Los náufragos del
“Jonathan”
Tercera parte - Capítulo XII El saqueo de la isla
Así fue el primer acto del drama del oro, que
como una pieza bien construida debía constar de tres,
correctamente separados por los entreactos de los inviernos.
Los deplorables acontecimientos que habían
constituido la trama de este primer acto tuvieron necesariamente una
inmediata repercusión en la vida hasta entonces feliz de los
hostelianos. Había desaparecido un pequeño número
de entre ellos. ¿Qué les habría ocurrido? No se
sabía, pero todo conducía a creer que habían sido
víctimas de alguna riña o de algún accidente.
Muchas familias estaban, pues, de luto por un padre, un hijo, un
hermano o un marido.
Por otra parte, el bienestar, antes repartido
universalmente por la isla Hoste, había disminuido mucho. A
decir verdad, aún no faltaba nada de lo esencial o simplemente
útil para la vida, pero todo había triplicado y
cuatriplicado sus precios con respecto a los que antes estaban en
vigor.
Los pobres tuvieron que sufrir aquel estado de cosas.
Los esfuerzos del que sufría, que se las ingeniaba para
procurarse trabajo, obtuvieron poco éxito. La detención
casi completa de las transacciones particulares incitaba a todo el
mundo a la prudencia y nadie se atrevía a emprender nada. En
cuanto a los trabajos ejecutados por cuenta del Estado, éste ya
no los podía continuar porque las casas estaban vacías.
Como irónica consecuencia del descubrimiento de las minas desde
que se había descubierto oro en abundancia en el suelo, el
Estado carecía de él.
¿De dónde lo sacaría? Si pocos
eran los hostelianos que se habían resignado a pagar su
concesión, ni uno sólo había pagado el censo
fijado por la ley sobre su extracción, y la miseria general, al
ser suprimida toda contribución por parte de los ciudadanos,
había secado la fuente de la que hasta entonces había
alimentado la caja pública.
En cuanto a los fondos personales del Kaw-djer,
bastaron pocos días para que se agotasen. Los había ido
gastando generosamente en el curso del verano, con el fin de que no
fueran interrumpidas las obras en el cabo de Hornos, a pesar de las
graves dificultades en medio de las que se debatía. Y lo
consiguió a duras penas. La fiebre del oro no dejó de
afectar a los obreros empleados en ello, menos que a los demás
hostelianos. Por este motivo, las obras sufrieron un importante
retraso. En el mes de abril de 1892, ocho meses después del
primer golpe de pica, el conjunto de las paredes maestras, apenas
llegaba a la altura de un primer piso, cuando, según las
previsiones iniciales, debía estar completamente acabado.
Entre los veinte hostelianos para quienes el oficio de
prospector había proporcionado resultados favorables, figuraba
Kennedy, el antiguo marinero del Jonathan, transformado en
nabab por un afortunado golpe de pica y que se hacía notar lo
suficiente como para que nadie ignorase su suerte.
¿Cuánto debía poseer? Nadie lo
sabía y quizás ni siquiera él, pues no era seguro
que fuera capaz de contarlo, aunque a juzgar por sus gastos
debía ser mucho. Tiraba el oro a manos llenas. No el oro
amonedado, con curso legal en todos los países civilizados, sino
el metal en pepitas o en lentejuelas del que parecía estar
abundantemente provisto.
Su conducta era despampanante. Peroraba con autoridad,
se las daba de millonario y anunciaba a quien quería
oírle su intención de abandonar pronto una ciudad donde
no podía procurarse una existencia que estuviera de acuerdo con
su fortuna.
Al igual que sobre la importancia de aquella fortuna,
tampoco nadie sabía exactamente el origen y nadie habría
podido decir dónde estaba situada la concesión de donde
había sido extraída. Cuando se le preguntaba a Kennedy
sobre este respecto, adoptaba entonces aires de misterio y despistaba
sin dar ninguna respuesta precisa. No obstante se habían
encontrado con él en el curso del verano; algunos liberianos le
habían visto, sin trabajar de ninguna forma, simplemente
paseándose con las manos en los bolsillos.
No habían podido olvidar aquel encuentro que
para muchos había coincidido con el suceso de una gran
desgracia. Pocas horas o pocos días después de haber
visto a Kennedy, les habían robado el oro arrancado por ellos de
la tierra en cantidades a veces considerables sin que hubieran
descubierto al culpable. Cuando las víctimas se reunieron, les
asombró lógicamente la concordancia regular de robos y la
presencia de Kennedy en las proximidades donde se habían
cometido y las sospechas, no apuntaladas por ninguna prueba, comenzaron
a cernirse sobre el antiguo marinero.
