Maese Zacarías
Capítulo I Una noche de
invierno
La ciudad de Ginebra está situada en la punta
occidental del lago al que ha dado o debe su nombre. El Ródano,
que la cruza a su salida del lago, la divide en dos barrios distintos,
y se divide a su vez, en el centro de la ciudad, por una isla que se
alza entre sus dos orillas. Esta disposición topográfica
se reproduce con frecuencia en los grandes centros comerciales o
industriales. Sin duda, los primeros habitantes quedaron seducidos por
las facilidades de transporte que les ofrecían los brazos
rápidos de los ríos, "esos caminos que andan
solos", según la frase de Pascual. Con el Ródano,
son caminos que corren.
En la época en que todavía no se alzaban
sobre esa isla, anclada como una goleta holandesa en medio del
río, construcciones nuevas y regulares, la maravillosa
agrupación de casas montadas unas sobre otras ofrecía a
los ojos una confusión llena de encantos. La escasa
extensión de la isla había obligado a varias de esas
construcciones a encaramarse sobre estacas, colocadas en desorden en
las rudas corrientes del Ródano. Esos gruesos maderos,
ennegrecidos por el tiempo, carcomidos por las aguas, se
parecían a las patas de un cangrejo inmenso y producían
un efecto fantástico. Algunas redes amarillentas,
auténticas telas de araña tendidas en el seno de aquella
construcción secular, se agitaban a la sombra como si fueran el
follaje de aquellos viejos bosques de robles, y el río,
abismándose en medio de aquel bosque de estacas, espumeaba con
lúgubres mugidos.
Una de las viviendas de la isla sorprendía por
su carácter de extraña vetustez. Era la casa del viejo
relojero maese Zacarías, de su hija Gérande, de Aubert
Thun, su aprendiz, y de su vieja sirvienta Escolástica.
¡Qué hombre tan extraordinario era
Zacarías! ¡Su edad parecía indescifrable! Ninguno
de los más viejos de Ginebra habría podido decir
hacía cuánto tiempo su cabeza enjuta y puntiaguda se
bamboleaba sobre sus hombros, ni qué día se le vio
caminar por primera vez por las calles de la ciudad dejando flotar al
viento su larga cabellera blanca. Aquel hombre no vivía,
oscilaba como la péndola de sus relojes. Su cara, flaca y
cadavérica, tenía tintes sombríos. Como los
cuadros de Leonardo da Vinci, tiraba a negro.
Gérande ocupaba el cuarto más hermoso de
la vieja casa, desde donde su mirada iba a posarse
melancólicamente, por una estrecha ventana, sobre las cimas
nivosas del Jura; pero el dormitorio y el taller del viejo ocupaban una
especie de cava, situada a ras del río y cuyo piso se apoyaba
sobre las estacas mismas. Desde tiempo inmemorial maese Zacarías
sólo salía a las horas de las comidas y cuando iba a
regular los diferentes relojes de la ciudad. Pasaba el resto del tiempo
junto a un banco cubierto por numerosos instrumentos de
relojería, que en su mayor parte él mismo había
inventado.
Porque era un hombre hábil. Sus obras se
admiraban en toda Francia y Alemania. Los operarios más
industriosos de Ginebra reconocían en voz alta su superioridad,
y constituía un honor para aquella ciudad, que lo mostraba
diciendo:
-¡A él corresponde la gloria de haber
inventado la rueda catalina!
En efecto, de esta invención, que los trabajos
de Zacarías hicieron comprender más tarde, data el
nacimiento de la auténtica relojería.
Y después de trabajar tan prolongada como
maravillosamente, Zacarías volvía a colocar con lentitud
las herramientas en su sitio, recubría con ligeros globos de
cristal las finas piezas que acababa de ajustar y dejaba en reposo la
activa rueda de su torno; luego levantaba una trampilla practicada en
el suelo de su reducto, y allí, inclinado horas enteras mientras
el Ródano se precipitaba con estrépito bajo sus ojos, se
embriagaba con sus brumosos vapores.
Una noche de invierno, la vieja Escolástica
sirvió la cena, en la que, según las antiguas costumbres,
participaba junto con el joven operario. Maese Zacarías no
comió, aunque en una hermosa vajilla azul y blanca le ofrecieran
manjares cuidadosamente dispuestos. Apenas respondió a las
dulces palabras de Gérande, a quien la taciturnidad más
sombría de su padre preocupaba visiblemente, y el parloteo de
Escolástica no hirió más su oído que los
gruñidos del río en los que ya no reparaba. Tras aquella
cena silenciosa, el viejo relojero abandonó la mesa sin besar a
su hija ni dar a todos las buenas noches de costumbre.
