El humbug
En el mes de marzo de 1863 me embarqué en el
vapor Kentucky, que hace el servicio entre Nueva York y
Albany.
En aquella época del año, el arribo de
numerosas mercancías provocaba entre ambas ciudades un gran
movimiento comercial, que no tenía, por lo demás, nada de
excepcional. Los negociantes de Nueva York, en efecto, mantienen, por
medio de sus corresponsales, relaciones incesantes con las provincias
más alejadas, y extienden así los productos del Viejo
Mundo, al mismo tiempo que exportan al extranjero las mercancías
de procedencia nacional.
Mi partida para Albany constituía para
mí una nueva ocasión de admirar la actividad de Nueva
York. De todas partes afluían los viajeros, unos dando prisa a
los portadores de sus numerosos equipajes, solos los otros, como
verdaderos turistas ingleses, cuyo guardarropa entero se halla
encerrado en un saquito imperceptible. Todo el mundo se precipitaba,
apresurándose a retener un sitio a bordo del paquebot, al que la
especulación dotaba de una elasticidad totalmente americana.
Ya los dos primeros toques de la campana habían
llevado el espanto a los que se habían retrasado. El embarcadero
se doblaba bajo el peso de los últimos que llegaban, que son,
por lo general y en todas partes, gentes cuyo viaje no puede demorarse
sin gran perjuicio. Esto no obstante, toda aquella multitud
acabó por acomodarse. Paquetes y viajeros se apilaron, se
almacenaron. El fuego invadía los tubos de la caldera, y el
puente del Kentucky oscilaba como tembloroso. El sol,
esforzándose por romper la bruma de la mañana, calentaba
un poco aquella atmósfera de marzo, que le obliga a uno a
alzarse el cuello del gabán y a sepultar las manos en los
bolsillos, sin dejar de decir que va a hacer un día muy
hermoso.
Como mi viaje no era en manera alguna un viaje de
negocios, como mi portamantas bastaba para contener todo lo que me era
necesario y hasta superfluo, como mi espíritu no se preocupaba
ni de especulaciones que intentar ni de mercados que vigilar, me dejaba
llevar de mis pensamientos, vagando al azar, ese amigo íntimo de
los turistas, y al cual dejaba el cuidado de encontrar en el camino
algún asunto de placer y de distracción. De pronto, y a
tres pasos de mí, pude ver a Mistress Melvil, que sonreía
de la manera más encantadora del mundo.
- ¡Cómo! ¡Usted, Mistress
-exclamé con una sorpresa que sólo mi alegría
podía igualar-; usted afronta los riesgos y la muchedumbre de un
steamboat del Hudson!
-Indudablemente, querido señor -me
respondió Mistress Melvil, dándome la mano a la usanza
inglesa-. Por lo demás, no estoy sola; me acompaña mi
vieja y buena Arsinoé.
Me mostró, en efecto, sentada sobre un fardo de
lana, a su fiel negra, que la contemplaba con ternura. La palabra
ternura merecería ser subrayadas en esta circunstancia, porque
sólo los sirvientes negros saben mirar de aquella manera.
-Cualesquiera que sean la ayuda y apoyo que pueda
prestar Arsinoé -dije-, me siento afortunado del derecho que me
corresponde para ser el protector de usted, Mistress, durante esta
travesía.
-Si eso es un derecho -replicó ella riendo-, no
le deberé por ello ninguna gratitud. Pero ¿cómo es
que le encuentro aquí? Según lo que usted nos
había dicho, no pensaba llevar a cabo este viaje hasta dentro de
algunos días. ¿Cómo es que no nos habló
ayer de su partida?
-No sabía nada de ella -repliqué-; tan
sólo me decidí a partir para Albany cuando la campana del
paquebote me quitó el sueño, a las seis de la
mañana. Ya ve usted a qué se debe mi viaje. Si no me
hubiera despertado hasta las siete, tal vez habría tomado la
ruta de Filadelfia. Pero incluso usted misma, Mistress, parecía
ayer la mujer más sedentaria del mundo.
-¡Sin duda! Así es que no debe usted ver
en mí a Mistress Melvil, sino al primer agente de Enrique
Melvil, negociante armador de Nueva York, que va a vigilar la llegada
de un cargamento a Albany. ¡Usted, habitante de los países
demasiado civilizados del Viejo Mundo, no comprende esto...! No
pudiendo mi marido dejar esta mañana Nueva York, voy yo a
reemplazarle. Tenga la seguridad de que no por eso dejarán de
hallarse bien hechos los libros, ni serán menos exactas las
cuentas.
-Resuelto estoy a no asombrarme de nada. Sin embargo,
si semejante cosa aconteciese en Francia, si las mujeres hiciesen los
negocios de sus maridos, no tardarían los maridos en hacer los
de sus mujeres. Ellos serían quienes tocarían el piano,
deshojarían las flores y bordarían los tirantes de los
pantalones...
-No se muestra usted muy lisonjero para sus
compatriotas -replicó riendo Mistress Melvil.
-Muy al contrario, ya que doy por supuesto que sus
mujeres les bordan los tirantes.
En aquel instante, resonó el tercer toque de
campana. Los últimos viajeros se precipitaron sobre el puente
del Kentucky, en medio de los gritos de los marineros, que se
armaban de largos bicheros para alejar el barco del muelle.
Ofrecí mi brazo a Mistress Melvil, y la conduje
un poco más hacia popa, donde la muchedumbre era menos
compacta.
-Yo le di -comenzó diciendo ella- cartas de
recomendación para Albany...
-Ciertamente. ¿Desea usted que le dé
nuevamente las gracias más efusivas?
-De ningún modo, puesto que esas cartas le
resultan ahora completamente inútiles. Como voy junto a mi
padre, a quien están dirigidas las cartas, habrá usted de
permitirme, no ya tan sólo el presentarle, sino el ofrecerle
hospitalidad en su nombre.
-Tenía yo razón -dije- en contar con la
casualidad para hacer un viaje encantador, y, sin embargo, tanto usted
como yo, hemos estado a punto de no poder partir.
-¿Por qué?
-Un cierto viajero, aficionado a esas excentricidades;
de las que los ingleses tenían la exclusiva antes del
descubrimiento de América, quería retener para él
solo el Kentucky entero.
-¿Es acaso un hijo de las Indias Orientales,
que viaja con un acompañamiento de elefantes y bayaderas?
-¡No, en verdad! Yo asistí a su
discusión con el capitán, que rechazaba su
petición, y no vi a ningún elefante mezclarse en la
conversación. Aquel extravagante parecía un hombre gordo,
fuerte, alegre, que debía tener campo libre, eso es todo...
¡Eh! Pero ¿qué veo?... ¡Es él,
Mistress! Le reconozco... ¿No ve usted a ese viajero que corre
por el muelle gesticulando y dando gritos...? Todavía va a ser
causa de que nos retrasemos, porque el steamboat comienza ya a
separarse del muelle.
Un hombre de estatura regular, con una cabeza enorme,
vestido con un largo gabán de doble cuello, y cubierto con un
sombrero de alas anchas, llegaba, en efecto, todo sofocado al
embarcadero, cuyo puente volante acababa de ser retirado; gesticulaba y
gritaba sin preocuparse de las risas de la muchedumbre reunida en torno
suyo.
-¡Eh al Kentucky...! ¡Mil
diablos...! ¡Mi sitio está reservado, registrado, pagado y
se me deja en tierra...! ¡Mil diablos! ¡Capitán, yo
le hago responsable ante el Gran Juez y sus asesores!
-¡Tanto peor para los rezagados! -gritó
el capitán, subiendo sobre uno de los tambores-. Tenemos que
llegar a hora fija y no podemos perder tiempo.
-¡Mil diablos! -chilló de nuevo el hombre
gordo-. Obtendré cien mil dólares y más de
daños y perjuicios contra usted... Bobby -exclamó
volviéndose hacia uno de los dos negros que le
acompañaban-, ocúpate de los equipajes, y corre al hotel
mientras Dacopa desamarra cualquier bote para alcanzar a ese condenado
Kentucky.