Este no se preocupaba en absoluto y se contentaba con
la admiración de los bobos, cuya raza es universal. Los de
Liberia se dejaban cautivar por su verborrea y su aplomo les
imponía. Aunque todo el mundo conocía a Kennedy tal como
era, algunos le tenían a pesar de todo en cierta
consideración, reclutando así una clientela y
convirtiéndose en una especie de personaje.
El Kaw-djer, harto, se decidió por un acto de
autoridad. Kennedy y otros como él se reían ya demasiado
abiertamente de las leyes. Mientras no había habido medio de
actuar de otro modo, se había soportado su rebeldía.
Desde el momento en que se poseía el poder, había que
reprimirla. En efecto, todos los colonos expulsados por el invierno, se
habían agrupado de nuevo, y la mayoría, no teniendo nada
de qué felicitarse de su campaña de prospección,
habían vuelto a reanudar muy contentos sus funciones normales.
En particular, la milicia se había reconstituido, y los hombres
que la componían, parecían, al menos por el momento,
alentados por el mejor ánimo.
Una mañana, sin que nada hubiera advertido a
los interesados del golpe que les amenazaba, la policía
invadió el domicilio de aquellos liberianos que especialmente
hacían ostentación de sus riquezas, y bajo la
dirección de Hartlepool se realizaron los registros pertinentes.
La cuarta parte del oro que allí se encontró fue
confiscado sin piedad, y del excedente se descontaron los doscientos
pesos o piastras argentinas en las que el Kaw-djer había
valorado las concesiones.
Kennedy no se jactaba sin motivo. Fue en efecto en su
casa donde se recogió la cosecha más abundante. El valor
del oro allí descubierto no era inferior a ciento setenta v
cinco mil francos en moneda francesa. También fue en su casa
donde tropezaron con la más viva resistencia. Mientras se
procedía a la visita de su domicilio, hubo que mantener a raya
al antiguo marinero que reventaba de rabia y lanzaba furiosas
imprecaciones.
-¡Hatajo de ladrones! -gritaba, mostrando el
puño a Hartlepool.
-Ya puedes decir lo que quieras, hijo mío
-respondió éste, sin detener su registro y sin alterarse
lo más mínimo.
-¡Me las pagarán! -amenazó
Kennedy, a quien la sangre fría de su antiguo jefe aún
exasperaba más.
-¡Bueno!, ¡bueno! Me parece que quien paga
eres tú por ahora -se burló Hartlepool sin piedad.
-¡Ya lo veremos!
-Cuando quieras. Por mí, lo más tarde
posible.
-¡Ladrón...! -gritó Kennedy en el
paroxismo de la cólera.
-Te equivocas -replicó Hartlepool en tono
bonachón-, y la prueba es que sólo me llevo trece kilos y
doscientos cincuenta gramos exactamente de tus cincuenta y tres kilos
de oro, es decir, la cuarta parte, más lo equivalente a las
doscientas piastras que ya sabes. No hay que decir que por este
dinero...
-¡Miserable...!
-Tienes derecho a una concesión en regla.
-¡Tunante...!
-No tienes más que decirnos donde está
tu concesión.
-¡Bandido!
-¿No quieres...?
-¡Canalla... !
-¡Como quieras, hijo mío!
-concluyó Hartlepool, poniendo fin a aquella escena.
En resumidas cuentas, los registros reportaron al
tesoro cerca de treinta y siete kilos de oro, lo que en moneda francesa
representa unos ciento veintidos mil francos. A cambio fueron libradas
concesiones legales. Sólo Kennedy no gozó de esa ventaja,
debido a su obstinación en no querer indicar el emplazamiento de
la concesión donde había recogido tan bonita cosecha.
La suma recogida de este modo se guardó en la
caja del Estado. Cuando se reanudaran las relaciones con el resto del
mundo en primavera, se cambiaría por monedas en curso. Mientras
tanto, el Kawdjer, que había hecho público el
resultado de los registros, creó por la misma suma un papel
moneda al que se le concedió valor y ello le permitió
aliviar muchas miserias.
