-Schu no relataba otra cosa que combates y guerras,
primero de individuo a individuo, luego de familia a familia,
finalmente de tribu a tribu, y en donde cada ser vivo cada
colectividad, grande o pequeña, no tenía a lo largo de
las eras otro objetivo que asegurar su supremacía sobre sus
competidores y se esforzaba con diversa fortuna, a veces adversa, en
someterlos a sus leyes.
Después de esos ocho mil años, los
recuerdos de los hombres eran un poco más precisos. Al principio
del segundo de los cuatro periodos en los que comúnmente se
dividían los anales de la Mahart-lten-Schu, la leyenda
empezaba a merecer más justamente el nombre de historia. Por
otro lado, fuera historia o leyenda, la temática de los relatos
apenas cambiaba: siempre no eran mas que masacres y matanzas -ya no de
tribu a tribu, hay que admitirlo, sino ahora de pueblo a pueblo-, por
lo que, en buena ley, ese segundo periodo no era muy diferente del
primero.
Y lo mismo podía decirse del tercero, cuyo
final se hallaba apenas a doscientos años de distancia en l
pasado, tras haber durado cerca de seis siglos. Más atroz
quizá esa tercera época, durante la cual innumerables
ejércitos de hombres, con una rabia insaciable, habían
regado la tierra con su sangre.
En efecto, un poco menos de ocho siglos antes del
día en que el zartog Sofr seguía la calle principal de
Basidra, la humanidad se había hallado preparada para las vastas
convulsiones. En aquel momento, habiendo cumplido las armas, el fuego,
la violencia, una parte de su necesaria obra, habiendo sucumbido los
débiles ante los fuertes, los hombres que poblaban la
Mahart-lten-Schu formaban tres naciones homogéneas, en
cada una de las cuales el tiempo había atenuado las diferencias
entre los vencedores y los vencidos de otros tiempos. Fue entonces
cuando una de esas naciones emprendió la tarea de someter a sus
vecinas. Situados en el centro de la Mahart-Iten-Schu, los
Andarti-Ha-Sammgor, u Hombres de Rostro de Bronce, lucharon sin
piedad para ampliar sus fronteras, dentro de las cuales se asfixiaba su
ardiente y prolífica raza. Unos tras otros, al precio de
seculares guerras, vencieron a los Andarti-Mahart-Horis, los
Hombres del País de la Nieve, que habitan las extensiones del
sur, y a los Andarti-Mitra-Psul, los Hombres de la Estrella
Inmóvil, cuyo imperio estaba situado al norte y al oeste.
Cerca de doscientos años habían
transcurrido desde que la última revuelta de esos dos
últimos pueblos había sido ahogada en torrentes de
sangre, y la tierra había conocido por fin una era de paz. Era
el cuarto periodo de la historia. Un solo Imperio reemplazaba a las
tres naciones de antes, y todo el mundo obedecía la ley de
Basidra, y la unidad política tendía a fundir las razas.
Nadie hablaba ya de los Hombres de Rostro de Bronce, de los Hombres del
País de la Nieve, de los Hombres de la Estrella Inmóvil,
y la tierra no contenía mas que un pueblo único, los
Andart'-Iten-Schu, los Hombres de los Cuatro Mares, que
resumía en él a todos los demás.
Pero, tras aquellos doscientos años de paz, un
quinto periodo parecía querer anunciarse. Desde hacía un
tiempo circulaban rumores desagradables, venidos nadie sabía de
donde. Habían aparecido pensadores que despertaban en las almas
recuerdos ancestrales que uno hubiera creído abolidos. El
antiguo sentimiento de la raza resucitaba bajo una nueva forma,
caracterizada por nuevas palabras. Se hablaba en las conversaciones de
"atavismos", de "afinidades", de
"nacionalismos", etc., todos ellos vocablos de reciente
creación que, respondiendo a una necesidad, habían
adquirido rápidamente derecho de ciudadanía. Siguiendo
afinidades de origen, de aspecto físico, de tendencias morales,
de intereses o simplemente de región y de clima,
aparecían grupos que se veían aumentar poco a poco y que
empezaban a agitarse. ¿Cómo se desarrollaría esa
naciente evolución? ¿Iba a verse dividida la
Mahart-lten-Schu, como antes, en un gran número de
naciones, o sería necesario para mantener la unidad apelar de
nuevo a las terribles hecatombes que, durante tantos milenios,
habían hecho de la tierra una carnicería...?
Sofr, agitando la cabeza, alejó aquellos
pensamientos. Ni él ni nadie conocía el futuro.
¿Por que pues entristecerse por anticipado de unos
acontecimientos inciertos? Además, aquel no era día para
meditar sobre tales siniestras hipótesis. Hoy era un día
alegre, y uno no debía pensar mas que en la augusta grandeza de
Mogar-Si, el decimosegundo emperador del Hars-lten-Schu, cuyo
cetro conducía al universo hacia gloriosos destinos.
Además, para un zartog, no faltaban las razones
de alegría. Además del historiador que había
pasado revista a los anales de la Mahart-lten-Schu, una
pléyade de sabios, con ocasión del grandioso aniversario,
habían establecido, cada uno dentro de su especialidad, el
balance del saber humano, señalando el punto hasta donde su
secular esfuerzo había conducido a la humanidad. De tal modo
que, si bien el primero había sugerido, en una cierta medida,
tristes reflexiones, relatando a través de que lenta y tortuosa
ruta había escapado la humanidad de su bestialismo original, los
demás habían alimentado el legitimo orgullo de su
auditorio.
Sí, en verdad, la comparación entre lo
que había sido el hombre, llegando desnudo y desarmado a la
tierra, y lo que era hoy, incitaba a la admiración. Durante
siglos, pese a las discordias y sus odios fratricidas, ni por un
instante había interrumpido su lucha contra la naturaleza,
aumentando sin cesar la amplitud de su victoria. Lenta al principio, su
marcha triunfal se había acelerado sorprendentemente desde hacia
doscientos años, y la estabilidad de las instituciones
políticas y la paz universal que habían resultado de ello
habían provocado un maravilloso florecer de la ciencia. La
humanidad había vivido para el cerebro, y no más
solamente para los miembros; había reflexionado, en vez de
agotarse en guerras inútiles y era por ello por lo que, en el
transcurso de los dos últimos siglos, había avanzado a un
paso cada vez más rápido hacia el conocimiento y hacia la
domesticación de la materia...
A grandes rasgos, Sofr, mientras seguía bajo el
ardiente sol la larga calle de Basidra, esbozaba en su mente el cuadro
de las conquistas del hombre.
En primer lugar -y aquello se perdía en la
noche de los tiempos-, había imaginado la escritura, a fin de
fijar el pensamiento; luego -la invención se remontaba a mas de
quinientos años- había hallado el medio de extender la
palabra escrita en un número infinito de ejemplares, con ayuda
de un molde que servía para todos ellos.
Fue de esa invención de donde surgieron en
realidad todas las demás. Es gracias a ella por lo que los
cerebros se habían puesto a trabajar, por lo que la inteligencia
de cada uno se había visto incrementada con la de los vecinos, y
por lo que los descubrimientos, tanto teórica como
prácticamente, se habían multiplicado en forma
prodigiosa. Ahora eran ya incontables.
El hombre había penetrado en las
entrañas de la tierra y extraía de ellas la hulla,
generosa dispensadora de calor; había liberado la fuerza latente
del agua, y el vapor arrastraba ahora sobre las tendidas cintas de
hierro pesados convoyes o accionaba innumerables y poderosas maquinas,
precisas y delicadas; gracias a esas maquinas, tejía las fibras
vegetales y podía trabajar a su antojo los metales, el
mármol y la roca. En un campo menos concreto, o al menos de una
utilización menos directa y menos inmediata, penetraba
gradualmente en el misterio de los números y exploraba cada vez
más profundamente la infinitud de las verdades
matemáticas. Gracias a ellas, su pensamiento había
recorrido el cielo. Sabía que el Sol no era mas que una estrella
que gravitaba a través del espacio según leyes rigurosas,
arrastrando consigo en su inflamado orbe los siete planetas1 de su cortejo.
Conocía el arte tanto de combinar ciertos cuerpos brutos de modo
que formaran otros nuevos tenían ya nada en común con los
primeros, como de dividir ciertos otros en sus elementos constitutivos
y primordiales. Sometía a análisis el sonido, el calor,
la luz, empezaba a determinar su naturaleza y sus leyes. Hacía
apenas cincuenta años, había aprendido a producir esa
fuerza de la cual el trueno y los relámpagos son sus más
terrible manifestación, y muy pronto la había convertido
en su esclava; ese misterioso agente transmitía a distancias
incalculables el pensamiento escrito; mañana,
transmitiría el sonido; pasado mañana, sin duda, la
luz... Sí, el hombre era grande, más grande que el
inmenso universo, al que gobernaría como dueño en un
día próximo...
Pero, para que poseyera la verdad integral, quedaba
por resolver un último problema: Este hombre, dueño del
mundo, ¿quién es? ¿De dónde viene?
¿Hacia que desconocidos fines tiende su incansable esfuerzo?
Ese vasto tema era precisamente el que acababa de
tratar el zartog Sofr en el transcurso de la ceremonia de la que
acababa de salir. Claro que no había hecho mas que rozarlo, ya
que un tal problema era actualmente insoluble, y seguiría
siéndolo sin duda mucho tiempo aún. Sin embargo, algunos
vagos resplandores empezaban a iluminar el misterio. ¿Y, entre
esos resplandores, no era uno de los más poderosos el que
había proyectado el propio zartog Sofr cuando, codificando
sistemáticamente las pacientes observaciones de sus predecesores
y sus notas personales, había llegado al enunciado de su ley de
la evolución de la materia viva, ley universal actualmente
admitida por todos, y que no tenia ni un solo contradictor?
Aquella teoría reposaba sobre una triple
base.
En primer lugar sobre la ciencia geológica que,
nacida el día en que se había empezado a hurgar las
entrañas del suelo se había ido perfeccionando a medida
que se desarrollaban las explotaciones mineras. La corteza del planeta
tan perfectamente conocida que se llegaba incluso a fijar su edad en
cuatrocientos mil años, y en veinte mil la de la
Mahart-ltens-Schu tal como existía hoy en día.
Antes, aquel continente dormía bajo las aguas del mar, como lo
atestiguaba la espesa capa de lino marino que recubría, sin la
menor interrupción, los estratos rocosos subyacentes.