Desapareció por la estrecha puerta que llevaba a su retiro y,
bajo sus pesados pasos, la escalera gimió con graves quejas.
Gérande, Aubert y Escolástica
permanecieron algunos instantes sin hablar. Aquella noche el tiempo era
sombrío; las nubes se arrastraban pesadas a lo largo de los
Alpes y amenazaban con resolverse en lluvia; la severa temperatura de
Suiza llenaba el alma de tristeza mientras los vientos del sur
merodeaban por los alrededores y lanzaban siniestros silbidos.
-¿Sabe, mi querida señorita - dijo por
fin Escolástica -, que nuestro amo está ensimismado desde
hace algunos días? ¡Virgen Santísima! Comprendo que
no tenga hambre porque las palabras se le quedan en el estómago,
¡y muy hábil tiene que ser el diablo que le saque
alguna!
-Mi padre tiene algún secreto motivo de pesar
que yo no puedo sospechar siquiera - respondió Gérande
mientras una dolorosa inquietud se imprimía en su rostro.
-Señorita, no permita que tanta tristeza invada
su corazón. Ya conoce los singulares hábitos de maese
Zacarías. ¿Quién puede leer sobre su frente sus
pensamientos secretos? Habrá tenido sin duda algún
disgusto, pero mañana no lo recordará y se
arrepentirá de veras por haber apenado a su hija.
Era Aubert el que así hablaba, clavando sus
miradas en los hermosos ojos de Gérande. Aubert, el único
operario que maese Zacarías admitió nunca en la intimidad
de sus trabajos - porque apreciaba su inteligencia, su
discreción y su gran bondad de alma -, Aubert se había
vinculado a Gérande con esa fe misteriosa que preside los
afectos heroicos.
Gérande tenía dieciocho años. El
óvalo de su rostro recordaba el de las ingenuas madonas que
todavía la veneración cuelga en las esquinas de las
calles de las viejas ciudades de Bretaña. Sus ojos respiraban
una sencillez infinita. Se la amaba como a la más dulce
realización del sueño de un poeta. Sus vestidos
tenían colores poco chillones, y la ropa blanca que se plegaba
sobre sus hombros poseía ese tinte y ese olor particulares de la
ropa de iglesia. Vivía una existencia mística en aquella
ciudad de Ginebra que todavía no se había entregado a la
sequedad del calvinismo.
Mientras mañana y tarde leía sus preces
latinas en su misal de broche de hierro, Gérande había
descubierto un sentimiento oculto en el corazón de Aubert Thun:
el afecto profundo que el joven operario sentía por ella. Y en
efecto, a sus ojos, el mundo entero se condensaba en esta vieja casa
del relojero, y todo su tiempo lo pasaba junto a la joven cuando, una
vez terminado el trabajo, abandonaba el taller.
La vieja Escolástica lo veía, pero no
decía nada. Su locuacidad se ejercía preferentemente
sobre las desgracias de su edad y las pequeñas miserias
domésticas. Nadie trataba de detenerla. Era como esas cajitas de
música que se fabricaban en Ginebra: una vez dada cuerda,
había que romperla para que no tocase todas sus
melodías.
Al ver a Gérande sumida en su dolorosa
taciturnidad, Escolástica dejó la vieja silla de madera,
puso un cirio en la punta de un candelero, lo encendió y lo
colocó junto a una pequeña virgen de cera protegida en su
nicho de piedra. La costumbre era arrodillarse delante de aquella
madona protectora del hogar doméstico, pidiéndole que
extendiese su gracia benevolente sobre la noche próxima; pero
aquella noche Gérande permaneció silenciosa en su
sitio.
-Bueno, mi querida señorita - dijo
Escolástica sorprendida -, se ha terminado la cena y ya es la
hora de la despedida. ¿Quiere usted, pues, cansarse los ojos en
vigilias prolongadas?...¡Ay, Santísima Virgen! Ha llegado,
sin embargo, el momento de irse a la cama y de encontrar un poco de
alegría en unos bellos sueños. En esta época
maldita en que vivimos, ¿quién puede prometerse un
día de felicidad?