Pasaron el invierno como pudieron, y llegó la
primavera. Pronto las mismas causas producirían los mismos
efectos. Al igual que el año anterior, Liberia quedó
desierta. La lección no había sido suficiente. Se
precipitaban a la conquista del oro quizás aún con mayor
frenesí, como aquellos jugadores casi totalmente arruinados que
echan en la mesa sus últimos cuartos con la absurda esperanza de
rehacerse.
Kennedy fue uno de los primeros en partir. Habiendo
guardado bien el oro que le quedaba, desapareció una
mañana, sin duda hacia la misteriosa concesión cuyo
emplazamiento se había obstinado en no revelar. Los que se
habían prometido seguirle quedaron decepcionados.
La propia milicia, aquella guardia tan abnegada y tan
fiel mientras había durado el mal tiempo, se fundía otra
vez con la nieve y el Kaw-djer tuvo que asistir, con la única
ayuda de sus amigos más cercanos, como espectador, al segundo
acto del drama.
De todos modos, las escenas se desarrollaron ahora
más rápidamente que las del primero. Algunos liberianos
comenzaban a volver en menos de ocho días después de su
partida; luego los retornos se sucedieron en una progresión
acelerada. Por segunda vez se volvió a formar la milicia. Los
hombres volvían a ocupar en silencio el puesto que habían
abandonado, sin que el Kaw-djer les hiciera nínguna
observación. No era momento para mostrarse severo.
Según todas las informaciones, la
situación se modificaba de idéntico modo en el interior.
Se repoblaban las granjas, las fábricas, las sucursales. El
movimiento era general como la misma causa que lo motivaba.
Los buscadores de oro habían encontrado, en
efecto, una situación muy distinta a la del año anterior.
Entonces estaban entre hostelianos. Ahora había entrado en
escena el elemento extranjero y había que contar con él.
¡Y qué extranjeros! El desecho de la humanidad. Seres
rudos, brutales, habituados a la dureza, que no temían ni al
sufrimiento ni a la muerte, sin piedad para consigo mismos ni para los
demás. Había que luchar por la posesión de las
concesiones contra aquellos hombres ávidos que desde principios
de la estación se habían procurado los mejores lugares.
Después de una lucha más o menos prolongada según
los caracteres, los hostelianos tuvieron que renunciar.
Ya era hora de que llegara aquel refuerzo. La
invasión comenzada a fines del verano anterior, se había
reanudado de una forma mucho más intensa. Cada semana, dos o
tres steamers traían su cargamento de prospectores
extranjeros. El Kaw-djer había intentado en vano oponerse a su
desembarco. Los aventureros, haciendo caso omiso de una
prohibición que la fuerza no apoyaba, desembarcaban a pesar suyo
y recorrían Liberia en ruidosos grupos antes de ponerse en
camino hacia los placeres.
Los navíos dedicados al transporte de
buscadores de oro eran casi los únicos que podían verse
en el puerto del Bourg Neuf. Y en efecto, ¿qué
habrían ido a hacer allí los demás? Los negocios
estaban completamente parados. No habrían encontrado nada que
cargar. Los stocks de madera de construcción y de
pieles se habían agotado desde la primera semana. En cuanto al
ganado, los cereales y las conservas, el Kaw-djer se había
opuesto enérgicamente a su exportación, que habría
reducido a la población a todos los horrores del hambre.
Desde que el Kaw-djer pudo disponer de doscientos
hombres, los invasores tuvieron menos las de ganar. Cuando doscientas
bayonetas apoyaron las órdenes del gobernador, aquellas
órdenes pasaron de pronto a ser respetables y fueron respetadas.
Después de haber intentado en vano hacer flaquear el rigor
establecido, los steamers tuvieron que hacerse de nuevo mar
adentro con el detestable cargamento que habían
traído.
Pero como no se tardó en saber, su retirada no
había sido más que un ardid. Obligados a ceder ante la
fuerza, los navíos ascendían a lo largo de la costa
oriental u occidental de la isla, y al abrigo de una cala desembarcaban
su cargamento humano en pleno campo con la ayuda de sus embarcaciones.
Las brigadas itinerantes que se crearon para la vigilancia del litoral
no sirvieron para nada.. Se vieron desbordadas. Quienes querían
poner pie en la isla, lo lograban siempre, y la afluencia de
aventureros no dejó de aumentar.