¿Por qué mecanismo había surgido fuera de las
olas? Sin duda como consecuencia de una contracción de la
corteza al enfriarse. Fuera cual fuese la hipótesis al respecto,
lo cierto era que la emersión de la Mahart-lten-Schu
debía ser considerada como segura.
Las ciencias naturales habían proporcionado a
Sofr los otros dos fundamentos de su sistema, demostrando el estrecho
parentesco que existía en las plantas entre sí y en los
animales entre sí. Sofr había ido incluso mas lejos:
había probado hasta la evidencia que casi todos los vegetales
existentes se relacionaban con una planta marina que era su antepasado,
y que casi todos los animales terrestres y aéreos derivaban de
animales marinos. A través de una lenta, pero incesante
evolución, estos se habían adaptado poco a poco a unas
condiciones de vida primero vecinas, luego más alejadas de las
de su vida primitiva y, de estadío en estadío,
habían dado nacimiento a la mayor parte de las formas vivas que
poblaban la tierra y el cielo.
Desgraciadamente, aquella ingeniosa teoría no
era inatacable. El que los seres vivos del orden animal o vegetal
procedieran de antepasados marinos era algo que parecía
incontestable para casi todos, pero no para todos. Existían en
efecto algunas plantas y algunos animales que parecía imposible
conectar con formas acuáticas. Aquel era uno de los puntos
débiles del sistema.
El hombre -Sofr no se lo ocultaba- era el otro punto
débil. Entre el hombre y los animales no era posible establecer
ningún lazo. Por supuesto, las funciones y las propiedades
primordiales, tales como la respiración, la nutrición, la
movilidad, eran las mismas, y se realizaban o se revelaban
sensiblemente de parecida manera, pero subsistía un abismo
infranqueable entre las formas exteriores, el número y la
disposición de los órganos. Si bien, a través de
una cadena de la que faltaban muy pocos eslabones, podía
relacionarse la gran mayoría de los animales a unos antepasados
surgidos del mar, una tal filiación era inadmisible en lo que
concernía al hombre. Para conservar intacta la teoría de
la evolución, era necesario, pues, imaginar gratuitamente la
hipótesis de una raíz común a los habitantes de
las aguas y al hombre, raíz cuya existencia anterior nada,
absolutamente nada, demostraba.
Por un tiempo Sofr había esperado hallar en el
suelo argumentos favorables a sus preferencias. A instigación
suya, y bajo su dirección, se habían realizado
prospecciones durante un largo lapso de años, pero para llegar a
resultados diametralmente opuestos a los que esperaba el promotor.
Tras atravesar una delgada película de humus
formada por la descomposición de plantas y animales parecidos o
análogos a aquellos que podían ver todos los días,
se había llegado a la espesa capa de limo, donde los vestigios
del pasado habían cambiado de naturaleza. En aquel limo ya no
existía nada de la flora y la fauna existentes, sino tan solo un
amasijo colosal de fósiles exclusivamente marinos cuyos
congéneres vivían aun, lo más frecuentemente en
los océanos que rodeaban la Mahart-Iten-Schu.
¿Que conclusión había que sacar
de todo aquello, sino que los geólogos tenían
razón profesando que el continente había yacido
antiguamente en el fondo de aquellos mismos océanos, y que ni
siquiera Sofr estaba equivocado afirmando el origen marino de la fauna
y la flora contemporáneas? Puesto que, salvo excepciones tan
raras que podían ser consideradas con pleno derecho como
monstruosidades, las formas acuáticas y las formas terrestres
eran las únicas de quienes se podían descubrir huellas,
de modo que las ultimas tenían que haber sido necesariamente
engendradas por las primeras...
Desgraciadamente para la generalización del
sistema, se hicieron otros nuevos descubrimientos. Esparcidas por todo
el espesor del humus, y hasta llegar a la parte más superficial
del deposito de limo, fueron puestas a la luz innumerables osamentas
humanas. No había nada de excepcional en la estructura de
aquellos fragmentos de esqueleto, y Sofr tuvo que renunciar a
identificarlos como restos de organismos intermediarios cuya existencia
hubiera confirmado su teoría: aquellas osamentas eran, ni
más ni menos, osamentas humanas.
Sin embargo, no tardo en constatarse un particular
extraordinariamente notable. Hasta una cierta antigüedad, que
podía ser evaluada aproximadamente en dos o tres mil
años, cuanto más antiguo era el osario, de más
pequeña talla eran los cráneos descubiertos. Por el
contrario, mas allá de aquel estadío, la
progresión se invertía, y desde entonces, cuanto
más se retrocedía en el pasado, mayor era la capacidad de
los cráneos y, en consecuencia, el tamaño de los cerebros
que habían contenido. El máximo fue hallado precisamente
entre los restos -por otro lado muy extraños- encontrados en la
superficie de la capa de limo. El concienzudo examen de esos venerables
restos no dejó lugar a dudas de que los hombres que vivieron en
aquella lejana época habían adquirido un desarrollo
cerebral muy superior a sus sucesores -incluidos los
contemporáneos del propio zartog Sorf-. Así pues, durante
aquellos ciento sesenta o ciento setenta siglos, se había
producido una regresión manifiesta, seguida de una nueva
ascensión.
Sofr, turbado por aquellos extraños hechos,
llevó más adelante sus investigaciones. La capa de limo
fue atravesada de parte a parte, en un espesor tal que, según
las más moderadas opiniones, el depósito no había
exigido menos de quince o veinte mil años. Más
allá, se produjo la sorpresa de encontrar débiles restos
de una antigua capa de humus y, debajo de ese humus, roca, de
naturaleza variable según el lugar donde se efectuaran las
prospecciones. Pero lo que llevó la sorpresa a su colmo fue el
retirar algunos restos de origen incontestablemente humano arrancados a
aquellas misteriosas profundidades. Eran fragmentos de osamentas que
habían pertenecido a seres humanos, y también restos de
armas o maquinas, trozos de cerámica, fragmentos de
inscripciones en un lenguaje desconocido, piedras duras finamente
trabajadas, a veces esculpidas en forma de estatuas casi intactas,
capiteles delicadamente labrados, etc. El conjunto de aquellos
hallazgos obligó lógicamente a deducir que hacía
aproximadamente unos cuarenta mil años, es decir veinte mil
años antes del momento en que habían surgido, nadie
sabía de dónde ni cómo, los primeros
representantes de la raza contemporánea, el hombre había
vivido ya en aquellos mismos lugares, alcanzando un grado de
civilización tremendamente avanzado.
Tal fue en efecto la conclusión generalmente
admitida. De todos modos, hubo al menos un disidente. Ese disidente no
era otro que Sofr. Admitir que otros hombres, separados de sus
sucesores por un abismo de veinte mil años, hubieran poblado por
primera vez la tierra, era para el una locura. ¿De donde
habrían venido, en este caso, esos descendientes de unos
antepasados desaparecidos hacía tanto tiempo y a quienes no les
ligaba nada? Mas que aceptar una hipótesis tan absurda, era
mejor permanecer a la expectativa. El hecho de que aquellos hechos
singulares no pudieran ser explicados no permitía llegar a la
conclusión de que eran inexplicables. Algún día
serían interpretados. Hasta entonces era mejor no tenerlos en
cuenta y permanecer aferrado a esos principios, que satisfacen
plenamente la razón pura:
La vida planetaria se divide en dos fases: antes del
hombre y después del hombre. En la primera, la Tierra, en estado
de perpetua transformación, es, por esta causa, inhabitable, y
está deshabitada. En la segunda, la corteza terrestre ha llegado
a un grado de cohesión que permite la estabilidad.
Inmediatamente, teniendo bajo ella un sustrato sólido, aparece
la vida. Se inicia con las formas más simples y va
complicándose progresivamente para alcanzar al fin al hombre, su
expresión última y más perfecta. El hombre, apenas
aparece sobre la Tierra, prosigue inmediatamente y sin descanso su
ascensión. Con paso lento pero seguro, se encamina hacia su
final, que es el conocimiento perfecto y la dominación absoluta
del universo...
Arrastrado por el calor de sus convicciones, Sofr
había pasado de largo su casa. Dio media vuelta, murmurando en
voz baja.
"Oh" -se decía a sí mismo-,
"¿admitir que el hombre, ¡hace cuarenta mil
años!, hubiera alcanzado una civilización comparable, si
no superior, a la que gozamos ahora, y que sus conocimientos, sus
adquisiciones, hayan desaparecido sin dejar la menor huella, hasta el
punto de obligar a sus descendientes a recomenzar la obra por su base,
como si fueran los pioneros de un mundo deshabitado que se extiende
ante ellos?... ¡Eso sería negar el futuro, proclamar que
nuestro esfuerzo es vano, y que todo el progreso es tan precario y poco
firme como una burbuja de espuma cabalgando en la cresta de una
ola!
Sofr hizo alto frente a su casa.
"¡Upsa ni...!
¡hartchok...!" (¡No, no!...
¡Realmente!...), "¡Andart mir'hoë
spha!..." (¡El hombre es el dueño de las
cosas!...) -murmuró, empujando la puerta.
Cuando el zartog hubo descansado unos instantes,
comió con buen apetito, luego se tendió para efectuar su
siesta cotidiana. Pero las preguntas que lo habían agitado
camino de su domicilio seguían obsesionándole, rechazando
el sueño.
Por mucho que fuera su deseo de establecer la
irreprochable unidad de los métodos de la naturaleza,
poseía demasiado espíritu crítico como para negar
lo débil que era su sistema desde el momento en que se abordaba
el problema del origen y la formación del hombre. Obligar a los
hechos a encajar con una hipótesis preconcebida es una manera de
tener razón contra los demás, pero no sirve para tener
razón contra uno mismo.
Si, en vez de ser un sabio, un zartog muy eminente,
Sofr hubiera formado parte de la clase de los iletrados, se hubiera
sentido menos angustiado. El pueblo, en efecto, sin perder su tiempo en
profundas especulaciones, se contentaba con aceptar, con los ojos
cerrados, la vieja leyenda que, desde tiempos inmemoriales, se
transmitía de padres a hijos. Explicando el misterio a
través de otro misterio, hacía remontar el origen del
hombre a la intervención de una voluntad superior. Un
día, aquella potencia extraterrestre había creado de la
nada a Hedom e Hiva, el primer hombre y la primera mujer, cuyos
descendientes habían poblado la Tierra. Así, todo se
encadenaba de la forma más sencilla.
¡Demasiado sencilla!, pensaba Sofr. Cuando uno
desespera de comprender algo, es realmente demasiado fácil hacer
intervenir a la divinidad: de esta forma, resulta inútil buscar
la solución de los enigmas del universo, ya que los problemas
quedan suprimidos apenas planteados.