-Es inútil -dijo el capitán, que
ordenó largar la última amarra.
-¡Anda, Dacopa! -dijo el hombre gordo
estimulando al negro.
Se apoderóéste del cable en el momento
en el que el paquebote lo arrastraba, y lo amarró a uno de los
argollones del muelle. Al mismo tiempo, el obstinado viajero se
precipitó en una embarcación, en medio de los aplausos de
la multitud, y con algunos golpes de remo llegó a la escalera
del Kentucky. Se lanzó sobre el puente, corrió
hacia el capitán y le interpeló vivamente, haciendo
él solo tanto ruido como diez hombres, y hablando con más
volubilidad que veinte comadres. El capitán, no pudiendo decir
esta boca es mía, y viendo, por lo demás, que el viajero
había hecho acto de posesión, resolvió no
preocuparse más del asunto. Cogió de nuevo su portavoz y
se dirigió hacia la máquina. En el momento de ir a dar la
señal de la partida, el hombre gordo volvió gritando:
-¿Y mis bultos? ¡Mil diablos!
-¡Cómo, sus bultos! -replicó el
capitán-. ¿Serían por casualidad, esos que llegan
ahora?
Diversos murmullos estallaron entre los viajeros, a
quienes este nuevo retraso impacientaba.
-¿A qué viene eso? -gritó el
intrépido pasajero-. ¿No soy yo, por ventura, un libre
ciudadano de los Estados Unidos de América...? Yo me llamo
Augusto Hopkins, y si este nombre no os dice lo bastante...
Ignoro si este nombre gozaba de influencia real
sobré la masa de los espectadores, pero lo cierto es que el
capitán se vio forzado a acercarse de nuevo al muelle para
embarcar el equipaje de Augusto Hopkins, ciudadano libre de los Estados
Unidos de América.
-Hay que reconocer -dije a Mistress Melvil- que es
ése un hombre bien singular.
-Menos singular que sus bultos -me contestó-,
mostrándome dos camiones que conducían al embarcadero,
dos enormes cajas de veinte pies de alto, recubiertas de telas
enceradas y sujetas por medio de una inextricable red de cuerdas y de
nudos. La parte superior y la inferior estaban indicadas con letras
rojas, y la palabra “frágil”, inscrita con
caracteres de un pie, hacía temblar en cien pasos a la redondas
a los representantes de las administraciones responsables.
A pesar de los rumores provocados por la
aparición de aquellos bultos monstruosos, el señor
Hopkins hizo tanto con los pies, con las manos, con la cabeza y con los
pulmones, que fueron depositados sobre el puente tras esfuerzos y
retrasos considerables. Por fin, el Kentucky pudo dejar el
muelle y remontó el Hudson en medio de los buques de toda clase
que lo surcaban.
Los dos negros de Augusto Hopkins se habían
instalado, con carácter permanente, al lado de las cajas de su
amo. Estas cajas tenían el privilegio de excitar, en el mayor
grado, la curiosidad de los pasajeros. La mayor parte de ellos se
apretaban en los alrededores, haciendo todas las suposiciones
excéntricas que puede inventar la imaginación de allende
el Océano. La propia Mistress Melvil parecía preocuparse
vivamente de ellas, en tanto que, en mi calidad de francés, yo
ponía el mayor cuidado en simular la indiferencia más
completa y desdeñosa.
-¡Qué hombre tan especial es usted! -me
dijo Mistress Melvil-. No se preocupa del contenido de esos dos
monumentos, mientras que a mí me devora la curiosidad.
-Le confesaré -respondí- que todo ello
me interesa poco; al ver llegar esas dos inmensidades, hice enseguida
las suposiciones más atrevidas: “O contienen una casa de
cinco pisos, con sus inquilinos, me dije, o no contienen nada”.
Ahora bien, en uno y otro caso, que son los más extraños
que pueden imaginarse, no experimentaría una extraordinaria
sorpresa. No obstante, Mistress, si usted lo desea, voy a tratar de
recoger algunos informes, que le transmitiré inmediatamente.
-Perfectamente -me respondió-, y durante su
ausencia comprobaré estas facturas.
Dejé a mi singular compañera de viaje
repasar sus sumas con la rapidez de los cajeros del Banco de Nueva
York, los cuales, según se dice, no tienen más que
dirigir una mirada sobre una columna de cifras para conocer
inmediatamente su total.
Sin dejar de pensar en aquella extraña
organización, en aquella dualidad de la existencia en el hogar
de aquellas encantadoras mujeres americanas, me dirigí hacia
aquel que atraía todas las miradas y servía de tema a
todas las conversaciones.
Aun cuando sus dos cajas ocultasen completamente a la
vista la proa del buque y el curso del Hudson, el timonel
dirigía el steamboat con una confianza absoluta, sin
preocuparse de los obstáculos. Los obstáculos, sin
embargo, debían ser numerosos, porque jamás ningún
río, sin exceptuar el Támesis, fue surcado por más
buques que los de los Estados Unidos. En una época en que
Francia no contaba con más de doce a trece mil buques e
Inglaterra cuarenta mil, los Estados Unidos contaban ya sesenta mil,
entre los cuales había dos mil vapores, que circulaban por todos
los mares del mundo. Por estos números puede formarse una idea
del movimiento comercial, y puede, asimismo, explicarse la multitud de
accidentes de los que los ríos americanos son teatro.
Es verdad que esas catástrofes, esos choques y
esos naufragios son de poca importancia a los ojos dé aquellos
atrevidos negociantes. Hasta eso constituye una actividad nueva dada a
las Sociedades de seguros, que harían muy malos negocios si sus
primas no fueran exorbitantes. A peso y volumen iguales, un hombre en
América tiene menos valor e importancia que un saco de
carbón de piedra o de café.
Tal vez los americanos tengan razón, pero yo
habría dado todas las minas de hulla y todos los cafetales del
globo por mi insignificante persona francesa. Ahora bien, yo no dejaba
de hallarme inquieto acerca del resultado de nuestro viaje a todo vapor
a través de una multitud de obstáculos.
Augusto Hopkins no parecía compartir mis
temores. Debía ser de esas gentes que saltan, descarrilan o se
estrellan, antes que faltar a un negocio. En todo caso, no se
preocupaba lo más mínimo de la belleza de las orillas del
Hudson, que huían rápidamente hacia el mar. Entre Nueva
York, punto de partida, y Albany, punto de llegada, no había
para él otra cosa que dieciocho horas de tiempo perdido. Las
deliciosas vistas de la orilla, los pueblecillos agrupados de una
manera pintoresca, los bosquecillos diseminados acá y
allá en la campiña como bouquets arrojados a los
pies de una prima donna, el animado curso de un río
magnífico, las primeras emanaciones de la primavera, nada, nada
podía sacar a aquel hombre de sus preocupaciones de
especulación. Iba y venía de un extremo a otro del
Kentucky, mascullando frases ininteligibles, o bien,
sentándose precipitadamente sobre un montón de
mercancías, sacaba de uno de sus numerosos bolsillos una ancha y
gorda cartera atestada de papeles de mil clases... Llegó a
figurárseme que él exhibía a propósito
todos aquellos papelotes, muestra de la burocracia comercial. Hojeaba
rápidamente una correspondencia enorme, y desplegaba cartas
fechadas en todos los países y selladas con los timbres de todas
las administraciones de Correos del mundo, y cuyas líneas,
apretadas, recorría con encarnizamiento muy notable, y
también, a mi juicio, muy notado.
Me pareció, pues, imposible el dirigirme a
él para adquirir noticias. En vano muchos curiosos habían
querido hacer charlar a los dos negros, puestos de centinela cerca de
las misteriosas cajas. Aquellos dos hijos de África
habían guardado un mutismo absoluto, contradiciendo su
locuacidad habitual.
