San Carlos
- ¿Ha llegado Jacopo?
- No. Hace dos horas que tomó el camino a
Cauterets; pero debe haber hecho grandes rodeos para explorar los
alrededores.
- ¿Alguien sabe si el bote del lago de Gaube es
aún conducido por el viejo Cornedoux?
-Nadie, capitán; hace tres meses que no hemos
ido al valle de Broto1 -respondió Fernando-. Estos
infelices carabineros conocen todas nuestras guaridas. Ha sido
necesario abandonar los caminos habituales. Después de todo,
¿qué gruta o cueva de los Pirineos les son
desconocidas?
- Eso es cierto -respondió el capitán
San Carlos-, pero aun cuando este país me haya sido
completamente desconocido, era imposible permitirme cualquier
vacilación. Del lado de los Pirineos orientales, fuimos
perseguidos día y noche, y expuestos a innumerables peligros,
por medio de artimañas que casi no podían ser puestas en
práctica, apenas reuníamos nuestro sustento para la
jornada. Cuando uno se juega la vida, es necesaria ganársela;
allá abajo no teníamos nada más que perderla.
¡Y este Jacopo que no acaba de llegar! ¡Eh, ustedes!
–dijo, dirigiéndose hacia un grupo compuesto por siete u
ocho hombres recostados a un inmenso bloque de granito.
Los contrabandistas interpelados por su jefe se
volvieron hacia él.
- ¿Qué quiere usted, capitán?
-dijo uno de ellos.
- Ustedes saben que se trata de hacer pasar
inadvertidos diez mil paquetes de tabaco prensados. Es dinero contante.
Y encontrarán bien que el fisco nos deje esta limosna.
- ¡Bravo! -dijeron los contrabandistas.
- Abandonamos Jaca sin grandes penas, y gracias a
nuestra lejanía del camino de Zaragoza que hemos tomado por la
derecha, llegamos esta mañana a Sallent de Gallego. Allá,
se nos repartieron libremente las mercancías en diferentes
sacos. Hemos llegado al valle de Broto; aun cuando esos parajes
estuviesen plagados de hombres vestidos de verdes, hemos podido
atravesar la frontera de Francia, y estamos aquí a un día
de Catarave donde, en efectivo, seremos retribuidos con buenos sonoros
escudos.
- En marcha entonces -dijeron los más
dispuestos de la banda.
- Paciencia -dijo San Carlos. Nos queda por hacer lo
más difícil. Estamos acampados a dos leguas2 de los lagos de Arastille y de
Gaube, quedando la ruta a Cauterets a nuestra izquierda. Si llegamos a
esos lagos, despistaremos fácilmente a los carabineros que nos
persiguen. Conozco por allá una embarcación conducida por
un tal Cornedoux, que le jugaría más de una mala pasada,
y en algunas horas les haremos perder nuestras huellas entre los
bosques de Geret.
- Ah, entonces capitán -dijo uno de los
contrabandistas-, ¿tiene usted el mapa del país?
- Sí, no temas, y déjame a mí
solo el cuidado de manejar bien este peligroso asunto.
- ¡A sus órdenes, capitán!
¿Qué ordena usted para el próximo cuarto de
hora?
- Mantengan sus armas listas y quítenles el
polvo. La oscura noche y la humedad favorecerán a nuestros
malditos perseguidores. Es una fatalidad que Jacopo no esté de
vuelta. ¡Recuerden que esos paquetes de tabaco, como nobles
extranjeros, deben entrar a Francia sin pagar derecho! Pero tengan en
cuenta que no anunciaremos su llegada a golpe de tiros de carabina.
Revisen entonces las balas de sus fusiles, y asegúrense que
estén en estado de hablar para responder a la primera pregunta.
¿Qué escucho a lo lejos?
San Carlos interrumpió su serie de
recomendaciones y puso su oreja en el suelo.
- Es el paso de Jacopo -dijo, levantándose-, lo
reconozco; pero es necesario que suba por la ladera opuesta del pico.
En una media hora estará aquí. Descansen entonces; con
coraje y con prudencia. Duerman, amigos, con los puños cerrados
y el ojo abierto; a la hora necesaria, los despertaré. Buenas
noches3
-¡Si Dios quiere!3
Los contrabandistas, dóciles como grandes
niños, se cubrieron con sus mantas; con la carabina en la mano y
exhaustos por el transporte de las mercancías durante muchas
leguas, no tardaron en dormirse.
El capitán San Carlos permaneció
pensativo cerca de una roca.
La noche caía sobre el valle de Broto, y el
silencio acompañaba su tenebrosa llegada. La parte inferior de
los glaciares se llenaba de una sombra húmeda, mientras que en
el horizonte los picos negros del Estour se iluminaban aún con
los últimos destellos de la atmósfera. Eran las nueve de
la noche; todas las estrellas habían desaparecido del cielo, que
había abierto todas sus maravillas nocturnas detrás de la
gruesa cortina de profundas tinieblas. El tiempo se recargaba con esa
pesantez con la cual se cargan muchas veces los últimos meses
del otoño; sin embargo, las largas nubes, que parecían
detenidas por las altas elevaciones de las montañas no
encubrían ninguna tormenta en el seno de su negra inmovilidad.
