El doctor Ox
Capítulo XIV Donde las
cosas han llegado a tal extremo que los habitantes de
Quiquendone,
los lectores y hasta el autor, reclaman un desenlace
inmediato
Este último incidente demuestra el grado de
exaltación en que se hallaba el pueblo quiquendonense.
¡Haber llegado a tal violencia los dos más antiguos y
más pacíficos amigos de la población! ¡Y
esto sólo algunos minutos después que su antigua
simpatía, su amable carácter y su temperamento
contemplativo acababan de recobrar su imperio sobre lo alto de la
torre!
Al saber lo que ocurría, no pudo el doctor Ox
contener su gozo. Se resistía a las observaciones de su ayudante
que veía el mal giro que iban tomando las cosas. Por otro lado,
ambos participaban de la exaltación general, y aunque menos
excitados que el resto de la población, llegaron a reñir
lo mismo que el burgomaestre con el consejero.
Por lo demás, preciso es decir que la
cuestión dominante había hecho aplazar todos los lances
personales para después de terminada la guerra con los de
Virgamen. Nadie tenía el derecho de verter su sangre
inútilmente cuando pertenecía hasta la última gota
a la patria en peligro.
En efecto, las circunstancias eran graves y no era
posible retroceder.
El burgomaestre van Tricasse, a pesar del ardor
guerrero que le animaba, no había creído deber atacar a
su enemigo sin prevenirle. Por consiguiente, había encargado al
guardabosque Hottering que intimase a los virgamenses a que le diesen
una reparación por el desafuero cometido en 1185 sobre el
territorio quiquendonense.
Las autoridades de Virgamen no adivinaron al principio
de lo que se trataba, y el guardabosque, a pesar de su carácter
oficial, fue descortésmente despedido.
Van Tricasse envió entonces a uno de los
ayudantes del general confitero, el ciudadano Hildeberto Shumman,
fabricante de caramelos, hombre muy firme y enérgico que llevara
a los habitantes de Virgamen la minuta del acta levantada en 1185 por
orden del burgomaestre van Tricasse.
Las autoridades de Virgamen prorrumpieron en
carcajadas e hicieron con el ayudante exactamente lo mismo que con el
guardabosque.
El burgomaestre reunió entonces todas las
notabilidades de la población, se redactó admirable y
vigorosamente una carta en forma de ultimátum en la cual se
formulaba el casus belli y se dio a la ciudad culpable el tiempo
de veinticuatro horas para reparar el ultraje inferido a
Quiquendone.
La carta partió y volvió dos horas
después, rasgada en trozos que constituían otros tantos
insultos nuevos. Los virgamenses conocían de muy antaño
la longanimidad de los quiquendonenses y se burlaban de ellos, de su
reclamación, de sus casus belli y de su
ultimátum.
Ya no quedaba, pues, más remedio que apelar a
la suerte de las armas, invocar el dios de las batallas y según
el procedimiento prusiano arrojarse sobre los virgamenses antes que
estuvieran preparados.
Esto fue lo que decidió el consejo en una
sesión solemne, en que los gritos, las invectivas, los ademanes
de amenaza se cruzaron con violencia sin ejemplo. Una asamblea de
locos, una reunión de poseídos, un club de endemoniados
no hubieran ofrecido un tumulto mayor.
Conocida la declaración de guerra, el general
Juan Orbideck reunió sus tropas, en número de dos mil
trescientos noventa y tres combatientes entre una población de
dos mil trescientas noventa y tres almas, Mujeres, chiquillos y
ancianos se reunieron con los hombres útiles. Todo objeto
cortante y contundente, se convirtió en arma. Se requisaron los
fusiles de la casas y se encontraron cinco, dos de ellos sin gatillo,
que se repartieron a la vanguardia.
La artillería se componía de la vieja
culebrina del castillo, tomada en 1339 en el ataque de Quesnoy, una de
las primeras bocas de fuego que menciona la historia y que llevaba
cinco siglos sin usarse. Pero no había proyectiles que meter en
ella, por fortuna para los sirvientes de tal pieza; pero aun así
era invento que podía imponer al enemigo. En cuanto a las armas
blancas, se habían sacado del museo de antigüedades hachas
de piedra, alabardas, mazas de armas, franciscas, frámeas,
guisarmas, partesanas, espadones, etcétera1, y también de esos
arsenales conocidos con el nombre de cocinas. Pero el valor, el
derecho, el odio al extranjero, el deseo de venganza debían
suplir a los mecanismos más perfeccionados y remplazar, al menos
así lo esperaban, las ametralladoras modernas y los
cañones que se cargan por la culata.
Se pasó revista. Ni un ciudadano faltó a
la lista. El general Ordibeck, poco firme en su caballo, que era animal
malicioso, se cayó tres veces al frente del ejército,
pero se levantó sin herida, lo cual se consideró como
favorable augurio. El burgomaestre, el consejero, el comisario civil,
el gran juez, el preceptor, el banquero, el rector, en fin, todas las
notabilidades, marchaban a la cabeza. Ni madres, ni hermanas, ni hijas
vertían una sola lágrima. Al contrario, incitaban a sus
padres, hermanos y maridos al combate y los seguían formando la
retaguardia, a las órdenes de la valerosa van Tricasse.
La trompeta del pregonero Juan Mistrol resonó;
el ejército se puso en movimiento, salió de la plaza, y
dando gritos feroces se dirigió hacia la puerta de
Audenarde.
Cuando la cabeza de la columna iba a salir de los
muros de la población, un hombre se precipitó delante de
ella, exclamando:
-¡Deténganse! ¡Deténganse,
locos! ¡Suspendan su ataque! Déjenme cerrar la llave. No
están ansiosos de sangre. Son unos buenos ciudadanos
pacíficos y tranquilos. Si están enardecidos, la culpa la
tiene mi amo, el doctor Ox. Es un experimento. Con pretexto de
alumbrarlos con gas oxhídrico, ha saturado...
El ayudante estaba fuera de sí, pero no pudo
acabar. En el mismo momento en que el secreto del doctor iba a
escapársele, el mismo Ox, poseído de un furor
indefinible, se arrojó sobre el desgraciado Igeno y le
cerró la boca a puñetazos.
Aquello fue una batalla. El burgomaestre, el
consejero, los notables que se habían detenido a la vista de
Igeno, arrebatados a su vez por la exasperación, se arrojaron
sobre los dos extranjeros, sin querer escuchar ni al uno ni al otro. El
doctor Ox y su ayudante, sacudidos, aporreados, iban a ser conducidos a
la Comisaría por orden de van Tricasse, cuando...

1. La guisarma
era, en unos casos, una lanza corta, y en otros, una especie de hacha
usada en la Edad Media, y que se manejaba con ambas manos. La
francisca, arma ofensiva usada por los francos, consistía
en su tipo más frecuente, en un hacha cuya hoja se ensanchaba
para formar el filo. Era arma arrojadiza que se lanzaba con la
intención de degollar al enemigo. La partesana, arma usada por
los antiguos germanos, consistía, según Tácito, en
un asta con un hierro en la punta, angosto y corto, pero muy agudo. La
parresana era una especie de alabarda, con el hierro ancho, cortante
por ambos lados, adornado en la base con dos aletas puntiagudas o en
forma de media luna y encajado en un asta de madera fuerte con
regatón de hierro. Se usó en algunos ejércitos
hasta el siglo XVIII.
Subir
|