Me disponía, por consiguiente, a volver al lado
de Mistress Melvil y a darle cuenta de mis impresiones personales,
cuando me hallé en un grupo en cuyo centro peroraba el
capitán del Kentucky; se trataba de Hopkins.
-Se lo repito a ustedes -dijo el capitán-, ese
extravagante no hace nada como los demás. Ya van diez veces que
remonta el Hudson, de Nueva York a Albany, diez veces que se las
arregla para llegar tarde y diez veces que transporta cargamentos
parecidos. ¿Qué quiere decir eso? Lo ignoro. Corre el
rumor de que Hopkins monta una gran empresa a algunas leguas de Albany,
y que desde todas las partes del mundo se le expiden mercancías
desconocidas.
-Debe ser uno de los principales agentes de la
Compañía de las Indias -dijo uno de los asistentes-, que
viene a fundar una sucursal en América.
-O más bien un rico propietario de placeres
californianos -respondió otro-; debe tener en juego algún
suministro...
-O alguna adjudicación -dijo un tercero-. El
New York Herald parecía dejarlo presentir en los
últimos días.
-No tardaremos -agregó un cuarto- en ver emitir
las acciones de una nueva compañía, con un capital de
quinientos millones. Yo me inscribo, el primero por cien acciones de
mil dólares.
-¿Por qué el primero? -repuso otro-.
¿Tiene ya usted ofertas en ese sentido? Yo estoy dispuesto a
desembolsar el importe de doscientas acciones, y más si es
preciso.
-¡Si quedan después de las que yo tome!
-gritó de lejos uno, cuyo semblante no pude descubrir-. Se
trata, evidentemente, de un ferrocarril entre Albany y San Francisco, y
el banquero que será su adjudicatario es mi mejor amigo.
-¡Qué dice usted de ferrocarril! Ese
Hopkins viene a instalar un cable eléctrico a través del
lago Ontario, y esas inmensas cajas encierran los hilos y la
gutapercha.
-¡A través del lago Ontario! ¡Pero
ése es un negocio de oro! -dijeron muchos negociantes, presa del
demonio de la especulación-. El señor Hopkins se
dignará exponernos su empresa. ¡Para mí las
primeras acciones...!
-¡Para mí, señor Hopkins...!
-¡No, para mí...!
-¡No, para mí...! ¡Ofrezco mil
dólares de prima...!
Las demandas se cruzaban, y la confusión se
hizo general. Aun cuando la especulación no me tentase,
seguí al grupo de agiotistas, que se encaminaba hacia el
héroe del Kentucky. Pronto se vio Hopkins rodeado de una
muchedumbre compacta, a la que ni siquiera se dignó mirar.
Largas series de cifras, de números seguidos de muchos ceros, se
alineaban en las hojas sobre su enorme cartera. Las cuatro operaciones
fundamentales de la aritmética pululaban bajo su lápiz.
Los millones se escapaban de sus labios con la rapidez de un torrente;
parecía presa del frenesí de los cálculos. El
silencio se estableció en torno de él, a pesar de las
tormentas que se agitaban bajo aquellos cráneos americanos, por
la pasión del comercio.
Por fin, tras una operación monstruosa,
pronunció estas palabras sacramentales:
-Cien millones.
Guardó después rápidamente sus
papeles, encerrándolos en su amplia cartera, y sacando de su
bolsillo un reloj adornado de una doble fila de perlas finas.
-¡Las nueve...! ¡Las nueve ya! ¡Este
maldito barco no marcha...! ¡Capitán...!
¿Dónde está el capitán?
Diciendo esto, Hopkins atravesó bruscamente la
triple fila de la multitud que le rodeaba, y vio al capitán,
inclinado sobre la escotilla de la máquina, desde donde daba
algunas órdenes al maquinista.
-¿Sabe usted, capitán -dijo con
importancia- sabe usted que un retraso de diez minutos pueda hacer
fracasar para mí un negocio considerable?
-¿A quién habla usted de retraso -dijo
el capitán estupefacto ante semejante reproche-, cuando es usted
el único causante de él?
-Si usted no se hubiese empeñado en dejarme en
tierra -replicó Hopkins alzando la voz y poniéndose a
tono con el superior- no habría perdido un tiempo que vale mucho
en esta época del año.
-Y si usted y sus cajas hubiesen tomado la
precaución de llegar a la hora debida -replicó el
capitán irritado-, habríamos podido aprovecharnos de la
marea ascendente, y estaríamos tres millas más lejos.
-Yo no me meto en esas consideraciones. Antes de
medianoche debo hallarme en el hotel Washington, en Albany, y si llego
después habría sido preferible para mi no haber salido de
Nueva York. Le prevengo que, en tal caso, reclamaré a la
Administración, y a usted los daños y perjuicios.
-¡Déjeme usted en paz! -dijo el
capitán, que comenzaba a sulfurarse.
-No, señor; no le dejaré en paz en tanto
que su pusilanimidad y sus economías de combustible me pongan en
peligro de perder diez fortunas... ¡Vamos, fogoneros, cuatro o
cinco buenas paletadas de carbón en vuestros hornos, y usted,
maquinista, apriete la válvula de la caldera, a ver si ganamos
el tiempo perdido.
Y Hopkins arrojó en la cámara de la
máquina una bolsa en la que brillaban algunos
dólares.
El capitán montó en una violenta
cólera, pero nuestro viajero gritó más alto que
él y durante más tiempo que él. Por lo que a
mí hace, me alejé rápidamente de aquel sitio,
sabiendo que aquella recomendación hecha al maquinista de cargar
la válvula para aumentar la presión del vapor y acelerar
la marcha del buque podía bien hacer estallar la caldera.
Inútil es decir que mis compañeros de
viaje encontraron el expediente muy sencillo, de modo que no hable de
ello a Mistress Melvil, que se hubiera reído de mis
quiméricos temores.
Cuando me uní de nuevo a ella, sus vastos
cálculos estaban terminados, y los cuidados y preocupaciones
comerciales no hacían ya fruncir su encantadora frente.
-Dejó usted a la negociante y se encuentra a la
mujer de mundo. Puede, pues, usted conversar con ella de lo que
más le agrade, y hablarle de arte, de poesía...
-¡Hablar de arte y de poesía
después de lo que acabo de ver y de oír...! ¡No,
no! Estoy totalmente impregnado del espíritu mercantil; no oigo
más que el sonido de los dólares, y estoy deslumbrado por
su espléndido brillo; no veo ya en este hermoso río otra
cosa que una ruta muy cómoda para las mercancías; en esos
lindos pueblecillos, una serie de almacenes de azúcar y de
algodón, y pienso seriamente en construir una presa sobre el
Hudson y en utilizar sus aguas para hacer girar un molino de
café.
-¡Hombre, hombre! ¡Molino de café
aparte, ésa es una buena idea!
-Y dígame usted, si lo tiene a bien,
¿por qué no había yo de tener ideas como cualquier
hijo de vecino?
-¿Ha sido usted, pues, picado por el
tábano de la industria? -preguntó Mistress Melvil,
riendo.
-Juzgue usted misma respondí.
Y le referí las diversas escenas de las que
había sido testigo. Ella escuchó mi relato gravemente,
como conviene a toda inteligencia americana, y se puso a reflexionar.
Una parisiense no me habría dejado decir la mitad.
-Y bien, Mistress, ¿qué piensa usted del
tal Hopkins?
-Ese hombre -me respondió- puede ser un gran
genio especulador, que funda una empresa gigantesca, o sencillamente un
exhibidor de osos de la última feria de Baltimore.
Me eché a reír, y la conversación
giró sobre otros asuntos.
Nuestro viaje terminó sin nuevos incidentes, a
no ser que Hopkins estuvo a punto de arrojar al agua una de sus cajas,
queriéndola cambiar de sitio, a pesar del capitán. La
discusión que sobrevino le sirvió también para
ponderar la importancia de sus negocios y el valor de sus bultos.
