Maese Zacarías
Capítulo IV La iglesia de San
Pedro
Mientras tanto, el espíritu y el cuerpo de
maese Zacarías se debilitaban cada vez más. Sólo
una sobreexcitación extraordinaria le empujó con mayor
violencia que nunca hacia sus trabajos de relojería, de los que
su hija no consiguió apartarle.
Su orgullo creció después de aquella
crisis a la que su extraño visitante le había impulsado
traidoramente, y resolvió dominar, a fuerza de genio, la
influencia maldita que pesaba sobre su obra y sobre él.
Inspeccionó primero los diferentes relojes de la ciudad,
confiados a sus cuidados. Con escrupulosa atención se
aseguró de que los mecanismos estaban en buen estado, de que los
ejes eran sólidos y de que los contrapesos se hallaban
exactamente equilibrados. No dejó de auscultar el campanario y
lo hizo con el recogimiento de un médico interrogando el pecho
de un enfermo. Nada indicaba, por tanto, que aquellos relojes
estuvieran en vísperas de ser atacados por la inercia.
Gérande y Aubert acompañaban con
frecuencia al viejo relojero en estas visitas. Hubiera debido sentirse
complacido al verlos solícitos para seguirle, y, desde luego, no
se habría preocupado tanto de su próximo fin si hubiera
pensado que su existencia debía continuarse en la de aquellos
seres queridos, si hubiera comprendido que en los hijos siempre queda
algo de la vida de un padre.
El viejo relojero, una vez de regreso a su casa,
proseguía sus trabajos con asiduidad febril. Aunque persuadido
de no vencer, sin embargo le parecía imposible que ocurriese, y
montaba y desmontaba sin cesar los relojes que llevaban a su
taller.
Por su lado, Aubert se las ingeniaba en vano para
descubrir las causas de aquel mal.
-Maestro - decía -, sólo puede ser
debido al desgaste de los ejes y de los engranajes.
-¿Te diviertes matándome a fuego lento?
- le respondía con violencia maese Zacarías -.
¿Son esos relojes obra de un niño? ¿Acaso por
temor a hacerme daño en los dedos no he pulido en el torno la
superficie de estas piezas de cobre? ¿No las he forjado yo mismo
para conseguir una dureza mayor? ¿No están templados
estos muelles con una perfección rara? ¿Se pueden
utilizar aceites más finos para impregnarlos?
¡Estarás de acuerdo conmigo en que es imposible, y
habrás de confesar por último que el diablo está
metido en esto!
Y luego, de la mañana a la noche, los clientes
descontentos afluían en tropel a la casa, y conseguían
llegar hasta el viejo relojero, que no sabía a cuál
atender.
- Este reloj se atrasa sin que yo consiga regularlo -
decía uno.
-¡Este - continuaba otro - tiene una
auténtica obstinación, y se ha parado ni más ni
menos que el sol de Josué!
-Si es cierto que su salud influye sobre la salud de
sus relojes - repetían la mayoría de los descontentos -,
maese Zacarías, ¡cúrese cuanto antes!
El viejo miraba a todas aquellas gentes con ojos
huraños y sólo respondía moviendo la cabeza o con
tristes palabras:
-¡Esperen a la primavera, amigos míos!
¡Es la estación en que la existencia se reaviva en los
cuerpos fatigados! ¡Necesitamos que el sol venga a reanimarnos a
todos!
-¡Bonito negocio si nuestros relojes tienen que
estar enfermos durante el invierno! - le dijo uno de los más
rabiosos -. ¿Sabe, maese Zacarías, que su nombre
está inscrito con todas sus letras en la esfera? ¡Por la
Virgen, no hace usted honor a su firma!
Finalmente sucedió que el viejo, avergonzado
por estos reproches, retiró algunas piezas de oro de su viejo
arcón y empezó a comprar los relojes estropeados. Ante
esta noticia, los parroquianos acudieron en tropel, y el dinero de
aquel pobre hogar se escapó muy deprisa; pero la probidad del
mercader quedó a salvo. Gérande aplaudió de buena
gana aquella delicadeza, que la llevaba directamente a la ruina, y
pronto Aubert hubo de ofrecer sus economías a maese
Zacarías.
-¿Qué será de mi hija? -
decía el viejo relojero, aferrándose a veces, en aquel
naufragio, a los sentimientos del amor paterno.
Aubert no se atrevió a responder que se
sentía con ánimo para el futuro y que tenía un
gran cariño por Gérande. Aquel día Zacarías
le habría llamado yerno y desmentido las funestas palabras que
todavía zumbaban en sus oídos: "Gérande no se
casará con Aubert".