-¿No convendría enviar en busca de un
médico para mi padre? - preguntó Gérande.
-¡Un médico! - exclamó la vieja
sirvienta -. ¡Maese Zacarías jamás ha hecho caso de
todas sus imaginaciones y sentencias! ¡Puede haber médico
para los relojes, pero no para los cuerpos!
-¿Qué hacer? - murmuró
Gérande -. ¿Se ha puesto a trabajar de nuevo? ¿Se
dedica a descansar?
-Gérande - respondió dulcemente Aubert
-, alguna contrariedad moral apena a maese Zacarías, eso es
todo.
-¿La conoce usted, Aubert?
-Tal vez, Gérande.
-Cuéntenos eso - exclamó vivamente
Escolástica, apagando despacio su cirio.
-Desde hace varios días, Gérande - dijo
el joven operario -, ocurre un hecho absolutamente incomprensible.
Todos los relojes que su padre hizo y vendió desde hace
años se paran de pronto. Se los han traído en gran
número. Los ha desmontado con cuidado: los muelles estaban en
buen estado y los engranajes perfectamente bien. Ha vuelto a montarlos
con más cuidado todavía; pero a pesar de su habilidad no
han funcionado.
-¡Es obra del diablo! - exclamó
Escolástica.
-¿Qué quieres decir? - preguntó
Gérande -. Lo que ocurre me parece natural. Todo es limitado en
la tierra, y el infinito no puede salir de la mano de los hombres.
-No es menos cierto - respondió Aubert - que en
esto hay algo extraordinario y misterioso. Yo mismo he ayudado a maese
Zacarías a buscar la causa del desajuste de sus relojes. No he
podido encontrarla, y más de una vez, desesperado, las
herramientas se me han caído de las manos.
-Entonces - continuó Escolástica -,
¿por qué dedicarse a todo ese trabajo de réprobo?
¿Es natural que un pequeño instrumento de cobre pueda
caminar completamente solo y marcar las horas? ¡Tendríamos
que atenernos al reloj de sol
-No hablaría así, Escolástica -
respondió Aubert -, si supiera que el reloj de sol fue inventado
por Caín. - ¡Dios mío! ¿Qué me
dice?
-¿Cree - continuó ingenuamente
Gérande - que se puede pedir a Dios que devuelva la vida a los
relojes de mi padre?
-Sin duda alguna - respondió el joven
operario.
-¡Bueno! Serán plegarias inútiles
- gruñó la vieja sirvienta -, pero el cielo
perdonará debido a la intención.
Volvieron a encender el cirio. Escolástica,
Gérande y Aubert se arrodillaron en las losas del cuarto, y la
joven rezó por el alma de su madre, por la santificación
de la noche, por los viajeros y los prisioneros, por los buenos y los
malos y, sobre todo, por las tristezas desconocidas de su padre. Luego,
aquellas tres devotas personas se levantaron con alguna confianza en el
corazón, porque habían puesto su pena en el seno de
Dios.
Aubert se fue a su cuarto, Gérande se
sentó muy pensativa junto a la ventana mientras las
últimas luces se apagaban en la ciudad de Ginebra,
Escolástica, después de haber derramado un poco de agua
sobre los tizones encendidos y corrido los dos enormes cerrojos de la
puerta, se arrojó sobre su cama, donde no tardó en
soñar que se moría de miedo.
Mientras tanto, el horror de aquella noche de invierno
había aumentado. A veces, con los torbellinos del río, el
viento se arremolinaba bajo las estacas y la casa se estremecía
entera; pero la joven, absorta en su tristeza, no pensaba más
que en su padre. Después de las palabras de Aubert Thun, la
enfermedad de maese Zacarías había tomado a su ojos
proporciones fantásticas, y le parecía que aquella
querida existencia, vuelta puramente mecánica, sólo se
movía a duras penas sobre sus gastados ejes.
