Un drama en México
Capítulo V De Cuernavaca al
Popocatepetl
La temperatura era fría y la vegetación
escasa. Estas alturas inaccesibles pertenecen a las zonas glaciales,
llamadas las «tierras frías» Los abetos de las
regiones brumosas mostraban ya sus secas siluetas entre las ultimas
encinas de estos climas elevados, y las fuentes se hacían cada
vez más raras en terrenos que están compuestos en su
mayor parte de traquitas resquebrajadas y de amigdaloides porosas.
Desde hacía ya seis horas largas el teniente y
su compañero se arrastraban penosamente, hiriéndose las
manos en las vivas aristas de las rocas y los pies en los agudos
guijarros del camino. Pronto, la fatiga les obligó a sentarse.
José se ocupó de preparar algún alimento.
-¡Condenada idea, no haber tomado el camino
ordinario! - murmuraba.
Ambos esperaban encontrar en Aracopistla, aldea
totalmente perdida entre las montañas, algún medio de
transporte para finalizar su viaje; pero ¡cuál no
sería su decepción al encontrarse con lo mismo que en
Cuernavaca, la misma inexistencia de todo lo necesario y la misma falta
de hospitalidad! Y, sin embargo, había que llegar.
Ante ellos se erguía entonces el inmenso cono
del Popocatepetl, de una altitud tal que las miradas se perdían
entre las nubes intentando encontrar la cima de la montaña. El
camino era de una aridez desesperante. Por todas partes se
abrían insondables precipicios entre los salientes del terreno,
y los vertiginosos senderos parecían oscilar bajo los pasos de
los caminantes. Para avistar bien el camino tuvieron que escalar una
parte de esta montaña de cinco mil cuatrocientos metros a la que
los indios llamaban «La roca humeante» y que muestra
aún la huella de recientes explosiones volcánicas.
Sombrías grietas serpenteaban entre sus abruptas laderas. Desde
el último viaje del gaviero José, nuevos cataclismos
habían trastornado estos desiertos que ya no conseguía
reconocer. De esa forma se perdía por senderos impracticables
deteniéndose a veces con el oído atento, porque sordos
rumores se dejaban oír aquí y allá a través
de las quebraduras del enorme cono.
El sol declinaba ya a ojos vistas. Enormes nubes,
aplastadas contra el cielo, oscurecían aún más la
atmósfera. Amenazaban la lluvia y la tormenta, fenómenos
frecuentes en estas comarcas en las que la elevación del terreno
acelera la evaporación del agua. Toda especie de
vegetación había desaparecido en estos roquedales cuya
cima se pierde bajo las nieves eternas.
-¡No puedo más! - dijo por fin
José, desplomándose de fatiga.
-¡Sigamos andando! - respondió el
teniente Martínez con febril impaciencia.
Algunos truenos resonaron al momento en las grietas
del Popocatepetl.
-¡Que el diablo me lleve si consigo orientarme
entre estos senderos perdidos! - exclamó José.
-¡Levántate y sigamos! - respondió
bruscamente Martínez, obligando a José a seguir caminando
dando traspiés.
-¡Y ni un ser humano que nos guíe! -
murmuraba el gaviero.
-¡Mejor! - dijo el teniente.
-¿Acaso no sabe que, cada año, se
cometen un millar de asesinatos en México y que sus alrededores
no son seguros?
-¡Mejor! - replicó Martínez.
Gruesas gotas de lluvia brillaban en las aristas de
las rocas, iluminadas por los últimos resplandores del
cielo.
-¿Qué es lo que veremos cuando
consigamos atravesar las montañas que nos rodean? -
preguntó el teniente.
-México a la izquierda y Puebla a la derecha,
¡si es que podemos ver algo! - respondió José -.
Pero no distinguiremos nada. Está demasiado oscuro... Tendremos
ante nosotros la montaña de Icctacihuatl y, por la hondonada, el
camino seguro. Pero, ¡por Satanás!, no creo que
lleguemos.
-¡Sigamos!
José estaba en lo cierto. La meseta de
México está encerrada entre un inmenso circo de
montañas. Es una inmensa cuenca oval de dieciocho leguas de
largo, doce de ancho y sesenta y siete de perímetro, rodeada de
altos salientes, entre los que se distinguen, al sudoeste, el
Popocatepetl y el Icctacihuatl. Una vez llegado a la cima de estas
barreras, el viajero ya no experimenta ninguna dificultad para
descender por la meseta de Anahuac y la ruta, que se prolonga hacia el
norte, es agradable hasta México. Entre las amplias avenidas de
olmos y de álamos se admiran los cipreses plantados por los
reyes de la dinastía azteca, así como los schinns,
parecidos a los sauces llorones de Occidente. Por todas partes los
campos labrados y los jardines en flor muestran sus cosechas, mientras
que manzanos, granados y cerezos respiran a gusto bajo este cielo azul
profundo que determina el aire seco y enrarecido de las alturas
terráqueas.