En el interior, el desorden alcanzaba su punto
culminante. Todo eran orgías y placeres indecentes mezclados con
disputas, e incluso con sangrientas batallas con revólver o
cuchillo. Como los cadáveres atraen a las hienas y a los buitres
de los confines del horizonte, aquellos millares de aventureros
habían atraído a una población aún
más degradada. Los que componían aquella segunda serie de
inmigrantes no pensaban en matarse a la búsqueda del oro. Sus
minas, sus concesiones, eran los propios cazadores de oro, cuya
explotación resultaba mucho más fácil. Pululaban
tabernas y garitos por todos los puntos de la isla, excepto en Liberia
donde no se había osado desafiar tan abiertamente al Kaw-jder.
Se podían encontrar hasta music halls1 de bajo rango, construidos en
medio del campo con la ayuda de algunas planchas, y donde desgraciadas
mujeres fascinaban a los mineros borrachos con sus voces cascadas y sus
groseros estribillos. En esos garitos, en esos music halls, en
esas tabernas, el alcohol, origen de todas las vergüenzas,
chorreaba y corría a manos llenas.
A pesar de tan grandes tristezas, el Kaw-djer no
perdía el ánimo. Firme en su puesto, centro alrededor del
cual todos se reunirían cuando, pasada la tormenta, se tuviera
que pensar en reconstruir, se las ingeniaba para reconquistar la
confianza de los hostelianos que lenta pero firmemente iban recobrando
la razón. Nada parecía hacer mella en él y,
voluntariamente ciego a los defectos, continuaba imperturbable su
oficio de gobernador. No había ni siquiera descuidado la
construcción del faro por la que tenía tan gran
interés. Por orden del Kaw-djer, Dick realizó durante el
verano un viaje de inspección a la isla Hornos. A pesar de todo,
las obras, aunque retrasadas, no se habían detenido ni un solo
día. Al final del verano, el conjunto de las paredes maestras ya
se habría terminado y las máquinas ya habrían sido
colocadas en su sitio. Entonces bastaría un mes para llevar a
cabo la instalación.
Hacia el 15 de diciembre, la mitad de los hostelianos
habían vuelto a sus deberes, mientras que aún
proseguía exasperadamente el frenético infierno del
interior. Fue entonces cuando el Kaw-djer recibió una visita
inesperada cuyas consecuencias iban a ser de lo más afortunadas.
Dos hombres, un inglés y un francés que habían
llegado en el mismo barco, se presentaron juntos en la
Gobernación. Inmediatamente conducidos a la presencia del
Kawdjer, dieron a conocer sus nombres, Maurice Reynaud, el
francés, y Alexander Smith, el inglés, y afirmaron sin
rodeos que deseaban obtener una concesión.
El Kaw-djer sonrió amargamente.
-Permítanme que les pregunte, señores
-dijo-, si están al corriente de lo que está sucediendo
en estos momentos en la isla Hoste.
-Sí -respondió el francés.
-Pero a pesar de ello preferimos seguir la vía
legal -terminó el inglés.
El Kaw-djer observó a sus interlocutores
atentamente. Tenían algo en común a pesar de la
diferencia de sus razas: ese aire de familia de los hombres de
acción. Ambos eran jóvenes, apenas treinta años.
Tenían anchos hombros y la sangre a flor de piel. El cabello
cortado en punta dejaba la frente al descubierto que denotaba
inteligencia, y el mentón saliente una energía que
habría rayado en la dureza si la mirada muy recta de ojos azules
no la hubiera dulcificado.
Por vez primera, el Kaw-djer tenía delante suyo
buscadores de oro simpáticos.
-¡Ah! ya lo saben -dijo-. Sin embargo, acaban de
llegar según creo.
-Mejor dicho, volvemos -explicó Maurice
Reynaud-. El año anterior ya pasamos algunos días
aquí. Nos fuimos después de haber hecho una
prospección y de haber reconocido el emplazamiento que deseamos
explotar.
-¿Juntos? -preguntó el Kaw-djer.
-Juntos -respondió Alexander Smith.
El Kaw-djer respondió con una expresión
de disgusto que no llevaba a engaño:
-Puesto que están tan bien informados, deben
saber también que no les puedo satisfacer; la ley que desean
respetar reserva toda concesión a los ciudadanos
hostelianos.
-Para las concesiones -objetó Maurice
Reynaud.
-¿Y bien? -preguntó el Kaw-djer.
-Se trata de una mina -explicó Alexander
Smith-. La ley no dice nada respecto a este punto.