Ya la temperatura refrescaba con la cercanía del invierno, pero
el suelo, aún caliente por los últimos rayos del sol del
mes de septiembre, compensaba generosamente los primeros fríos
que emitían las acumuladas nieblas. La atmósfera
respiraba apenas y tomaba el ejemplo de estos contrabandistas
silenciosamente dormidos, a los cuales sus sueños no los
podían traicionar a tres pasos de distancia. Estos hombres,
tranquilos como las masas gigantescas que pesan sobre sus cabezas,
parecían vivir esta vida estable y accidentada de las
naturalezas montañosas; en algunas oportunidades, inamovibles,
pegados al suelo, sin movimiento apreciable, parecían
petrificados como las inmóviles rocas sobre las cuales
reposaban; en otras, hábiles, impetuosos, alborotados, se les
pudiera tomar por esos torrentes brillantes y rápidos con el
cual el Gave anima en ocasiones las sinuosidades salvajes y
multiplicadas de su curso. En medio de su existencia sosegada de
contrabandistas, en los encuentros con sus temidos enemigos y durante
la espera de algunas horas que les traen a veces la ignorancia y el
cansancio físico, se comportan como los verdaderos nativos de
esas montañas perdidas, los hombres de esta naturaleza
incomprensible, hechos de rocas, de torrentes y de nubes.
La tropa del capitán San Carlos estaba acampada
en una especie de nido de águilas, formado por una gruta
encajada entre oscuridades inaccesibles. Un camino conocido sólo
por el jefe, que serpenteaba a lo largo de la ladera meridional de la
montaña, les provocaba todo tipo de vértigos. Un
gigantesco pino, inclinado sobre este escondido retiro, hacía su
descubrimiento más que problemático. Sólo el azar,
ese traidor de doble cara que pasa eternamente de un campo enemigo al
otro, conocía, al igual que el capitán, este oscuro
camino lleno de piedras rodantes.
Al amanecer se puede ver, desde este retiro, pintarse
en el horizonte la gigantesca barrera que separa a Francia de
España, esa cadena de montañas que surca incesantemente
el horizonte en una longitud de cuatrocientas treinta leguas; hacia el
sudeste, la brecha de Roland, elevada a mil cuatrocientos sesenta
metros, al pie de la cual los contrabandistas habían pasado la
noche, habría golpeado las miradas por el impresionante
precipicio de sus laderas y el ojo hubiera buscado vanamente la cima
del monte Perdido, el pico más elevado de los Pirineos, cuyas
cimas vertiginosas se envuelven eternamente en su blanco manto de
nieve.
Hacia el Norte, las innumerables ramificaciones del
Gave, los encantadores lagos de estos valles encadenados, los bosques
felizmente agrupados en las laderas de las colinas hacen un contraste
pintoresco con las rudas maravillas del Sur. Es éste el regreso
a una naturaleza más agradable y más dulce; no
había que descender para encontrar los campos civilizados y los
espíritus cultivados, pero para alcanzar el área del
capitán San Carlos, había que escalar enormes
montañas. Jacopo no podía, por tanto, llegar tan
rápido.
Esperándolo, San Carlos estaba descansando en
una postura pensativa. Era un pequeño hombre, flaco, nervioso,
de rasgos poco distinguidos. Un original sin copia entre los tipos de
contrabandistas de la Ópera Cómica. Astuto por
naturaleza, inflexible de carácter, saqueador por necesidad,
fecundo inventor de artimañas matemáticas, sus planes de
campaña no eran más que difíciles teoremas que
resolvía por los principios de la geometría
práctica. Estas demostraciones estaban por encima de la
inteligencia de sus compañeros; no mostraba jamás a las
circunstancias ese genio del instinto que, en los casos desesperados,
hacía brotar las más maravillosas combinaciones. No
había casos desesperados para el capitán San Carlos; cada
situación difícil de antemano prevista tenía su
solución lista, aun cuando, en los peligros inminentes, la
astucia del jefe no le podía faltar.
Sus compañeros sabían bien quien era el
hombre que los comandaba; también tenían en él una
fe católica; no era por la fuerza física que San Carlos
dominaba su tropa de semibandidos, era por la fuerza moral.
Además, hábil en los ejercicios corporales, ágil
como una gamuza, clarividente como un águila, manejaba
adecuadamente su carabina de largo cañón cuyo impacto
sorprendía desagradablemente a los hombres vestidos de verdes,
quienes tenían una dolorosa experiencia. Estaba vestido, como
los otros, con chaqueta y pantalones de color, un cuchillo de caza
cuidadosamente afilado, se enfundaba en su cintura; un gran sombrero se
extendía sobre la mochila de seda coloreada que se balanceaba
sobre su espalda. Un pañuelo anudado alrededor del cuello y unas
ligeras alpargatas en sus pies completaban su vestimenta; su carabina
descansaba cerca de él y su manta estaba descuidadamente tirada
en el suelo, entre los sacos de pieles donde se ocultaban las
mercancías prohibidas. Sus compañeros dormían;
él esperaba con paciencia.
Una especie de grito producido por el temblor de unos
labios se hizo escuchar. San Carlos respondió y pronto, Jacopo
estaba a su lado.
- ¿Y bien?
- ¡Malas noticias!
- Tanto mejor.
- ¿Por qué?
- Porque las malas noticias me permiten actuar con
certeza, las buenas serían engañosas y me dejarían
turbado.
