Maese Zacarías
Capítulo V La hora de la
muerte
Pasaron todavía algunos días y maese
Zacarías, aquel hombre casi muerto, se levantó de su cama
y volvió a la vida gracias a una excitación sobrenatural.
Vivía de orgullo. Pero Gérande no se equivocó: el
cuerpo y el alma de su padre estaban perdidos para siempre.
Vieron entonces al viejo ocupado en reunir sus
últimos recursos, sin preocuparse de su familia. Derrochaba una
energía increíble, andando, registrando y murmurando
palabras misteriosas.
Una mañana, Gérande bajó a su
taller. Maese Zacarías no estaba allí.
Le esperó durante todo aquel día. Maese
Zacarías no volvió.
Aubert recorrió la ciudad y tuvo la triste
certeza de que el viejo la había dejado.
-¡Busquemos a mi padre! - exclamó
Gérande cuando el joven operario le llevó esas dolorosas
noticias.
-¿Dónde puede estar? - se
preguntó Aubert.
Una inspiración iluminó de pronto su
espíritu. Vinieron a su memoria las últimas palabras de
maese Zacarías. ¡El viejo relojero ya no vivía
más que pensando en aquel viejo reloj de hierro que no le
habían devuelto! Maese Zacarías debía haberse
puesto a buscarlo.
Aubert comunicó su pensamiento a
Gérande.
-Veamos el libro de mi padre - le respondió
ella.
Los dos bajaron al taller. El libro estaba abierto
sobre el banco. Todos los relojes de pared o de bolsillo hechos por el
viejo relojero y que le habían devuelto debido a su desarreglo
estaban tachados, excepto uno.
"Vendido al señor Pittonaccio un reloj de
hierro, con campanario y personajes móviles, entregado en su
castillo de Andernatt".
Era aquel reloj "moral" del que la vieja
Escolástica había hablado con tantos elogios.
-¡Mi padre ha ido allí! - exclamó
Gérande.
-Corramos - respondió Aubert -. Todavía
podemos salvarle...
-No para esta vida - murmuró Gérande -,
pero al menos para la otra.
-¡Que sea lo que Dios quiera, Gérande! El
castillo de Andernatt está situado en las gargantas de los
Dents-du-Midi, a unas veinte horas de Ginebra. Vayamos.
Aquella misma tarde, Aubert y Gérande, seguidos
por su vieja sirvienta, caminaban a pie por la ruta que bordea el lago
de Ginebra. Hicieron cinco leguas por la noche, sin detenerse ni en
Bessigne, ni en Ermance, donde se alza el célebre castillo de
los Mayor. Vadearon no sin esfuerzo el torrente del Dranse. En todos
los lugares preguntaban por maese Zacarías, y pronto tuvieron la
certeza de que caminaban tras sus pasos.
Al día siguiente, a la caída del sol,
después de haber pasado Thonon llegaron a Evian, desde donde se
ve la costa de Suiza desarrollarse ante la vista en una
extensión de doce leguas. Pero los dos prometidos no se fijaron
siquiera en aquellos parajes encantadores. Caminaban impulsados por una
fuerza sobrenatural. Aubert, apoyado en un bastón de nudos,
ofrecía su brazo unas veces a Gérande y otras a la vieja
Escolástica, y sacaba de su corazón una suprema
energía para sostener a sus compañeras. Los tres hablaban
de sus dolores, de sus esperanzas, y seguían de este modo aquel
hermoso camino a flor de agua, sobre la llanura estrecha que une las
orillas del lago con las altas montañas del Chalais. Pronto
alcanzaron Bouveret, el lugar en que el Ródano entra en el lago
de Ginebra.
A partir de esta ciudad abandonaron el lago, y su
fatiga aumentó en medio de aquellas comarcas montañosas.
Vionnaz, Chesset, Collombay, aldeas medio perdidas, quedaron pronto a
sus espaldas. Sin embargo, sus rodillas se doblaron, sus pies se
desgarraron en aquellas crestas agudas que erizan el suelo como matas
de granito. ¡Ningún rastro de maese Zacarías!
Pero había que encontrarle, y los dos
prometidos no pidieron descansar ni en las cabañas aisladas ni
en el castillo de Monthey, que con sus dependencias formó la
dote de Margarita de Saboya. Por último, hacia el final de
aquella jornada, alcanzaron, casi moribundos de fatiga, la ermita de
Notre-Dame du Sex, que está situada en la base del
Dent-du-Midi, a seiscientos pies por encima del
Ródano.