-En efecto -reconoció el Kaw-djer-, pero una
mina es una empresa pesada que exige importantes capitales...
-Los tenemos -interrumpió Alexander Smith-. Nos
marchamos para procurárnoslos.
-Y es cosa hecha -dijo Maurice Reynaud-. Representamos
aquí a la Franco-English Gold Mining Company cuyo
ingeniero en jefe es mi compañero Smith y cuyo director soy yo;
es una sociedad constituida en Londres el 10 de setiembre pasado, con
un capital de cuarenta mil libras esterlinas, de las cuales la mitad la
hemos aportado nosotros y las otras veinte mil son el working
capital. Si llegamos a un acuerdo como espero, el steamer
que nos ha traído se llevará nuestros pedidos. Antes de
ocho días comenzarán las obras, dentro de un mes
tendremos las primeras máquinas y para el año que viene
tendremos completa toda la maquinaria.
El Kaw-djer, muy interesado por el ofrecimiento que se
le hacía, reflexionaba acerca del modo en que debía
acogerlo. Tenía pros y contras. Aquellos jóvenes le
gustaban. Le seducía su carácter decidido y su sana
franqueza. Pero permitir a una sociedad franco-inglesa que se instalara
en la isla Hoste. Se crearían allí considerables
intereses. ¿No era abrir la puerta a futuras complicaciones
internacionales? ¿No tendrían un día Francia e
Inglaterra, bajo el pretexto de apoyar a sus nacionales, la
tentación de ingerirse en la administración interior de
la isla? Finalmente, el Kaw-djer resolvió dar una respuesta
afirmativa. La proposición era demasiado seria para ser
rechazada y, puesto que la enfermedad del oro era inevitable,
más valía localizarla en algunos focos fáciles de
vigilar dividiendo en caso de necesidad todos los yacimientos entre un
pequeño número de sociedades importantes, que dejar que
se esparciera a través de todo el territorio.
-Acepto -dijo-. De todos modos, puesto que se trata de
obras en profundidad, considero que las condiciones previstas para las
concesiones deben ser modificadas.
-Como usted diga -respondió Maurice Reynaud.
-Hay que fijar un precio por hectárea.
-¡Muy bien!
-Cien piastras argentinas -por ejemplo.
-De acuerdo.
-¿Cuál sería la extensión
de su concesión?
-Cien hectáreas.
-Entonces serían diez mil piastras.
-Téngalas -dijo Maurice Reynaud,
extendiéndole rápidamente un cheque.
-A cambio -continuó el Kaw-djer-, se
podría rebajar la tasa de nuestra participación en su
extracción, dado que los gastos serán superiores a los de
una explotación de superficie. Les propongo un veinte por
ciento.
-Aceptamos -declaró Alexander Smith.
-¿Estamos de acuerdo?
-En todo.
-Es mi deber prevenirles -añadió el
Kaw-djerque, al menos durante cierto tiempo, el Estado hosteliano
está imposibilitado para garantizarles la libre
disposición de la concesión que les acuerda y de proteger
eficazmente sus personas.
Los dos jóvenes sonrieron con tranquilidad.
-Ya sabremos protegernos nosotros mismos
-respondió con calma Maurice Reynaud.
Una vez firmada la concesión, fue entregado el
título a los dos amigos que se despidieron en seguida. Tres
horas más tarde habían abandonado Liberia para
encaminarse hacia el extremo occidental de la cadena mediana de la
isla, donde se encontraba su concesión.
Lejos de apaciguarse, la anarquía del interior
no hizo más que crecer a medida que avanzaba el verano. Dando
rienda suelta a la exageración y a a la imaginación en el
Viejo y el Nuevo Continente, la isla Hoste aparecía como una
bolsa extraordinaria, como una isla de oro. Así continuaban
llegando prospectores. Expulsados del puerto, se filtraban por todas
las bahías de la costa. En los últimos días de
enero el Kaw-djer, apoyándose en los informes que le llegaban de
diversas partes, no pudo valorar en menos de veinte mil el
número de extranjeros acumulados en algunos puntos donde
acabarían por devorarse entre sí. ¡Qué no se
habría de temer de aquellos locos furiosos, ya en lucha
sangrienta por la posesión de concesiones, cuando el hambre les
lanzara unos sobre otros!