¡Si al menos la leyenda popular tuviera aunque
fuese tan solo la apariencia de una base seria!... Pero no se basaba
absolutamente en nada. No era más que una tradición,
nacida en las épocas de ignorancia y transmitida inmediatamente
después de edad en edad. Incluso el nombre:
"¡Hedom!..." ¿De dónde venía ese
vocablo extraño, de extranjeras consonancias, que no
parecía pertenecer a la lengua de los
Antart'-Iten-Schu? Tan sólo esta pequeña
dificultad filológica había bastado para que una
infinidad de sabios palidecieran, sin hallar ninguna respuesta
satisfactoria. ¡Todo aquello no eran mas que desvaríos,
cosas indignas de retener la atención de un zartog!...
Irritado, Sofr descendió a su jardín.
Aquella era la hora en que acostumbraba hacerlo. El sol, en su ocaso,
derramaba sobre la tierra un calor menos ardiente, y una brisa tibia
empezaba a soplar desde el Spone-Schu. El zartog erró por
los caminillos, a la sombra de los árboles, cuyas susurrantes
hojas murmuraban al viento, y poco a poco sus nervios recuperaron el
equilibrio habitual. Pudo sacudirse aquellos absorbentes pensamientos,
gozar apaciblemente del aire puro, interesarse en los frutos, la
riqueza de los jardines, y en las flores, su adorno.
El azar de su paseo le condujo de nuevo hacia su casa,
y se detuvo al borde de una profunda excavación donde
yacían numerosos útiles. Allí serían
enterrados al poco tiempo los cimientos de una nueva
construcción que doblaría la superficie de su
laboratorio. Pero, en aquel día de fiestas, los obreros
habían abandonado su trabajo para dedicarse al placer. Sofr
estudiaba maquinalmente la obra ya realizada y la que quedaba por
hacer, cuando, en la penumbra de la excavación, un punto
brillante atrajo su mirada. Intrigado, descendió al fondo de la
zanja y extrajo un objeto de la tierra que lo recubría en sus
tres cuartas partes.
Una vez arriba de nuevo, el zartog examinó su
hallazgo. Era una especie de estuche, hecho de un metal desconocido, de
color gris, textura granulosa y brillo atenuado por una prolongada
estancia bajo el suelo. A un tercio de su longitud, una ranura indicaba
que el estuche estaba formado por dos partes que encajaban la una en la
otra. Sofr intentó abrirlo.
A su primera tentativa el metal, corroído por
el tiempo, se redujo a polvo, descubriendo un segundo objeto que se
hallaba embutido en el primero.
La sustancia de ese segundo objeto era tan nueva para
el zartog como el metal que lo había protegido hasta entonces.
Era un rollo de hojas superpuestas y repletas de extraños
signos, cuya regularidad indicaba que se trataba de caracteres de
escritura, pero de una escritura desconocida, como Sofr no había
visto nunca nada semejante, ni siquiera análogo.
El zartog, temblando de emoción, corrió
a encerrarse en su laboratorio y, disponiendo con cuidado el precioso
documento, lo examinó.
Sí, se trataba de escritura, nada podía
ser mas seguro. Pero tampoco podía ser mas seguro el hecho de
que aquella escritura no se parecía en nada a ninguna de
aquellas otras que, desde el origen de los tiempos históricos,
habían sido practicadas en toda la superficie de la Tierra.
¿De dónde procedía aquel
documento? ¿Qué significaba? Esas fueron las dos
preguntas que surgieron por si mismas en la mente de Sofr.
Para responder a la primera tenía que hallarse
necesariamente en situación de responder a la segunda. Se
trataba, pues, de descifrar primero, y luego de traducir... ya que
podía afirmar a priori que la lengua en que estaba redactado el
documento era tan desconocida como su escritura.
¿Era esto imposible? El zartog Sofr no lo
creía así, de modo que, sin perder tiempo, se puso
febrilmente al trabajo.
Un trabajo que duró largo tiempo, largo
tiempo... años enteros. Pero Sofr no abandonó ni un
instante. Sin desanimarse, prosiguió el metódico estudio
del misterioso documento, avanzando paso a paso hacia la luz. Y
llegó finalmente un día en que obtuvo la clave del
indescifrable jeroglífico; llego un día en que, con
muchas vacilaciones y muchas dificultades todavía, pudo
traducirlo a la lengua de los Hombres de los Cuatro Mares.
Y, cuando este día llegó, el zartog
Sofr-Aï-Sr pudo leer lo que sigue:
Rosario, 24 de mayo del 2...
Dato así el inicio de mi relato, aunque en
realidad haya sido redactado en otra fecha mucho más reciente y
en lugares bien distintos. Pero para lo que pretendo hacer el orden es,
a mi modo de ver, imperiosamente necesario, y es por ello por lo que
adopto la forma de un "diario", escrito día a
día.
Es, pues, el 24 de mayo cuando empieza el relato de
los terribles acontecimientos que quiero dejar registrados aquí,
para información de aquellos que vendrán después
de mí, si es que la humanidad se halla aún en
situación de creer en un posible futuro.
¿En que idioma voy a escribir? ¿En
inglés o en español, los cuales hablo correctamente?
¡No! Escribiré en la lengua de mi propio país: el
francés.
Aquel día, el 24 de mayo, había reunido
a algunos amigos en mi villa de Rosario.
Rosario es, o mas bien era, una ciudad de
México, a orillas del Pacifico, un poco al sur del golfo de
California. Me había instalado allí una decena de
años antes para dirigir la explotación de una mina de
plata que me pertenecía en propiedad. Mis negocios habían
prosperado sorprendentemente. Era un hombre rico, muy rico incluso -
cuanto me hace reír esta palabra hoy en día -, y
proyectaba regresar dentro de poco tiempo a Francia, mi patria de
origen.
Mi villa, una de las más lujosas, estaba
situada en el punto culminante de un enorme jardín que
descendía en pendiente hacia el mar y terminaba de forma brusca
en un acantilado cortado a pico, de más de cien metros de
altura. Por la parte de atrás de mi villa, el terreno
seguía subiendo y, a través de un sinuoso camino,
podía alcanzarse la cresta de las montañas, cuya altitud
superaba los mil quinientos metros. A menudo era un paseo agradable...
varias veces había realizado la ascensión en mi
automóvil, un soberbio y potente doble faetón de treinta
y cinco caballos, de una de las mejores marcas francesas.
Me había instalado en Rosario con mi hijo Jean,
un apuesto muchacho de veinte años, cuando, tras la muerte de
sus padres, parientes lejanos míos, pero muy queridos,
recogí a mi hija, Helene, que había quedado
huérfana y sin fortuna. Cinco años habían
transcurrido desde entonces. Mi hijo Jean tenía veinticinco
años; mi pupila, Helene, veinte. En el secreto de mi alma, los
destinaba el uno al otro.
Nuestro servicio estaba asegurado por un ayuda de
cámara, Germain; por Modeste Simonat, un chofer de los mas
expertos, y por dos mujeres, Edith y Mary, hijas de mi jardinero,
George Raleigh, y de su esposa Anna.
Aquel día, el 24 de mayo, éramos ocho
los que estábamos sentados en torno a mi mesa, a la luz de las
lámparas alimentadas por los grupos electrógenos
instalados en el jardín. Había, además del
dueño de la casa, su hijo y su pupila, otros cinco invitados, de
los cuales tres pertenecían a la raza anglosajona y dos a la
nación mexicana.
El doctor Bathurst figuraba entre los primeros, y el
doctor Moreno entre los segundos. Eran dos sabios, en el sentido
más amplio de la palabra, lo cual no les impedía estar
muy raramente de acuerdo. Por lo demás, eran gente estupenda y
los mejores amigos del mundo.
Los otros dos anglosajones tenían por nombre
Williamson, propietario de una importante pesquería en Rosario,
y Rowling, un hombre audaz que había fundado en las afueras de
la ciudad un vivero de plantas que le estaba dando una importante
fortuna.
En cuanto al último invitado, era el
señor Mendoza, presidente del tribunal de Rosario, un hombre
estimable de mente cultivada, un juez íntegro.
Llegamos sin ningún incidente digno de
mención al final de la comida. He olvidado las palabras que se
pronunciaron hasta entonces. Pero no puedo decir lo mismo respecto a lo
que se dijo en el momento de los cigarros.
No es que el tema de la conversación en si
tuviera una importancia particular, pero el brutal comentario que
debía ser hecho muy pronto al respecto no dejó de darle
un sentido premonitorio, y es por ello por lo que nunca lo he podido
borrar de mi mente.
Poco a poco la charla fue derivando el cómo
importa poco a los maravillosos progresos conseguidos por el hombre. El
doctor Bathurst, en un cierto momento, dijo:
-Es un hecho que si Adán -naturalmente, en su
calidad de anglosajón, pronunció Edem- y Eva -por
supuesto, pronunció Iva- regresaran a la Tierra, se
llevarían una buena sorpresa.
Aquel fue el origen de la discusión. Darwinista
ferviente, partidario convencido de la selección natural, Moreno
le preguntó con tono irónico a Bathurst si creía
seriamente en la leyenda del paraíso terrenal. Bathurst
respondió que al menos creía en Dios, y puesto que la
existencia de Adán y Eva era afirmada por la Biblia,
prohibía cualquier tipo de discusión al respecto. Moreno
dijo que creía en Dios al menos tanto como su interlocutor, pero
que el primer hombre y la primera mujer podían muy bien no ser
mas que mitos, unos símbolos, y que no había nada de
impío, en consecuencia, en suponer que la Biblia había
querido idealizar así el soplo de la vida introducido por la
potencia creadora en la primera célula, a la cual habían
seguido luego todas las demás. Bathurst replicó que la
explicación era artificiosa y que, en lo que al
concernía, estimaba más halagador ser la obra directa de
la divinidad que descender de ella por intermedio de unos primates mas
o menos simiescos.
Vi que la discusión iba a empezar a calentarse,
cuando se interrumpió de repente al encontrar por casualidad los
dos adversarios un terreno de entendimiento. Así es como
terminaban siempre las cosas.
Esta vez, volviendo a su tema original, los dos
antagonistas llegaron al acuerdo de admirar, fuera cual fuese el origen
de la humanidad, la alta cultura a donde había llegado.
Enumeraron con orgullo sus conquistas. Todas pasaron por el tamiz.