- Se conoce de nuestra expedición; los
carabineros nos buscan.
- ¡Los evitaremos!
- ¡Dios lo quiera!
- ¿Hasta dónde has ido?
- Hasta los lagos.
- ¿Y el barquero?
- No lo pude ver; los hombres vestidos de verdes
estaban por allá.
- Atravesaremos la ruta de Cauterets y llegaremos
más arriba al lago de Gaube, para evitar todos los cursos de
agua del Gave que atraviesan los bosques de Geret.
- ¿Cómo atravesaremos el lago?
- No te preocupes por eso, Jacopo; antes de llegar,
tendremos un reencuentro con los carabineros.
- Diablos -dijo Jacopo-, tanto peor.
- ¿Por qué?
- Es que el sargento Francisco Dubois, que nos ha
venido persiguiendo desde Cerdeña, ha encontrado nuestra pista.
Le ha jurado a sus grandes dioses capturarlo a usted muerto o vivo y
encabeza el destacamento que está acampado en los lagos de
Arastille.
- Tomaré mis medidas
- ¡Usted sabe, capitán, que su cabeza
tiene puesto un precio! Usted tiene allí una carabina que
habló un poco más alto en el último encuentro, y
tan alto que ha hecho silenciar a más de un perseguidor
enemigo.
- No te preocupes por mí. Despierta a los
otros, y pongámonos en marcha.
- No he venido solo, capitán -dijo Jacopo,
deteniendo a San Carlos-. Tengo un hombre que quisiera tratar con usted
por uno o dos paquetes de cigarros.
- Bien. Dile que venga. Y que se prepare.
Jacopo se retiró; San Carlos se quedó
solo reflexionando un instante y dijo, frotándose las manos:
- Seremos dignos del honor que nos quiere hacer el
señor Francisco Dubois. No me desagradaría conocerlo.
Jacopo regresó, seguido de un campesino de las
montañas, e inmediatamente fue a despertar a sus
compañeros.
- ¿Es usted el jefe? -preguntó el
campesino.
- Después hablamos -dijo San Carlos.
- ¿Existe alguna manera de tratar con
usted?
- Después -respondió San Carlos-.
¿Qué quieres?
- Puesto que usted vende sus mercancías a los
negociantes de las villas, usted bien pudiera hacerlo conmigo, si le
pago a buen precio.
- Según. ¿Qué mercancías
tu quieres?
- Lo que usted tiene.
- ¿Qué?
- Los cigarros.
- ¿Quién te lo dijo?
- Nadie. Un contrabandista siempre tiene cigarros.
- ¿Cuántos necesitas?
- Mil.
- ¿Dónde vas a venderlos?
- Del lado de Tarbes. Allí gano la
comisión que nos dan, por revendernos las mercancías, los
negociantes de Catarave.
- Bien, podremos ponernos de acuerdo. Pero...
- ¿Qué?
- ¿Cómo harás para llegar a la
villa más cercana?
- No será muy difícil.
- ¿Y para escapar a los carabineros?
- ¡Diablos! ¡Le seguiré!
- ¡Ah! ¡Ah!
- He venido antes para asegurarme de su promesa.
- Pero, ¿sabes quién soy?
- ¡Qué pregunta! Usted es San Carlos.
- San Carlos. ¿Quién te lo ha dicho?
- ¡Diablos, los carabineros!
- ¡Los carabineros! ¿Dónde
están?
- Cerca de los lagos de Arastille.
- ¿Les has visto?
- Como lo veo a usted, capitán San Carlos.
- Eso es bueno. Espera aquí.
- ¡Jacopo! -gritó en voz alta San
Carlos.
Jacopo caminó hacia donde se encontraba el
capitán, que lo llevó algunos pasos más
allá del campesino y le dijo en voz baja:
- ¿Dónde están los
carabineros?
- En los lagos de Arastille.
- ¿Estás seguro?
- Muy seguro
- ¿Se lo dijiste a ese hombre?
- No. No he hablado con él.
- ¿Te ha parecido que tenía intenciones
de hablar?
- No ha abierto la boca en todo el camino.
- ¿Dónde lo encontraste?
- En el camino a Cauterets.
- ¿Y qué te dijo?
- Me dijo: “Necesito cigarros”. Le
respondí: “Venga conmigo”.
- Partamos.
San Carlos se dirigió al campesino.
- Vendrás con nosotros -dijo-, ya nos pondremos
de acuerdo en el camino.
- A sus órdenes.
El capitán se dirigió hacia su tropa;
los contrabandistas ya estaban en pie. Se habían echado sus
mantas sobre los hombros, puesto sus carabinas en forma de cabestrillo,
y sujetado sobre sus espaldas, por medio de cuerdas
artísticamente hechas, los sacos de mercancías.
La oscuridad era completa, el camino estrecho y
rocoso; este camino parecía colgado por casualidad a las laderas
de la montaña, y en ocasiones proyectaba precipicios
impenetrables. El pie vacilaba sobre estas piedras rodantes que
centelleaban al chocar. Una sola persona podía pasar de frente
por este camino inseguro. San Carlos se encontraba a la cabeza de la
tropa y el campesino iba detrás de él, seguido de los
otros contrabandistas. Era necesario estar habituado a estas
sinuosidades aéreas para no precipitarse desde las mortales
alturas.
