Gilbraltar
Capítulo II
Es conocido que este gran peñón, que
tiene una altura de cuatrocientos veinticinco metros, reposa sobre una
base de doscientos cuarenta y cinco metros de ancho, con cuatro mil
trescientos de largo. Su forma se asemeja a un enorme león
echado, su cabeza apunta hacia el lado español, y su cola se
baña en el mar. Su rostro muestra los dientes - setecientos
cañones apuntando a través de sus troneras-, los
dientes de la anciana, como alguien dice. Una anciana que
mordería duro si alguien la irritara. Inglaterra está
sólidamente apostada en el lugar, tanto como en Perim, en
Adén, en Malta, en Pulo-Pinang y en Hong Kong, otros tantos
peñones que, algún día, con el progreso de la
Mecánica, podrán ser convertidos en fortalezas
giratorias.
Mientras llega el momento, Gibraltar le asegura al
Reino Unido una dominación indiscutible sobre los dieciocho
kilómetros de este estrecho que la maza de Hércules
abrió entre Abila y Calpe, en lo más profundo de las
aguas mediterráneas.
¿Han renunciado los españoles a
reconquistar este trozo de su península? Sí, sin duda,
porque parece ser inatacable por tierra o por mar.
No obstante, existía uno que estaba obsesionado
con la idea de reconquistar esta roca ofensiva y defensiva. Era el jefe
de la tropa, un ser raro, que se puede decir que estaba loco. Este
hombre se hacía llamar precisamente Gil Braltar, nombre que sin
duda alguna lo predestinaba para hacer viable esta conquista
patriótica. Su cerebro no había resistido y su lugar
hubiera debido estar en un asilo de dementes. Se le conocía
bien. Sin embargo, desde hacía diez años, no se
sabía a ciencia cierta lo que había sido de él.
¿Quizás erraría a través del mundo?
Realmente, no había abandonado en modo alguno su dominio
patrimonial. Vivía como un troglodita, bajo los bosques, en
cuevas, y más específicamente en el fondo de aquellos
inaccesibles reductos de las grutas de San Miguel, que según se
dice se comunican con el mar. Se le creía muerto. Vivía,
sin embargo, pero a la manera de los hombres salvajes, privados de la
razón humana, que sólo obedecen a sus instintos
animales.

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