Bathurst alabó la química, llevada a tal grado de
perfección que tendía a desaparecer para confundirse con
la física, formando ambas ciencias una sola cuyo objetivo era el
estudio de la inmanente energía. Moreno elogió la
medicina, la cirugía, gracias a las cuales se había
penetrado en la naturaleza intima del fenómeno de la vida, y
cuyos prodigiosos descubrimientos permitían esperar, para un
próximo futuro, la inmortalidad de los organismos animados. Tras
lo cual ambos se congratularon de las alturas alcanzadas por la
astronomía. ¿No se hablaba ahora, mientras se esperaba
alcanzar las estrellas, de los siete planetas del sistema solar?...
Fatigados por su entusiasmo, los dos apologistas se
tomaron un cierto tiempo de descanso. Los otros invitados lo
aprovecharon para intervenir a su vez, y entramos en el vasto campo de
las invenciones practicas que tan profundamente habían
modificado la condición de la humanidad. Se alabaron los
ferrocarriles y los buques de vapor, dedicados al transporte de
mercancías pesadas y voluminosas, las económicas
aeronaves, utilizadas por los viajeros a quienes no les falta el
tiempo, los tubos neumáticos o electrónicos que jalonan
todos los continentes y todos los mares, adoptados por las gentes
apresuradas. Se alabaron las innumerables máquinas, cada vez
más ingeniosas, una sola de las cuales, en ciertas industrias,
ejecuta el trabajo de cien hombres. Se alabó la imprenta, la
fotografía del color, de la luz, de los sonidos, del calor y de
todas las vibraciones del éter. Se alabó principalmente
la electricidad, ese agente tan dúctil, tan obediente y tan
perfectamente conocido tanto en sus propiedades como en su esencia, y
que permite, sin la menor conexión material, ya sea accionar un
mecanismo cualquiera, ya sea dirigir una nave marina, submarina o
aérea, ya sea escribirse, hablarse o verse, y todo ello por
grande que sea la distancia.
En pocas palabras, fue un autentico ditirambo, en el
cual confieso tomé parte. Se llegó al acuerdo de que la
humanidad había alcanzado un nivel intelectual desconocido antes
de nuestra época y que autorizaba a creer en su victoria
definitiva sobre la naturaleza.
-Sin embargo -dijo con su vocecilla aflautada el
presidente Mendoza, aprovechando el instante de silencio que
siguió a aquella conclusión final-, he oído decir
que algunos pueblos, hoy desaparecidos sin dejar la menor huella,
habían llegado a alcanzar una civilización igual o
análoga a la nuestra.
-¿Cuáles? -interrogo la mesa, con una
sola voz.
-Pues... los babilonios, por ejemplo.
Hubo una explosión de hilaridad.
¡Atreverse a comparar los babilonios con los hombres
modernos!
-Los egipcios -continuó Mendoza.
Las risas se hicieron más fuertes a su
alrededor.
-Y también están los atlantes
-prosiguió el presidente-, que nuestra ignorancia ha hecho
legendarios. ¡Y añadan que una infinidad de otras
humanidades, anteriores a los propios atlantes, han podido nacer,
prosperar extinguirse sin que nosotros hayamos tenido ninguna noticia
de ellas!
Como sea que Mendoza persistía en su paradoja,
aceptamos, a fin de no herirle, hacer ver que lo tomábamos en
serio.
-Veamos, mi querido presidente -insinuó Moreno,
con el elaborado tono que adopta alguien que quiere hacer entrar en
razón a un niño-, no pretenderá usted, imagino,
comparar ninguno de esos antiguos pueblos con nosotros. En el orden
moral, admito que llegaron a levarse a un grado igual de cultura,
¡pero en el orden material!...
-¿Por qué no? -objetó
Mendoza.
-Porque -se apresuro a explicar Bathurst- la
característica principal de nuestras invenciones es que se
extienden instantáneamente por toda la Tierra: la
desaparición de un solo pueblo, o incluso de un gran
número de pueblos, dejaría intacta la suma de los
progresos alcanzados. Para que todo el esfuerzo humano resultara
perdido haría falta que toda la humanidad desapareciera al mismo
tiempo. ¿Es esta, le preguntó, una hipótesis
admisible...?
Mientras hablábamos así, los efectos y
las causas continuaban engendrándose en el infinito del universo
y, menos de un minuto después de la pregunta que acababa de
hacer el doctor Bathurst, su resultante total iba a justificar
plenamente el escepticismo de Mendoza. Pero nosotros no teníamos
la menor sospecha de ello, y discutíamos placenteramente, unos
reclinados en sus sillones, los otros acodados en la mesa, y todos
haciendo converger sus compasivas miradas en Mendoza, al que
suponíamos abrumado por la replica de Bathurst.
-En primer lugar -respondió el presidente, sin
alterarse-, es de creer que la Tierra tenía antiguamente menos
habitantes de los que tiene hoy en día, de tal modo que un
pueblo podía muy bien poseer por sí solo el saber
universal. Además, no veo nada absurdo en admitir, a priori, que
toda la superficie del planeta se viera sacudida a un mismo tiempo.
-¡Oh, vamos! -exclamamos todos a la vez.
Fue en aquel preciso instante cuando sobrevino el
cataclismo.
Estábamos pronunciando aún todos juntos
aquel "¡Oh, vamos!", cuando se produjo un estruendo
aterrador. El suelo se estremeció bajo nuestros pies, la villa
osciló sobre sus cimientos.
Tropezando, empujándonos, presas de un
indecible terror, nos precipitamos fuera.
Apenas habíamos franqueado el umbral cuando el
edificio se derrumbó en un solo bloque, sepultando bajo sus
escombros al presidente Mendoza y a mi ayuda de cámara Germain,
que eran los últimos. Tras algunos segundos de natural
confusión, nos disponíamos a acudir en su ayuda cuando
vimos a Raleigh, mi jardinero, que corría hacia nosotros,
seguido por su mujer, procedentes de la parte baja del jardín,
donde estaba su vivienda.
-¡El mar...! ¡El mar...! -gritaban a pleno
pulmón.
Me volví hacia el océano y me quede
helado, inmovilizado por el estupor. No porque me diera cuenta
claramente de lo que estaba viendo, sino porque de inmediato tuve la
sensación de que la perspectiva habitual había cambiado.
¿Acaso no era suficiente para helar de miedo el corazón
el que el aspecto de la naturaleza, esta naturaleza que consideramos
esencialmente inmutable, hubiera cambiado tan extrañamente en
unos pocos segundos?
Sin embargo, no tardé en recuperar mi sangre
fría. La verdadera superioridad del hombre no reside en dominar,
en vencer la naturaleza, sino, para el pensador, en comprenderla, en
hacer que el inmenso universo penetre en el macrocosmos de su cerebro,
y para el hombre de acción, en mantener el alma serena ante la
rebelión de la materia, en decirle: ¡Destruirme, sea, pero
inmutarme, jamás!
Desde el momento en que recobré mi calma,
comprendí en que se diferenciaba el cuadro que tenía ante
mis ojos del que estaba acostumbrado a contemplar. El acantilado
simplemente había desaparecido, y mi jardín había
descendido al nivel del mar, cuyas olas, tras aniquilar la casa del
jardinero, batían curiosamente los arriates más
bajos.
Como era poco admisible que el nivel del agua hubiera
subido tanto, había que suponer necesariamente que era la tierra
firme la que se había hundido. Su hundimiento superaba los cien
metros, puesto que el acantilado tenía anteriormente esa altura,
pero debía haberse producido con una cierta suavidad, ya que
apenas nos habíamos dado cuenta de ello, lo cual explicaba la
relativa calma del océano.
Un breve examen me convenció de que mi
hipótesis era exacta y me permitió, al mismo tiempo,
constatar que el hundimiento no había cesado. El mar
seguía ascendiendo, en efecto, a una velocidad que me
pareció cercana a los dos metros por segundo -o sea siete u ocho
kilómetros por hora-. Dada la distancia que nos separaba de las
primeras olas, íbamos a ser tragados por las aguas en menos de
tres minutos, si la velocidad de caída de la tierra firme
permanecía constante.
Mi decisión fue rápida.
-¡Al auto! -grité.
Fui comprendido. Nos lanzamos todos hacia la cochera,
y el automóvil fue arrastrado fuera. En un abrir y cerrar de
ojos llenamos el depósito de gasolina, y luego nos subimos al
buen tuntún. Mi chofer Simonat accionó el motor,
saltó al volante, embragó y se lanzó en cuarta
velocidad, mientras Raleigh, una vez abierta la verja, se agarraba al
auto a su paso y se aferraba fuertemente a las ballestas traseras.
¡Justo a tiempo! En el momento en que el auto
alcanzaba la carretera, una ola fue a lamer las ruedas hasta su eje.
¡Bah!, ahora ya podíamos reírnos de la
persecución del mar.
Pese a su exceso de carga, mi buena maquina
sabría ponernos fuera de su alcance, a menos que el hundimiento
hacia el abismo continuara indefinidamente... Teníamos una buena
perspectiva ante nosotros: dos horas al menos de ascensión, y
una altitud disponible de cerca de mil quinientos metros.
Sin embargo, no tardé en reconocer que aun no
podíamos cantar victoria. Tras la primera arrancada del
vehículo, que nos llevó a una veintena de metros de la
franja de espuma, fue en vano que Simonat abriera el gas al
máximo: la distancia no aumentó. Sin duda; el peso de las
doce personas frenaba la velocidad del auto. Fuera lo que fuese,
aquella velocidad era exactamente igual a la del agua invasora, que
permanecía invariablemente a la misma distancia de nosotros.
Aquella inquietante situación fue muy pronto
observada, y todos, excepto Simonat, dedicado a dirigir su
vehículo, nos giramos hacia el camino que dejábamos
atrás. Ya no se veía nada más que agua. A medida
que íbamos conquistándola, la carretera
desaparecía bajo el mar, que la conquistaba a su vez. Este se
había calmado. Apenas algunas olas venían a morir
suavemente sobre una playa de guijarros siempre renovada. Era un lago
apacible que se hinchaba, se hinchaba, con un movimiento uniforme, y
nada era tan trágico como la persecución de aquellas
aguas calmadas. En vano huíamos ante ellas: las aguas
ascendían, implacables, con nosotros...
Simonat, que mantenía los ojos fijos en la
carretera, dijo en una curva:
-Estamos a mitad de la pendiente. Nos queda aun una
hora de ascensión.
Nos estremecimos. ¿Qué? Dentro de una
hora íbamos a alcanzar la cima, y no nos quedaría
más remedio que descender de nuevo, perseguidos, alcanzados
entonces, fuera cual fuese nuestra velocidad, por las masas
líquidas que se desplomarían en avalancha tras
nosotros.