El capitán marchaba sin vacilar entre estos
salientes gigantescos, y desenredaba instantáneamente el
misterio de esos senderos. Luego de un cuarto de hora de marcha,
giró hacia la izquierda, y se encontró al pie de una
elevación por la cual debía subir.
Los contrabandistas engancharon a sus pies unas
grampas de hierro y comenzaron su ascensión. Ayudados por ese
punto de apoyo, llegaron sin muchos problemas a la cima de la
elevación. El campesino los había imitado y se
había servido de los mismos instrumentos.
- ¿Estás habituado a esta clase de
viajes? -le dijo San Carlos.
- Sí. Esta no es la primera vez que veo estas
tierras.
- ¿Es cierto eso? -dijo el capitán.
- ¡Es cierto! Antes que el capitán Urbano
fuese detenido por los contrabandistas franceses, yo marchaba junto a
él. Me vendía sus cigarros a una buena suma, y le pagaba
bien. ¿Conoce a Urbano?
- Sí. Era un hombre bravo y, si la
traición no lo hubiera detenido, aún estuviera
defendiéndose con su fusil de esos carabineros del Diablo.
- Pero, se encontró con un rudo sargento.
- ¿Quién?
- Francisco Dubois. Tiene, diablos, mucha
reputación. En estos momentos comanda un destacamento en los
puertos de Cerdeña.
- Al contrario. Está en los alrededores de los
lagos de Arastille.
- No es posible -dijo el campesino sorprendido.
- Y ha jurado que, muerto o vivo, se apoderará
del capitán San Carlos.
- ¡Ah, capitán! Tenga usted cuidado. Aun
con el respeto que le debo, no pagaré mucho por su
mercancía.
- ¿Y por qué?
- Porque corre el gran riesgo, tanto como usted, de no
llegar a Catarave.
- ¿Crees eso?
- Ya lo creo. Digamos que no ha ocurrido nada, que no
le he pedido nada. Me iré sin sus cigarros y usted
seguirá adelante sin mi compañía.
- ¡Tienes miedo! ¡Entonces, ese Dubois es
terrible!
- Ah, ya lo creo... ¡Usted no lo conoce
bien!
- No. Él ha aprendido que los carabineros no
pueden venir detrás de mi tropa, y me ha perseguido desde
Cerdeña sin poderme alcanzar. Por otra parte, parece que es un
hombre bravo, por tanto lo estimo, y estoy encantado de
enfrentármele. ¡Astucia contra astucia! ¡Habilidad
contra habilidad! Tenemos la ventaja. Él tendrá
más posibilidades de hacer emboscadas que de descubrirlas.
¡El sargento Dubois no se apoderará jamás del
capitán San Carlos!
- ¿Por qué?
- Porque se vanagloria demasiado de prenderlo.
La tropa se había alejado bastante del camino
de Cauterets, que habían tomado por la izquierda. Los
contrabandistas se detuvieron y San Carlos salió a explorar los
alrededores. El campesino quiso acompañarlo.
- Espera aquí -dijo el capitán.
- Pero, por favor, déjeme ir.
- No.
- ¿Por qué esta negativa,
capitán?
- Porque eres un poco más cobarde de lo
normal.
El campesino se calló y se quedó con el
resto de la tropa. San Carlos avanzó por el camino. Todo
parecía tranquilo. Había, a cada lado, grandes grupos de
rocas difíciles de atravesar. A cualquier otro le hubiese
parecido sencillo seguir el camino trazado, debido a que los
carabineros buscaban y caminaban por los senderos impracticables. Pero
San Carlos tenía su plan, y les hizo una señal a sus
compañeros para que lo siguieran.
- ¿Qué camino es este? -le
preguntó al campesino.
- El camino de Cauterets.
- Bien -dijo San Carlos.
Ellos lo atravesaron y se abrieron paso a
través de las piedras y las rocas. Estas aglomeraciones
titánicas parecían sobrenaturales. El campo de batalla
donde Júpiter derrotó a los gigantes aliados debía
estar también sembrado con sus proyectiles que se
dirigían contra ellos. Cerca de bloques inmensos, que
sólo la mano de Encelado4 habría mantenido en pie, inmóviles
cascadas de piedras saltaban en las laderas del camino. Estos guijarros
de formas redondas debían librar ensordecedores combates en las
tormentas pirineas y el silencio que pesaba sobre tantas rocas
equilibradas contrastaba con estas meticulosas aglomeraciones en las
cuales cada grieta encerraba un eco, y en la cual cada eco estallaba
como un trueno. Al cabo de una media hora de marcha, los hombres de San
Carlos se detuvieron. Habían llegado a uno de esos lugares
secretos donde los contrabandistas perseguidos muy de cerca entierran
con presteza sus mercancías prohibidas. San Carlos hizo
retroceder al campesino algunos pasos y se aseguró que la gruta
estuviese vacía. Se dirigió a sus compañeros y
ordenó reunir los sacos que habían sido cargados.
- ¿Cuántos cigarros quieres? -le
preguntó al campesino.
- Un millar, si es posible.
- ¿Cuánto pagarás?
- Capitán, sus negociantes los venden a cuatro
soles en Francia, luego el gobierno los vende a cinco5. Quiero ganar tanto como
pague.
-Serán treinta escudos -dijo San Carlos.
