Un drama en México
Capítulo I Desde la isla de
Guaján a Acapulco
El 18 de octubre de 1824, el Asia, bajel
español de alto bordo, y la Constancia, brick de
ocho cañones, partían de Guaján, una de las islas
Marianas. Durante los seis meses transcurridos desde su salida de
España, sus tripulaciones, mal alimentadas, mal pagadas,
agotadas de fatiga, agitaban sordamente propósitos de
rebelión. Los síntomas de indisciplina se habían
hecho sentir sobre todo a bordo de la Constancia, mandada por el
capitán señor Orteva, un hombre de hierro al que nada
hacía plegarse. Algunas averías graves, tan imprevistas
que sólo cabía atribuirlas a la malevolencia,
habían retrasado al brick en su travesía. El
Asia, mandado por don Roque de Guzuarte, se vio obligado a
permanecer con él. Una noche la brújula se rompió
sin que nadie supiera cómo. Otra noche los obenques de mesana
fallaron como si hubieran sido cortados y el mástil se
derrumbó con todo el aparejo. Finalmente, los guardines del
timón se rompieron por dos veces durante una maniobra
importante.
La isla de Guaján, como todas las Marianas,
depende de la Capitanía General de las islas Filipinas. Los
españoles, que llegaban a posesiones propias, pudieron reparar
prontamente sus averías.
Durante esta forzada estancia en tierra, el
señor Orteva informó a don Roque del relajamiento de la
disciplina que había notado a bordo, y los dos capitanes se
comprometieron a redoblar la vigilancia y la severidad.
El señor Orteva tenía que vigilar
más especialmente a dos de sus hombres, el teniente
Martínez y el gaviero José.
Habiendo comprometido el teniente Martínez su
dignidad de oficial en los conciliábulos del castillo de proa,
fue arrestado varias veces y, durante estos arrestos, le
reemplazó en sus funciones de segundo de la Constancia el
aspirante Pablo. En cuanto al gaviero José, se trataba de un
hombre vil y despreciable, que sólo medía sus
sentimientos en dinero contante y sonante. Así, pues, se vio
vigilado de cerca por el honrado contramaestre Jacopo, en quien el
señor Orteva tenía plena confianza.
El aspirante Pablo era una de esas naturalezas
privilegiadas, francas y valerosas, a las que la generosidad inspira
las más grandes acciones. Huérfano, recogido y educado
por el capitán Orteva, se hubiera dejado matar por su
bienhechor. Durante sus conversaciones con Jacopo, el contramaestre, se
permitía, arrastrado por el ardor de su juventud y los impulsos
de su corazón, hablar del cariño filial que sentía
por el señor Orteva, y el buen Jacopo le estrechaba
vigorosamente la mano, porque comprendía lo que el aspirante
expresaba tan bien. De esta manera el señor Orteva contaba con
dos hombres devotos en los que podía tener absoluta confianza.
Pero ¿qué podían hacer ellos tres contra las
pasiones de una tripulación indisciplinada? Mientras intentaban
día y noche triunfar sobre aquel espíritu de discordia,
Martínez, José y los demás marineros
seguían progresando en sus planes de rebeldía y
traición.
El día antes de zarpar, el teniente
Martínez estaba en una taberna de los bajos fondos con algunos
contramaestres y una veintena de marinos de los dos navíos.
-Compañeros - dijo el teniente Martínez
-, gracias a las oportunas averías que hemos tenido, el
brick y el navío han tenido que hacer escala en las
Marianas y he podido acudir aquí en secreto a hablar con
ustedes.
-¡Bravo! - exclamó la asamblea al
unísono.
-¡Hable, teniente, y háganos conocer su
proyecto - dijeron entonces varios marineros.
-He aquí mi plan - respondió
Martínez -. En cuanto nos hayamos apoderado de los dos barcos,
pondremos proa hacia las costas de México. Saben ustedes que la
nueva Confederación carece de Marina. Comprará, pues, a
ojos cerrados nuestros barcos, y no solamente cobraremos nuestro
salario de esa forma, sino que lo que sobre de la venta será
igualmente compartido por todos.
