El doctor Ox
Capítulo XI Donde los
quiquendonenses toman una resolución heróica
Ya vemos en cuán deplorable estado se
encontraba la población de Quiquendone. Las fuerzas fermentaban.
No se conocían ni reconocían unos a otros. Las gentes
más pacíficas se tornaron pendencieras. Cuidado con
mirarlas de reojo, porque pronto hubieran sido necesarios los padrinos.
Algunos se dejaron crecer el bigote, y los más revoltosos se los
retorcieron a modo de gancho.
En semejantes circunstancias, la administración
de la villa y el mantenimiento del orden en calles y edificios
públicos ofrecían gran dificultad, porque los servicios
no se habían organizado para tal estado de cosas. El
burgomaestre, aquel digno van Tricasse, a quien hemos conocido tan
apacible, tan apocado, tan incapaz de adoptar decisiones, no cesaba de
estar encolerizado. Su casa retumbaba con los estallidos de su voz.
Dictaba veinte bandos al día, reconvenía a sus agentes y
estaba siempre dispuesto a ejecutar por sí mismo los actos de su
administración.
¡Ah! ¡Qué transformación!
Amable y tranquila casa del burgomaestre, buena habitación
flamenca, ¿dónde estaba su tranquila calma?
¡Qué escenas domésticas ocurrían ahora! La
señora de van Tricasse se había vuelto adusta, caprichosa
y gruñona. Su marido lograba cubrir su voz gritando más
que ella, pero no podía hacerla callar. El humor irascible de la
buena señora se descargaba sobre cuanto se le ponía
delante. Nada iba bien. El servicio no se hacía. Para todo se
tardaba. Acusaba a Lotche y aun a su cuñada Tatanemancia, quien
con no menos malhumor le respondía agriamente. Era natural que
el señor van Tricasse defendiera a su criada Lotche, como sucede
en muchas familias. De aquí la exasperación permanente en
la señora del burgomaestre, reprimendas y discusiones.
-Pero, ¿qué es lo que tenemos?
-exclamaba el desgraciado burgomaestre-. ¿Cuál es ese
fuego que nos devora? ¿Estamos acaso poseídos del
demonio? ¡Ah! Señora van Tricasse, acabará por
hacerme morir antes que usted, faltando así a las tradiciones de
familia.
Porque el lector no habrá olvidado esa
extraña particularidad de tener que enviudar el señor van
Tricasse y volver a casarse para no romper el encadenamiento de las
conveniencias.
Esta disposición de los ánimos produjo
efectos bastante curiosos que importaba conocer. Aquella
sobreexcitación, cuya causa todavía desconocemos,
ocasionó aceleraciones fisiológicas que nadie hubiera
esperado. Brotaron de la multitud talentos hasta entonces ignorados. Se
revelaron nuevas aptitudes. Aparecieron hombres lo mismo en la
política que en las letras. Se formaron oradores en medio de las
más arduas controversias, y en todas las cuestiones inflamaron a
un auditorio perfectamente dispuesto, por lo demás, a
inflamarse. De las sesiones del consejo, el movimiento se
transmitió a las reuniones públicas, fundándose un
club en Quiquendone, mientras que veinte periódicos, entre ellos
El Vigía de Quiquendone, El Imparcial de
Quiquendone, El Radical de Quiquendone, El Extremado de
Quiquendone, escritos con encarnizamiento, suscitaban las
más graves cuestiones sociales.
¿Pero a propósito de qué?, se
dirá. A propósito de todo y de nada; a propósito
de la torre de Audenarde, y que los unos querían derribar y
otros enderezar; a propósito de los bandos de policía que
promulgaba el consejo, y a los cuales pretendían resistir las
malas cabezas; a propósito del aseo, de los arroyos y de las
alcantarillas. ¡Y, por fin, si los fogosos oradores no la
hubieran emprendido más que con la administración
interior de la ciudad! Mas no; arrastrados por la corriente,
debían ir más allá, y si la Providencia no
intervenía, arrastrar, impelar, precipitar a sus semejantes en
los azares de la guerra.
En efecto, hacía ochocientos o novecientos
años que Quiquendone se había reservado un casus
belli de suprema calidad, pero lo guardaba precisamente como una
reliquia y había probabilidades de que ya no sirviese para
nada.
He aquí cómo se había producido
ese casus belli.
Se ignora generalmente que Quiquendone está
cerca, en aquel buen rincón de Flandes, de la pequeña
población de Virgamen. Los territorios de ambos concejos
confinan uno con otro.
Ahora bien, en 1185, algún tiempo antes de la
partida del conde Balduino para las Cruzadas, una vaca de Virgamen, no
la de un habitante, sino una vaca del concejo, fíjese bien la
atención en ello, se fue a pastar al territorio de Quiquendone.
Apenas había el desgraciado animal rozado la hierba con su
lengua; pero el delito, el abuso quedó debidamente consignado
por el sumario que se formó verbalmente, porque en aquella
época los magistrados comenzaban apenas a saber escribir.