Fue en esta época cuando el desorden
alcanzó su punto culminante. En aquella multitud sin freno se
desarrollaron verdaderas escenas de salvajismo cuyas víctimas
fueron muchos hostelianos. En cuanto le llegó la noticia, el
Kaw-djer se dirigió valientemente a los placeres y se
precipitó en medio de aquella turba. Todos sus esfuerzos fueron
inútiles y estuvo a punto de salir muy mal parado de su
intervención. Le rechazaron, le amenazaron y estuvo a punto de
que le costara la vida.
Por el contrario, tuvo un resultado completamente
inesperado. La heterogénea multitud de aventureros
comprendía gentes no sólo de todas las razas del mundo,
sino de todas las condiciones. Semejantes en su actual
degradación, eran sin embargo muy diferentes en lo que respecta
a sus orígenes. Si la mayor parte salían del arroyo y de
las guaridas donde se esconden los bandidos de las grandes ciudades
entre crimen y crimen, algunos habían nacido en las más
altas esferas sociales. Incluso muchos llevaban apellidos conocidos y
habían poseído una considerable fortuna antes de
precipitarse en el abismo, arruinados, deshonrados, envilecidos por los
excesos y el alcohol.
Algunos de estos últimos, nunca se supo
quiénes, reconocieron al Kaw-djer como antaño le
había reconocido el comandante del Ribarto, pero con mayor
certidumbre que el capitán chileno, quien únicamente
tenía como referencia una antigua foto. Ellos, por el contrario,
habían visto al Kaw-djer en carne y hueso durante sus
peregrinaciones a través del mundo y fuese cual fuese la
duración del tiempo transcurrido, no había lugar a
equívoco, pues entonces éste ocupaba una situación
demasiado notable para que sus rasgos no se hubieran grabado en su
memoria. Pronto su nombre corrió de boca en boca.
Se le atribuía un nombre ilustre y, a decir
verdad, se lo atribuían correctamente.
Descendiente de la familia reinante de un poderoso
imperio del Norte, consagrado desde su nacimiento a gobernar, el
Kaw-djer había crecido en los peldaños de un trono. Pero
la suerte, que a veces se complace en estas ironías,
había dado a este hijo de Césares el alma de un Saint
Vincent de Paul anarquista. Desde que alcanzó la madurez, su
situación privilegiada se convirtió para él en una
fuente no de felicidad, sino de sufrimientos. Las miserias de las que
estaba rodeado le apesadumbraban. Al principio se esforzó en
aliviar aquellas miserias. Pero pronto tuvo que reconocer que semejante
empresa excedía a su poder. Ni su fortuna, aun cuando fuera
inmensa, ni la duración de su vida, habrían bastado para
atenuar solamente la cien millonésima parte de la desgracia
humana. Para acallar, para dormir el dolor que le causaba el
sentimiento de su impotencia, se sumergió en la ciencia, como
otros se sumergen en el placer. Pero cuando se hizo médico,
ingeniero y sociólogo de gran categoría, su saber tampoco
le proporcionó los medios para asegurar a todos la igualdad en
la felicidad. De decepción en decepción, fue perdiendo
poco a poco el juicio justo de las cosas. Confundiendo el efecto con la
causa, en lugar de considerar a los hombres víctimas que luchan
ciegos contra la despiadada materia a través de los siglos y
que, después de todo, hacen lo que pueden, llegó a hacer
responsables de su desgracia a las diversas formas de asociación
a las que las colectividades se resignan a falta de conocer otras
mejores. El odio profundo que concibió contra todas estas
instituciones, todas estas organizaciones sociales que, según
él, creaban la perennidad del anal, le hizo imposible continuar
sufriendo sus detestadas leyes.
Para librarse de todo aquello, no vio otro medio que
el de romper voluntariamente con el resto de los vivos. Así, un
buen día se marchó sin avisar a nadie, abandonando su
rango y sus bienes, y recorrió el mundo hasta el momento en que
se encontró en una región, la única quizás,
donde reinaba una independencia absoluta. De este apodo fue a parar a
la Tierra de Magallanes, donde desde hacía seis años se
prodigaba sin mesura a los más desheredados de los seres
humanos, cuando el acuerdo chileno-argentino y después el
naufragio del Jonathan habían venido a turbar su
existencia.
No son nada raras esas desapariciones principescas,
causadas por motivos si no idénticos, sí al menos
análogos a los que habían decidido al Kaw-djer. Todo el
mundo tiene en la memoria el nombre de muchos de estos príncipes
que, cuanto más célebres por lo prodigioso de su
renuncia, tanto más han intentado apasionadamente desaparecer.