EI ermitaño los recibió a los tres a la
caída de la noche. No habrían podido dar un paso
más, y allí tuvieron que tomar algún reposo.
El ermitaño no les dio noticia alguna de maese
Zacarías. Apenas podían esperar encontrarle vivo en medio
de aquellas sombrías soledades. La noche era profunda, el
huracán silbaba en la montaña y las avalanchas se
precipitaban desde la cima de las rocas vacilantes.
Los dos prometidos, acurrucados ante el hogar del
ermitaño, le contaron su dolorosa historia. Sus capas,
impregnadas de nieve, se secaban en un rincón. En el exterior el
perro del ermitaño lanzaba lúgubres ladridos que se
mezclaban a los silbidos del viento.
-El orgullo - dijo el ermitaño a sus
huéspedes - perdió a un ángel creado para el bien.
Es la piedra de toque donde chocan los destinos del hombre. Al orgullo,
ese principio de todo vicio, no se puede oponer ningún
razonamiento, porque, por su naturaleza misma, el orgulloso se niega a
oírlos... ¡Por eso lo único que cabe hacer es rezar
por su padre!
Los cuatro se arrodillaron cuando aumentaron los
ladridos del perro, y, al poco, llamaron a la puerta de la ermita.
-¡Abra, en nombre del diablo!
La puerta cedió bajo violentos esfuerzos y
apareció un hombre desgreñado, de mirada extraviada,
apenas vestido.
-¡Padre! - exclamó Gérande.
Era maese Zacarías.
-¿Dónde estoy? - dijo -. ¡En la
eternidad!...
El tiempo se ha terminado... las horas ya no suenan...
las agujas se paran.
-¡Padre! - continuó Gérande con
una emoción tan desgarradora que el viejo pareció volver
al mundo de los vivos.
-¿Tú aquí, Gérande
mía? - exclamó -. ¡Y tú también,
Aubert! ¡Ah, mis queridos hijos, vengan a casarse a nuestra vieja
iglesia!
-Padre mío - dijo Gérande
tomándole del brazo -, vuelva a su casa de Ginebra, vuelva con
nosotros.
El viejo escapó al abrazo de su hija y se
lanzó hacia la puerta, en cuyo umbral la nieve se amontonaba en
grandes copos.
-¡No abandone a sus hijos! - exclamó
Aubert.
-¿Por qué - respondió con
tristeza el viejo relojero -, por qué volver a esos lugares que
mi vida ya ha dejado y donde una parte de mí mismo está
enterrada para siempre?
-¡Su alma no ha muerto! - dijo el
ermitaño con voz grave.
-¡Mi alma!... ¡Oh, no!... ¡Sus
mecanismos son buenos!... La siento latir a compás...
-¡Su alma es inmaterial! ¡Su alma es
inmortal! - continuó el ermitaño con fuerza.
-¡Sí... como mi gloria! ¡Pero
está encerrada en el castillo de Andernatt, y quiero volver a
verla!
El ermitaño se santiguó.
Escolástica estaba casi desvanecida. Aubert sostenía a
Gérande en sus brazos.
-El castillo de Andernatt está habitado por un
condenado - dijo el ermitaño -, un condenado que no saluda a la
cruz de mi ermita.
-¡Padre, no vaya allí!
-¡Quiero mi alma! ¡Mi alma es
mía!
-¡Reténganlo, retengan a mi padre! -
exclamó Gérande.
Pero el viejo había franqueado el umbral y se
había lanzado a través de la noche gritando:
-¡Mía, mi alma es mía!
Gérande, Aubert y Escolástica se
precipitaron tras sus pasos. Caminaron por senderos impracticables que
maese Zacarías seguía como el huracán, impulsado
por una fuerza irresistible. La nieve formaba remolinos a su alrededor
y mezclaba sus copos blancos con la espuma de los torrentes
desbordados.
Al pasar delante de la capilla levantada en memoria de
la masacre de la legión tebana, Gérande, Aubert y
Escolástica se santiguaron muy deprisa. Maese Zacarías no
se descubrió.
Por fin apareció la aldea de Evionnaz en medio
de aquella región desértica. El corazón más
duro se hubiera conmovido al ver este poblado perdido en medio de
aquellas horribles soledades. El viejo siguió adelante. Se
dirigió hacia la izquierda y se abismó por la más
profunda de las gargantas de aquellos Dents-du-Midi que muerden
el cielo con sus agudos picos.
Muy pronto una ruina, vieja y sombría como las
rocas de su base, se irguió ante él.
-¡Ahí está! ¡Ahí!...
- exclamó acelerando de nuevo su desenfrenada carrera.
