El destino de Juan Morenas
Capítulo VIII
Durante algún tiempo, Juan Morenas
permaneció inmóvil, estupefacto, ante el desenlace de su
inexplicable aventura. ¿Por qué, después de
haberle ayudado en su fuga, le abandonaba su protector? ¿Por
qué, sobre todo, se había interesado aquel desconocido en
la suerte de un condenado al que nada designaba especialmente a su
atención? ¿Cómo, siquiera, se llamaba? Juan
entonces se dio cuenta de que ni siquiera se le había ocurrido
preguntar el nombre de su salvador.
Si a este olvido no había ya remedio, la cosa,
en resumen, no importaba mucho. Más pronto o más tarde se
aclararía todo. Lo esencial era que se hallaba solo en un camino
desierto, con dinero en el bolsillo y con papeles corrientes, aspirando
a pleno pulmón el embriagador aire de la libertad.
Juan Morenas se puso en marcha; se le había
dicho que se dirigiese hacia Marsella y eso hacía sin darse
cuenta. Pero a los pocos pasos se detuvo.
Marsella, la María Magdalena,
Valparaíso en Chile, rehacerse una vida... ¡Todo eso eran
tonterías! ¿Era acaso por «rehacerse una
vida» en lejanos países por lo que tan ardientemente
había anhelado la libertad...? ¡No, no! Durante su
prolongado encarcelamiento no había soñado más que
con un país, Sainte Marie des Maures, y
con un solo ser en el mundo, María. El recuerdo del pueblo y el
de María eran los que habían hecho el presidio tan cruel
y tan pesadas las cadenas. Y ahora, ¿partiría sin
siquiera intentar volverlos a ver...? ¡No, preferible era volver
a someterse al látigo de los vigilantes!
Volver a su pueblo, arrodillarse ante la tumba de su
madre, y, sobre todo, ver de nuevo a María. ¡Eso era lo
que había que hacer! Cuando se encontrase en presencia de la
joven, encontraría el valor que en otro tiempo le faltara. Se
explicaría, hablaría, demostraría su inocencia.
María no era una niña y tal vez le amase ahora. En ese
caso, sabría decidirla a que le siguiese. ¡Qué
hermoso porvenir se abriría entonces ante él! Si, por el
contrario, no le amaba, ¡que sucediera lo que sucediera, todo le
daba igual!
Dejando la carretera, Juan penetró por el
primer sendero que cruzó en dirección hacia el Norte.
Pero pronto hizo alto de nuevo, llamado por la prudencia por el mismo
deseo de lograr buen éxito en la empresa. Conocía
demasiado el país que atravesaba, y que con tanta frecuencia
había recorrido en su infancia, para ignorar que no se hallaba
lejano el punto al que quería llegar. En dos horas podía
estar en su pueblo, e importaba mucho no penetrar en él hasta
que fuera de noche, so pena de verse detenido al primer paso.
Quedóse, pues, Juan en el campo, y no
volvió a ponerse en camino hasta el crepúsculo,
después de un prolongado sueño y una comida en un
ventorrillo.
Daban las nueve y la oscuridad era profunda cuando
llegó a las casas de su pueblo. Deslizóse Juan por las
callejuelas desiertas y silenciosas, sin ser visto por nadie, hasta la
posada del tío Sandro.
¿Cómo introducirse en ella? ¿Por
la puerta? De ningún modo. ¿No se encontraría,
dentro, con algún enemigo? Además,
¿continuaría perteneciendo la posada a María?
¿Por qué no había de haber pasado a otras
manos,después de tantos años?
Afortunadamente, había un medio mejor y
más seguro que la puerta para penetrar en la casa.
No es raro que las casas provenzales posean salidas
secretas, que permiten a sus habitantes entrar y salir de
incógnito. Salidas que fueron, sin duda, imaginadas en el
transcurso de las guerras de religión, de las que aquella
región fue sangriento teatro. Nada más natural que
quienes vivían en esa época buscasen trampas más o
menos ingeniosas para escapar a la persecución de sus enemigos,
cuando llegase el caso.
El secreto de la posada del tío Sandro,
ignorado, indudablemente, por el propietario, había sido
descubierto casualmente por Juan y María en sus juegos
infantiles, y orgullosos de ser ellos los únicos en conocerlo,
se habían guardado de revelar a nadie su existencia. Cuando
dejaron de ser niños, lo olvidaron ellos a su vez, pero ahora
Juan podía esperar encontrar en buen estado el mecanismo que
necesitaba utilizar.
El secreto consistía en la movilidad del fondo
de la chimenea del salón grande. Esta chimenea, como casi todas,
era inmensa, bastante ancha y profunda el minúsculo hogar
sólo ocupaba el centro para contener varias personas. El fondo
estaba hecho de dos placas de hierro paralelas, y separadas por un
intervalo de algunos decímetros. Esas dos placas eran
móviles y podían girar levemente bajo el impulso de un
muelle, empujado de cierto modo. Era, pues, fácil para quien
poseyera el secreto, secreto, por otra parte, cuya existencia no
podía sospecharse, introducirse en el espacio que había
entre las dos placas, y después, volviendo a cerrar aquella que
primero le había dejado pasar, entreabrir la segunda y filtrarse
al interior o salir al exterior, recíprocamente.
Juan dio la vuelta a la casa, y pasando la mano por la
superficie de la pared, halló, sin gran trabajo, la placa
exterior. Algunos minutos de pesquisas le hicieron reconocer el muelle,
que hizo jugar del modo conveniente. Decididamente, nada había
cambiado; el muelle obedeció, y la placa, con sordo ruido, se
separó, dejando libre el paso.
Introdújose Juan por el hueco, y después
de cerrarlo de nuevo, tomó aliento.
Convenía obrar con extremada prudencia. Un rayo
de luz se filtraba en el escondite por las junturas de la placa
interior, y un ruido de voces llegaba hasta allí del
salón. Aún no dormían en la posada. Antes de
mostrarse, convenía saber quién estaba allí.
Desgraciadamente, Juan aplicó en vano los ojos
en torno de la placa. Le fue imposible ver algo. Cansado, se
decidió a impulsar el muelle a todo evento...
En aquel preciso momento, un gran estrépito se
alzó en la sala; al principio fue un grito desgarrador, un grito
de agonía, seguido inmediatamente de una especie de ronquido y
resoplidos como de fuelles de fragua, como los lanzarían dos que
estuvieran luchando, y en seguida el golpe de un mueble derribado.
Tras un corto instante de vacilación, Juan hizo
jugar el resorte y giró la placa, dejando al descubierto en toda
su extensión la sala común de la posada.
En el momento de ir a lanzarse, Juan retrocedió
rápidamente bajo la protección de la sombra que inundaba
la chimenea y del humo de algunos sarmientos, aterrados por el
espectáculo que se ofreció a sus miradas.
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