No obstante, con este sistema el viejo relojero
llegó a quedarse sin un céntimo. Sus viejos jarrones
antiguos fueron a parar a manos extrañas; se deshizo de los
magníficos paneles de roble finamente esculpido que
revestían las paredes de su hogar; algunas ingenuas pinturas de
los primeros pintores alemanes no alegraron más los ojos de su
hija, y todo, hasta las preciosas herramientas que su genio
había inventado, fue vendido para indemnizar a los que
reclamaban.
Sólo Escolástica no quería
oír hablar de semejante tema; pero sus esfuerzos no
podían impedir que los importunos llegasen hasta su amo y que
salieran en seguida con algún objeto precioso. Entonces su
parloteo resonaba en todas las calles del barrio, donde se la
conocía desde hacía mucho. Se dedicaba a desmentir los
rumores de brujería y de magia que corrían a cuenta de
Zacarías; pero como en el fondo estaba convencida de que eran
verdad, rezaba y rezaba para redimir sus piadosas mentiras.
Habían observado que desde hacía mucho
el relojero no cumplía con sus deberes religiosos. En otra
época acompañaba a Gérande a los oficios y
parecía encontrar en la plegaria ese encanto intelectual con que
impregna las inteligencias hermosas. Aquel alejamiento voluntario del
viejo de las prácticas sagradas, unido a las prácticas
secretas de su vida, había legitimado en cierto modo las
acusaciones de sortilegio dirigidas contra sus trabajos. Por eso, con
el doble motivo de que su padre volviera a Dios y al mundo,
Gérande decidió llamar a la religión en su ayuda.
Pensó que el catolicismo podría devolver alguna vitalidad
a aquella alma moribunda; pero estos dogmas de fe y de humildad
tenían que combatir en el alma de Zacarías con un
insuperable orgullo, y chocaban contra esa soberbia de la ciencia que
remite todo a ella misma, sin remontarse a la fuente infinita de donde
derivan los principios primeros.
Fue en estas circunstancias cuando la joven
emprendió la conversión de su padre, y su influencia
resultó tan eficaz que el viejo relojero prometió asistir
el domingo siguiente a la misa mayor en la catedral. Gérande
experimentó un momento de éxtasis, como si el cielo se
hubiera entreabierto a sus ojos. La vieja Escolástica no pudo
contener su alegría y tuvo, por fin, argumentos incontestables
contra las malas lenguas que acusaban a su amo de impiedad. Lo
comentó con sus vecinas, con sus amigas, con sus enemigas, tanto
con quien la conocía como con quien no la conocía;
-Palabra que casi no creemos lo que nos anuncia,
señora Escolástica - le respondieron -. Maese
Zacarías siempre ha obrado de acuerdo con el diablo.
-¿No ha visto - proseguía la buena mujer
- los hermosos campanarios que repican donde baten los relojes de mi
amo? ¿Cuántas veces ha hecho sonar la hora del rezo y de
la misa?
-Desde luego - le respondían -. ¿Pero no
ha inventado acaso máquinas que hablan completamente solas y que
consiguen hacer el trabajo de un hombre verdadero?
-¿Acaso unos hijos del demonio - contestaba la
señora Escolástica furiosa - habrían podido hacer
el hermoso reloj de hierro del castillo de Andernatt, que la ciudad de
Ginebra no pudo comprar por no ser lo bastante rica? ¡Cada hora
aparecía una hermosa leyenda, y un cristiano que hubiera regido
su vida por ellas habría ido todo recto al paraíso!
¿ Es por eso trabajo del diablo?
Aquella obra maestra, fabricada hacía veinte
años antes, había elevado hasta las nubes, en efecto, la
gloria de maese Zacarías; pero incluso en esta ocasión
las acusaciones de brujería habían sido generales.
Además, la vuelta del viejo a la iglesia de San Pedro
debía reducir las malas lenguas al silencio.
Sin acordarse, desde luego, de la promesa hecha a su
hija, maese Zacarías había vuelto al taller.
Después de comprobar su impotencia para devolver la vida a sus
relojes, intentó fabricar otros nuevos. Abandonó todos
aquellos cuerpos inertes y se dedicó a terminar el reloj de
cristal que debía ser su obra maestra; pero por más que
hizo, por más que utilizó sus herramientas más
perfectas, por más que empleó los rubíes y el
diamante idóneos para resistir los frotamientos, ¡el reloj
le estalló entre las manos la primera vez que quiso darle
cuerda!
El viejo no habló a nadie de esto, ni siquiera
a su hija; pero desde entonces su vida declinó
rápidamente. No eran más que las últimas
oscilaciones de un péndulo que van disminuyendo cuando nada
puede darle ya su movimiento primitivo. Parecía como si las
leyes de la gravedad, actuando directamente sobre el viejo, le
arrastraran de forma irresistible hacia la tumba.