-Veinticinco escudos6. No rebajaré más.
-Treinta escudos7, mi bravo. Es lo menos que se puede
pagar por los prensados de tabaco por los cuales hemos tenido que
enfrentar al sargento Francisco Dubois.
-Y Dios me salve -dijo el campesino-, no
llegarán a su destino. Veinticinco escudos contantes y sonantes.
Los venderé a cincuenta8 y me ganaré setenta y cinco
francos.
- ¡Sea! Toma uno de esos sacos. Ellos contienen
mil.
El campesino se dispuso a abrir el saco.
- ¿Dudas de nosotros? -dijo el
capitán.
- No. Pero me gusta hacer los negocios
limpiamente.
- ¡A tu manera! ¿Y el dinero?
- Aquí tiene quince bellas piezas de
Francia.
- ¿No tienes monedas españolas?
- Por el momento no, capitán.
- Bien. Apresúrate. Partiremos enseguida.
El campesino abrió el saco, examinó el
contenido y lo cerró hábilmente sin que se viesen
deslizarse nuevos cigarros entre las otras mercancías. Hecho
esto, se echó su fardo al hombro y la tropa, a una orden de San
Carlos, lo siguió a través de las sinuosidades
laberínticas. El capitán retomó la
conversación con el campesino.
- ¿Se dirige usted hacia los lagos? -dijo este
último.
- No -respondió San Carlos-, voy a hacerle una
jugarreta a Dubois. Voy a ir simplemente hacia el valle de Argelia
dando un rodeo y, de allí, me iré a Catarave.
- ¿Y la posta de Fourmont?
- Es sorda y ciega.
- Me gustaría mejor ir por los lagos, los
carabineros no tienen embarcaciones. Llegaremos a la costa mucho antes
de que ellos hayan llegado y entonces las mercancías
estarán seguras en los bosques de Geret.
- Diablos, mi bravo -dijo San Carlos-, concoces el
país. Pero, entonces a qué vienen tantas precauciones.
Tengo, entre los carabineros, gente de la cual me puedo fiar y que no
permitirán que me bloqueen el paso.
- Entonces -dijo el campesino, encogiéndose de
hombros.
- Bien -dijo severamente San Carlos- dices que...
- ¡Digo que es imposible!
- ¡Pero tú deberías saberlo,
tú que lo sabes todo! Y a propósito, ¿por
qué no te haces contrabandista?
- No me gustan los tiros.
- ¿Y si tenemos un encuentro?
- Me lanzaré a tierra.
- ¡Vamos, eres más cobarde de lo normal!
Ya te lo he dicho.
La banda había llegado a un gran camino un poco
menos rocoso que los senderos impracticables hasta ahora recorridos por
ellos. Algunas plantas mostraban sus tiernas cabezas entre las piedras
menos unidas, y tenían sus bellos ojos cerrados hasta el
naciente amanecer. Los flotantes penachos de saxífraga9 de larga hoja se hundían
con melancolía y, en su sueño, olvidaban la rival
proximidad del cardo carmesí y de la carlina10 de hojas de acanto. Varios matorrales
de variadas especies confundían acá y allá sus
silenciosos tallos. Los rododendros11 habían apagado los rayos sin
número que, en los bellos días de sol, van dibujando en
la fecunda corola sus colores más vívidos y los lirios
blancos, habiendo misteriosamente acercado los lóbulos de su
cáliz de satén, esperaban en silencio el comienzo de la
próxima aurora, para dirigir al cielo, con el canto de los
pájaros y las acciones de gracias del hombre, sus brillantes
plegarias y sus himnos de fragancia.
Pero sobre todas estas poesías circundantes se
extendía una noche pesada y negra, burguesamente inconsciente de
las bellezas que tocaba, y de los rayos que desvanecían su
oscuridad. No se enrojecía por los tintes hotentotes y los
colores abisinios con los cuales se enmascaran las más
frías creaciones. Pero los hombres del capitán San Carlos
no se preocupaban demasiado, y, habiendo llegado al camino, no se
percataron del cambio de vegetación. Ignoraban dónde los
llevaba su jefe, y ninguno de ellos le había dado a estas
tierras desconocidas su verdadera latitud.
San Carlos seguía su plan. Había
multiplicado, a propósito, los rodeos del viaje a fin de no
despertar sospechas. Y era el camino de Cauterets, ya atravesado, el
que recorría para llegar al lago de Gaube.
- Eh, amigo -dijo, dirigiéndose al
campesino.
- ¿Capitán?
- ¿Dónde estamos?
- Usted pregunta que dónde estamos –dijo,
sorprendido, el campesino.
- Sí. ¿Cuál es este camino?
- El gran camino de Argelia.
- ¡Muy bien! Eres fuerte en tu Geografía.
Mi buena estrella me ha hecho encontrarte, porque sin ti me hubiese
perdido en estos confusos laberintos. Gracias.
- Entonces, capitán, ya que se acerca usted al
lugar donde va, lo abandono.
- Aún no.
- ¿Por qué?
- He aquí el porque, amigo. Dos de mis hombres
te van a vigilar.
- A mí –dijo, completamente sorprendido,
el campesino.