Almorzó y cenó, no como un hombre que se propone reparar
sus fuerzas, sino como quien abriga el propósito de gastar la
mayor cantidad posible de dinero. Finalmente, cuando llegamos a nuestro
destino, no había un solo viajero que no estuviese dispuesto a
contar maravillas de aquel personaje extraordinario.
El Kentucky llegó al muelle de Albany
antes de la hora fatal de medianoche. Ofrecí mi brazo a Mistress
Melvil, sin dejar de felicitarme por haber desembarcado sano y salvo,
en tanto que Augusto Hopkins, después de haber hecho transportar
con gran ruido sus dos cajas maravillosas, entraba triunfalmente,
seguido de una muchedumbre considerable, en el hotel Washington.
Yo fui recibido por Mister Francis Wilson, padre de
Mistress Melvil, con ese agradado y esa franqueza que tanto valor
prestan a la hospitalidad. A pesar de mis protestas, hube de aceptar
una habitación azul en la casa del honorable comerciante. No es
posible dar el nombre de hotel a aquella casa inmensa, cuyos espaciosos
departamentos parecen sin importancia al lado de los vastos almacenes,
donde se acumulan las mercancías de todos los países del
mundo. Una multitud de empleados y de agentes pulula en aquella
verdadera ciudad, de la cual las casas de comercio de Burdeos y de El
Havre dan sólo una idea muy imperfecta. A pesar de las
ocupaciones, de todo género, del amo de la casa, fui tratado
como un obispo, y no tuve necesidad de pedir nada, ni aun de desear.
Por añadidura, el servicio se hacía mediante negros, y
cuando uno ha sido servido por negros, ya no es posible servirse
más que por uno mismo.
Al día siguiente, me paseé por la
deliciosa ciudad de Albany, de la que simplemente su nombre me
había siempre encantado. En ella encontré la misma
actividad que en Nueva York, el mismo movimiento y la misma
multiplicidad de intereses. La sed de ganancia de las gentes de
comercio, su ardor en el trabajo, su necesidad de extraer el dinero por
todos los procedimientos que la industria o la especulación
descubren no ofrecen, entre los comerciantes del Nuevo Mundo, el
aspecto repulsivo que ofrecen con frecuencia entre sus colegas del
Viejo Mundo. Hay, en su modo de obrar, cierta grandeza muy
simpática. Se concibe que aquellas gentes tengan necesidad de
ganar mucho, porque también gastan mucho.
A la hora de las comidas, que fueron dispuestas con
lujo, y durante la velada, la conversación, en un principio
general, no tardó en especializarse, hablando de la ciudad, de
sus placeres, de su teatro. Mister Wilson me pareció hallarse
muy al corriente de esas diversiones mundanas, pero me pareció
también tan americano como es posible serlo cuando llegamos a
hablar de las excentricidades de ciudades enteras, de lo que se trata
mucho en Europa.
-¿Alude usted a nuestra actitud respecto a la
célebre Lola Montes? -me dijo Mister Wilson.
-Efectivamente respondí; sólo los
americanos han podido tomar en serio a la Condesa de Lansfeld.
-La tomamos en serio porque obraba seriamente, del
mismo modo que no concedemos ninguna importancia a los asuntos
más graves, cuando son tratados ligeramente.
-Lo que, sin duda, le choca -dijo Mistress Melvil con
tono burlón- es que Lola Montes visitara nuestros colegios de
señoritas.
-Confesaré francamente que el hecho me
pareció extraño, porque esa encantadora bailarina no me
parece un ejemplo que proponer a las jóvenes.
-Nuestras jóvenes -replicó Mister
Wilson- son educadas de una manera más independiente que las
vuestras. Cuando Lola Montes visitó sus colegios, no fue ni la
bailarina de París, ni la condesa de Lansfeld de Baviera. Quien
allí se presentó fue una mujer célebre, cuya vista
no podía dejar de ser agradable, y de ello no resultó
nada malo para las niñas, que la observaron con curiosidad. Era
una fiesta, un placer, una distracción, he ahí todo,
¿dónde está el mal en todo ello?
-El mal está en que esas ovaciones marean a los
grandes artistas, resultan inaguantables al regresar de los Estados
Unidos.
-¿Tienen por qué quejarse de ello?
-preguntó Mister Wilson vivamente.
-Al contrario respondí; pero
¿cómo es posible que Jenny Lind, por ejemplo, se
encuentre halagada por una hospitalidad europea, cuando aquí ve
a los hombres más notables atropellarse por tirar de su coche en
medio de las fiestas públicas? ¿Qué reclamo
valdrá jamás la célebre fundación de los
hospitales hecha por su empresario?
-Habla usted como un celoso -replicó Mistress
Melvil-. Usted no perdona a esa eminente artista que no haya querido
nunca dejarse oír en París.
-No, seguramente, Mistress, y por lo demás, no
le aconsejaría que fuese, porque no hallaría la acogida
que ustedes le han hecho.
-Ustedes se lo pierden -dijo Mister Wilson.
-Menos que ella, a juicio mío.
-Por lo menos, pierden ustedes los hospitales -dijo
riendo Mistress Melvil.
La discusión se prolongó así. Al
cabo de algunos instantes, Mister Wilson me dijo:
-Ya que esas exhibiciones y esos reclamos le
interesan, llega usted en la mejor ocasión. Mañana tiene
lugar la adjudicación de los primeros billetes para el concierto
de Madame Sontag.
-¿Una adjudicación, como si se tratara
de un ferrocarril?
-Así es; y el que hasta ahora se ha presentado
con las pretensiones más atrevidas ha sido sencillamente un
honrado sombrerero de Albany.
-Sin duda se trata de un melómano.
-¿Él...? ¿John Turnen...? Detesta
la música; para él la música es el más
desagradable de los ruidos.
-Entonces, ¿qué se propone?
-Anunciarse; es un reclamo. Se hablará de
él, no tan sólo en la ciudad, sino en todas las
provincias de la Unión, lo mismo en América que en
Europa, se le comprarán sombreros, y surtirá de ellos al
mundo entero.
-¡Imposible!
-Ya lo verá usted mañana, y si necesita
algún sombrero...
-No lo compraré en su casa. Deben ser
detestables.
-¡Ah, el empedernido parisiense! -dijo Mister
Wilson, levantándose.
Me despedí de mis anfitriones, y me fui a
soñar con aquellas excentricidades americanas.
Al día siguiente asistí a la
adjudicación del famoso primer billete para el concierto de
Madame Sontag, con una seriedad que habría honrado al más
flemático habitante de la Unión. El sombrerero John
Turner, el héroe de esta nueva excentricidad, se atraía
todas las miradas. Sus amigos le abordaban y le cumplimentaban, como si
hubiera salvado la independencia del país; otros le alentaban.
Se hicieron apuestas sobre su éxito o el de otros concurrentes
al mismo honor.
Comenzó la subasta. El primer billete
subió rápidamente de cuatro a dos y trescientos
dólares. John Turner se juzgaba seguro de ser el último
postor, y sólo añadía una débil suma al
precio señalado por sus adversarios, ya que a este valiente
hombre le bastaba llevarse un solo dólar, y contaba con
consagrar, si le era necesario, un millar para la adquisición de
esta preciosa localidad. Los números tres, cuatro, cinco y
seiscientos se sucedieron con bastante rapidez. Los asistentes estaban
sobreexcitados al mayor grado y estimulaban a los licitadores. El
primer billete tenía un valor infinito a los ojos de todos, y
nadie se inquietaba de lo demás. Era, en suma, una
cuestión de honor.
De repente, resonó un hurra más
prolongado que los otros. El sombrerero había gritado con voz
fuerte:
-¡Mil dólares!
-¡Mil dólares! -repitió el
subastador-. ¿No hay quien dé más? ¡Mil
dólares el primer billete del concierto...!
En el intervalo de las diversas preguntas del agente,
se sentía un vago murmullo en la sala. Yo mismo estaba
impresionado a mi pesar. Turner, seguro de su triunfo, paseaba una
mirada satisfecha sobre sus admiradores. Tenía en la mano un
fajo de billetes de uno de los seiscientos bancos de los Estados
Unidos, y los agitaba, en tanto que estas palabras resonaban de
nuevo:
-¡Mil dólares...!