-Nos vengaremos cuando sea ocasión -dijo
simplemente van Tricasse, el trigésimo segundo predecesor del
burgomaestre actual-, y los virgamenses nada perderán por
esperar.
Los virgamenses estaban prevenidos. Aguardaron,
pensando, no sin razón, que el recuerdo de la injuria se
debilitaría con el tiempo; y, en efecto, durante algunos siglos
vivieron en buenas relaciones con sus semejantes de Quiquendone.
Pero no contaban con la nueva huésped, o, por
mejor decir, con esa extraña epidemia que, cambiando
radicalmente el carácter de sus vecinos, despertó en los
corazones la adormecida venganza.
En el club de la calle de Mostrelet fue donde el
fogoso abogado Schut, lanzando bruscamente la cuestión a la faz
de sus oyentes, los apasionó empleando las expresiones y
metáforas de costumbre en estas circunstancias. Recordó
el delito y el agravio hecho a Quiquendone, y para el cual un pueblo
celoso de sus derechos no podía admitir prescripción.
Mostró la injuria siempre viva, la llaga siempre sangrienta;
habló de ciertos encogimientos de hombros peculiares de los
habitantes de Virgamen, y que indicaban el desprecio en que
tenían a los de Quiquendone; suplicó a sus compatriotas
que, inconscientemente quizá, habían sufrido durante
tantos siglos el mortal ultraje; rogó a los hijos de la vieja
ciudad que ya no tuviesen otro objetivo que el de obtener una
reparación solemne. En fin, hizo un llamamiento a todas las
fuerzas vivas de la nación.
El entusiasmo con que estas palabras, tan nuevas para
los oídos quiquendonenses, fueron acogidas, se siente, pero no
se explica. Todos los oyentes se levantaron, y con los brazos
extendidos pedían la guerra a voz en grito. Nunca había
obtenido el abogado Schut tan notable triunfo, y es necesario confesar
que fue brillantísimo.
El burgomaestre, el consejero, todos los notables que
asistían a esa memorable sesión, hubieran
inútilmente querido resistir al arrebato popular. Por otra
parte, ni deseos tenían de ello, y si no más, al menos
tan alto como los otros gritaban:.
-¡A la frontera! ¡A la frontera!
Y como la frontera no estaba más que a tres
kilómetros de los muros de Quiquendone, los virgamenses
corrían verdadero peligro, puesto que podían ser
invadidos antes de haber tenido tiempo de prepararse.
Entretanto, el honorable farmacéutico
José Liefrink, que era el único en conservar su sangre
fría en tan graves circunstancias, quiso hacer comprender que se
carecía de fusiles, cañones y generales.
Le respondieron, no sin algunas invectivas, que esos
generales, cañones y fusiles, se improvisarían; que el
derecho y el amor patrio bastaban para hacer a un pueblo
irresistible.
Sobre esto mismo el burgomaestre tomó la
palabra, y en una improvisación sublime, increpó a esas
gentes pusilámines que disfrazan el miedo bajo el velo de la
prudencia, velo que él rasgaba con patriótica mano.
En aquel momento se hubiera creído que el
salón se iba a hundir bajo los aplausos
Se pidió la votación.
Se procedió por aclamación, y los gritos
redoblaron
-¡A Virgamen! ¡A Virgamen!
El burgomaestre se comprometió a poner los
ejércitos en movimiento, y en nombre de la villa prometió
al futuro vencedor los honores del triunfo, como lo verificaban los
romanos.
Entretanto, el farmacéutico José
Liefrink, que era algo testarudo, y que no se daba por vencido, aunque
ya lo estaba realmente, quiso presentar todavía una
observación. Hizo recordar que en Roma no se concedía el
triunfo a los generales vencedores sino después de haber matado
a cinco mil enemigos.
-¡Y qué!, ¡Y qué!
-gritó delirante la concurrencia.
-Es que la población de Virgamen no asciende
más que a tres mil quinientos setenta y cinco habitantes, y, por
consiguiente, sería difícil, a no ser que se matase
muchas veces a la misma persona...
Pero no dejaron que el desgraciado argumentador
concluyese y le echaron del salón, confuso y completamente
molido.
-Ciudadanos -dijo entonces el tendero de comestibles
Pulmacher, que generalmente vendía especias al por menor-,
ciudadanos, a pesar de lo dicho por ese cobarde boticario, me
comprometo yo a matar cinco mil virgamenses, si quieren aceptar mis
servicios...
-¡Cinco mil quinientos! -gritó un
patriota más resuelto.
-¡Seis mil seiscientos! -repuso el tendero.
-¡Siete mil! -gritó el confitero de la
calle de Hemling, Juan Orbideck, que estaba haciendo su fortuna con los
merengues.
-¡Rematado! -exclamó el burgomaestre van
Tricasse, viendo que nadie pujaba más.
Y fue de este modo que el confitero Juan Orbideck se
hizo general en jefe de las tropas de Quiquendone.

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