Un drama en México
Capítulo II De Acapulco a
Cigualán
De los cuatro puertos mexicanos en el océano
Pacífico, San Blas, Zacatula, Tehuantepec y Acapulco, este
último es el que ofrece más recursos a los navíos.
La ciudad es malsana y está mal construida, ciertamente, pero la
rada es segura y podría contener cien barcos con facilidad.
Altos acantilados protegen las embarcaciones por todas partes y forman
una dársena tan apacible, que un extranjero que llegara desde
tierra creería ver un lago encerrado en un círculo de
montañas.
En esta época, Acapulco estaba protegido por
tres bastiones que la flanqueaban por la derecha, mientras que la
bocana del puerto estaba defendida por una batería de siete
cañones que podía, si era preciso, cruzar sus fuegos en
ángulo recto con los del fuerte de San Diego. Este
último, provisto de treinta piezas de artillería,
dominaba toda la rada y podía hundir, con toda certeza,
cualquier navío que intentara forzar la entrada del puerto.
La ciudad no tenía, pues, nada que temer; no
obstante, tres meses después de los acontecimientos arriba
descritos, fue sobrecogida por un pánico general.
En efecto, se había indicado la presencia de un
navío en alta mar. Sumamente inquietos por las intenciones de la
embarcación sospechosa, los habitantes de Acapulco se
sentían poco seguros. La causa era que la nueva
Confederación aún temía, y no sin razón, la
vuelta de la dominación española; porque, a pesar de los
tratados de comercio firmados con Gran Bretaña y por más
que hubiera llegado ya de Londres un embajador que había
reconocido a la nueva República, el gobierno mexicano no
tenía ni un solo navío que protegiera sus costas.
Quien quiera que fuese, el barco no podría
pertenecer más que a un osado aventurero, y los vientos del
nordeste que tan furiosamente soplan en estos parajes desde el
equinoccio de otoño a la primavera, iban a someter a dura prueba
sus relingas. Por eso los habitantes de Acapulco no sabían
qué pensar, y se preparaban, por si acaso, a rechazar un
desembarco extranjero, cuando el tan temido navío
¡desplegó en lo alto del mástil la bandera de la
independencia mexicana!
Llegado casi al alcance de los cañones del
puerto, la Constancia, cuyo nombre se podía distinguir
claramente en el espejo de popa, fondeó repentinamente. Se
plegaron las velas en las vergas y desabordó una chalupa que
poco después atracaba en el muelle.
Tan pronto como desembarcó, el teniente
Martínez se dirigió a la casa del gobernador y le puso al
corriente de las circunstancias que hasta él le traían.
Este aprobó la determinación del teniente de dirigirse a
México para obtener del general Guadalupe Victoria, presidente
de la Confederación, la ratificación del trato. Apenas
fue conocida esta noticia en la ciudad, estallaron los transportes de
alegría. Toda la población acudió a admirar el
primer navío de la marina mexicana, y vio en su posesión,
junto con una prueba de la indisciplina española, el medio de
oponerse más radicalmente aún a cualquier nueva tentativa
de sus antiguos dueños.
Martínez regresó a bordo. Algunas horas
después el brick Constancia fue amarrado en el puerto y
su tripulación albergada por los habitantes de Acapulco.
Sólo que, cuando Martínez pasó
lista a sus hombres, Pablo y Jacopo habían desaparecido. Entre
todos los países del globo, México se caracteriza por la
extensión y la altura de su meseta central. La cadena de las
cordilleras, que recibe el nombre de Andes en su totalidad, atraviesa
toda la América meridional, surca Guatemala y, a su entrada en
México se divide en dos ramas que accidentan paralelamente las
dos costas del territorio.
