París en el siglo XX
Capítulo II Vistazo global a
las calles de París
Michel Dufrénoy siguió a la multitud,
simple gota de agua del río que la ruptura de las barreras
tornaba torrente. Su animación se sosegaba. El campeón de
la poesía latina se volvía un joven tímido en
medio de este alboroto gozoso; se sentía solo, extranjero, como
aislado en el vacío. Sus condiscípulos avanzaban de
prisa; él iba lento, vacilante, más huérfano
aún en esa reunión de padres satisfechos; parecía
echar a faltar su trabajo, su colegio, su maestro.
Sin padre, sin madre, estaba obligado a regresar donde una familia que
no podía comprenderlo, seguro de ser mal acogido con su premio
de versificación latina.
“Esta bien”, se dijo, “¡Coraje!
¡Aguantaré estoicamente su mal humor! Mi tío es una
persona positiva, mi tía, una mujer práctica, mi primo un
muchacho especulador; ya sé que les desagradan mis ideas y yo
mismo; ¿pero qué hacer? ¡Adelante!”.
No se apresuraba, sin embargo, no era de esos escolares que se
precipitan a las vacaciones como los pueblos a la libertad. Su
tío y tutor ni siquiera había juzgado conveniente asistir
a la distribución de premios; sabía que era
“incapaz” su sobrino, así decía, y
habría muerto de vergüenza de haberlo visto coronado como
amado de las musas.
La multitud arrastraba al triste laureado; se sentía cogido por
la corriente como el hombre que está a punto de ahogarse.
“La comparación es exacta”, pensaba. “Hete
aquí que estoy siendo impulsado hacia alta mar; allí
serán precisas las virtudes de un pez y solo puedo aportar los
instintos de un pájaro; me encanta vivir en el espacio, en las
regiones ideales donde ya nadie va, en el país de los
sueños de donde ni siquiera se regresa”.
Sin dejar de reflexionar, herido y confuso, llegó a la
estación de Grenelle del ferrocarril metropolitano.
Las vías avanzaban por la ribera izquierda del río, por
el bulevar Saint Germain, que iba desde la estación de
Orléans hasta los edificios del Crédito Instruccional.
Allí torcía hacia el Sena y lo atravesaba por el puente
de Iéna, que se había revestido adecuadamente para el
servicio de la vía férrea, y se unía entonces al
ferrocarril de la ribera derecha; éste, por el túnel del
Trocadero, desembocaba en los Campos Elíseos y se incorporaba a
la línea de los bulevares, que subía hasta la plaza de la
Bastilla y volvía a unirse a la vía férrea de la
ribera izquierda por el puente de Austerlitz.
Esta primera circunvalación de vías férreas
enlazaba, aproximadamente, el antiguo París de Luis XV por
encima del mismo muro en que aún sobrevivía este verso
eufórico:
El muro que a París amura lo
torna murmurante
Una segunda línea férrea vinculaba entre sí a los
antiguos faubourgs de París, y prolongaba en unos 32
kilómetros los barrios antaño situados más
allá de los bulevares exteriores.
Siguiendo el curso del antiguo camino de cintura, un tercer ferrocarril
alcanzaba un recorrido de 56 kilómetros.
Una cuarta red, en fin, una línea de fuertes,
cubría una extensión de más de 100
kilómetros.
Ya se puede apreciar que París había roto el recinto de
1843 y empezado a actuar en el Bois de Boulogne, las praderas de Issy,
de Vanves, de Billancourt, de Montrouge, de Ivry, de
Saint-Mandé, de Bagnolet, de Pantin, de Saint-Denis, de Clichy y
de Saint-Ouen. Las alturas de Meudon, de Sévres, de Saint-Cloud,
habían impedido que continuara invadiendo hacia el oeste. Los
límites de la capital actual estaban señalados por los
fuertes de Mont-Valérien, de Saint-Denis, de Aubervilliers, de
Romainville, de Vincennes, de Charenton, de Vitry, de Bicétre,
de Montrouge, de Vanves y de Issy; una ciudad de 27 leguas de contorno:
había devorado por entero al departamento del Sena.
Cuatro círculos concéntricos de vías
férreas formaban, entonces, la red metropolitana; se vinculaban
entre sí por varios ramales que, en la ribera derecha,
seguían los bulevares Magenta y Malesherbes, ambos prolongados,
y en la ribera izquierda las calles Rennes y Fossés
Saint-Victor. Se podía circular con gran rapidez de un extremo a
otro.