-¡Tres mil dólares! -gritó una
voz, que me hizo volver la cabeza.
-¡Hurra! -gritó la sala entusiasmada.
-¡Tres mil dólares! -repitió el
agente.
Ante semejante competidor, el sombrerero había
bajado la cabeza y había huido inadvertido en medio del
universal entusiasmo.
-¡Adjudicado en tres mil dólares! -dijo
el agente.
Yo vi entonces avanzar a Augusto Hopkins en persona,
el libre ciudadano de los Estados Unidos de América.
Evidentemente, pasaba al estado de hombre célebre, y ya no
quedaba más que componer himnos en su honor.
Me escapé difícilmente de la sala, y
sólo después de muchos esfuerzos conseguí abrirme
camino por entre las diez mil personas que aguardaban en la puerta al
triunfante licitador. Innumerables aclamaciones le saludaron al
aparecer. Por segunda vez, desde la víspera, fue
acompañado al hotel Washington por la exaltada población.
Él saludaba con aspecto, a un tiempo, modesto y altivo, y por la
noche, a petición general, se asomó al gran balcón
del hotel, aplaudido por una multitud delirante.
-Y bien, ¿qué piensa usted de ello? -me
dijo Mister Wilson cuando, después de comer, le puse al
corriente de los incidentes del día.
-Pues pienso que, en mi calidad de francés y de
parisiense, Madame Sontag pondrá gentilmente a mi
disposición un sitio, sin que tenga que pagarle quince mil
francos.
-Así lo creo -me respondió Mister
Wilson-, pero si ese Hopkins es un hombre hábil, esos tres mil
dólares pueden producirle cien mil. Un hombre que ha llegado a
su grado de excentricidad, no tiene más que agacharse para
recoger millones.
-¿Qué puede ser ese Hopkins?
-preguntó Mistress Melvil.
Esto mismo era lo que se preguntaba la ciudad de
Albany entera.
Los acontecimientos se encargaron de responder.
Algunos días más tarde, en efecto, nuevas cajas, de forma
y de dimensiones más extraordinarias todavía, llegaron
por el steamboat de Nueva York. Una de ellas, que tenía
el aspecto de una casa, fue conducida imprudentemente -o prudentemente
tal vez- por una de las estrechas calles de los arrabales de Albany.
Pronto se encontró en la imposibilidad de avanzar, y fue preciso
dejarla allí, como un trozo de roca. Durante veinticuatro horas,
toda la población de la ciudad se encaminó al lugar del
suceso. Hopkins se aprovechaba de esas aglomeraciones para exhibirse,
lanzando diatribas contra los ignaros arquitectos del lugar, y hablaba
nada menos que de hacer cambiar la alineación de las calles de
la ciudad para poder dar paso a sus bultos.
Pronto resultó evidente que había
necesidad de optar por uno de dos partidos: o demoler la caja, cuyo
contenido excitaba la curiosidad, o derribar la casa que le
servía de obstáculo. Los curiosos de Albany hubieran
preferido, indudablemente, el primer partido, pero Hopkins no lo
entendía así. Las cosas, sin embargo, no podían
permanecer en aquel estado. La circulación se hallaba
interrumpida en el barrio, y la policía amenazaba con hacer
proceder judicialmente a la demolición de la condenada caja.
Hopkins zanjó la dificultad comprando la casa que le estorbaba y
haciéndola en seguida derribar.
Dejo adivinar si este último rasgo le
colocó en el más alto pináculo de la celebridad.
Su nombre y su historia circularon por todos los salones. De él
solo se trató en el Circulo de los Independientes y en el
Círculo de la Unión. Nuevas apuestas se cruzaron en los
cafés dé Albany acerca de los proyectos de aquel hombre
misterioso. Los diarios se entregaron a las suposiciones más
aventuradas, que apartaron momentáneamente la atención
pública de ciertas dificultades nacidas entre Cuba y los Estados
Unidos. Hasta creo que tuvo lugar un duelo entre un negociante y un
funcionario de la ciudad, y que el campeón de Hopkins
triunfó en aquella ocasión.
Así es que cuando se celebró el
concierto de Madame Sontag, al que asistí de un modo menos
ruidoso que nuestro héroe, éste estuvo a punto de cambiar
con su presencia el objeto de la reunión.
Por fin se explicó el misterio, y pronto
Augusto Hopkins no trató de disimularlo. Aquel hombre era pura
simplemente un empresario que venía a fundar en los alrededores
de Albany una especie de Exposición Universal. Intentaba
realizar, por su propia cuenta, una de esas empresas colosales, cuyo
monopolio se habían reservado, hasta entonces, los gobiernos y
las corporaciones oficiales.
Con este objeto había comprado, a tres leguas
de Albany, una inmensa llanura inculta. Sobre ese terreno abandonado ya
no se alzaban más que las ruinas del fuerte William, que
protegía en otro tiempo las factorías inglesas en las
fronteras de Canadá. Hopkins se ocupaba ya en reclutar obreros
para dar comienzo a sus gigantescos trabajos. Sus inmensas cajas
encerraban, sin duda, instrumentos y máquinas destinadas a las
construcciones.
Tan pronto como la noticia circuló por la Bolsa
de Albany, los negociantes se preocuparon de ella en sumo grado. Cada
uno de ellos trató de entenderse con el gran empresario para
arrancarle promesas de acciones; pero Hopkins respondía
evasivamente a todas las peticiones. Lo que no fue obstáculo
para que hubiese una cotización ficticia para esas acciones
imaginarias, y el negocio comenzó a tomar, desde ese momento,
una extensión enorme.
-Ese hombre -me dijo un día Mister Wilson- es
un especulador muy hábil. Ignoro si es un millonario o un
mendigo, pues hace falta ser Job o Rothschild para intentar semejantes
empresas, pero, seguramente, hará una inmensa fortuna.
-Yo no sé ya qué creer, mi querido
Mister Wilson, ni a cuál de los dos admirar, si al hombre que
proyecta tales empresas o al país que las sostiene y preconiza
sin pedir más.
-Así es como se alcanza el éxito, mi
querido señor.
-O como se arruina uno -respondí.
-Pues bien, sepa usted que en América una
quiebra enriquece a todo el mundo y no arruina a nadie.
Yo no podía tener razón contra Mister
Wilson más que por los hechos mismos. Así es que
aguardaba con impaciencia el resultado de aquellas maniobras y de
aquellos reclamos, que me interesaban extraordinariamente.
Recogía las menores noticias sobre la empresa de Augusto
Hopkins, y leía ávidamente los periódicos que nos
informaban muy al pormenor de todo. Ya había salido una primera
tanda de obreros, y a la sazón no quedaba nada de las ruinas del
fuerte William. Ya no se trataba más que de los trabajos cuyo
objetivo excitaba un verdadero entusiasmo, y llegaban proposiciones de
todas partes, tanto de Nueva York como de Albany, de Boston y de
Baltimore. Los musical instruments, los daguerreotype
pictures, los abdominal supporters, los centrifugal
pumps, los square pianos se inscribían para
figurar en los mejores lugares, y la imaginación americana
continuaba desbordándose. Se aseguró que en torno de la
Exposición se alzaría una ciudad entera. Se decía
que Augusto Hopkins tenía el proyecto de fundar una ciudad rival
de Nueva Orleáns y de darle su nombre, añadiéndose
que esa ciudad, fortificada a causa de su proximidad a la frontera, no
tardaría en convertirse en la capital de los Estados Unidos,
etc., etc.
Mientras que esas exageraciones corrían, y se
multiplicaban en los cerebros, el héroe del movimiento
permanecía casi silencioso. Acudía puntualmente a la
Bolsa de Albany, se enteraba del estado de los negocios, tomaba notas,
pero no abría la boca para hablar de sus vastos designios. Hasta
las gentes se extrañaban de que un hombre de su carácter
no hiciese ninguna publicidad propiamente dicha. Tal vez
desdeñaba esos medios ordinarios de lanzar una empresa, y se
confiaba a su propio mérito.