En aquella época, el castillo de Andernatt no
era ya más que un montón de ruinas. Una maciza torre,
gastada, hecha trizas, lo dominaba y parecía amenazar con su
caída los viejos aguilones que se erguían a sus pies.
Aquellos vastos amontonamientos de piedras causaban horror a la vista.
En medio de los escombros se presentían algunas sombrías
salas de techos desmoronados, inmundos receptáculos de
víboras.
Una poterna estrecha y baja que se abría sobre
un foso lleno de escombros daba acceso al castillo de Andernatt.
¿Qué habitantes habían pasado por allí? No
se sabe. Sin duda algún margrave, mitad bandido, mitad
señor, moró en aquel edificio. Al margrave le sucedieron
los bandidos o los monederos falsos, que fueron ahorcados en el teatro
de su crimen. Y la leyenda decía que, en las noches de invierno,
Satán iba a dirigir sus zarabandas tradicionales en la pendiente
de las profundas gargantas donde se sepultaban las sombras de aquellas
ruinas.
Maese Zacarías no se asustó por aquel
aspecto siniestro. Llegó a la poterna. Nadie le impidió
pasar. Un patio grande y tenebroso se ofreció a su mirada. Nadie
le impidió atravesarlo. Subió una especie de plano
inclinado que llevaba a uno de aquellos largos corredores, cuyos arcos
parecían aplastar la luz bajo sus pesados arranques. Nadie se
opuso a su paso. Gérande, Aubert y Escolástica
seguían tras él.
Maese Zacarías, como si una mano invisible le
guiase, parecía seguro de su ruta y caminaba con paso
rápido. Llegó a una vieja puerta carcomida que se
derrumbó bajo sus golpes, mientras los murciélagos
trazaban alrededor de su cabeza círculos oblicuos.
Una sala inmensa, mejor conservada que las
demás, apareció ante él. Altos paneles esculpidos
revestían sus muros, en los que las larvas, los vampiros, las
tarascas parecían agitarse confusamente. Algunas ventanas
alargadas y angostas, semejantes a troneras, se estremecían bajo
las descargas de la tempestad.
Cuando maese Zacarías llegó al centro de
aquella sala, lanzó un grito de alegría.
Sobre una repisa de hierro empotrada en la muralla
descansaba aquel reloj donde ahora residía su vida entera.
Aquella obra maestra sin par representaba una vieja iglesia romana, con
sus contrafuertes de hierro forjado y su pesado campanario, en el que
se encontraba un campanario completo para la antífona del
día, el angelus, la misa, vísperas, completas y
bendición. Encima de la puerta de la iglesia, que se
abría a la hora de los oficios, había ahuecado un
rosetón, en cuyo centro se movían dos agujas, y cuya
archivolta reproducía las doce horas de la esfera esculpidas en
relieve. Entre la puerta y el rosetón, como había contado
la vieja Escolástica, aparecía una máxima referida
al empleo de cada instante en una esfera de cobre. Maese
Zacarías había regulado en otro tiempo aquella
sucesión de leyendas con una solicitud completamente cristiana;
las horas de rezo, de trabajo, de descanso, de recreo y de reposo se
seguían según la disciplina religiosa, y debían
procurar de modo infalible la salvación de un observador
escrupuloso de sus recomendaciones.
Maese Zacarías, ebrio de alegría, iba a
apoderarse de aquel reloj cuando una risa espantosa estalló a
sus espaldas.
Se volvió y, a la luz de una lámpara
humeante, reconoció al vejete de Ginebra.
-¡Usted aquí! - exclamó.
Gérande tuvo miedo. Se apretó contra su
prometido.
-Buenos días, maese Zacarías - dijo el
monstruo.
-¿Quién es usted?
-¡El señor Pittonaccio, para servirle!
¡Ha venido a darme a su hija! Se ha acordado usted de mis
palabras: "Gérande no se casará con
Aubert".
El joven operario se lanzó contra Pittonaccio,
que se esfumó como una sombra.
-Detente, Aubert - ordenó maese
Zacarías.
-Buenas noches - dijo Pittonaccio, que
desapareció.
-¡Padre - exclamó Gérande -,
huyamos de estos lugares malditos!... ¡Padre mío!
Maese Zacarías ya no estaba allí. A
través de los pisos desmoronados perseguía el fantasma de
Pittonaccio. Escolástica, Aubert y Gérande permanecieron,
anonadados, en aquella sala inmensa. La joven había caído
sobre un sillón de piedra; la vieja sirvienta se
arrodilló a su lado y se puso a rezar. Aubert permaneció
de pie, velando por su prometida. En la sombra serpenteaban unas luces
pálidas y el silencio sólo era interrumpido por el
trabajo de esos pequeños animales que roen las maderas viejas y
cuyo ruido marca los compases del "reloj de la muerte".
