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Los náufragos del “Jonathan”
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Primera parte
Indicador El guanaco
Indicador Misteriosa existencia
Indicador El final de un país libre
Indicador En la costa
Indicador Los náufragos
Segunda parte
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Tercera parte
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Los náufragos del “Jonathan”
Primera parte - Capítulo II
Misteriosa existencia

Los geógrafos designan con el nombre de Tierra de Magallanes al conjunto de islas e islotes agrupados entre el Atlántico y el Pacífico en la punta sur del continente americano. Las tierras más australes de este continente, es decir, el territorio de la Patagonia, prolongadas por las dos extensas penínsulas Rey Guillermo1 y Brunswick, acaban en uno de los cabos de esta última, el cabo Forward. Todo aquello que no está directamente unido a ellas, todo aquello que queda separado por el estrecho de Magallanes, constituye ese territorio al qué precisamente se le ha dado el nombre del ilustre navegante portugués del siglo XVI.

La consecuencia de esa disposición geográfica es que, hasta 1881, aquella parte del Nuevo Mundo no fue incorporada a ningún Estado civilizado, ni siquiera a sus más próximos vecinos, Chile y la República Argentina, que por entonces se disputaban las pampas de la Patagonia. La Tierra de Magallanes no pertenecía a nadie y podían fundarse allí colonias que conservasen su total independencia.

Y sin embargo esa región no es de una extensión insignificante, pues en una superficie de cincuenta mil kilómetros comprende, además de una gran cantidad de islas de menor importancia, la Tierra de Fuego, la Tierra de la Desolación, las islas Clarence, Hoste, Navarino y también el archipiélago del Cabo de Hornos, formado a su vez por las islas Grévy, Wollaston, Freycinet, Hermite, Herschel, así como islotes y arrecifes con los que la enorme masa del continente americano termina, deshaciéndose en polvo.

De las diversas parcelas que forman la Tierra de Magallanes, la Tierra del Fuego es con mucho la más extensa. Al norte y al oeste limita con un litoral muy recortado desde el promontorio del Espíritu Santo hasta Magdalena. Después de proyectarse hacia el oeste con una península toda deshilachada, dominada por el monte Sarmiento, se prolonga al sudeste por la punta de San Diego, especie de esfinge acurrucada cuya cola se baña las aguas del estrecho de Le Maire.

Los acontecimientos que acabamos de relatar habían sucedido en el mes de abril de 1880, en aquella gran isla. Aquel canal que el Kaw-djer tenía bajo sus ojos durante su atormentada meditación lleva el nombre del canal de Beagle, que corre al sur de la Tierra del Fuego y cuya orilla opuesta esta formada por las islas Gordon, Hoste, Navarino Picton. Todavía más al sur se desmenuza el caprichoso archipiélago del Cabo de Hornos.

Aproximadamente unos diez años antes del día escogido como punto de partida de este relato, aquel a quien los indios llamarían más adelante el Kaw-djer, había sido visto por primera vez en el litoral fueguino. ¿Cómo había llegado hasta allí? Sin duda a bordo de uno de aquellos numerosos buques, veleros y steamers que, siguiendo las sinuosidades del laberinto marítimo de la Tierra de Magallanes y de las islas que la prolongan en el océano Pacífico, comercian con los indígenas pieles de guanacos vicuñas, ñandús y lobos marinos.

Así podía explicarse fácilmente la presencia de aquel extranjero, pero, respecto a saber cuál era su nombre, a qué nacionalidad pertenecía, si por su nacimiento estaba vinculado al Antiguo o al Nuevo Mundo, esas eran otras preguntas a las que hubiera sido difícil responder.

No se sabía absolutamente nada de él. Por otra parte, también hay que decirlo, nadie había intentado nunca buscar información sobre su persona. ¿Quién, en aquel país donde no existía ninguna autoridad, habría estado calificado para interrogarle? No se encontraba en uno de aquellos Estados organizados donde la policía se preocupa por el pasado de las personas y donde es imposible permanecer por mucho tiempo. Aquí, nadie era depositario de ningún poder y se podía vivir al margen de todas las costumbres, de todas las leyes, gozar de la mas completa libertad.

Durante los dos primeros años que siguieron a su llegada a la Tierra del Fuego, no intentó el Kaw-djer establecerse en un lugar fijo. Surcando caminos por esas tierras con sus vagabundeos, entró en relación con los indígenas, pero sin acercarse jamás a las escasas factorías explotadas aquí y allá por colonos de raza blanca. Siempre que establecía comunicación con uno de los navíos que hacían escala en algún punto del archipiélago, recurría a la media un fueguino y, únicamente para proveerse de municiones y de sustancias farmacéuticas. Pagaba aquéllas compras, bien por medio de trueques, bien en moneda española o inglesa de las que no parecía estar desprovisto.