-¡De acuerdo!
-¿Y cuál será la señal
para actuar simultáneamente en las dos embarcaciones? -
preguntó el gaviero José.
-Se disparará un cohete desde el Asia -
respondió Martínez -. ¡Ese será el momento!
Somos diez contra uno, y haremos prisioneros a los oficiales del
navío y del brick antes de que se hayan apercibido de
nada.
-¿Cuándo se dará la señal?
- preguntó uno de los contramaestres de la
Constancia.
-Dentro de algunos días, cuando lleguemos a la
altura de la isla de Mindanao.
Pero, ¿no recibirán a cañonazos
los mexicanos a nuestros barcos? - objetó el gaviero José
-. Si no me equivoco, la Confederación ha emitido un decreto por
el que se someten a vigilancia todas las embarcaciones españolas
y quizá, en lugar de oro, nos regalen una lluvia de hierro y de
plomo.
-Puedes estar tranquilo, José. Haremos que nos
reconozcan, ¡y desde bien lejos! - replicó
Martínez.
-¿Y cómo?
-Izando en lo más alto del palo mayor de
nuestros bergantines el pabellón de México.
Mientras decía esto, el teniente
Martínez desplegó ante los ojos de los rebeldes una
bandera verde, blanca y roja.
Un sombrío silencio recibió la
aparición del emblema de la independencia mexicana.
-¿Añoran ya la bandera de España?
- gritó el teniente con tono burlón -. ¡Pues bien,
que los que experimenten tales añoranzas se separen de nosotros
y viren de borda a las órdenes del capitán Orteva y del
comandante don Roque! ¡En cuanto a nosotros, que no queremos
seguir obedeciendo, sabremos reducirles a la impotencia!
-¡Bien! ¡Bien! - gritó toda la
asamblea unánimemente.
-¡Compañeros! - volvió a hablar
Martínez -. Nuestros oficiales cuentan con los vientos alisios
para bogar hacia las islas de la Sonda; pero ¡les demostraremos
que, aun sin ellos, se pueden correr bordadas contra los monzones del
océano Pacífico!
Después de estas palabras, los marineros que
asistían a este conciliábulo secreto se separaron y, por
diversos caminos, regresaron a sus respectivos navíos.
Al alba del día siguiente el Asia y la
Constancia levaron anclas y, poniendo proa al sudoeste, el
navío y el brick se dirigieron a toda vela hacia Nueva
Holanda. El teniente Martínez volvía a desempeñar
sus funciones, pero, de acuerdo con las órdenes del
capitán Orteva, estaba estrechamente vigilado.
No obstante, siniestros presentimientos asaltaban al
señor Orteva. Comprendía cuán inminente era el
derrumbe de la Marina española, a la que la
insubordinación llevaba a la catástrofe. Además,
su patriotismo no podía soportar los continuos reveses que
abrumaban a su país, que habían culminado con la
revolución de los estados mexicanos. Hablaba algunas veces con
el aspirante Pablo de estas graves cuestiones, sobre todo de lo que
concernía a la antigua supremacía de la flota
española en todos los mares.
-¡Hijo mío! - le dijo un día -. Ya
no se conoce la disciplina entre nuestros marineros. Los
síntomas de revuelta son especialmente visibles a bordo de mi
barco y puede (tengo ese presentimiento) que alguna traición
indigna me prive de la vida. Pero tú me vengarás,
¿no es verdad? ¡Y vengarás a la vez a
España, a la que se quiere dañar matándome a
mí!
-¡Se lo juro, capitán Orteva! -
respondió Pablo.
-No te enemistes con nadie de a bordo, hijo
mío, pero acuérdate, cuando llegue el día, que en
estos desafortunados tiempos la mejor manera de servir a la patria es
vigilar primero, y castigar después, si es posible, a los que
quieren hacerla traición.
-¡Le prometo morir, morir si es preciso, con tal
de castigar a los traidores! - respondió el aspirante.