Hay quienes se han dedicado a una profesión activa y la han
ejercido como el común de los mortales. Otros se han confinado
en la oscuridad de una vida burguesa. Otro de estos grandes
señores, decepcionado de las vanidades de la tierra, se ha
consagrado a la ciencia y ha realizado numerosas obras
magníficas que son universalmente admiradas. No menos bella era
la tarea que se había asignado el Kaw-djer, quien había
hecho del altruismo el centro y la razón de ser de su vida.
Tan sólo una vez, en el momento en que
había tomado la Gobernación de la colonia, había
consentido en recordar sus grandezas pasadas. Conocía demasiado
bien el espíritu de las leyes humanas, para saber qué
consecuencias había tenido su marcha. Si estas leyes se ocupan
muy poco de las personas, están por el contrario muy
atentás a la conservación de bienes que protegen con
solicitud. Por ello, aun cuando se hubieran olvidado totalmente de
él, no había lugar a dudas de que su fortuna
habría sido escrupulosamente respetada. Como una parte de su
fortuna pudo resultar entonces una poderosa ayuda, había hecho
caso omiso a sus repugnancias descubriendo su verdadera personalidad a
Harry Rhodes quien, recibidas sus instrucciones, partió a la
búsqueda de aquel oro que la isla Hoste proporcionaba ahora con
tan deplorable abundancia.
El efecto que la divulgación del nombre del
Kawdjer produjo en los hostelianos y en los aventureros fue
diametralmente opuesto. Ni unos ni otros lo supieron apreciar
acertadamente y el lado sublime de aquel gran carácter fue
igualmente desconocido por todos.
Los prospectores extranjeros, perros viejos que
habían recorrido la tierra en todas direcciones y que
habían tratado con demasiada gente como para que las
distinciones sociales les causaran impresión, detestaron
aún más a aquel que consideraban como su enemigo. No era
sorprendente que inventara tan duras leyes para gentes tan pobres. Era
un aristócrata. Aquello lo explicaba todo a sus ojos.
Por el contrario, los hostelianos no permanecieron
insensibles a la gloria de ser gobernados por un jefe de tan alto
linaje. Su vanidad fue agradablemente adulada y la autoridad del
Kaw-djer se benefició de ello.
Este había regresado a Liberia desesperado,
hastiado de las abominaciones de las que había sido testigo,
hasta el punto que en su entorno se consideró la posibilidad de
abandonar la isla Hoste. De todos modos, antes de llegar a tales
extremos, Harry Rhodes planteó la cuestión de recurrir a
Chile. Quizá conviniera intentar aquella última
posibilidad de salvación.
-El Gobierno chileno no nos abandonará
-observó-. Le interesa que la colonia vuelva a encontrar la
tranquilidad.
-¡Acudir al extranjero! -exclamó el
Kaw-djer.
-Bastaría -respondió Harry Rhodes- con
que uno de los navíos de Punta Arenas patrullara por las aguas
de la isla. No haría falta más para hacer entrar en
razón a esos miserables.
-Que Karroly parta para Punta Arenas -dijo
Hartlepool-, y antes de quince días...
-No -interrumpió el Kaw-djer en un tono que no
admitía réplica-. Aunque la nación hosteliana
tenga que morir, jamás se dará este paso con mi
consentimiento. Pero además todo no se ha perdido
todavía. Si tenemos coraje nos salvaremos nosotros mismos, de la
misma forma que nos hicimos.
No había más que inclinarse ante una
voluntad tan claramente expresada.
Algunos días más tarde, como para
justificar aquella energía que nada podía destruir, se
perfiló entre los hostelianos una reacción mucho
más importante que las precedentes. Y ello porque la
situación en los placeres se estaba haciendo imposible. Las
partes resultaban demasiado desiguales al tener que competir con
aventureros sin escrúpulos para quienes un cuchillazo
constituía un argumento muy natural de discusión.
Así pues, renunciaban a la lucha y corrían a refugiarse
cerca de un jefe a quien no estaban lejos de atribuir un poder sin
límites desde que conocían su verdadero nombre. En pocos
días, tanto en Liberia como en el resto de la isla, todo el
mundo volvía a ocupar su situación anterior.