Dedicaba el tiempo restante a ir de tribu en tribu, campamento en campamento. Como los indígenas, vivía del producto de su caza y de su pesca, unas veces entre las familias del litoral, otras en los poblados del interior, compartiendo sus chozas o sus tiendas, cuidando a los enfermos, socorriendo a viudas y huérfanos, adorado por aquellas pobres gentes que no tardaron en otorgarle el glorioso apodo con el que ahora se le conocía de punta a punta del archipiélago.

No cabía duda de que el Kaw-djer era un hombre instruido y que había hecho estudios muy completos, especialmente de medicina. Conocía también varias lenguas e indistintamente franceses, ingleses, alemanes, españoles y noruegos hubieran podido tomarle por un compatriota. Aquel enigmático personaje no había tardado en añadir a su bagaje de políglota el yaghon. Dominaba aquel idioma, el mas empleado en la Tierra de Magallanes y del que todos los misioneros se han servido para traducir diversos pasajes de la Biblia.

Lejos de ser inhabitable como generalmente se cree, la Tierra de Magallanes, donde el Kaw-djer había establecido su vida, es muy superior a la mala fama que le dieron los relatos de sus primeros exploradores. La verdad es que sería exagerado transformarla en paraíso terrestre y obra de mala voluntad sería negar que, en su punta extrema, el Cabo de Hornos está asolado por tempestades cuya frecuencia solo es igualada por su furor. Pero hay también países en Europa que alimentan a una población numerosa, aunque las condiciones de existencia sean mucho más duras. Si bien el clima es húmedo en grado extremo, aquel archipiélago debe al mar que le rodea, una indiscutible regularidad de temperaturas y no tiene que sufrir los fríos rigurosos de la Rusia septentrional, de Suecia y de Noruega. La media termométrica nunca desciende por debajo de los cinco grados centígrados en invierno ni sube por encima de los quince grados en verano.

A falta de observaciones meteorológicas, el aspecto de aquellas islas debería haber prevenido contra cualquier apreciación exageradamente pesimista. La vegetación alcanza en ellas una riqueza que le habría sido vedada en la zona glacial. Existen inmensos pastos que bastarían para alimentar a innumerables rebaños y extensos bosques en los que se encuentran en abundancia el haya antártica, el abedul, el berberis y el canelo2. No cabe duda de que nuestros vegetales comestibles se aclimatarían fácilmente y de que muchos de ellos, incluso el trigo candeal, podrían crecer en abundancia.

Sin embargo, estos parajes que no son inhabitables, están prácticamente deshabitados. Su población no comprende más que un número escaso de indios, catalogados con el nombre de fueguinos o de pecherés, verdaderos salvajes que podríamos clasificar en el grado más bajo de la humanidad: viven casi enteramente desnudos y llevan una vida errante y miserable a través de aquellas extensas soledades.

Antes de la época en que empieza esta historia, hacía ya mucho tiempo que Chile, al fundar el asentamiento de Punta Arenas en el estrecho de Magallanes, parecía haber prestado cierta atención a aquellas tierras mal conocidas. Pero a eso se había limitado su esfuerzo y, a pesar de la prosperidad de su colonia, no hizo ninguna tentativa para tomar posesión del archipiélago magallánico propiamente dicho.

¿Qué sucesión de acontecimientos habían conducido al Kaw-djer a aquella región ignorada por la mayor parte de los hombres? Aquello también era un misterio, pero el grito lanzado desde lo alto del acantilado, como un desafío al cielo y como un agradecimiento apasionado a la tierra, permitía descubrir en parte aquel misterio.

«¡Ni Dios, ni patrón!», la fórmula clásica de los anarquistas. Cabía, pues, suponer que el Kaw-djer pertenecía, también, a esa secta, multitud heteróclita de criminales y de iluminados. Aquéllos, roídos la ambición y el odio, siempre dispuestos a la violencia y al asesinato; éstos, verdaderos poetas que sueñan con una humanidad quimérica de la que el mal sería desterrado para siempre mediante la supresión de las leyes imaginadas para combatirlo.

¿A cuál de las dos clases pertenecía el Kaw-djer? ¿Sería uno de aquellos libertarios amargados, uno de esos apologistas de la acción directa y de la propaganda por el hecho que, rechazado sucesivamente por todas las naciones, sólo había encontrado refugio en esa extremidad del mundo habitable?