Esos ferrocarriles existían desde 1913; se habían hecho a
costa del Estado, según sistema propuesto en el siglo anterior
por el ingeniero Joanne.
En esa época se sometieron a consideración del gobierno
numerosos proyectos. Este los hizo examinar por un consejo de
ingenieros civiles, pues los de puentes y caminos ya no existían
desde 1889, fecha de la clausura de la escuela politécnica. Pero
estos señores disputaron durante mucho tiempo sobre el asunto;
unos querían establecer una red a nivel en las principales
calles de París; otros ofrecían redes subterráneas
semejantes al metro de Londres; pero el primero de estos proyectos
habría obligado a crear barreras que impidieran el paso de los
trenes; y de ello podía resultar un embrollo de peatones, carros
y vehículos muy fácil de imaginar; el segundo implicaba
muy grandes dificultades de ejecución; por otra parte, la
perspectiva de hundirse en un túnel interminable no
parecía nada atractiva para los pasajeros. Todos los caminos que
se habían trazado antaño en estas condiciones deplorables
debieron ser rehechos; entre ellos era recordado el camino de Bois de
Boulogne, cuyos puentes y pasos subterráneos obligaban a los
viajeros a interrumpir la lectura del periódico 27 veces en un
lapso de 23 minutos.
El sistema Joanne parecía reunir todas las cualidades de
rapidez, facilidad y bienestar. Y en efecto, los ferrocarriles
metropolitanos funcionaban hacía ya 50 años, para
satisfacción de todos.
El sistema consistía en dos vías separadas, una de ida y
otra de vuelta. No había posibilidad alguna de que los trenes se
toparan en dirección contraria.
Cada una de las vías se había establecido siguiendo el
eje de los bulevares, a cinco metros de las casas, por sobre el
límite exterior de las aceras; elegantes columnas de bronce
galvanizado las sostenían y se viculaban a ellas mediante
armazones abiertos; esas columnas, cada cierto trecho, se apoyaban en
las casas de las riberas mediante arcadas transversales.
Este largo viaducto que sostenía la vía férrea
formaba una galería cubierta bajo la cual los paseantes hallaban
abrigo contra la lluvia o sol; la calle asfaltada se reservaba a los
vehículos; el viaducto unía, cual magnífico
puente, las principales calles que cortaban su ruta, y los rieles,
suspendidos a la altura de los primeros pisos, no ofrecían
obstáculo a la circulación.
Algunas casas ribereñas, transformadas en estaciones,
comunicaban con las vías por medio de largas pasarelas; y de
ellas ascendía la escalera doble que daba acceso a las salas de
espera.
Las estaciones del tren de los bulevares estaban en el Trocadero, en la
Madeleine, en el bazar Bonne Nouvelle, en la calle del Temple y en la
plaza de la Bastilla.
El viaducto, sostenido por tan simples columnas, no habría
podido resistir los antiguos medios de tracción, que
exigían locomotoras muy pesadas; pero, gracias a la
aplicación de propulsores nuevos, los trenes eran muy livianos;
pasaban cada 10 minutos y cada uno llevaba mil viajeros en coches
veloces y cómodos.
Las casas ribereñas no sufrían por el vapor ni por el
humo, por una razón muy sencilla: no había locomotoras.
Los trenes marchaban impulsados por aire comprimido, según el
sistema Williams que había impuesto Jobard, famoso ingeniero
belga que vivió a mediados del siglo XIX.
A lo largo de toda la vía, entre ambos rieles, había un
tubo vector de 20 centímetros de diámetro y dos
milímetros de espesor; encerraba un disco de hierro que se
deslizaba en el interior por acción del aire comprimido a varias
atmósferas que entregaba la Sociedad de las Catacumbas de
París. El disco, empujado a gran velocidad dentro del tubo, como
bala dentro del cañón, arrastraba consigo el primer coche
del tren. ¿Pero cómo se unía el coche con el disco
encerrado dentro del tubo cuyo interior no podía comunicarse con
el exterior? Mediante la fuerza electromagnética.
En efecto, el primer vagón llevaba entre las ruedas unos imanes
situados a derecha e izquierda del tubo, muy cerca pero sin tocarlo.
Estos imanes actuaban a través de las paredes del tubo de disco
de hierro. Este se deslizaba y arrastraba al tren; el aire comprimido
no podía escapar.
Cada vez que el tren debía detenerse, un empleado de la
estación del caso abría una llave, escapaba el aire y el
disco se inmovilizaba. Apenas se cerraba la llave, ingresaba el aire y
el tren volvía a marchar de inmediato y velozmente.