Ahora bien, estas dos ramas no son más que las
vertientes de la inmensa meseta de Anahuac, situada a dos mil
quinientos metros sobre el nivel de los mares vecinos. Esta
sucesión de llanuras, mucho más extensas y no menos
monótonas que las de Perú y Nueva Granada, ocupa las tres
quintas partes del país. La cordillera, al penetrar en la
antigua intendencia de México, toma el nombre de Sierra Madre y,
a la altura de las ciudades de San Miguel y Guanajuato, se divide en
tres ramas y va perdiéndose hacia los cincuenta y siete grados
de latitud norte.
Entre el puerto de Acapulco y México, que
distan entre sí ochenta leguas, los movimientos del terreno son
menos bruscos y los declives menos abruptos que entre México y
Veracruz. Después de haber hollado el granito que aflora en las
estribaciones cercanas al gran Océano, material en el que
está tallado el puerto de Acapulco, el viajero no encuentra
más que ese tipo de rocas porfíricas de las que la
industria extrae yeso, basalto, caliza, estaño, cobre, hierro,
plata y oro. Pero la ruta de Acapulco a México ofrecía
panoramas y singulares sistemas de vegetación que no siempre
eran notados por los dos jinetes que cabalgaban uno junto al otro
algunos días después de que el brick Constancia
llegara al fondeadero.
Eran Martínez y José. El gaviero
conocía perfectamente el camino. ¡Había recorrido
tantas veces las montañas del Anahuac! Por eso rehusó los
servicios del guía indio que les habían propuesto, y,
cabalgando en dos excelentes caballos, los dos aventureros se
dirigieron rápidamente hacia la capital mexicana.
Después de dos horas de un rápido galope
que no les había permitido hablar, los jinetes se
detuvieron.
-¡Al paso, mi teniente, al paso! -
exclamó sofocado José -. ¡Santa María!
¡Preferiría cabalgar durante dos horas en el sobrejuanete
durante una ráfaga de noroeste!
-¡Démonos prisa! - respondió
Martínez -¿Tú conoces bien el camino, José?
¿Lo conoces bien de veras?
-Tan bien como tú la ruta de Cádiz a
Veracruz; y, además, no nos retrasarán ni las tempestades
del golfo, ni las barras de Taspán o de Santander. Así
que, ¡al paso!
-¡No, al contrario, más deprisa! -
replicó Martínez, espoleando su caballo -. Temo la
desaparición de Pablo y Jacopo. ¿Pretenderán
aprovecharse ellos solos del trato y robarnos nuestra parte?
-¡Por Santiago! ¡No faltaría
más que eso: robar a buenos ladrones, como nosotros! -
respondió cínicamente el gaviero.
¿Cuántos días de marcha
tendremos antes de llegar a México?
-Cuatro o cinco, mi teniente. ¡Un paseo! Pero
vayamos al paso. ¿No se da cuenta de que el terreno sube a ojos
vista?
En efecto, las primeras ondulaciones de las
montañas se hacían notar en la amplia llanura.
-Nuestros caballos no están herrados -
añadió el gaviero, deteniéndose - y sus
pezuñas se desgastan con rapidez en estas rocas de granito. Pero
bueno, no hablemos mal de este suelo. ¡Hay oro debajo de
él y, por más que nosotros caminemos encima, mi teniente,
eso no quiere decir que lo despreciemos!
Los dos viajeros habían llegado a una
pequeña eminencia, sombreada profusamente por palmeras de
abanico, nopales y salvias mexicanas. A sus pies se extendía una
vasta llanura cultivada y toda la exuberante vegetación de las
tierras cálidas se ofrecía a sus ojos. A su izquierda, un
bosque de caobas limitaba el paisaje. Elegantes pimenteros balanceaban
sus flexibles ramas bajo las brisas ardientes del Pacífico. Los
campos de caña de azúcar erizaban la campiña.