Difícilmente podría tal hipótesis concordar con la bondad de la que había dado tantas pruebas desde su llegada al archipiélago magallánico. Quien infinidad de veces había puesto tanto afán en salvar existencias humanas, jamás podía haber soñado destruirlas. Que fuera anarquista, sí, puesto que el mismo lo proclamaba, pero entonces pertenecía al sector de los soñadores y no al de los profesionales de la bomba y el cuchillo. Si así era, realmente su exilio no podía ser más que el desenlace lógico de un drama interior y no un castigo decretado por una voluntad ajena. Sin duda, embriagado por sueño, no había podido soportar las férreas leyes que en el universo civilizado llevan al hombre atado desde la cuna hasta la muerte, y llegó el momento en que el aire se le había hecho irrespirable en aquella jungla de innumerables leyes por las que los ciudadanos compran a cambio de su independencia un poco de bienestar y de seguridad. Al impedirle su carácter querer imponer por la fuerza sus ideas y sus repugnancias, no pudo hacer otra cosa que partir a la búsqueda de un país en el que no se conociera la esclavitud, y quizá fuera ésta la razón por la que había ido a parar finalmente a la Tierra de Magallanes, único punto, en toda la capa de la Tierra, donde quizá reinase aún la libertad íntegra.

Durante los primeros tiempos de su estancia, unos dos años, el Kaw-djer no se movió de la isla grande en la que había desembarcado.

La confianza que inspiraba a los indígenas, su influencia sobre las tribus, no dejaron de ir en aumento. Iban a consultarle desde las otras islas recorridas por los indios canoes, o indios de piraguas cuya raza es algo diferente a la de los yacanas que pueblan la Tierra del. Fuego. Esos miserables pecherés que, al igual que sus congéneres, viven del producto de su caza y de su pesca; acudían al «Benefactor» cuando éste se encontraba en el litoral de canal de Beagle. El Kaw-djer nunca negaba a nadie sus consejos ni sus cuidados. Incluso a menudo, en ciertas circunstancias graves, cuando alguna epidemia hacia estragos arriesgaba sin regatear su vida para combatir el azote. Su fama no tardó en extenderse por todas aquellas tierras. Incluso traspasó el estrecho de Magallanes. Se supo que un extranjero instalado en la Tierra del Fuego, había recibido de los indios agradecidos el título de Kaw-djer las veces que le fue solicitado ir a Punta Arenas. Pero ninguna instancia pudo vencer la negativa con la que invariablemente respondía. Era como si no quisiera volver a pisar un suelo que ya no sintiera libre.

A fínales del segundo año de su estancia, se produjo un incidente cuyas consecuencias iban a tener influencia sobre su vida ulterior.

Si el Kaw-djer se obstinaba por su parte en no ir al burgo chileno de Punta Arenas situado en el territorio de la Patagonia, los patagones a su vez no se privaban de invadir a veces el territorio magallánico. Transportados en pocas horas a la orilla sur del estrecho de Magallanes, ellos y sus caballos hacen largas excursiones, lo que en América se llaman grandes raids3, de un extremo a otro de la Tierra del Fuego, atacando a los fueguinos, exigiéndoles rescate, saqueándoles, apoderándose de los niños a los que se llevan como esclavos a las tribus patagonas.

Entre los patagones o tchnelts y los fueguinos existen diferencias étnicas bastante sensibles respecto a la raza y las costumbres, siendo los primeros infinitamente más temibles que los segundos. Estos viven de su pesca y apenas si se reúnen por familias, mientras que aquéllos son cazadores y forman tribus compactas bajo la autoridad de un jefe. Por otra parte, la estatura de los fueguinos es algo inferior a la de sus vecinos del continente. Se les reconoce por su gran cabeza cuadrada, los pómulos salientes de su cara, sus cejas escasas, y la depresión de su cráneo. En suma, se les tiene por seres bastante miserables cuya raza, sin embargo, no esta próxima a extinguirse, ya que el número de niños es tan considerable que se podría comparar con el de los perros que pululan alrededor de los campamentos.

Por el contrario, los patagones son altos, vigorosos y bien proporcionados. Llevan la barba rasurada, pero dejan sueltos sus largos cabellos negros sujetos en la frente por una cinta. Su rostro aceitunado es más ancho en las mandíbulas que en las sienes, algo alargados los ojos, según el tipo mongol y éstos, profundamente hundidos en órbitas bastante estrechas, brillan, a ambos lados de una nariz ancha y remachada. Intrépidos e infatigable jinetes, necesitan amplios espacios para recorrer con sus no menos infatigables cabalgaduras, inmensos pastos para el alimento de sus caballos, terrenos de caza donde perseguir guanacos, vicuñas y ñandús.

Durante sus incursiones por la Tierra del Fuego, el Kaw-djer se había encontrado con ellos más una vez, pero hasta entonces nunca había tenido que enfrentarse con aquellos crueles depredadores que Chile y Argentina se ven en la incapacidad de contener.

En noviembre de 1872, cuando sus peregrinaciones le habían conducido a la costa oeste de la tierra fueguina, cerca del estrecho de Magallanes, el Kaw-djer tuvo que intervenir por primera vez contra ellos, en favor de los pecherés de la Bahía Inútil.