Hacía tres días que los navíos
habían zarpado de las Marianas. La Constancia avanzaba a
todo trapo impulsada por un ligero vientecillo. El brick,
gracioso, ágil, esbelto, a ras de agua, con la arboladura
inclinada hacia atrás, saltaba sobre las olas que salpicaban de
espuma sus ocho carronadas de calibre seis.
-Doce nudos, mi teniente - comentaba una tarde el
aspirante a Martínez -. Si seguimos navegando de esta forma,
viento en popa, la travesía no será larga.
-¡Dios lo quiera! Ya hemos sufrido bastante y es
hora de que acaben nuestras dificultades.
El gaviero José estaba en ese momento cerca del
alcázar de popa y escuchaba las palabras del teniente.
-No debemos tardar mucho en avistar tierra - dijo
entonces Martínez en voz alta.
-La isla de Mindanao, en efecto - contestó el
aspirante -. Estamos a ciento cuarenta grados de longitud oeste y a
ocho de latitud norte, y, si no me equivoco, la isla está...
-A ciento cuarenta grados treinta y nueve minutos de
longitud y a siete grados de latitud - replicó vivamente
Martínez.
José levantó la cabeza y, después
de hacer una señal imperceptible, se dirigió hacia el
castillo de proa.
-¿Tiene el cuarto de guardia de medianoche,
Pablo? - preguntó Martínez.
-Sí, mi teniente.
-Ya son las seis de la tarde, así que no le
entretengo.
Pablo se retiró.
Martínez se quedó solo sobre la
toldilla, y dirigió la vista hacia el Asia, que navegaba
a la estela del brick. La tarde era magnífica y
hacía presagiar una de esas hermosas noches tropicales, frescas
y tranquilas.
El teniente escudriñó entre las sombras
a los hombres de la guardia. Distinguió a José y a
algunos de los marinos con los que había hablado en la isla de
Guaján. Luego se aproximó un momento al hombre que estaba
al timón. Le dijo unas palabras en voz baja y eso fue todo.
No obstante, se hubiera podido percibir que la rueda
había sido apuntada un poco más a barlovento, de forma
que el brick no tardó en acercarse sensiblemente al
navío de línea.
Contrariamente a las costumbres de a bordo,
Martínez paseaba contra el viento a fin de observar mejor al
Asia. Inquieto y nervioso, apretaba un megáfono en su
mano.
De improviso, una detonación se oyó a
bordo del navío.
A esta señal, Martínez saltó
sobre el banco de los hombres del cuarto y, con voz potente,
ordenó:
-¡Todo el mundo al puente! ¡Cargar las
velas bajas!
En ese instante, el capitán Orteva, seguido de
sus oficiales, salió de la toldilla y, dirigiéndose al
teniente, preguntó:
-¿Por qué esta maniobra?
Martínez, sin responderle, saltó del
banco de cuarto y corrió al castillo de proa.
-¡El timón a sotavento! - ordenó -
¡Las brazas de babor por delante! ¡Bracear! ¡Suelta
la escota del foque mayor! En este momento, nuevas detonaciones
estallaban a bordo del Asia.
La tripulación obedeció las
órdenes del teniente, y el brick, virando bruscamente a
barlovento, se inmovilizó y se puso al pairo con la gavia
pequeña.
El capitán, volviéndose entonces hacia
los pocos hombres que se habían apiñado en torno a
él, gritó:
¡A mí, mis valientes! - y avanzando
hacia Martínez, ordenó: ¡Que se detenga a este
oficial!
-¡Muerte al capitán! - respondió
Martínez.
Pablo y dos oficiales más empuñaron la
espada y las pistolas. Algunos marineros, con Jacopo al frente, se
lanzaron en su ayuda; pero, detenidos al instante por los amotinados,
fueron desarmados y se vieron en la imposibilidad de actuar.
Los infantes de marina y la tripulación se
alinearon a lo largo del barco y avanzaron contra sus oficiales. Los
hombres fieles, acorralados contra la toldilla, sólo
podían hacer una cosa: lanzarse sobre los rebeldes.
El capitán Orteva dirigió el
cañón de su pistola contra Martínez.
En ese instante, un cohete se elevó desde el
Asia.