La hora transcurrió sin que nuestra
situación cambiara en lo mas mínimo. Distinguíamos
ya el punto culminante de la costa, cuando el auto sufrió una
violenta sacudida y dio un bandazo que estuvo a punto de estrellarlo
contra el talud que había a un lado de la carretera. Al mismo
tiempo, una enorme ola se hinchó tras nosotros, corrió al
asalto de la carretera, se derrumbó, se derramó
finalmente sobre el auto, que se vio rodeado de espuma...
¿íbamos a vernos sumergidos?
¡No! El agua se retiró espumando,
mientras el motor, aumentando bruscamente el ritmo de su trabajo,
aceleraba nuestra marcha.
¿De dónde provenía aquel
repentino aumento de la velocidad? Un grito de Anna Raleigh nos lo hizo
comprender: como acababa de constatar la pobre mujer, su marido ya no
estaba sujeto a las ballestas traseras. Sin duda el remolino
había arrancado al desgraciado de su asidero, y aquel era el
motivo de que el vehículo aligerado trepara con mayor facilidad
por la pendiente.
De pronto, nos detuvimos en seco.
-¿Qué ocurre? -le pregunte a Simonat-.
¿Es una avería?
Incluso en aquellas trágicas circunstancias, el
orgullo profesional no perdió sus derechos: Simonat se
encogió de hombros con desdén, dándome a entender
con ello que la posibilidad de una avería era algo inconcebible
para un chofer de su categoría, y con un gesto de la mano me
mostró silenciosamente la carretera. Entonces comprendí
la detención.
La carretera estaba cortada a menos de diez metros
delante de nosotros. "Cortada" es la palabra exacta: uno
podría decir que había sido rebanada con un cuchillo. Mas
allá de una arista viva que la remataba bruscamente, no
había mas que el vacío, un abismo de tinieblas, en cuyo
fondo era imposible distinguir nada.
Nos volvimos, abatidos, seguros de que había
llegado nuestra última hora. El océano, que nos
había perseguido hasta aquellas alturas, iba a alcanzarnos
necesariamente en unos pocos segundos...
Todos, salvo la desgraciada Anna y sus hijas, que
sollozaban a partir el alma, lanzamos un grito de alegre sorpresa. No,
el agua no había proseguido su movimiento ascendente, o, con mas
exactitud, la tierra firme había dejado de hundirse. Sin duda la
sacudida que acabábamos de experimentar había sido la
última manifestación del fenómeno. El
océano se había detenido, y su nivel permanecía a
unos cien metros por debajo del punto en el cual nos habíamos
agrupado alrededor del aún trepidante auto, que parecía
un animal resoplando tras una rápida carrera.
¿Conseguiríamos salir de aquella mala
situación? No lo sabríamos hasta el nuevo día.
Hasta entonces, había que esperar. Uno tras otro nos tendimos
pues en el suelo, y creo, Dios me perdone, que incluso me
dormí...
Durante la noche
Soy despertado con un sobresalto por un ruido
formidable. ¿Qué hora es? Lo ignoro. Sea como sea,
seguimos rodeados por las tinieblas nocturnas.
El ruido brota del abismo impenetrable en que se ha
hundido la carretera. ¿Qué es lo que ocurre?... Uno
juraría que son masas de agua cayendo allí en cataratas,
olas gigantescas entrechocando con violencia... Sí, eso es
exactamente, ya que volutas de espuma llegan hasta nosotros, y nos
vemos cubiertos por su rocío.
Luego la calma renace poco a poco... Todo vuelve al
silencio... El cielo palidece... Es de día.
25 de mayo
¡Que suplicio es el lento revelarse de nuestra
autentica situación! Al principio no distinguimos otra cosa que
nuestros alrededores más inmediatos, pero el círculo
aumenta, aumenta de tamaño sin cesar, como si nuestra esperanza
siempre frustrada levantara uno tras otro un numero infinito de ligeros
velos.... y finalmente llega la plena luz, destruyendo nuestras
últimas ilusiones.
Nuestra situación es de lo más simple, y
puede resumirse en pocas palabras: nos hallamos sobre una isla. El mar
nos rodea por todas partes. Apenas ayer, hubiéramos podido
divisar todo un océano de cimas, algunas de las cuales dominaban
en altura a esta en la que nos hallamos ahora: esas cimas han
desaparecido, mientras que, por razones que quedarán
desconocidas para siempre, la nuestra, más humilde que las
demás, se ha detenido en su tranquila caída. En su lugar
se extiende una capa de agua sin límites. Por todos lados no hay
más que el mar. Ocupamos el único punto sólido del
inmenso circulo descrito por el horizonte.
Nos basta una ojeada para reconocer en toda su
extensión el islote en el que una extraordinaria fortuna nos ha
permitido hallar asilo. Es efectivamente de pequeño
tamaño: mil metros como máximo en longitud, quinientos en
anchura. Hacia el norte, el oeste y el sur, su cima, de unos cien
metros aproximadamente de altitud, desciende en pendiente suave hacia
las olas. Al este, por el contrario, el islote termina en un acantilado
que cae a pico hasta el océano.
Es principalmente hacia ese lado hacia donde se
vuelven nuestros ojos. En aquella dirección deberíamos
ver cadenas de montañas y, más allá de ellas, toda
la extensión de México. ¡Qué cambio, en el
espacio de una corta noche de primavera! Las montañas han
desaparecido, todo México ha sido sumergido por las aguas. En su
lugar sólo hay un desierto infinito, el árido desierto
del mar.
Nos miramos, aterrados. Aislados, sin víveres,
sin agua, sobre esta pequeña y desnuda roca, no podemos
conservar la menor esperanza. Taciturnos, nos tendemos en el suelo e
iniciamos la lenta espera de la muerte.
A bordo del Virginia, 4 de junio
¿Que pasó durante los días
siguientes? No he guardado su recuerdo. Es de suponer que finalmente
perdí el conocimiento: mi primera conciencia es a bordo del
buque que nos ha recogido. Solamente entonces me entero de que pasamos
seis días completos en el islote, y que dos de nosotros,
Williamson y Rowling, murieron allí de sed y de hambre. De los
quince seres vivos que albergaba mi villa en el momento del cataclismo,
solamente quedan nueve: mi hijo Jean y mi pupila Helene, mi chofer
Simonat, inconsolable por la perdida de su máquina, Anna Raleigh
y sus dos hijas, los doctores Bathurst y Moreno.... y finalmente yo,
que me esfuerzo en redactar estas líneas para conocimiento de
las razas futuras, admitiendo que nazcan algún día.
El Virginia, que nos alberga, es un buque mixto
-a vapor y a vela- de unas dos mil toneladas, dedicado al transporte de
mercancías. Es una nave bastante vieja, de andar lento. El
capitán Morris tiene veinte hombres bajo sus órdenes. El
capitán y la tripulación son ingleses.
El Virginia zarpó de Melbourne en
lastre, hace poco más de un mes, con destino a Rosario.
Ningún incidente marcó su viaje, salvo, en la noche del
24 al 25 de mayo, una serie de olas de fondo de una altura prodigiosa,
pero de una longitud proporcional, lo que las hizo inofensivas. Por
singulares que fueran, aquellas olas no podían hacer prever al
capitán el cataclismo que se estaba produciendo en aquel mismo
instante. Así que se sintió muy sorprendido no viendo mas
que mar en el lugar donde esperaba encontrar Rosario y el litoral
mexicano. De aquel litoral no subsistía mas que un islote. Un
bote del Virginia abordó aquel islote, en el que fueron
descubiertos once cuerpos inanimados. Dos no eran mas que
cadáveres; se embarcó a los otros nueve. Así
fuimos salvados.
En tierra, enero o febrero
Un intervalo de ocho meses separa las ultimas
líneas precedentes de las primeras que siguen. Fecho estas como
enero o febrero, en la imposibilidad de ser más preciso, puesto
que no tengo una noción exacta del tiempo.
Estos ocho meses constituyen el período
más atroz de nuestras pruebas, el período en que, a
grados cruelmente escalonados, hemos conocido toda la magnitud de
nuestra desgracia.
Tras habernos recogido, el Virginia
prosiguió su rumbo hacia el este, a todo vapor. Cuando
volví en mí, el islote donde estuvimos a punto de morir
había desaparecido hacía tiempo tras el horizonte. Como
indicó la posición, que el capitán tomó en
un cielo sin nubes, navegábamos entonces sobre el lugar donde
debería hallarse México, pero de México no quedaba
ninguna huella..., ni la menor señal de una tierra cualquiera,
por mucho que uno aguzara la vista. Por todos lados no había
más que la extensión infinita del mar.
Había, en aquella constatación, algo
realmente alucinante. Sentíamos que la razón estaba
próxima a abandonarnos. ¡Y como no! ¡Todo
México sumergido!... Intercambiamos aterradas miradas,
preguntándonos hasta dónde se habían extendido los
estragos del terrible cataclismo...
El capitán quiso tranquilizar su conciencia;
modificando el rumbo, puso proa al norte; si bien México ya no
existía, no era admisible que ocurriera lo mismo con todo el
continente americano.
Sin embargo, así era. Surcamos en vano el mar
hacia el norte durante doce días, sin hallar ningún asomo
de tierra, y tampoco la encontramos tras virar en redondo y dirigirnos
hacia el sur durante casi un mes. Por paradójico que nos
pareciera, no nos quedaba mas remedio que rendirnos a la evidencia:
¡Si, la totalidad del continente americano había
desaparecido bajo las aguas!
Así pues, ¿habíamos sido salvados
tan sólo para conocer una segunda vez las torturas de la
agonía? En verdad, teníamos motivos para creerlo. Sin
hablar de los víveres que nos faltarían un día u
otro, un peligro urgente nos amenazaba: ¿que sería de
nosotros cuando el agotamiento del carbón redujera la maquinaria
a la inmovilidad? Así es como deja de latir el corazón de
un animal exhausto. Es por ello por lo que, el 14 de julio -nos
hallábamos entonces más o menos sobre el antiguo
emplazamiento de Buenos Aires-, el capitán Morris apagó
los fuegos y largó las velas. Hecho esto, reunió a todo
el personal del Virginia, tripulación y pasajeros, y,
tras exponernos en pocas palabras la situación, nos rogó
que reflexionáramos profundamente sobre ella y
propusiéramos al consejo que se celebraría al día
siguiente la solución que gozara de nuestras preferencias.
No sé si alguno de mis compañeros de
infortunio tuvo al respecto alguna idea más o menos ingeniosa.