Aquel domingo tan ardientemente deseado por
Gérande llegó al fin. El tiempo era bueno y la
temperatura vivificante. Los habitantes de Ginebra paseaban tranquilos
por las calles de la ciudad, con alegres frases sobre la vuelta de la
primavera. Gérande, tomando con cuidado el brazo del viejo, se
dirigió hacia San Pedro, mientras Escolástica los
seguía, llevando sus libros de horas. Les miraban pasar con
curiosidad. El viejo se dejaba conducir como un niño, o
más bien como un ciego. Casi con un sentimiento de terror, los
fieles de San Pedro le vieron franquear el umbral de la iglesia, e
incluso se retiraron a medida que se acercaba.
Los cantos de la misa mayor habían empezado a
sonar. Gérande se dirigió hacia su banco habitual y se
arrodilló con el recogimiento más profundo. Maese
Zacarías se quedó a su lado, de pie.
Las ceremonias de la misa se desarrollaron con la
solemnidad majestuosa de esas épocas de creencia, pero el viejo
no creía. No imploró la piedad del cielo con los gritos
de dolor del Kyrie; con el Gloria in excelsis, no cantó
las magnificencias de las alturas celestes; la lectura del Evangelio no
le sacó de sus ensoñaciones materialistas, y
olvidó asociarse a los homenajes católicos del Credo.
Aquel orgulloso viejo permanecía inmóvil, insensible y
mudo como una estatua de piedra; e incluso en el momento solemne en que
la campanilla anunció el milagro de la
transubstanciación, no se inclinó y miró de frente
a la hostia divinizada que el sacerdote alzaba por encima de los
fieles.
Gérande miraba a su padre, y abundantes
lágrimas mojaron su libro de misa.
En aquel momento, el reloj de San Pedro dio la media
de las once.
Maese Zacarías se volvió con viveza
hacia aquel viejo campanario que todavía hablaba. Le
pareció que la esfera interior le miraba fijamente, que las
cifras de las horas brillaban como si hubieran sido grabadas con trazos
de fuego, y que las agujas soltaban una chispa eléctrica por sus
agudas puntas.
Acabó la misa. La costumbre ordenaba que el
Angelus se dijera a las doce en punto; los oficiantes, antes de
abandonar el atrio, esperaban a que la hora sonase en el reloj del
campanario. Dentro de unos instantes aquella plegaria subiría a
los pies de la Virgen.
Pero de pronto se dejó oír un ruido
estridente. Maese Zacarías lanzó un grito...
La aguja grande de la esfera, que acababa de llegar a
las doce, se había detenido súbitamente, y las doce no
sonaron.
Gérande se precipitó en ayuda de su
padre, que había caído boca arriba sin movimiento, y al
que llevaron fuera de la iglesia.
-¡Es el golpe mortal! - se dijo Gérande
sollozando.
Maese Zacarías, una vez trasladado a su casa,
fue acostado en un estado de aniquilamiento total. La vida sólo
existía en la superficie de su cuerpo, como las últimas
nubes de humo que vagan en torno a una lámpara recién
apagada.
Cuando se recobró, Aubert y Gérande
estaban inclinados sobre él. En aquel momento supremo, el futuro
adoptó a sus ojos la forma del presente. Vio a su hija sola y
sin apoyo.
-Hijo mío - le dijo a Aubert-, te entrego a mi
hija.
Yy extendió la mano hacia sus dos hijos que de
este modo quedaron unidos en aquel lecho de muerte.
Pero al punto maese Zacarías se levantó
movido por la rabia. Las palabras del vejete volvieron a su
cerebro.
¡Yo no puedo morir! - exclamó -.
¡Yo no puedo morir! ¡Yo, maese Zacarías, no debo
morir!... ¡Mis libros!... ¡Mis cuentas!...
Y diciendo esto, saltó fuera de su cama hacia
un libro en el que se encontraban inscritos los nombres de sus clientes
así como el objeto que les había vendido. Hojeó
aquel libro con avidez y su dedo descarnado se detuvo sobre una de sus
hojas.
-¡Ahí! - dijo -. ¡Ahí...!
¡El viejo reloj de hierro, vendido al tal Pittonaccio! ¡Es
el único que todavía no me han devuelto! ¡Existe!
¡Funciona! ¡Sigue viviendo! ¡Ay, lo quiero y lo
encontraré! Lo cuidaré tan bien que la muerte ya no
tendrá poder sobre mí.
Y se desvaneció.
Aubert y Gérande se arrodillaron al lado de la
cama del viejo y rezaron juntos.

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