Los estallidos del trueno se repetían entonces
con extrema violencia en la montaña. La lluvia y el viento, que
cesaban a ratos, tornaban más sonoros los ecos.
José maldecía a cada paso. El teniente
Martínez, pálido y silencioso, miraba hostilmente a su
compañero que se erguía ante él como un
cómplice a quien hubiera querido hacer desaparecer.
De pronto, un relámpago iluminó la
oscuridad. ¡El gaviero y el teniente estaban al borde de un
abismo! Martínez se acercó de un salto a José. Le
puso la mano sobre el hombro y, después de los últimos
fragores del trueno, le dijo:
-¡José...! ¡Tengo miedo...!
-¿Miedo de la tormenta?
-No temo a la tempestad del cielo, José, sino
la tormenta que se ha desencadenado dentro de mí...
-¡Ah! ¡Usted piensa todavía en el
capitán Orteva...! ¡Vamos, mi teniente, me hace
reír! - respondió José, que no se atrevía a
reírse porque Martínez le miraba con ojos
extraviados.
Un trueno formidable resonó.
-¡Calla, José, calla! - exclamó
Martínez, que no parecía dueño de sí
mismo.
-¡Pues sí que ha elegido una buena noche
para sermonearme! - replicó el gaviero - ¡Si tiene miedo,
mi teniente, tápese los ojos y los oídos!
-¡Mira... gritó Martínez -.
¡Me parece...! ¡Veo al capitán... al señor
Orteva... su cabeza rota...! ¡Allí...!
¡Allí...!
Una sombra negra, iluminada por un relámpago
blanquecino, se irguió a veinte pasos del teniente y de su
compañero.
En el mismo instante, José vio a
Martínez a su lado, pálido, siniestro, descompuesto, con
el brazo armado de un puñal.
- ¿Qué le sucede?
¿Qué...?
Un relámpago los envolvió a los dos.
-¡Socorro! - gritó José.
No quedó más que un cadáver en
aquel lugar. Como un nuevo Caín, Martínez huía en
medio de la tempestad con su arma ensangrentada en la mano.
Algunos instantes después, dos hombres se
inclinaban sobre el cadáver del gaviero, murmurando:
-¡Uno menos!
Martínez erraba como un loco a través de
las sombrías soledades. Corría con la cabeza descubierta
bajo la lluvia que caía a torrentes.
-¡Socorro! ¡Socorro! - gritaba, tropezando
contra las rocas que se deslizaban a sus pies.
De pronto se dejó oír un gorgoteo
profundo. Martínez miró y escuchó el
estrépito de un torrente.
Era el pequeño río Ixtoluca, que se
precipitaba a quinientos pies por debajo de donde se encontraba.
A pocos pasos, sobre el torrente mismo, colgaba un
puente formado por cuerdas de pita. Sujeto en ambas orillas por algunos
postes hundidos en la roca, el puente oscilaba con el viento como si
fuera un hilo tendido en el espacio.
Martínez, agarrándose a las lianas,
avanzó arrastrándose por el puente. A fuerza de
energía consiguió llegar a la orilla opuesta...
Allí, una sombra se irguió ante
él.
Martínez retrocedió sin decir palabra y
se aproximó a la orilla que acababa de dejar.
Allí, también, otra forma humana
apareció ante él.
Martínez regresó de rodillas hasta la
mitad del puente, con las manos crispadas por la
desesperación.
-¡Martínez! ¡Soy Pablo! -
gritó una voz.
-¡Martínez! ¡Soy Jacopo! -
exclamó otra.
-¡Eres un traidor...! ¡Y vas a
morir...!
-¡Eres un traidor...! ¡Y vas a
morir...!
Sonaron dos golpes secos. Los pilares que sujetaban
los dos extremos del puente cayeron bajo el hacha...
Se oyó un terrible aullido y Martínez,
con los brazos extendidos, se precipitó en el abismo.
A una legua de allí, el aspirante y el
contramaestre se reunieron, después de haber vadeado el
río Ixtoluca.
-¡He vengado al capitán! - dijo
Jacopo.
-¡Y yo - respondió Pablo - he vengado a
España!
Así nació la marina de la
Confederación Mexicana. Los dos barcos españoles,
entregados por los traidores, quedaron en propiedad de la nueva
república y constituyeron el núcleo de la pequeña
flota que antaño disputaba las tierras de Texas y de California
a los navíos de los Estados Unidos de América.

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