Esta bahía, limitada al norte por terrenos pantanosos, forma un profundo entrante aproximadamente frente al emplazamiento donde Sarmiento, estableció su colonia de Puerto del Hambre, de tan siniestra memoria.

Una partida de tchnelts, tras desembarcar en la orilla sur de la Bahía Inútil, atacó un campamento de yacanas, compuesto tan sólo por una veintena de familias. La superioridad numérica estaba de parte de los asaltantes, más robustos y a la vez mejor armados que los indígenas.

Estos intentaron, sin embargo, luchar bajo el mando de un indio canoe que acababa de llegar al campamento con su piragua.

Aquel hombre se llamaba Karroly. Ejercía el oficio de práctico y guiaba los buques de cabotaje que se arriesgaban por el canal de Beagle y por entre las islas del archipiélago del Cabo de Hornos. Había hecho escala en la Bahía Inútil cuando regresaba de haber guiado un navío hasta Punta Arenas.

Karroly organizó la resistencia y, ayudado por los yacanas, intentó rechazar a los agresores. Pero la lucha se presentaba demasiado desigual. Los pecheres no podían oponer una defensa importante. El campamento fue invadido, destruyeron las tiendas y corrió la sangre. Las familias se vieron dispersadas.

Dos patagones se precipitaron hacia la piragua donde Halg, el hijo de Karroly, que por entonces tenia unos nueve años, se había quedado esperando a su padre durante la lucha.

El muchacho no quiso alejarse de la playa, cosa que le hubiera puesto fuera de alcance, pero que habría impedido también que su padre buscara refugio a bordo de la piragua.

Uno de los tchnelts saltó a la embarcación y asió al niño entre sus brazos.

En aquellos instantes Karroly huía del campamento ya en poder de los agresores. Corrió en auxilio de su hijo, al que el tchnelt se llevaba. Una flecha lanzada por el otro patagón pasó silbando junto a su oído, y sin dar en el blanco.

Antes de que fuera arrojada una segunda flecha, retumbó la detonación de un arma de fuego. El raptor, mortalmente herido, rodó por el suelo, mientras su compañero emprendía la huida.

El tiro había sido disparado por un hombre de raza blanca, a quien el azar había conducido al lugar del combate. Aquel hombre era el Kaw-djer.

Urgía que salieran sin demora. Halaron vigorosamente la piragua por la amarra. El Kaw-djer y Karroly con el niño saltaron a bordo y la impulsaron con fuerza haciéndose mar adentro. Se hallaban ya a un cable4 de la orilla cuando les cubrió una nube de flechas disparadas por los patagones alcanzando una de ellas el hombro de Halg.

Como aquella herida revistiera alguna gravedad, el Kaw-djer no quiso dejar a sus compañeros mientras sus cuidados pudieran ser necesarios. Por ese motivó se quedó en la piragua, que contorneo la Tierra del Fuego, siguió el canal de Beagle, deteniéndose por fin en una pequeña y bien abrigada caleta de la Isla Nueva, donde Karroly había establecido su residencia.

Entonces ya nada había que temer por el muchacho, cuya herida estaba en vías de curación, Karroly no sabía cómo expresar su gratitud.

Cuando el indio desembarcó, después de amarrar la piragua al fondo de la caleta, rogó al Kaw-djer que le siguiera.

-Ahí tengo mi casa -le dijo-; aquí vivo con mi hijo. Si quieres quedarte sólo unos días, sé bienvenido y después mi piragua te llevará de nuevo al otro lado del canal. Si quieres quedarte para siempre, mi hogar será el tuyo y yo seré tu servidor,

A partir de ese día el Kaw-djer no abandonó la Isla Nueva, ni a Karroly, ni a su hijo. Gracias a él, la vivienda del indio canoe había cambiado, resultaba más confortable; además pudo ejercer pronto Karroly su oficio de práctico en mejores condiciones. Su frágil piragua fue sustituida por aquella sólida chalupa, la Wel-Kiej, comprada después del naufragio de un navío noruego, y en que fue depositado el hombre herido por el jaguar.

Pero aquella nueva forma de vida no apartó a Kaw-djer de su obra humanitaria. No dejó de realizar sus visitas a las familias indígenas y continuo acudiendo a todas partes donde pudiera prestar un servicio o sanar cualquier dolor. Transcurrieron así varios años, y cuando nada podía hacer pensar que el Kaw-djer no fuera a continuar para siempre su vida libre en aquella tierra libre, un acontecimiento imprevisto alteró profundamente el curso de la misma.

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1. Corresponde a la península llamada de Muñoz Gamero.
2. «Drymis winteri» o «Corteza del Wintera Aromatica"; empleada en farmacia. Etimología: Winter, marino inglés del siglo XIII. En algunos países llamada también Winterania.
3. Incursiones.
4. Medida marítima de longitud equivalente a 120 brazas, o sea 185,19 m.

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