Gilbraltar
Capítulo I
Había allí unos setecientos u
ochocientos, cuanto menos. De talla promedio, pero robustos,
ágiles, flexibles, hechos para los saltos prodigiosos, se
movían iluminados por los últimos rayos del sol que se
ponía al otro lado de las montañas ubicadas al oeste de
la rada. Pronto, el rojizo disco desapareció y la oscuridad
comenzó a invadir el centro de aquel valle encajado en las
lejanas sierras de Sanorra, de Ronda y del desolado país del
Cuervo.
De pronto, toda la tropa se inmovilizó. Su jefe
acababa de aparecer montado en la cresta misma de la montaña,
como sobre el lomo de un flaco asno. Del puesto de soldados que se
encontraban sobre la parte superior de la enorme piedra, ninguno fue
capaz de ver lo que estaba sucediendo bajo los árboles.
- ¡Uiss, uiss! -silbó el jefe, cuyos
labios, recogidos como un culo de pollo, dieron a ese silbido una
extraordinaria intensidad.
- ¡Uiss, uiss! -repitió aquella
extraña tropa, formando un conjunto completo.
Un ser singular era sin duda alguna aquel jefe de
estatura alta, vestido con una piel de mono con el pelo al exterior, su
cabeza rodeada de una enmarañada y espesa caballera, la cara
erizada por una corta barba, sus pies desnudos y duros por debajo como
un casco de caballo.
Levantó el brazo derecho y lo extendió
hacia la parte inferior de la montaña. Todos repitieron de
inmediato aquel gesto con precisión militar, mejor dicho,
mecánica, como auténticos muñecos movidos por un
mismo resorte. El jefe bajó su brazo y todos los demás
bajaron sus brazos. Él se inclinó hacia el suelo. Ellos
se inclinaron igualmente adoptando la misma actitud. Él
empuñó un sólido bastón que comenzó
a ondear. Ellos ondearon sus bastones y ejecutaron un molinete similar
al suyo, aquel molinete que los esgrimistas llaman "la rosa
cubierta".
Entonces, el jefe se dio la vuelta, se deslizó
entre las hierbas y se arrastró bajo los árboles. La
tropa lo siguió mientras se arrastraban al mismo tiempo.
En menos de diez minutos fueron recorridos los
senderos del monte, descarnados por las lluvias sin que el movimiento
de una piedra hubiera puesto al descubierto la presencia de esta masa
en marcha.
Un cuarto de hora después, el jefe se detuvo.
Todos se detuvieron como si se hubieran quedado congelados en el
lugar.
A doscientos metros más abajo se veía la
ciudad, cobijada por la extensa y oscura rada. Numerosas luces
centelleantes hacían visible un confuso grupo de muelles, de
casas, de villas, de cuarteles. Más allá se
distinguían los fanales de los barcos de guerra, los fuegos de
los buques comerciales y de los pontones anclados en el muelle y que
eran reflejados en la superficie de las tranquilas aguas. Más
lejos, en la extremidad de la Punta de Europa, el faro proyectaba su
haz luminoso sobre el estrecho.
En ese momento se oyó un cañonazo: el
first gun fire, lanzado desde una de las baterías
rasantes. Luego se comenzaron a escuchar los redobles de los tambores
acompañados de los agudos silbatos de los pífanos.
Era la hora de el toque de queda, la hora de recogerse
en casa. Ningún extranjero tenía ya el derecho de caminar
por la ciudad, a no ser que estuviera escoltado por algún
oficial de la guarnición. Se le ordenaba a los miembros de las
tripulaciones de los barcos que regresaran a bordo antes de que las
puertas de la ciudad se cerraran. Con intervalos de quince minutos,
circulaban por las calles algunas patrullas que llevaban a la
estación a aquellos que se habían retrasado o a los
borrachos. Entonces la ciudad se sumía en una profunda
tranquilidad.
El general Mac Kackmale podría dormir entonces
a pierna suelta.
Esa noche, no parecía que Inglaterra tuviera
que temer que algo ocurriera en su Peñón de
Gibraltar.

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