- A ti. ¡Porque este camino no es el de Argelia,
es el de Cauterets por donde hemos pasado hace una hora! Entonces, o no
eres del país o sí lo eres. Si lo eres, entonces me has
engañado con conocimiento de causa y me quieres hacer perder. Si
no lo eres, me has engañado diciéndome que eres nativo de
la región y aliado del capitán Urbano. En los dos casos,
eres un mentiroso y a un mentiroso en estos caminos se le llama un
espía. Podría romperte la cabeza, pero no lo
haré.
El campesino no respondió. Fue a tomar puesto
al final de la tropa, entre dos contrabandistas que escrupulosamente le
servían de escolta. San Carlos no se ocupó más de
este asunto; haciendo apurar el paso a sus compañeros, y dejando
a su derecha, en el horizonte, los lagos de Arastille, se
dirigió al lago de Gaube.
Se veía ya el monte Viñamala que se
baña en sus límpidas aguas. Quedaba una media hora de
marcha. El capitán retomó el camino a través de
tierras raramente pisadas por el paso del hombre; su fatigante marcha
fue de pronto interrumpida por unos muros de granito que era necesario
franquear desgarrándose las manos y las rodillas. Algunos cursos
de agua sin profundidad fueron felizmente atravesados; los
contrabandistas no emitieron queja alguna sobre la duración del
viaje y la aspereza del camino.
El capitán San Carlos quería poner entre
sus perseguidores y él esa extensión de agua
difícilmente abordable. Esperaba encontrar esa
embarcación que él solo conocía y que el viejo
Cornedoux reservaba previamente para sus expediciones más
aventureras; los carabineros podrían difícilmente
perseguirlo, y en poco tiempo llegaría a los bosques
sombríos y espesos donde sus huellas se perderían
fácilmente. Pero, para esto se necesitaba prever todo y tener
todo previsto: que Cornedoux no estuviera, que la embarcación
hubiese sido destruida. San Carlos se dirigía hacia el pico del
Estour12 donde, en los
lugares ocultos marcados con anterioridad, depositaría en lugar
de seguridad sus mercancías de contrabando. La
imperfección de las noticias de Jacopo lo dejaba en la
disyuntiva de ir o la derecha o a la izquierda del lago. En cuanto a
los espías entre los carabineros, no tenía ninguno; esto
sólo lo había dicho para asustar al traidor introducido
en su tropa que se había jactado de esas ayudas
foráneas.
Hacía algún tiempo que los
contrabandistas avanzaban hacia el noroeste, más silenciosos que
los fantasmas de las leyendas. El peligro se acercaba con el lago. Las
balas mortales iban de cada recodo del camino, quizás, a asaltar
a la pequeña tropa. Detrás de cada roca podía
centellear alguna luz y salir una lluvia homicida. También, los
ojos estaban atentos, las orejas abiertas, las manos cerca de la
carabina, pero el corazón estaba en el corazón, y ni un
latido más rápido traicionaba una emoción
imposible, un terror desconocido. Por estos senderos estrechos, los
contrabandistas marchaban en fila. San Carlos a la cabeza. El campesino
se hallaba detrás, entre los dos hombres que lo vigilaban
activamente. Al menos, no parecía preocupado, y fumaba
despreocupadamente un excelente tercena3 que había sacado de su bolsillo.
- ¿Desean alguno? -le dijo a sus
guardianes.
No hubo rechazo.
El campesino les había dado a escoger algunos
en el saco recientemente comprado y los contrabandistas mascaron entre
sus dientes dos excelentes prensados3.
Pero, al cabo de algunos instantes sus cabezas le pesaban, sus piernas
se doblaban, sus ojos se cerraban obstinadamente, y pidiendo ayuda
llamaron a sus camaradas que estaban tan ocupados que no se
habían dado cuenta de nada A sus llamadas, éstos se
detuvieron y en un momento, San Carlos se acercó a ellos.
- ¿Qué pasa? ¿Qué
tienen?
Grandes bostezos le respondieron y los dos hombres
cayeron a tierra en un estado de completa somnolencia.
- ¿Dónde está ese campesino?
-preguntó San Carlos.
Se miró en los alrededores: nadie. Había
huido, luego de haber adormecido por medio de cigarros cargados de opio
a los guardias destinados a su custodia.
- ¡En marcha! -gritó San Carlos-. Se
despertarán mañana. No tenemos un minuto que perder,
camaradas. El enemigo está ya sobre nuestros pasos. Sus vidas
dependen de su rapidez. En un cuarto de hora estaremos en el lago. Los
carabineros no tienen embarcaciones para perseguirnos. En marcha, y
pobre de los rezagados.
El capitán recogió los sacos abandonados
por los dos adormecidos guardias y se dirigió con sus ocho
hombres a través de los caminos. La noche redobló su
oscuridad. El monte Viñamala se dibujaba entonces con sus
pendientes imposibles. San Carlos conocía una grieta estrecha
hundida entre dos conos trazados perpendicularmente, en la cual no se
apuró a esconderse, y por tanto, del lado del lago, un solo
hombre hubiera ametrallado la banda a su gusto. Los contrabandistas
serpenteaban en medio de las profundas tinieblas, extendían sus
manos para no herirse con los agudos salientes, y gateaban en algunas
ocasiones para franquear una depresión de la roca. ¡Se
diría que era una larga culebra que se arrastraba sin ruido en
las grietas de un muro en ruinas!