Entre los que volvían, buscaron en vano a
Kennedy que se había quedado en los placeres con sus semejantes,
los aventureros. Continuaban corriendo rumores en contra del antiguo
marinero. Al igual que el año anterior, nadie le había
visto lavar ni hacer prospecciones por su cuenta y su presencia
había coincidido en muchas ocasiones con robos e incluso, dos
veces, con asesinatos cuyo móvil había sido el robo. De
aquellos chismes a una acusación abierta no había
más que un paso.
Pero al menos por el momento no se podía
esperar dar aquel paso. Toda investigación habría
resultado imposible en aquel país revuelto. Que los rumores
fueran o no fundados, había que renunciar a saber la verdad.
La naturaleza del Kaw-djer era demasiado elevada para
conocer el rencor. Pero, aunque hubiera sido capaz, el aspecto de los
colonos habría bastado para disiparlo. Volvían
destruidos, en un estado de miseria y de agotamiento lamentables. La
enfermedad se había desencadenado con rabia entre aquella
población nómada que había recogido los
gérmenes mórbidos de todos los cielos y que bullía
por los laceres, casi sin cobijo, expuesta a las intemperies un clima a
menudo borrascoso en verano y respirando el aire de las ciénagas
en las que se removían malsanos lodos. Los liberianos alcanzaban
la ciudad, adelgazados, temblando de fiebres y, durante todo un mes, el
Kaw-djer fue más médico que gobernador, pues el trabajo
desbordaba al Dr. Arvidson.
A pesar de todo, le mantenía una gran esperanza
Aquella vez era consciente de que su pueblo volvía a él.
Lo sentía vibrante en sus manos, abrumado por sus faltas y
ardiendo en deseos de hacérselas perdonar, Un poco de paciencia
más y dispondría de la fuerza necesaria para luchar
contra el cáncer inmundo que había atacado a su obra.
Hacia el final del verano, la isla Hoste estaba
dividida en dos zonas muy distintas. En una, la mayor, cinco mil
hostelianos, hombres, mujeres y niños, que habían vuelto
a su vida normal y que poco a poco reanudaban sus ocupaciones
ordinarias.
En la otra, veinte mil aventureros, establecidos en
estrechos espacios alrededor de los terrenos auríferos,
dispuestos a todo y cuya impunidad aumentaba su audacia. Ahora ya se
atrevían a ir a Liberia como si la ciudad fuera país
conquistado. Recorrían insolentemente las calles con la cabeza
alta y haciendo sonar sus tacones, y se apropiaban sin escrúpulo
de todo lo que les convenía, donde lo encontraban. Si el
interesado protestaba, respondían a golpes.
Pero llegó el día en que el Kaw-djer,
sintiéndose lo bastante fuerte para empezar la lucha, se
resolvió a darles una lección. Aquel día los
buscadores de oro que se aventuraron en Liberia, fueron detenidos y
encarcelados sin mayores requisitos en el único steamer
que se encontraba entonces en el Bourg Neuf y que el Kaw-djer
fletó para tal fin. La operación fue renovada durante los
días siguientes, de modo que el 15 de marzo, cuando el
steamer zarpó, ya se llevaba más de quinientos
pasajeros involuntarios sólidamente encerrados en la
sentina.
Estas someras expulsiones tuvieron eco en el interior
donde desencadenaron furiosas cóleras. Según las noticias
que se recibían, toda la región aurífera estaba en
fermentación y era de esperar una revuelta general. Ya no
había seguridad en ninguna parte de la isla. Los crímenes
individuales se multiplicaban como signos premonitorios de
crímenes colectivos. Se saqueaban las granjas, se robaban
cabezas de ganado. A veinte kilómetros de Liberia se cometieron
tres asesinatos seguidos. Luego se supo que los prospectores
extranjeros se estaban poniendo de acuerdo, que hacían
mítines en los que se pronunciaban discursos de una
increíble violencia delante de millares de auditores. Los
oradores hablaban nada menos que de marchar sobre la capital y
destruirla completamente. Y eso aún era poco para los
espíritus clarividentes. Pronto faltarían los
víveres. Cuando el hambre atenazara las entrañas de aquel
populacho delirante, su rabia se centuplicaría. Había que
esperar lo peor...
De pronto todo se apaciguó. Había
llegado el invierno, helando el alma tumultuosa de los hombres. Y del
cielo gris, enguatado de nieve, caía la implacable avalancha de
copos como una cortina sobre el segundo acto del drama.
1. Se refiere a los
típicos saloom de la América del Norte.
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