Ahora bien, en esta situación se hallaban las
cosas, cuando una mañana el New York Herald
insertó en sus columnas la siguiente noticia:
«Todo el mundo sabe que los trabajos de la
Exposición Universal de Albany avanzan con rapidez. Ya han
desaparecido las ruinas del viejo fuerte William, y se ponen los
cimientos de maravillosos monumentos en medio del entusiasmo general.
El otro día, la piqueta de un obrero ha puesto al descubierto
los restos de un esqueleto enorme, enterrado, evidentemente, desde hace
miles de años. Apresurémonos a añadir que este
descubrimiento no retrasará en nada los trabajos que deben dotar
a los Estados Unidos de América de una octava maravilla del
mundo.»
No concedí a esas líneas más que
la indiferente atención que se debe a las innumerables noticias
análogas que en los periódicos americanos pululan. No
sabía el partido que de ella había de sacarse más
tarde. Es verdad que semejante descubrimiento tomó, en labios de
Augusto Hopkins, una importancia extraordinaria. Se mostró
verdaderamente pródigo en discursos, narraciones, reflexiones y
deducciones sobre la exhumación de aquel prodigioso esqueleto.
Diríase que subordinaba a aquel encuentro todos sus planes de
fortuna y de especulación.
Parecía, por otra parte, que el descubrimiento
era verdaderamente milagroso. Practicábanse excavaciones,
siguiendo las órdenes de Hopkins, de manera que para encontrar
la otra extremidad del gigantesco fósil, tres días de
trabajo incesante no habían producido aún ningún
resultado. No era posible, por tanto, prever hasta dónde
llegarían sus sorprendentes dimensiones, cuando Hopkins, que
hacía ejecutar por sí mismo profundas excavaciones a
doscientos pies de las primeras, descubrió, al fin, la
extremidad de aquel caparazón ciclópeo. La noticia se
extendió en seguida, con una rapidez eléctrica, y este
hecho, único en los anales de la geología, tomó el
carácter de un acontecimiento mundial.
Con su carácter impresionable, exagerador e
inestable, no tardaron los americanos en difundir la noticia, cuya
importancia aumentaron sin motivo. Se trató de averiguar de
dónde podían proceder aquellos enormes restos, qué
debía inferirse de su existencia en el suelo indígena, y
el Albany Institut emprendió estudios a este
respecto.
Esta cuestión, lo reconozco, me interesaba
bastante más que los esplendores futuros del Palacio de la
Industria y las especulaciones excéntricas del Nuevo Mundo.
Así es que traté de estar al tanto del asunto. No me fue
difícil, porque los periódicos trataron la
cuestión bajo todas las formas posibles. Fui, por otra parte, lo
bastante afortunado para conocer los pormenores por el ciudadano
Hopkins en persona.
Desde su aparición en la ciudad de Albany, este
hombre extraordinario había sido solicitado por la mejor
sociedad de la población. En los Estados Unidos, donde la clase
noble es la clase comercial, era perfectamente natural que tan atrevido
especulador fuera acogido con los honores debidos a su rango. Una
noche, pues, le encontré en los salones de Mister Wilson, y
sólo se hablaba, como era de esperar, del asunto que a todos
apasionaba.
Mister Hopkins hizo una descripción
interesante, profunda, erudita, y sin embargo, humorística, de
su descubrimiento, del modo que se había producido y de sus
incalculables consecuencias. Dejó, al mismo tiempo, entrever que
contaba sacar de ello algún partido comercial.
-Únicamente -nos dijo-, nuestros trabajos
están por el momento detenidos, porque entre las primeras y las
últimas excavaciones que han dejado al descubierto las
extremidades del esqueleto, se extiende cierta porción de
terreno sobre el que se alzan ya algunas de mis nuevas
construcciones.
-Pero ¿está usted seguro -le
preguntaron- de que las dos extremidades del animal se unen bajo la
parte inexplorada del suelo?
-No puede haber la menor duda -respondió
Hopkins con seguridad-. A juzgar por los fragmentos óseos que
hemos desenterrado, ese animal debe tener proporciones gigantescas y
rebasará, con mucho, la talla del famoso mastodonte descubierto
tiempo ha en el valle de Ohio.
-¿Lo cree usted? -exclamó un tal Mister
Cornut, especie de naturalista que hacía ciencia del mismo modo
que sus compatriotas hacen el comercio.
-Estoy seguro -respondió Hopkins-. Por su
estructura, ese monstruo pertenece evidentemente al orden de los
paquidermos, pues posee todos los caracteres tan bien descritos por
Humboldt.
-¡Qué lástima -dije- que no se le
pueda desenterrar entero!
-¿Y quién nos lo impide? -Cornut
preguntó vivamente
-Como ya se han alzado esas construcciones...
Apenas había soltado este disparate, que a
mí me parecía una cuca tan racional, cuando me
convertí en el centro de un círculo de sonrisas
desdeñosas. Les parecía muy sencillo a aquellos audaces
negociantes derribarlo todo, incluso un monumento, para desenterrar un
contemporáneo del diluvio. Nadie, por consiguiente, quedó
sorprendido al oír decir a Hopkins que ya había dado
órdenes sobre el particular. Todos le felicitaron y creyeron que
el azar tenía razón al favorecer a hombres emprendedores
y audaces. Por mi parte, lo felicite sinceramente y me
comprometí a ser uno de los primeros en visitar su maravilloso
descubrimiento. Hasta le ofrecí trasladarme a Exhihition
Parc, denominación ya de dominio público; pero me
rogó que aguardase a que estuviesen terminadas las excavaciones,
pues no podía juzgarse todavía de la enormidad del
fósil.
Cuatro días después, el New York
Herald daba detalles nuevos sobre el monstruoso esqueleto. No era
ni de un mamut, ni de un mastodonte, ni de un megaterio, ni de un
pterodáctilo, ni de un plesiosauro, porque todos los nombres
extraños de la Paleontología fueron invocados por
antífrasis. Los restos mencionados pertenecen todos a la tercera
o, a lo más, a la segunda época geológica,
mientras que las excavaciones, dirigidas por Hopkins, habían
sido llevadas hasta los terrenos primitivos que constituyen la corteza
terrestre, y en la cual hasta entonces no se había encontrado
ningún fósil. ¿Qué inferir de ahí,
sino que ese monstruo, que no era ni un molusco, ni un paquidermo, ni
un roedor, ni un rumiante, ni un carnívoro, ni un anfibio, era
un hombre? ¡Y ese hombre, un gigante de más de cuarenta
metros de alto! No podía, pues, negarse la existencia de una
raza de titanes anterior a la nuestra. Si el hecho era cierto, y todo
el mundo lo aceptaba como tal, debían cambiarse las
teorías geológicas más firmemente asentadas,
puesto que se encontraban fósiles más allá de los
depósitos diluvianos, lo que indicaba que habían sido
sepultados en una época anterior al diluvio.
Este artículo del New York Herald
produjo una inmensa sensación. El texto fue reproducido por
todos los periódicos de América, y se entablaron
numerosas discusiones. Este motivo de conversación se puso a la
orden del día, y las bocas más bonitas del Nuevo Mundo
pronunciaron los vocablos más ingratos de la ciencia. Tuvieron
lugar grandes discusiones. Del descubrimiento se dedujeron las
consecuencias más horrorosas para el suelo de América,
que se consagra la cuna del género humano en detrimento de Asia.
En los congresos y las Academias, se demostró hasta la evidencia
que América, poblada desde los primeros días de la vida,
había sido el punto de partida de migraciones sucesivas. El
Nuevo Continente había quitado al Viejo Mundo los honores de la
antigüedad. Informes muy extensos, inspirados en una
ambición patriótica, fueron escritos sobre esta
cuestión tan seria. Al fin, una reunión de sabios, cuya
acta fue publicada y comentada por todos los órganos de la
prensa americana, probó, con una claridad meridiana, que el
paraíso terrenal, cercado por Pensilvania, Virginia y el lago
Erie, ocupaba antiguamente lo que es ahora la provincia de Ohio.