Por mi parte, lo confieso, vacilaba, muy inseguro del mejor partido a
tomar, cuando una tormenta que se desató durante la noche
cortó en seco la cuestión; tuvimos que huir hacia el
oeste, arrastrados por un viento desencadenado, a punto a cada instante
de ser tragados por un mar furioso.
El huracán duró treinta y cinco
días, sin un minuto de interrupción, sin amainar ni por
un momento. Empezábamos a desesperar de que terminara nunca
cuando, el 19 de agosto, el buen tiempo regresó con la misma
brusquedad con que había cesado. El capitán
aprovechó la circunstancia para calcular la posición: el
cálculo le dio 40º latitud Norte y 114º longitud Este.
¡Eran las coordenadas de Pekín!
Así pues, habíamos pasado por encima de
la Polinesia, y quizá de Australia, sin ni siquiera darnos
cuenta, ¡y en el lugar donde navegábamos ahora se
había erigido antes la capital de un imperio de cuatrocientos
millones de almas!
¿Así pues, Asia había sufrido la
misma suerte que América?
Muy pronto pudimos convencernos de ello. El
Virginia, siguiendo su rumbo hacia el sudoeste, llegó a
la altura del Tibet, luego a la del Himalaya. Aquí tenían
que haberse elevado las cimas más altas del mundo. Y sin
embargo, en todas direcciones, nada emergía de la superficie del
océano. ¡Era de creer que no existía ya, sobre la
Tierra, otro punto sólido que el islote que nos había
salvado, que nosotros éramos los únicos supervivientes
del cataclismo, ¡los últimos habitantes de un mundo
cubierto por el moviente sudario del mar!
Si era así, nosotros no tardaríamos en
morir a nuestra vez. Pese a un severo racionamiento, los víveres
de a bordo se agotaban, y en este caso deberíamos perder toda
esperanza de poder renovarlos...
Resumo el relato de esa terrible navegación.
Si, para contarla en detalle, intentara revivirla día a
día, el recuerdo me volvería loco. Por extraños y
terribles que sean los acontecimientos que la precedieron y siguieron,
por lamentable que me parezca el futuro -un futuro que yo no
veré- fue durante esa navegación infernal cuando
conocimos el máximo del horror. ¡Oh, esa carrera eterna
por un mar infinito! ¡Esperar todos los días llegar a
alguna parte, y ver sin cesar cómo iba retrocediendo el termino
del viaje! ¡Vivir inclinados sobre los mapas donde los hombres
habían representado la sinuosa línea de las orillas y
constatar que nada, absolutamente nada de esos lugares que
creían eternos existe ya! ¡Decirse que hacía tan
poco tiempo la Tierra palpitaba con incontables vidas, que millones de
hombres y miríadas de animales la recorrían en todos
sentidos o surcaban su atmósfera, y que todo ha muerto a la vez,
que todas esas vidas se apagaron juntas como una pequeña llama
ante el soplo del viento! ¡Buscar semejantes por todas partes, y
buscarlos en vano! ¡Adquirir poco a poco la certeza de que
alrededor de uno no existe nada vivo, y adquirir gradualmente
conciencia de su soledad en medio de un despiadado universo!...
¿He hallado las palabras adecuadas para
expresar nuestra angustia? No lo sé. En ninguna lengua deben
existir términos adecuados para una situación sin
precedentes.
Tras reconocer el mar donde antes había estado
la península india, tomamos rumbo al norte durante diez
días, luego viramos al oeste. Sin que nuestra condición
cambiara en lo mas mínimo, franqueamos la cordillera de los
Urales, convertida en montañas submarinas, y navegamos por
encima de lo que había sido Europa. Descendimos luego hacia el
sur, hasta veinte grados mas allá del Ecuador; tras lo cual,
abandonando nuestra inútil búsqueda, pusimos de nuevo
rumbo al norte y atravesamos, hasta pasados los Pirineos, una
extensión de agua que recubría África y
España. En verdad, empezábamos a acostumbrarnos a nuestro
horror. A medida que avanzábamos, marcábamos nuestro
rumbo en los mapas y nos decíamos: Aquí estaba
Moscú... Varsovia... Berlín... Viena... Roma...
Túnez... Tombuctú... Saint Louis... Oran... Madrid, pero,
con una creciente indiferencia, y con ayuda de la costumbre,
llegábamos incluso a pronunciar sin emoción aquellas
palabras en realidad tan trágicas.
Sin embargo, yo al menos no había agotado toda
mi capacidad de sufrimiento. Recuerdo el día -era
aproximadamente el 11 de diciembre- en que el capitán Morris me
dijo: "Aquí estaba Paris..." Ante esas palabras,
creí que me arrancaban el alma. Que el universo entero fuera
sumergido, sea. ¡Pero Francia, mi Francia, y Paris, que la
simbolizaba!...
A mi lado oí como un sollozo. Me volví;
era Simonat, que lloraba.
Durante cuatro días aún proseguimos
nuestro rumbo hacia el norte; luego, llegados a la altura de Edimburgo,
descendimos de nuevo hacia el sudoeste, en busca de Irlanda; luego
variamos el rumbo al este... En realidad errábamos al azar, ya
que no había ninguna razón que aconsejara ir en una
dirección mejor que en otra...
Pasamos por encima de Londres, cuya líquida
tumba fue saludada por toda la tripulación. Cinco días
mas tarde estábamos a la altura de Danzig, cuando el
capitán Morris hizo virar ciento ochenta grados y poner rumbo
sudoeste. El timonel obedeció pasivamente. ¿Qué
podía importarle? ¿Acaso no iban a encontrar lo mismo por
todos lados?
Fue durante el noveno día de navegación
siguiendo aquel rumbo cuando comimos nuestro último trozo de
galleta.
Mientras nos mirábamos con ojos extraviados, el
capitán Morris ordenó de pronto encender de nuevo los
fuegos. ¿A qué pensamiento obedecía? Sigo
preguntándomelo aún; pero la orden fue ejecutada: la
velocidad de la nave aumentó...
Dos días mas tarde sufríamos ya
cruelmente a causa del hambre. Al día siguiente, casi todos se
negaron obstinadamente a levantarse; tan sólo el capitán,
Simonat, algunos hombres de la tripulación y yo tuvimos la
energía de mantener el rumbo del buque.
Al día siguiente, quinto del ayuno, el
número de timoneles y de mecánicos benévolos
decreció aún más. En veinticuatro horas, nadie
tendría ya fuerzas para mantenerse en pie.
Llevábamos en aquel momento mas de siete meses
de navegación. Desde hacía siete meses
rastrillábamos el océano en todos sentidos.
Debíamos estar, creo, a 9 de enero.... y digo "creo"
en la imposibilidad de ser más preciso, ya que el calendario
había perdido para nosotros buena parte de su rigor.
Sin embargo, fue aquel día, mientras sujetaba
la barra y me esforzaba con toda mi desfalleciente atención en
mantener el rumbo, cuando creí divisar algo hacia el oeste.
Creyendo ser juguete de un error, fruncí los ojos...
¡No, no me había equivocado!
Lance un autentico rugido y luego, aferrándome
a la barra, grité con la voz mas fuerte que pude: ¡Tierra
a estribor por avante!
¡Que magnífico efecto tuvieron aquellas
palabras! Todos los moribundos resucitaron a la vez, y sus
pálidos rostros aparecieron por encima de la amura de
estribor.
-Es realmente tierra -dijo el capitán Morris,
tras examinar atentamente la mancha en el horizonte.
Media hora más tarde era imposible tener la
menor duda. ¡Era realmente tierra aquello que
encontrábamos en pleno océano Atlántico, tras
haber buscado en vano por toda la superficie de los antiguos
continentes!
Hacia las tres de la tarde, los detalles del litoral
que nos cortaba el rumbo se hicieron perceptibles, y sentimos renacer
nuestra desesperación. Ya que aquel litoral no se parecía
a ningún otro, y nadie de nosotros recordaba haber visto una
desolación tan absoluta, tan perfecta.
En la Tierra, tal como la habitábamos antes del
desastre, el verde era un color muy abundante.
Ninguno de nosotros conocía una costa, por
árida o desheredada que fuera, donde no se hallaran algunos
arbustos, algunos matorrales, incluso tan sólo algunos
líquenes o musgos. Aquí no había nada de eso. No
se distinguía más que un alto acantilado negruzco, al pie
del cual yacía un caos de rocas, sin una planta, sin una sola
brizna de hierba. Era la desolación en su forma más
total, más absoluta.
Durante dos días costeamos aquel abrupto
acantilado sin divisar en el la menor fisura. Fue hacia el anochecer
del segundo día cuando descubrimos una amplia bahía bien
abrigada de todos los vientos, al fondo de la cual dejamos caer el
ancla.
Tras haber alcanzado tierra en los botes, nuestro
primer cuidado fue recolectar nuestro alimento sobre los guijarros de
la playa. Esta se hallaba cubierta por centenares de tortugas y por
millares de moluscos. En los intersticios rocosos podían verse
cangrejos, langostas, otros crustáceos en cantidad fabulosa, sin
perjuicio, e innumerables peces. Evidentemente, aquel mar tan ricamente
poblado bastaría, a falta de otros recursos, para asegurar
nuestra subsistencia durante un tiempo ilimitado.
Cuando hubimos satisfecho nuestros estómagos,
un corte en el acantilado nos permitió alcanzar la meseta
superior, donde descubrimos un vasto espacio. El aspecto de la orilla
no nos había engañado; por todos lados, en todas
direcciones, no había mas que rocas áridas, recubiertas
de algas y plantas marinas generalmente ya secas, sin la menor brizna
de hierba, sin nada vivo, ni sobre la tierra ni en el cielo. De tanto
en tanto, pequeños lagos, mas bien estanques, brillaban bajo los
rayos de sol. Intentamos beber de ellos, y descubrimos que el agua era
salada.
Realmente, no nos sentimos sorprendidos por ello. El
hecho confirmaba lo que habíamos supuesto desde un primer
momento, a saber, que aquel continente desconocido era de reciente
nacimiento y que había surgido, en un solo bloque, de las
profundidades del mar. Aquello explicaba su aridez, al igual que su
perfecta soledad. Aquello explicaba también la capa de limo
uniformemente esparcida que, a resultas de la evaporación,
comenzaba a cuartearse y a reducirse a polvo...
Al día siguiente, al mediodía, la
posición indicó 17º 20' latitud Norte y 23'
55' longitud Oeste.