Así pues, con este sistema tan sencillo, de mantenimiento tan
fácil, no había ni humo ni vapor ni posibilidades de
colisiones; pero si había la seguridad de poder subir cualquier
rampa; daba la impresión de que estos caminos de hierro
existían desde siempre.
El joven Dufrénoy compró su boleto en la estación
de Grenelle y diez minutos más tarde se detenía en la
estación de la Madeleine. Bajó al bulevar y se
encaminó hacia la calle Imperial, que se había trazado
conforme al eje de la Opera y hasta el jardín de las
Tullerías.
La multitud llenaba las calles; estaba por llegar la noche; las tiendas
de lujo proyectaban resplandores de luz eléctrica a lo lejos;
los candelabros construidos según el sistema Way, mediante la
electrificación de un filamento de mercurio, brillaban con
claridad incomparable; estaban enlazados entre sí por cables
subterráneos, los 100 mil faroles de París se
encendían simultáneamente.
Algunas tiendas atrasadas, sin embargo continuaban fieles al viejo gas
de hidrocarburo; la explotación de nuevos yacimientos de hulla
permitía entregarlo, es verdad, a 10 centavos el metro
cúbico; pero la compañía ganaba considerablemente,
sobre todo con el reparto del gas para uso mecánico.
Pues la mayoría de los innumerables vehículos que
congestionaban la calzada de los bulevares se movía sin
caballos; avanzaban gracias a una fuerza invisible, por medio de un
motor que funcionaba con la combustión del gas. Era la
máquina de Lenoir aplicada a la locomoción.
La primera ventaja de esta máquina, inventada en 1859, era que
suprimía el precalentamiento, la caldera y casi el combustible;
para producir el movimiento bastaba un poco de gas de alumbrado,
mezclado con el aire que se introducía bajo el pistón y
que se encendía mediante una chispa eléctrica; estaciones
de aprovisionamiento de gas, situadas a distancia conveniente,
proveían del hidrógeno necesario a los vehículos;
perfeccionamientos recientes habían conseguido que se eliminara
el agua destinada a la refrigeración del cilindro de la
máquina.
Y esta era fácil, sencilla y manejable. El mecánico,
sentado en su asiento, guiaba un volante; un pedal, situado bajo sus
pies, le permitía modificar instantáneamente la marcha
del vehículo.
Esos coches, que poseían la fuerza de un caballo-vapor,
sólo costaban al día un octavo de lo que gastaba un
caballo; el consumo de gas, controlado de manera precisa,
permitía calcular el trabajo que hacía cada
vehículo, y los cocheros no podían engañar a la
compañía como en otras épocas.
Esos coches de gas consumían grandes cantidades de
hidrógeno, y mucho más esos enormes carricoches, cargados
de piedras y de materiales, a los cuales impulsaba una fuerza de 20 a
30 caballos. El sistema Lenoir poseía además la ventaja
de no costar nada durante las horas de descanso, una economía
que no era posible efectuar con las máquinas de vapor, que
devoraban combustible incluso mientras estaban detenidas.
Los medios de transportes eran veloces y en calles menos obstruidas que
antaño, pues una disposición del ministerio del Interior
prohibía que circulara después de las diez de la
mañana todo tipo de carreta, carromato o camión por las
calles que no fueran las reservadas para ese efecto.
Esas distintas mejoras venían muy bien en este siglo febril en
que la multiplicidad de negocios no dejaba reposo alguno ni
permitía el menor atraso.
Qué habría dicho uno de nuestros antepasados al ver esos
bulevares iluminados con un brillo comparable al del sol, esos miles de
vehículos que circulaban sin hacer ruido por el sordo asfalto de
las calles, esas tiendas ricas como palacios donde la luz se
esparcía en blancas irradiaciones, esas vías de
comunicación amplias como plazas, esas plazas vastas como
llanuras, esos hoteles inmensos donde se alojaban 20 mil viajeros, esos
viaductos tan ligeros; esas largas galerías elegantes, esos
puentes que cruzaban de una calle a otra, y en fin, esos trenes
refulgentes que parecían atravesar el aire a velocidad
fantástica...
Se habría sorprendido mucho, sin duda; pero los hombres de 1960
ya no admiraban estas maravillas; las disfrutaban tranquilamente, sin
por ello ser más felices, pues su talante apresurado, su marcha
ansiosa, su ímpetu americano, ponían de manifiesto que el
demonio del dinero los empujaba sin descanso y sin piedad.

 
|
Subir
|