-¡Hemos vencido! - gritó
Martínez.
El disparo del capitán se perdió en el
aire.
La escena no fue larga. El capitán atacó
cuerpo a cuerpo al teniente; pero pronto, abrumado por el superior
número de enemigos y gravemente herido, se tuvo que someter. Sus
oficiales compartían su suerte unos momentos más
tarde.
Izaron algunos fanales en las jarcias del brick
para avisar a los del Asia. El motín había
estallado y triunfado también a bordo del navío de
línea.
El teniente Martínez era el amo a bordo de la
Constancia y sus prisioneros fueron arrojados en desorden al
interior de la cámara del consejo.
Pero, a la vista de la sangre, se habían
reavivado los instintos feroces de la tripulación. No era
suficiente haber vencido, había también que matar.
-¡Degollémoslos! - gritaban muchos de
aquellos locos -. ¡Vamos a matarlos! ¡Los muertos no
hablan!
El teniente Martínez, a la cabeza de los
amotinados más sanguinarios, se lanzó hacia la
cámara del consejo; pero el resto de la tripulación se
opuso a la matanza y los oficiales se salvaron.
-¡Traigan al capitán Orteva al puente! -
ordenó Martínez.
Se le obedeció.
-Orteva - dijo Martines -, ahora soy yo quien manda
los dos barcos. Don Roque es, como tú, prisionero mío.
Mañana los abandonaremos a los dos en una costa desierta; luego
dirigiremos nuestra ruta hacia los puertos de México y los
barcos serán vendidos al gobierno republicano.
-¡Traidor! - exclamó Orteva.
-¡Relingen las velas bajas! ¡Aten a este
hombre en la toldilla! - dijo, señalando al capitán.
Se le obedeció.
-¡Los demás, al fondo de la cala!
¡Listos para virar por avante! ¡Orcen! ¡Adelante,
camaradas!
La maniobra fue prontamente ejecutada. El
capitán Orteva se encontró desde entonces a sotavento del
navío, tapado por la cangreja, y todavía se le oía
llamar a su teniente « infame »y « traidor
».
Martínez, fuera de sí, se lanzó
sobre la toldilla con un hacha en la mano. Le impidieron llegar junto
al capitán; pero, de un fuerte hachazo, consiguió cortar
las escotas de la cangreja. La botavara, violentamente arrastrada por
el viento, golpeó al capitán y le destrozó el
cráneo.
Un grito de horror se elevó desde el
brick.
-¡Ha sido un accidente! - exclamó
Martínez - ¡Arrojen el cadáver al mar!
Y se le obedeció de nuevo.
Los dos navíos reemprendieron su ruta a toda
vela hacia las costas mexicanas.
Al día siguiente avistaron un islote a
estribor. Se lanzaron los botes del Asia y la Constancia
y los oficiales, con excepción del aspirante Pablo y del
contramaestre Jacopo, que se habían pasado al bando del teniente
Martínez, fueron abandonados en la desierta costa. Pero, por
suerte, algunos días más tarde fueron recogidos por un
ballenero inglés que los llevó a Manila.
Unas semanas después los dos barcos fondeaban
en la bahía de Monterrey, al norte de la antigua California.
Martínez dio cuenta de sus intenciones al comandante militar del
puerto. Le ofrecía entregar a México, que carecía
de marina de guerra, los dos navíos españoles con sus
municiones y su armamento, así como poner sus tripulaciones a
disposición de la Confederación mexicana. En
contrapartida, ésta debía pagarles todo lo que se les
adeudaba desde su partida de España.
A estas propuestas, el gobernador respondió
declarando que carecía de las atribuciones suficientes para
pactar. Así, pues, animó a Martínez a dirigirse a
México, donde podría fácilmente concluir él
mismo este asunto. El teniente siguió su consejo, y, dejando al
Asia en Monterrey, después de un mes de holganza se hizo
a la mar con la Constancia. Pablo, Jacopo y José formaban
parte de la tripulación, y el brick, a toda vela con
viento a favor se dirigió a toda marcha hacia Acapulco.

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