Trasladándola al mapa, pudimos ver que nos
hallábamos realmente en pleno mar, aproximadamente a la altura
del Cabo Verde. Y, sin embargo, la tierra, en el oeste, y el mar, hacia
el este, se extendían ahora hasta perderse completamente de
vista.
Por hosco e inhóspito que fuese el continente
en el que habíamos puesto pie, sin embargo, no nos quedaba mas
remedio que contentarnos con él. Fue por ello por lo que la
descarga del Virginia fue emprendida sin la menor
dilación. Subimos a la meseta todo lo que contenía, sin
hacer ninguna elección. Antes, anclamos sólidamente la
nave con cuatro anclas, en un lugar donde la profundidad era de quince
brazas. En aquella tranquila bahía no corría
ningún riesgo, y podíamos abandonarla a sí misma
sin el menor problema.
Nuestra nueva vida empezó apenas terminamos el
desembarco de todos nuestros bienes. En primer lugar,
convenía...
Llegado a este punto de su traducción, el
zartog Sofr tuvo que interrumpirse. El manuscrito mostraba en aquel
lugar una primera laguna, probablemente muy importante a juzgar por las
paginas que comprendía, laguna que era seguida por otra mas
considerable aún por lo que era posible juzgar. Sin duda un gran
número de hojas habían resultado afectadas por la
humedad, pese a la protección del estuche en resumidas cuentas,
no quedaban de ellas mas que algunos fragmentos más o menos
extensos, cuyo contexto general había quedado destruido para
siempre. Esos fragmentos se sucedían en el siguiente orden:
... empezamos a aclimatarnos.
¿Cuánto tiempo hace que desembarcamos en
esta costa? Ya no lo sé. Se lo he preguntado al doctor Moreno,
que lleva un calendario de los días transcurridos.
-Seis meses -me ha dicho, añadiendo-.
Día mas, día menos -ya que cree que es probable que este
equivocado.
¡A esto hemos llegado! Han bastado sólo
seis meses para que ya ni siquiera estemos seguros de haber medido
exactamente el tiempo ¡Eso promete!
De todos modos, nuestra negligencia no tiene nada de
sorprendente. Empleamos toda nuestra atención, toda nuestra
actividad, en conservar nuestras vidas. Alimentarse es un problema cuya
solución exige toda la jornada. ¿Qué es lo que
comemos? Peces, cuando los encontramos, lo cual se hace cada día
menos fácil, ya que nuestra incesante persecución los
pone sobre aviso. Comemos también huevos de tortuga, y algunas
algas comestibles. Por la noche nuestro estomago está lleno,
pero nos sentimos extenuados, y no pensamos en otra cosa que en dormir.
Hemos improvisado tiendas con las velas del Virginia. Creo que
en breve tiempo habrá que construir algún abrigo
más seguro.
A veces cazamos algún pájaro; la
atmósfera no está tan desierta como supusimos al
principio: una decena de especies conocidas se hallan representadas en
este nuevo continente. Son exclusivamente aves migratorias:
golondrinas, albatros y algunas otras. Hay que creer que no encuentran
su alimento en esta tierra sin vegetación, ya que no dejan de
girar en torno a nuestro campamento, al acecho de los restos de
nuestras miserables comidas. A veces recogemos alguno al que ha matado
el hambre, lo cual nos permite ahorrar nuestra pólvora y
nuestros fusiles.
Afortunadamente, hay posibilidades de que la
situación se haga menos mala. Hemos descubierto un saco de trigo
en la cala del Virginia, y hemos sembrado la mitad. Será
una gran mejora cuando el trigo haya crecido. Pero
¿germinará? El suelo esta recubierto de una espesa capa
de aluvión, una tierra arenosa abonada por la
descomposición de las algas. Por mediocre que sea su calidad, es
humus de todos modos. Cuando abordamos el continente estaba impregnado
de sal, pero luego las lluvias diluvianas han lavado copiosamente su
superficie, ya que todas las depresiones se hallan ahora llenas de agua
dulce.
De todos modos, la capa de aluvión se ha
desembarazado de la sal tan sólo en un espesor muy débil:
los riachuelos, incluso los ríos que estan empezando a formarse,
son todos fuertemente salados, lo cual prueba que la tierra se halla
aún saturada en profundidad.
Para sembrar el trigo y conservar la otra mitad como
reserva hemos tenido que pelearnos: una parte de la tripulación
del Virginia quería convertirlo en pan inmediatamente.
Nos hemos visto obligados a...
... que teníamos a bordo del Virginia.
Esta pareja de conejos huyeron al interior, y no los hemos vuelto a
ver. Hay que creer que habrán encontrado algo con lo que
alimentarse. La tierra, pues, parece producir...
... dos años, al, menos, que estamos
aquí ... ! El trigo ha crecido admirablemente. Tenemos pan casi
a discreción, y nuestros campos ganan constantemente en
extensión. ¡Pero qué lucha contra los
pájaros! Se han multiplicado extrañamente y, a todo
alrededor de nuestros cultivos...
Pese a las muertes que he relatado mas arriba, la
pequeña tribu que formamos no ha disminuido, sino al contrario.
Mi hijo y mi pupila tienen tres niños, y cada una de las otras
tres parejas igual. Toda la chiquillería revienta de salud. Hay
que creer que la especie humana posee un mayor vigor, una vitalidad
más intensa desde que se ha visto reducida en su número.
Mas que causas de...
... aquí desde hace diez años, y no
sabíamos nada de este continente. No lo conocíamos mas
que en un radio de unos pocos kilómetros alrededor del lugar de
nuestro desembarco. Es el doctor Bathurst quien nos ha hecho
avergonzarnos de nuestra apatía: a instigación suya hemos
armado el Virginia, lo cual ha requerido cerca de seis meses, y
hemos efectuado un viaje de exploración.
Regresamos de él anteayer. El viaje ha durado
más de lo que creíamos, ya que hemos querido que fuera
completo.
Hemos dado toda la vuelta al continente que nos
alberga y que, todo nos incita a creerlo, debe ser, junto con nuestro
islote, la única parcela sólida existente en la
superficie del planeta. Sus orillas nos han parecido todas iguales, es
decir muy cortadas a pico y muy salvajes.
Nuestra navegación se ha visto interrumpida por
varias excursiones al interior: esperábamos, principalmente,
encontrar alguna huella de las Azores y de Madeira, situadas, antes del
cataclismo, en el océano Atlántico, y que en consecuencia
deben formar parte necesariamente del nuevo continente. No hemos podido
reconocer el menor vestigio de ellas. Todo lo que hemos podido
constatar ha sido que el suelo estaba muy removido y recubierto por una
espesa capa de lava en el lugar que debían ocupar esas islas,
que sin duda fueron sede de violentos fenómenos
volcánicos.
Por ejemplo, si bien no descubrimos lo que
buscábamos, ¡sí descubrimos lo que no
estábamos buscando! Medio aprisionados por la lava, a la altura
de las Azores, aparecieron ante nuestros ojos algunos testimonios de
trabajos humanos.... pero no trabajos de los habitantes de las Azores,
nuestros contemporáneos de ayer. Se trataba de restos de
columnas o de cerámica, como nunca habíamos visto antes.
Una vez examinadas, el doctor Moreno emitió la hipótesis
de que aquellos restos debían provenir de la antigua
Atlántida, y que el flujo volcánico los había
puesto al descubierto.
Es probable que el doctor Moreno tenga razón.
La legendaria Atlántida debía haber ocupado en efecto, si
existió alguna vez, más o menos el lugar del nuevo
continente. En este caso, sería un hecho singular la
sucesión, en el mismo emplazamiento, de tres humanidades
procediéndose la una a la otra.
Sea como fuere, confieso que el problema me deja
frío: tenemos suficiente trabajo con el presente como para
ocuparnos del pasado...
En el momento de regresar a nuestro campamento, nos ha
chocado el hecho de que, en relación al resto del país,
nuestros alrededores parecen una región especialmente
favorecida. Esto se debe únicamente al hecho de que el color
verde, tan abundante antes en la naturaleza, no es aquí
desconocido, mientras que ha sido radicalmente suprimido en el resto
del continente. Nunca hasta este momento habíamos hecho tal
observación, pero la cosa es innegable. Briznas de hierba, que
no existían antes de nuestro desembarco, aparecen ahora bastante
numerosas a nuestro alrededor. Claro que no pertenecen mas que a un
pequeño numero de especies entre las mas vulgares, cuyas
semillas habrán sido traídas sin duda por los
pájaros hasta aquí.
De lo antedicho no hay que sacar de todos modos la
conclusión de que no existe vegetación, excepto algunas
pocas especies antiguas. Como consecuencia de un trabajo de
adaptación de los más extraños, existe por el
contrario una vegetación, en estado al menos rudimentario, con
promesas de futuro, en todo el continente.
Las plantas marinas de las que estaba cubierto en el
momento en que surgió de las aguas han muerto en su mayor parte
a causa de la luz del sol. Algunas, sin embargo, persistieron en los
lagos, los estanques y las charcas, que el calor fue desecando
progresivamente. Pero en aquella época los torrentes y los
riachuelos empezaban a nacer, mucho mas apropiados a la vida de las
algas y demás plantas marinas puesto que su agua era salada.
Cuando la superficie y luego las profundidades del suelo se vieron
privadas de su sal, y el agua se volvió dulce, la inmensa
mayoría de aquellas plantas fueron destruidas. Un pequeño
número de ellas, sin embargo, adaptándose a las nuevas
condiciones de vida, prosperaron en el agua dulce al igual que
habían prosperado en el agua salada. Pero el fenómeno no
se detuvo ahí: algunas de esas plantas, dotadas de un mayor
poder de acomodación, se adaptaron al aire libre, tras haberse
adaptado al agua dulce, y, primero en las orillas, luego
expandiéndose poco a poco, progresaron hacia el interior.
Sorprendimos esa transformación en pleno curso
de su desarrollo, y pudimos constatar como las formas se modificaban al
mismo tiempo que el funcionamiento fisiológico. Algunos tallos
se yerguen ya tímidamente hacia el cielo. Es de prever que
algún día se creará de este modo toda una flora
completa y que se establecerá una ardiente lucha entre las
especies nuevas y aquellas que hayan sobrevivido del antiguo orden de
cosas.
Lo que ocurre con la flora ocurre también con
la fauna. En las inmediaciones de los cursos de agua se ven antiguos
animales marinos, moluscos y crustáceos en su mayor parte, en
trance de convertirse en terrestres. El aire está surcado de
peces voladores, mucho más pájaros que peces, con sus
alas desmesuradamente desarrolladas y su cola curvada que les
permite...