Confieso que todas estas reflexiones me cautivaron en
grado máximo. Veía a Adán y Eva al mando de tropas
de animales feroces, lo que no era más que una ficción,
tanto en América como a orillas del Éufrates, ya que no
se ha encontrado el menor vestigio. La serpiente tentadora tomaba, en
mi pensamiento, la forma del constrictor o del crótalo. Pero lo
que más me admiraba era que se concedía fe a aquel
descubrimiento con una sumisión maravillosa. A nadie se le
ocurría la idea de que el famoso esqueleto podía ser un
timo, una baladronada, un humbug, como dicen los americanos, y
ni siquiera uno de aquellos sabios entusiastas pensaba en ver con sus
propios ojos el milagro que ponía su cerebro en
ebullición. Hice estas observaciones a Mistress Melvil.
-¿A qué preocuparse ni molestarse?
-dijo-. Veremos nuestro querido monstruo cuando sea el momento. En
cuanto a su estructura y aspecto, todo el mundo puede conocerlos, pues
no se dará un paso en toda América sin encontrarlo
reproducido bajo las formas más ingeniosas.
En este punto era, en efecto, en el que brillaba el
genio del especulador. Y Augusto Hopkins tanto se mostraba reservado
para lanzar el negocio de la Exposición, como demostraba
entusiasmo, invención e imaginación para posar su
milagroso esqueleto en el espíritu de sus compatriotas. Por otra
parte, todo le estaba permitido, después que sus originalidades
habían atraído sobre él la atención
pública.
Pronto las paredes de las casas de la ciudad se vieron
cubiertas de inmensos carteles multicolores, que reproducían el
monstruo bajo los más variados aspectos. Hopkins agotó
todas las fórmulas hasta entonces conocidas en el género.
Empleó los colores más llamativos; tapizó con
aquellos carteles las murallas, los parapetos de los muelles, los
troncos de los árboles de los paseos; en los unos, las
líneas se hallaban trazadas diagonalmente, y en los otros, el
reclamo aparecía en letras monstruosas pintadas con brocha, lo
que obligaba la atención del transeúnte; varios hombres
se paseaban por todas las calles vestidos con blusas y con gabanes que
representaban el esqueleto; durante la noche, transparentes inmensos lo
proyectaban en negro sobre un fondo luminoso.
Hopkins no se contentó con estos medios de
publicidad, ordinarios en América. Los carteles y las cuartas
planas de los periódicos no le bastaban. Dio un verdadero curso
de esqueletología, en el que invocó la autoridad de los
Cuvier, de los Brumenbach, de los Backland, de los Link, de los
Stemberg, de los Brongnart, y otros cien que han escrito sobre
paleontología. Sus cursos fueron seguidos y aplaudidos, hasta el
punto de que un día, quedaron aplastadas dos personas en la
puerta. Inútil es decir que Hopkins dispuso que se les hicieran
funerales magníficos, y que los pendones y estandartes del
cortejo mortuorio reprodujeran también las formas inevitables
del fósil de moda.
Todos estos procedimientos eran excelentes para la
misma ciudad de Albany y sus contornos, pero lo que importaba era
lanzar el negocio en América entera. Mister Lumley, en
Inglaterra, desde los primeros pasos de Jenny Lind, propuso a los
vendedores de jabón proporcionarles moldes con el retrato en
hueco de la ilustre prima donna, lo que fue aceptado,
produciendo excelentes resultados, ya que uno se lavaba las manos con
la imagen de la eminente cantante. Hopkins se sirvió de un medio
análogo. Siguiendo los pasos trazados por los fabricantes, las
telas de los vestidos ofrecían al buen gusto de los compradores
la imagen del ser prehistórico. El interior de los sombreros
también fue revestido del mismo motivo. ¡Hasta los platos
recibieron la huella del sorprendente fenómeno! Y me quedo
corto. Era imposible evitarlo. Se vestía con él, se
peinaba con él, se comía con él, siempre se estaba
con su interesante compañía.
El efecto de esta publicidad a alta presión fue
inmenso. Y ocurrió que cuando los periódicos, los
tambores, las trompetas y las descargas de fusiles anunciaron que el
milagro sería en breve plazo entregado a la admiración
del público, aquello fue un hurra universal. Se procedió
entonces a preparar una sala inmensa para contener, decía el
reclamo, «no a los espectadores entusiastas, cuyo número
sería infinito, sino el esqueleto de uno de aquellos gigantes a
quienes la mitología acusa de haber querido escalar el
cielo».
Debía yo salir de Albany a los pocos
días, y lamentaba vivamente que mi estancia no pudiese
prolongarse todo lo preciso para permitirme asistir a la
inauguración de aquel espectáculo único. Por otra
parte, no queriendo marcharme sin haber visto algo, resolví
dirigirme en secreto a Exhibition Parc.
Una. mañana, con mi fusil en bandolera, me
dirigí hacia aquel lado. Durante tres horas aproximadamente
caminé hacia el Norte, sin haber podido obtener informes
precisos acerca del sitio al que quería llegar. No obstante, a
fuerza de buscar el emplazamiento del antiguo fuerte William,
llegué, después de andar cinco o seis millas, al
término de mi viaje.
Me hallaba en medio de una inmensa llanura, una
pequeña parte de la cual había sido removida por algunos
trabajos recientes, pero de poca importancia; un espacio considerable
de terreno se hallaba herméticamente cerrado por una empalizada.
Yo ignoraba si esta empalizada era la que marcaba el límite de
los terrenos de la Exposición, pero el hecho hubo de serme
confirmado por un cazador de castores que encontré por las
cercanías, y que se dirigía a la frontera del
Canadá.
-Aquí es -me dijo-, pero no sé lo que se
prepara, pues esta mañana me ha parecido oír disparos de
carabina.
Le di las gracias y proseguí mis pesquisas.
Al exterior no veía la menor huella de trabajo.
Un silencio absoluto reinaba en aquella llanura inculta, a la que
construcciones gigantescas debían llevar pronto la vida y el
movimiento.
No pudiendo satisfacer mi curiosidad sin penetrar en
el recinto, resolví darle la vuelta, para ver si
descubría algún medio de acceso. Mucho tiempo anduve sin
haber tropezado con nada que se pareciera a una puerta. Muy
malhumorado, llegué a no impetrar del cielo otra cosa que una
hendidura, un simple agujero para aplicar el ojo, cuando en un
ángulo del cercado vi unas tablas derribadas.
Ni un instante vacilé en introducirme en el
cercado, hallándome entonces en un terreno devastado. Trozos de
roca, que la pólvora había arrancado, se hallaban
esparcidos acá y allá; varios montículos de tierra
accidentaban el suelo, semejantes a las olas de una mar agitada.
Llegué, por fin, al borde de una excavación profunda, en
cuyo fondo se divisaba una enorme cantidad de huesos.
Tenía, por fin, ante mis ojos el objeto de
tanto ruido y de tantos reclamos. Nada de curioso tenía,
seguramente, el espectáculo. Era un amontonamiento de fragmentos
óseos de todas clases, rotos en mil pedazos, y hasta la rotura
de algunos parecía muy reciente. No me fue posible reconocer
entre ellos las partes más importantes del esqueleto humano,
que, según las dimensiones anunciadas, debían estar
establecidas sobre una escala monstruosa. Sin grandes esfuerzos de
imaginación podía creer hallarme en una fábrica de
animal negro, y he ahí todo.
Yo permanecía sumamente confuso, como es
fácil presumir. Hasta llegaba a imaginarme que era juguete de
algún error, cuando percibí, sobre un talud muy trillado
por huellas de pasos, algunas gotas de sangre. Seguí aquellas
huellas hasta llegar a la abertura de la empalizada, donde
descubrí de pronto nuevas manchas de sangre, en las que al
entrar no me había fijado. Al lado de esas manchas, un fragmento
de papel ennegrecido por la pólvora y que provenía,
indudablemente, del taco de un arma de fuego, atrajo mi
atención. Todo aquello se encontraba de acuerdo con lo que me
había dicho el cazador de castores.