A la extremidad de esta zanja aplastante dormía
el lago de Gaube. Allá, los carabineros esperaban sin duda una
presa inevitable. San Carlos contaba sin embargo con su ignorancia de
los lugares en general y de esta roca en particular. Una vez llegado a
la rivera, estaba a cien pasos de la cabaña del viejo barquero y
su embarcación lo ponía al seguro.
Pero, ¿existía la embarcación?
¿Estaría el barquero en su casa? ¿No irían
los carabineros a diezmar la tropa?
San Carlos se acercó a la extremidad opuesta.
Avanzó solo, gateando y con una habilidad tal que su marcha no
lo hubiera denunciado a la oreja más atenta. Salió de la
brecha, asomó la cabeza, y no vio nada. Se deslizó hacia
la orilla... ¡Nada! Ya se dirigía hacia la cabaña
cuando vio un hombre inmóvil al borde del lago. Llegó
cerca de él, sin llamar su atención, lo agarró por
el cuerpo y le puso la mano en la boca.
- ¡Oh, Dios! -dijo este.
- ¡Cornedoux! -dijo San Carlos.
- San Carlos -dijo Cornedoux.
- ¡Calla! Estamos rodeados.
- Sí. Los carabineros andan por
allá.
- Y la embarcación, ¿está en buen
estado?
- Está lista.
- Desamárrala y dirígete a la orilla del
lado de la brecha
- De acuerdo, capitán.
San Carlos regresó con su tropa, le hizo signo
de avanzar y se reunió con ella en el momento en que la
embarcación llegaba a la rivera. San Carlos embarcó con
sus ocho hombres. El barquero permaneció en tierra y los
contrabandistas zarparon.
- ¡Estamos salvados! -dijo San Carlos- Remen
fuerte.
El lago de Gaube no tenía más que una
legua y media de ancho13. Es profundo, frecuentemente de veinte a
veinticinco toesas14. Allí muchos arroyos,
pequeños afluentes del Gave, desembocan. Esta situado a una
legua del puente de España que se encuentra sobre uno de sus
afluentes y a dos leguas15 aproximadamente de Cauterets y de
Catarave.
La embarcación que dirigían los
contrabandistas era de una rara construcción, con grandes
protuberancias por delante y por detrás y su velocidad era
mediocre. Los sacos de tabaco, los fusiles y la pólvora fueron
depositados en grandes cofres de madera hechos de roble, interiormente
vestidos de cobre y de hecho impermeables. Si la barca se hubiese
sumergido, las mercancías hubiesen quedado intactas. Estos
cofres, también muy particulares eran bastante espaciosos para
contener los objetos sujetos a derechos y pasados de forma fraudulenta
por los hábiles contrabandistas: lanas, cueros, pieles,
pañuelos, jamón, manteca, vinos finos, telas, aceite,
tabaco, tintes, jabón y metales. Todas estarían
allí diariamente encerradas y saldrían entonces debido a
los compromisos secretamente establecidos en las villas
fronterizas.
Los ocho hombres permanecían en silencio. San
Carlos dirigía la embarcación. Avanzaban lentamente sobre
esta onda inmóvil que no se resistía de manera alguna a
los esfuerzos del navegante. Pero San Carlos sabía que uno de
los afluentes del Gave era alimentado por el lago mismo y formaba, bien
delante una especie de lago, una corriente submarina de la cual se
pensaba aprovechar.
¡De pronto, un ruido inacostumbrado se
escuchó! Eran ruidos de remos batiendo irregularmente el
agua.
- ¿Qué es eso? -dijeron los
contrabandistas a baja voz.
- Callen -dijo San Carlos.
No se veía nada a cinco pasos por delante de
ellos.
- ¡Hola a los del barco! -dijo una voz dotada de
un acento francés.
- Estamos atrapados -dijo San Carlos, pero
confiándose a sus recuerdos, dirigió más
activamente la embarcación hacia la corriente que
sospechaba.
- ¡Hola! -dijo alguien-. Respondan o abriremos
fuego.
- Que cada uno de ustedes -dijo San Carlos a sus
hombres- ate una de sus cuerdas alrededor de su pecho.
Estas eran unas largas cuerdas de aproximadamente diez
toesas16, que iban
colgando en los bordes de la embarcación.
- ¡Hola! ¡Fuego!
El lago se iluminó de repente con un
rápido destello. San Carlos vio cuatro canoas cargadas de
carabineros que lo rodeaban; en medio de ellos, el campesino que
había escapado daba sus órdenes. Era Francisco Dubois.
San Carlos lo reconoció.
- ¡Ya te tengo, San Carlos! -gritó el
sargento.
- Aún no, mi amigo -respondió el
capitán.
- Hacia adelante -gritó el sargento.
- Hacia abajo -gritó el capitán.
Solo algunos pies separaban a las canoas de la
embarcación del capitán. Los perseguidores se
precipitaron sobre él. Su choque debía hacer estallar en
pedazos a la embarcación, pero grande fue la
estupefacción de los carabineros cuando sus propias
embarcaciones chocaron las unas contra las otras. ¡San Carlos, su
tropa, su embarcación, todo había desaparecido!
- Desaparecidos -dijeron los carabineros.
- Esto es singular -dijo Francisco Dubois.
No había ni cuerpos, ni mercancías. Las
canoas se dispersaron en todos los sentidos cerca del lugar del
desastre.