El ultimo fragmento, intacto, contenía el fin
del manuscrito:
...todos viejos. El capitán Morris ha muerto.
El doctor Bathurst tiene sesenta y cinco años; el doctor Moreno,
sesenta; yo, sesenta y ocho. Todos llegaremos muy pronto al final de
nuestras vidas. Antes, sin embargo, cumpliremos la tarea que nos hemos
impuesto, y, tanto como esté en nuestro poder, acudiremos en
ayuda de las generaciones futuras en la lucha que les aguarda.
Pero esas generaciones futuras, ¿verán
algún día la luz?
Estoy tentado a responder sí, si tengo en
cuenta la multiplicación de mis semejantes: los niños
pululan y, por otro lado, en este clima seco, en este país donde
los animales feroces son desconocidos, la longevidad es grande. Nuestra
colonia ha triplicado su importancia.
Por el contrario, me siento tentado a responder no, si
considero la profunda degradación intelectual de mis
compañeros de miseria.
Nuestro pequeño grupo de náufragos
estaba, sin embargo, en condiciones favorables para sacar provecho del
saber humano: comprendía a un hombre particularmente
enérgico -el capitán Morris, hoy ya fallecido-, dos
hombres mas cultivados de lo habitual -mi hijo y yo-, y dos
auténticos sabios -el doctor Bathurst y el doctor Moreno-. Con
tales elementos, se hubiera podido hacer algo. No se ha hecho nada. La
conservación de nuestra vida material ha sido, desde el
principio, y lo es aún, nuestra única
preocupación. Como al principio, empleamos todo nuestro tiempo
en buscar nuestro alimento y, por la noche, caemos agotados en un
pesado sueño.
Es terriblemente cierto que la humanidad, de la que
somos los únicos representantes, esta en trance de
regresión rápida y tiende a acercarse a la brutalidad.
Entre los marineros del Virginia, gente ya inculta de por
sí, los caracteres de animalidad se han manifestado antes; mi
hijo y yo hemos olvidado lo que sabíamos; el doctor Bathurst y
el doctor Moreno han dejado que sus cerebros se desecaran. Puede
decirse que nuestra vida cerebral se ha visto abolida.
¡Qué suerte que, hace ya tantos
años de ello, decidiéramos realizar el periplo de este
continente! Hoy no hubiéramos tenido el valor necesario para
llevarlo a cabo y por otro lado el capitán Morris, que
dirigió la expedición, está muerto.... y muerto
también de vetustez esta el Virginia que nos llevaba.
Al principio de nuestra estancia, algunos de nosotros
empezamos a construir casas. Las construcciones inacabadas se caen
ahora en ruinas. Dormimos en el suelo, en cualquier
estación.
Desde hace tiempo ya no queda nada de las ropas que
nos cubrían. Durante algunos años nos las hemos ingeniado
para reemplazarlas con algas tejidas en forma primero ingeniosa, luego
cada vez más burda. Finalmente, nos cansamos de este esfuerzo,
que la suavidad del clima hace superfluo: ahora vivimos desnudos, como
aquellos a los que llamábamos salvajes.
Comer, comer, esa es nuestra principal finalidad,
nuestra exclusiva preocupación.
Sin embargo, subsisten aún algunos restos de
nuestras antiguas ideas y nuestros antiguos sentimientos. Mi hijo Jean,
hoy maduro y abuelo ya, no ha perdido todo sentimiento afectivo, y mi
ex-chofer, Modeste Simonat, conserva un vago recuerdo de que hubo un
tiempo en que yo fui su amo.
Pero con ellos, con nosotros, estas tenues huellas de
los hombres que fuimos -puesto que en verdad no somos ya hombres- van a
desaparecer para siempre. Los del futuro, los nacidos aquí, no
conocerán nunca otra existencia más que esta. La
humanidad se verá reducida a esos adultos -que tengo ahora
aquí ante mis ojos, mientras escribo- que no saben leer, ni
contar, ni apenas hablar; a esos niños de dientes afilados, que
parecen no ser más que un vientre insaciable. Luego, tras ellos,
habrá otros adultos y otros niños aún, cada vez
más próximos al animal, cada vez más alejados de
sus antepasados pensantes.
Me parece verlos, a esos hombres futuros, con el
lenguaje articulado olvidado por completo, la inteligencia apagada, los
cuerpos cubiertos de recios pelos, vagando por este árido
desierto...
Bien, queremos intentar que las cosas no sean
así. Queremos hacer todo lo que aún esté en
nuestro poder para que las conquistas de la humanidad que fuimos no
queden perdidas para siempre. El doctor Moreno, el doctor Bathurst y yo
despertaremos nuestros abotagados cerebros, les obligaremos a recordar
todo lo que han sabido. Compartiendo el trabajo, con este papel y esta
tinta procedentes del Virginia, enumeraremos todo lo que
conocemos en las diversas categorías de la ciencia, a fin de
que, más tarde, los hombres, si perduran, y si, tras un
período de salvajismo más o menos largo, sienten renacer
su fe de luz, encuentren este resumen de lo que lograron sus
antepasados. ¡Quieran entonces bendecir la memoria de aquellos
que se esforzaron, a toda costa, por abreviar el doloroso camino de
unos hermanos a los que nunca llegarán a ver!
En el umbral de la muerte
Hace ahora aproximadamente quince años que
fueron escritas las anteriores líneas. El doctor Bathurst y el
doctor Moreno ya no están aquí. De todos aquellos que
desembarcaron conmigo, yo, él mas viejo de todos, soy el
único que queda. Pero la muerte viene a buscarme también
a mí. La siento ascender desde mis helados pies hasta mi
corazón que se detiene.
Nuestro trabajo está terminado. He confiado los
manuscritos que encierran el resumen de la ciencia humana en un caja de
hierro desembarcada del Virginia, y la he hundido profundamente
en el suelo. A su lado, voy a hundir también estas pocas paginas
enrolladas dentro de un estuche de aluminio.
¿Encontrará alguien alguna vez este
legado depositado en la tierra? ¿Habrá simplemente
alguien para buscarlo?
Hay que dejarlo al azar. ¡Sólo Dios lo
sabe!...
A medida que el zartog Sofr traducía ese
extraño documento, una especie de terror aferraba su alma.
¿Así pues, la raza de los
Andart'-Iten-Schu descendían de esos hombres que,
tras haber errado durante largos meses en el desierto de los
océanos, habían ido a, embarrancar en aquel punto de la
orilla donde se erigía ahora Basidra? ¡Así pues,
aquellas criaturas miserables habían formado parte de una
gloriosa humanidad al lado de la cual la humanidad actual apenas
iniciaba sus balbuceos! Y, sin embargo, para que la ciencia e incluso
el recuerdo de aquellos pueblos tan potentes fueran abolidos,
¿qué había sido necesario? Menos que nada: que un
imperceptible estremecimiento recorriera la corteza del planeta.
¡Que irreparable desgracia que los manuscritos
mencionados en el documento hubieran resultado destruidos con la caja
de hierro que los contenía! Pero, por grande que fuera esa
desgracia, era imposible conservar la menor esperanza, ya que los
obreros, para cavar los cimientos, habían removido la tierra en
todos sentidos. Sin la menor duda el hierro había sido
corroído por el tiempo, mientras que el estuche de aluminio
había resistido victoriosamente.
De todos modos, no se necesitaba más para que
el optimismo de Sofr se viera alterado. Si bien el manuscrito no
presentaba ningún detalle técnico, abundaba en
indicaciones generales, y probaba de una manera perentoria que la
humanidad había avanzado en la antigüedad mucho mas
adelante por el camino de la verdad de lo que lo había hecho
después. Todo estaba en aquel relato: las nociones que
poseía Sofr, y otras que ni siquiera llegaba a imaginar...
¡Hasta la explicación de aquel nombre de Hedom, sobre el
cual tantas polémicas se habían iniciado! Hedom no era
más que la deformación de Edem esta a su vez
deformación de Adán-, cuyo Adán no era tal vez
más que la deformación de algún otro nombre aun
más antiguo.
Hedom, Edem, Adán, este era el perpetuo
símbolo del primer hombre, y era también una
explicación de su llegada a la Tierra. Sofr había
cometido pues una equivocación negando aquel antepasado, cuya
realidad quedaba establecida sin lugar a dudas por el manuscrito, y era
el pueblo quien tenía razón otorgándose unos
ascendientes semejantes a el mismo. Pero, ni siquiera en esto -al igual
que en todo lo demás- los Andart'-Iten-Schu
habían inventado nada: se habían contentado con decir a
su vez lo que otros habían dicho antes que ellos.
Y quizá, después de todo, los
contemporáneos del redactor de aquel relato tampoco hubieran
inventado nada. Quizá no habían hecho más que
rehacer, ellos también, el camino recorrido por otras
humanidades llegadas antes que ellos a la Tierra. ¿Acaso el
documento no hablaba de un pueblo al que denominaba atlantes? A esos
atlantes, sin duda, correspondían los pocos vestigios casi
impalpables que las excavaciones de Sofr habían puesto al
descubierto debajo del limo marino.
¿A que conocimiento de la verdad habría
llegado esa antigua nación, cuando la invasión del
océano la barrió de la Tierra?
Fuera cual fuese, no quedo nada de su obra tras la
catástrofe, y el hombre tuvo que reemprender desde abajo la
penosa ascensión hacia la luz.
Quizá también ocurriera lo mismo con los
Andart'-Iten-Schu. Quizá volviera a ocurrir otra vez
después de ellos, y otra vez aún, y otra, hasta el
día...
¿Pero llegaría nunca ese día en
que se viera satisfecho el incesante deseo del hombre?
¿Llegaría nunca el día en que este, habiendo
terminado de subir la cuesta, pudiera por fin reposar en la cima
conquistada?
Así soñaba el zartog Sofr, inclinado
sobre el venerable manuscrito.
A través de aquel relato de ultratumba,
imaginaba el terrible drama que se desarrolla perpetuamente en el
universo, y su corazón estaba lleno de piedad. Sangrado por los
innumerables males que todos aquellos que habían vivido antes
que él habían sufrido, doblado bajo el peso de aquellos
vanos esfuerzos acumulados en el infinito del tiempo, el zartog
Sofr-Aï-Sr adquiría, lentamente, dolorosamente, la
íntima convicción del eterno recomenzar de todas las
cosas.
1. Parece que el autor
olvida aquí el octavo planeta, Neptuno, descubierto en 1846 por
ele alemán Kalle. El noveno planeta, Plutón no fue
descubierto hasta 1930 por el americano Tombaugh.
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