Recogí del suelo el trozo de papel, y no sin
algunos esfuerzos descifré varias de las palabras que en
él estaban trazadas. Tratábase de una especie de estado
de suministros hechos a Mister Augusto Hopkins por un tal Mister
Barckley. Nada indicaba la naturaleza de los objetos suministrados,
pero nuevos fragmentos que encontré esparcidos acá y
allá me hicieron comprender de qué se trataba. Si mi
desencanto fue grande, no pude, en cambio, dominar una carcajada
inextinguible. Me hallaba, realmente, en presencia del gigante y de su
esqueleto, pero de un esqueleto compuesto de partes sumamente
heterogéneas, que habían, en otro tiempo, vivido bajo el
nombré de búfalos, de bueyes, de terneros y de vacas, en
las llanuras de Kentucky. Mister Barckley era, sencillamente, un
carnicero de Nueva York, que había expedido inmensas cantidades
de huesos al célebre Mister Augusto Hopkins. Aquellos
fósiles no habían intentado nunca, a buen seguro, escalar
el Olimpo. Sus restos no se encontraban en aquel lugar más que
gracias a los cuidados del ilustre farsante, que esperaba descubrirlos,
por casualidad, al hacer excavaciones para echar los cimientos de
palacios que nunca debían existir.
Me hallaba en este punto de mis reflexiones y de mi
hilaridad, que habría sido más sincera si no hubiera sido
víctima de aquel increíble humbug, cuando gritos
de alegría estallaron en el exterior.
Corrí hacia la brecha y vi a Mister Augusto
Hopkins en persona, que, con la carabina en la mano, corría
dando grandes demostraciones de placer. Me dirigí hacia
él, y no pareció inquietarle mi presencia en el teatro de
sus fechorías.
-¡Victoria...! ¡Victoria! -gritaba.
Los dos negros, Boby y Dacopa, marchaban a cierta
distancia tras él. En cuanto a mí, instruido y
aleccionado ya por la experiencia, me puse en guardia, pensando que el
audaz embaucador iba a tomarme por el blanco de sus burlas.
-Soy dichoso -dijo- por tener un testigo de lo que me
sucede. Vea usted un hombre que viene de la caza del tigre.
-¡De la caza del tigre! -repetí yo, bien
resuelto a no creerle una palabra.
-Y un tigre rojo -añadió-, o, dicho de
otro modo, el puma, que goza de bien justificada fama de crueldad. El
diablo del animal penetró en mi cercado, como usted puede
observar. Destrozó esas barreras, que hasta aquí
habían resistido a la curiosidad general, y ha reducido a trozos
mi maravilloso esqueleto. Prevenido en el acto, no he vacilado en
correr en su persecución y acosarle hasta darle muerte. Le
encontré a tres millas de aquí; le miré;
fijó sobre mí sus dos ojos feroces y se lanzó con
un salto que no pudo acabar más que girando sobre sí
mismo, porque le derribé de un balazo. Este es el primer tiro
que he disparado en mi vida. Pero, ¡mil diablos!, me
reportará algún honor, y no lo daría por mil
millones de dólares.
-Ahora van a salir los millones -pensé.
En aquel momento, llegaban los dos negros arrastrando,
efectivamente, un tigre rojo de gran talla, animal casi desconocido en
aquella parte de América. Su pelaje era de un rojizo uniforme y
sus orejas, al igual que la extremidad de su cola, de color negro. No
me preocupé de averiguar si Hopkins lo había matado
efectivamente o si se le había expedido convenientemente muerto,
y hasta disecado, por un Barckley cualquiera, porque me quedé
asombrado de la ligereza y la indiferencia con la que el especulador
hablaba de su esqueleto. Y, sin embargo, era evidente que aquel negocio
debía haberle costado, hasta entonces, la friolera de cien mil
francos.
No queriendo hacerle saber que la casualidad me
había hecho dueño del secreto de sus artimañas, le
dije sencillamente:
-¿Cómo va a lograr usted a salir de ese
callejón sin salida?
-¡Pardiez! -respondió-. ¿De
qué callejón habla usted? Un animal ha destruido el
maravilloso fósil, que hubiera causado la admiración del
mundo entero, porque era absolutamente único, pero no ha
destruido mi prestigio, mi influencia, y conservo el beneficio de mi
posición de hombre célebre.
-Pero ¿cómo va usted a
arreglársele con el público entusiasta e impaciente?
-pregunté gravemente.
-Diciéndole la verdad, toda la verdad, y nada
más que la verdad.
-¡La verdad! -exclamé, deseoso de saber
lo que entendía por esta palabra.
-Sin duda -me replicó con la mayor tranquilidad
del mundo-; ¿no es cierto que este animal penetró en mi
cercado? ¿No es cierto que ha hecho pedazos esas maravillosas
osamentas, que tantos esfuerzos me costaron para extraerlas? ¿No
es cierto, por último, que yo le he perseguido y muerto?
-He aquí -me decía para mis adentros-
una infinidad de cosas que yo no juraría.
-El público -continuó diciendo Hopkins-
no puede elevar más allá sus pretensiones, puesto que
conocerá todo el asunto. Hasta llegaré a ganarme con todo
esto una reputación de bravura y valentía, y con ella no
veo ya qué clase de celebridad me faltará.
-Pero ¿qué le va a reportar la
celebridad?
-La fortuna, si sé hacer las cosas. Al hombre
conocido, todas las aspiraciones le están permitidas. Puede
atreverse a todo y emprenderlo todo. Si Washington hubiese querido
enseñar terneras de dos cabezas después de la
capitulación de Yorktown, habría ganado indiscutiblemente
mucho dinero.
-Es posible -respondí muy serio.
-Es cierto -replicó Augusto Hopkins-.
Así es que no tengo más que elegir lo que tengo que
mostrar, lanzar o exhibir.
-Sí -dije-, la elección es
difícil. Los tenores están muy gastados, las bailarinas
pasaron de moda, los hermanos siameses han muerto y las focas
continúan mudas, a despecho de los distinguidos profesores que
tratan de educarlas.
-No acudiré a semejantes maravillas. Por
usados, gastados, muertos y mudos que estén las focas, los
siameses, las bailarinas y los tenores, son todavía bastante
buenos para un hombre como yo, que tanto vale por sí mismo.
Pienso, pues, tener el gusto de verle a usted en París, mi
querido señor.
-¿Piensa usted hallar en París ese
objeto de poco valor, que debe ilustrarse y enaltecerse por el
mérito propio de usted?
-Tal vez -respondió muy serio-; si pongo la
mano sobre la hija de alguna portera que no haya podido ser recibida
nunca en el Conservatorio, haré de ella la mayor cantatriz de
las dos Américas.
Dicho esto, nos despedimos y me volví a Albany.
Aquel mismo día se supo la terrible noticia. Hopkins fue
considerado como un hombre arruinado y se abrieron suscripciones
considerables en su favor. Todo el mundo se dirigió a
Exhibition Parc a juzgar el desastre, lo que produjo buena
cantidad de dólares al especulador. Vendió en un precio
fabuloso la piel del puma, que le había tan oportunamente
arruinado, y conservó su reputación de hombre más
emprendedor del Nuevo Mundo. Por lo que a mí respecta,
regresé a Nueva York, y a Francia luego, dejando a los Estados
Unidos poseedores, sin saberlo, de un magnífico humbug
más. Pero ¡no tienen que molestarse en contarlos! De todo
ello llegué a la conclusión de que el porvenir de los
artistas sin talento, de los cantantes sin garganta, de las bailarinas
sin agilidad y de los saltarines sin nervio sería muy triste si
Cristóbal Colón no hubiera descubierto
América.

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