- ¡Nada! ¡Ningún resto! ¡Ni
un cadáver! -dijo el sargento
Durante un cuarto de hora su búsqueda fue
infructuosa. No vio nada. No encontró nada. Una antorcha fue
encendida y al mismo instante, los carabineros vieron a los
contrabandistas con sus fardos cargados y subiendo por la colina
opuesta. ¡Era fantástico, era para morirse de la
rabia!
El sargento no conocía estas misteriosas
embarcaciones, en las que la proa y la popa llenas de aire la sostienen
a una altura constante hasta que se sumergen. Por tanto, San Carlos, en
el momento en que iba a estallar en mil pedazos, abrió la
válvula situada en el fondo de la embarcación, que
había puesto aproximadamente a diez toesas, y los hombres atados
a sus bordes habían sido remolcados por la misma. Una vez que
entró en la corriente submarina, no tardó en ganar la
orilla vecina. Allá, había tirado a tierra, las
mercancías, los fusiles y la pólvora sacadas de los
cofres, y los contrabandistas ganando a rápidos pasos los campos
que los separaban del bosque de Geret, se distanciaron provocando la
sorpresa de los aturdidos carabineros.
- ¡Fuego! -gritó el sargento.
Pero las balas se perdieron en el espacio.
- ¡Adelante! -gritó Dubois fuera de
sí.
Las canoas volaron sobre las aguas del lago y ganaron
la ensenada donde acababa de desembarcar el capitán San Carlos.
Pero la misteriosa embarcación había sido reenviada a su
elemento acuático, donde el viejo barquero la recogería
más tarde y la ocultaría sin muchos contratiempos de las
miradas indiscretas y salariales de los empleados del fisco.
Los carabineros desembarcaron y, con sus fusiles
cargados, se lanzaron sobre las huellas de sus enemigos. Pero estos
tenían la ventaja y, aunque llevaban una pesada carga, caminaban
con paso rápido. Sin embargo, cada vez que San Carlos llegaba a
una pequeña eminencia, miraba hacia atrás y se
veía ganando velocidad. Los carabineros descargaron, en algunas
ocasiones, sus fusiles y las balas rodaban hasta los pies de los
contrabandistas que estaban muertos de fatiga.
Llegaron así al puente de España,
formado por abetos de veinticinco a treinta pies17 de longitud que atravesaban
el Gave apoyándose sobre enormes masas de granito de cuarenta
pies de altura18. San
Carlos vio a sus compañeros exhaustos y los carabineros tratando
de alcanzarlos. De esta manera, después de pasar por el puente,
se escondió detrás de una de las rocas sobre las cuales
se desarrollaban la magnífica cascada del Gave y
descendió con una habilidad asombrosa por sus flancos
perpendiculares. Los contrabandistas le siguieron, se aventuraron a
través de un camino, o más bien, un reborde de piedras de
un pie de largo, siendo así ocultados por el propio salto de
agua. Una gruta se ofrecía a sus ojos. Los mercancías
fueron allí dejadas con presteza y la tropa del capitán
San Carlos se dispersó en diversas direcciones.
Cuando los carabineros llegaron al puente, lo
atravesaron rápidamente, pero no vieron ni oyeron nada; entonces
regresaron sobre sus pasos, husmeando durante dos horas por los
alrededores y no teniendo más que la consolación de
enviarse mutuamente a todos los diablos, que tanto detestaban este tipo
de gentes.
A la mañana siguiente, los sacos de tabaco
llegaron a Catarave, sobre las espaldas de hombres especiales enviados
a la gruta del puente de España por los negociantes de la villa;
luego San Carlos y sus hombres, que recibieron el pago por el precio
convenido, retomaron el camino de las montañas cantando los
más alegres de sus coros y jurando por todos los santos sonoros
de su calendario que los contrabandistas eran y serían siempre
las gentes más felices del mundo, mientras hubiera cigarros en
España y hombres vestidos de verdes para impedirles su entrada a
Francia.

1. En España,
villa pirinea que se encuentra al Sur del pico de
Viñamala.
2. Cuatro kilómetros.
3. En español, en el
original.
4. Uno de los gigantes que Gea
creó para vengarse de los Titanes. Vencido por Zeus fue
enterrado debajo del Etna, cuyo volcán representa el aliento del
gigante.
5. Cuatro soles equivalen a veinte
centavos. Cinco son veinticinco.
6. Setenta y cinco francos.
7.Noventa francos.
8. Ciento cincuenta francos.
9. Planta que crece en las fisuras de
las rocas.
10. Planta de hojas espinosas, que se
parece mucho al cardo.
11. Arbolillo de la familia de las
ericáceas, de dos a cinco metros de altura, con hojas
persistentes, coriáceas, oblongas, agudas, verdes y lustrosas
por el haz y pálidas por el envés. Se cultivan como
plantas de adorno.
12. Verne comete aquí un error
que no corrigió. El pico Estour no existe, pero sí el
pico Estom, que está situado en el macizo montañoso de
Viñamala.
13. Seis kilómetros.
14. De cuarenta a cincuenta
metros.
15. Ocho kilómetros.
16. Aproximadamente veinte
metros.
17. Aproximadamente de ocho a diez
metros.
18. Aproximadamente trece metros.

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