Magníficos algodonales agitaban sin ruido sus penachos de seda
gris. Por todos lados crecían el convólvulo o jalapa
medicinal y el ají, junto a las plantas de índigo y de
cacao, el palo de campeche y el guayaco. Todos los variados productos
de la flora tropical, dalias, mentzeliás y heliótropos,
irisaban con sus colores esta tierra maravillosa que es la más
fértil de la intendencia mexicana.
Ciertamente toda esta naturaleza tan bella
parecía animarse bajo los ardiente rayos que el sol lanzaba a
raudales; pero también, con este calor ardiente, sus
desgraciados habitantes se debatían bajo los zarpazos de la
fiebre amarilla. Por eso los campos, inanimados y desiertos,
permanecían sin movimiento y sin ruido.
-¿Cómo se llama ese cono que se eleva
ante nosotros en el horizonte? - preguntó Martínez a
José.
-Es la colina de la Brea, apenas más elevada
que el resto de la llanura - respondió desdeñosamente el
gaviero.
Esta colina era la primera altura importante de la
inmensa cadena de las cordilleras.
-Apretemos el paso - dijo Martínez, predicando
con el ejemplo -. Nuestros caballos proceden de las haciendas del
México septentrional y se han acostumbrado a las desigualdades
del terreno en sus correrías por las sabanas. Aprovechemos la
pendiente favorable del camino y salgamos de estas soledades que no
parecen hechas para alegrarnos.
-¿Acaso tendrá remordimientos el
teniente Martínez? - preguntó José,
encogiéndose de hombros.
-¿Remordimientos...? ¡No...!
Martínez volvió a guardar un mutismo
absoluto, y ambos marcharon al trote rápido de sus monturas.
Llegaron a la colina de la Brea, que franquearon por
senderos abruptos, a lo largo de precipicios que aún no eran los
insondables abismos de Sierra Madre. Después, una vez recorrida
la vertiente opuesta, los dos jinetes se detuvieron para dar un
descanso a los caballos.
El sol ya estaba a punto de desaparecer por el
horizonte cuando Martínez y su compañero llegaron al
pueblo de Cigualán. La aldea estaba formada por algunas chozas
habitadas por indios pobres, de esos a los que se denomina mansos, es
decir, agricultores. Los indígenas sedentarios son, en general,
muy perezosos porque no tienen más que tomar las riquezas que
les prodiga una tierra tan fecunda. Su holgazanería
también les distingue claramente de los indios empujados a las
mesetas superiores, a los que la necesidad ha vuelto industriosos,
así como de los nómadas del Norte, que, como, viven de la
depredación y las rapiñas, no tienen nunca morada
fija.
Los españoles no obtuvieron muy buen
recibimiento en el pueblo. Reconociéndoles como a sus antiguos
opresores, los indios se mostraron poco dispuestos a serles
útiles.
Por otra parte, otros dos viajeros acababan de
atravesar la aldea antes que ellos y habían acabado con la poca
comida disponible.
El teniente y el gaviero no tomaron en cuenta esta
circunstancia, que, por otra parte, no tenía nada de
extraordinaria.
Martínez y José se protegieron, pues,
bajo una especie de enramada y se prepararon para cenar una cabeza de
carnero. Excavaron un agujero en el suelo y, después de haberlo
llenado de leña y de piedras adecuadas para conservar el calor,
esperaron a que se consumieran las materias combustibles; luego
depositaron sobre las cenizas calientes, sin más
preparación, la carne, cubierta con hojas aromáticas, y
recubrieron todo herméticamente con ramas y tierra amontonada.
Al cabo de un rato su cena estaba a punto, y la devoraron como hombres
a los que un largo camino ha azuzado el apetito. Cuando acabaron su
comida, se echaron en el suelo con el puñal en la mano.
Después, sobreponiéndose su fatiga a la dureza del suelo
y a las constantes picaduras de los mosquitos, no tardaron en
dormirse.
Pero Martínez, en su agitado sueño,
repitió varias veces los nombres de Jacopo y de Pablo, cuya
desaparición le preocupaba sin cesar.

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