De súbito, el tejadillo, violentamente
impulsado por la ráfaga, chocó contra la ventana del
cuarto. Gérande se estremeció y se levantó de un
salto, sin comprender la causa de aquel ruido que sacudió su
adormecimiento. Cuando su emoción se hubo calmado, abrió
las contraventanas. Las nubes habían reventado y una lluvia
torrencial crepitaba sobre los techos circundantes. La joven se
inclinó hacia fuera para agarrar el postigo que el viento
bamboleaba, pero tuvo miedo. Le pareció que la lluvia y el
río, mezclando sus aguas tumultuosas, sumergían aquella
frágil casa cuyos ejes se resquebrajaban por todas partes. Quiso
huir de su habitación; pero percibió debajo de ella el
reverbero de una luz que debía proceder del reducto de maese
Zacarías, y en una de esas calmas momentáneas durante las
que los elementos callan, su oído fue herido por sonidos de
queja. Trató de volver a cerrar su ventana y no pudo lograrlo.
El viento la rechazaba con violencia, como un malhechor que se
introduce en una habitación.
¡Gérande pensó que se
volvería loca de terror! ¿ Qué hacía
entonces su padre? Abrió la puerta, que se le escapó de
las manos y golpeó ruidosamente bajo el impulso de la tempestad.
Gérande se encontró entonces en la sala oscura del
comedor. Tanteando logró ganar la escalera que llevaba al taller
de maese Zacarías y se deslizó por ella pálida y
desfallecida.
El viejo relojero estaba de pie en medio de aquella
habitación que llenaban los rugidos del río. Sus cabellos
erizados le daban un aspecto siniestro. ¡Hablaba, gesticulaba,
sin ver, sin oír! Gérande permaneció en el
umbral.
-¡Es la muerte! - decía maese
Zacarías con voz sorda -. ¡Es la muerte!...
¿Qué me queda por vivir, ahora que he dispersado mi
existencia por el mundo? ¡Porque yo, maese Zacarías, soy
el creador de todos esos relojes que he fabricado! ¡Es una parte
de mi alma lo que he encerrado en cada una de esas cajas de hierro, de
plata o de oro! ¡Cada vez que uno de esos malditos relojes se
para, siento que mi corazón cesa de latir, porque yo
regulé sus pulsaciones!
Y al hablar de esta extraña forma, el viejo
pasó sus ojos por el banco. Allí se encontraban todas las
partes de un reloj que había desmontado cuidadosamente.
Tomó una especie de cilindro hueco, llamado tambor, en el que
está encerrado el muelle, y retiró la espiral de acero
que, en lugar de distenderse siguiendo las leyes de su elasticidad,
permaneció enrollada sobre sí misma, igual que una
víbora dormida, parecía anudada, como esos viejos
impotentes cuya sangre ha terminado por coagularse. Maese
Zacarías trató en vano de desenrollarla con sus flacos
dedos, cuya silueta se alargaba desmesuradamente sobre la pared, pero
no pudo lograrlo, y pronto, con un terrible grito de cólera, la
tiró por la trampilla a los torbellinos del Ródano.
Gérande, con los pies clavados en el suelo,
permanecía sin aliento y sin moverse. Quería y no
podía acercarse a su padre. Vertiginosas alucinaciones se
apoderaron de ella. De pronto oyó en la sombra una voz que
murmuraba a su oído:
-Gérande, mi querida Gérande. El dolor
la tiene aún despierta. Vuelva, se lo ruego, la noche es
fría.
-¡Aubert! - murmuró la joven a media voz
-. ¡Usted! ¡Usted!
-¿No debía inquietarme por lo que le
inquieta? - respondió Aubert.
Estas dulces palabras hicieron que la sangre volviera
a afluir al corazón de la joven. Se apoyó en el brazo del
operario y le dijo:
-Mi padre está muy enfermo, Aubert. Sólo
usted puede curarle, porque esa enfermedad del alma no cedería
ante los consuelos de su hija. Su espíritu ha sido herido por un
accidente muy natural, y, trabajando a su lado reparando sus relojes,
le devolverá la razón. ¿No es cierto, Aubert -
añadió ella todavía muy impresionada -, que su
vida se confunde con la de sus relojes?
Aubert no respondió.
-Pero ¿sería entonces el oficio de mi
padre un oficio reprobado por el cielo? - dijo Gérande
estremeciéndose.
-No sé - respondió el operario, que
calentó con sus manos las manos heladas de la joven -.
¡Pero vuelva a su cuarto, mi pobre Gérande, y con el
descanso recobre alguna esperanza!
Gérande regresó lentamente a su
habitación y se quedó allí hasta el alba sin que
el sueño pesase sobre sus párpados, mientras maese
Zacarías, siempre mudo e inmóvil, miraba el río
fluir ruidosamente a sus pies.

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