A los primeros rayos del día, los tres se
aventuraron por las escaleras sin fin que circulaban bajo aquel
montón de piedra. Durante dos horas, vagaron de ese modo sin
encontrar alma viviente y sin oír otra cosa que un eco lejano
respondiendo a sus gritos. Unas veces se encontraban hundidos a cien
pies bajo tierra, otras dominaban desde la altura aquellas
montañas salvajes.
La casualidad los devolvió por último a
la vasta sala que los había amparado durante aquella noche de
angustias. Ya no estaba vacía. Maese Zacarías y
Pittonaccio hablaban juntos en ella, uno de pie y rígido como un
cadáver, el otro acurrucado en una mesa de mármol.
Al ver a Gérande, maese Zacarías la
tomó de la mano y la llevó hacia Pittonaccio
diciendo:
-¡Aquí tienes a tu amo y señor,
hija mía! ¡Gérande, aquí tienes a tu
esposo!
Gérande se estremeció de pies a
cabeza.
-¡Nunca! - exclamó Aubert -, porque es mi
prometida.
-¡Nunca! - respondió Gérande como
un eco lastimero.
Pittonaccio se echó a reír.
-¿Quieres acaso mi muerte? - exclamó el
viejo -. Ahí, en ese reloj, el último que todavía
anda de todos los que han salido de mis manos, está encerrada mi
vida, y este hombre me ha dicho: "Cuando yo tenga a tu hija, ese
reloj te pertenecerá. ¡Y ese hombre no quiere darle
cuerda! Puede romperlo y precipitarme en la nada. ¡Ay, hija
mía!, entonces ya no me amarás.
-Padre mío - murmuró Gérande
recuperándose del desvanecimiento.
-¡Si supieras cuánto he sufrido lejos de
este principio de mi existencia! - continuó el viejo -.
¡Tal vez no cuiden este reloj! ¡Tal vez dejen que sus
resortes se gasten, que sus mecanismos se atasquen! Pero ahora, voy a
sostener con mis propias manos esta salud tan querida, porque no es
necesario que yo muera, yo, el gran relojero de Ginebra. ¡Mira,
hija mía, cómo avanzan esas agujas con paso seguro!
¡Mira, van a dar las cinco! ¡Escucha y mira la hermosa
máxima que se ofrecerá a tus ojos!
Sonaron las cinco en el campanario del reloj con un
ruido que resonó dolorosamente en el alma de Gérande, y
en letras rojas aparecieron estas palabras: Hay que comer los frutos
del árbol de la ciencia.
Aubert y Gérande se miraban llenos de
estupefacción. ¡Aquéllas no eran ya las leyendas
ortodoxas del relojero católico! Era preciso que el aliento de
Satán hubiera pasado por allá. Pero Zacarías no se
preocupaba, y continuó:
-¿Oyes, Gérande mía? ¡Yo
vivo, vivo todavía! ¡Escucha mi respiración!,
¿No ves la sangre circular en mis venas?... No, no
querrás matar a tu padre, y aceptarás a este hombre por
esposo para que yo me vuelva inmortal y alcance por ultimo el poder de
Dios.
Ante estas palabras impías, la vieja
Escolástica se santiguó y Pittonaccio lanzó un
rugido de alegría.
-¡Además, Gérande, serás
feliz con él! ¡Mira a este hombre! ¡Es el Tiempo!
¡Su existencia será regulada con una precisión
absoluta! ¡Gérande, puesto que yo te he dado la vida,
devuelve la vida a tu padre!
-Gérande - murmuró Aubert -, yo soy tu
prometido.
-¡Es mi padre! - respondió Gérande
desplomándose sobre ella misma.
-¡Tuya es! - dijo maese Zacarías -.
Pittonaccio, has de cumplir tu promesa.
-¡Toma la llave de este reloj! -
respondió el horrible personaje.
Maese Zacarías se apoderó de aquella
larga llave que se parecía a una culebra estirada, y
corrió hacia el reloj, al que empezó a dar cuerda con una
rapidez fantástica. El rechinamiento del muelle hacía
daño en los nervios. El viejo relojero daba vueltas y más
vueltas una y otra vez sin que su brazo se detuviese, y parecía
que aquel movimiento de rotación era independiente de su
voluntad. Dio vueltas de este modo, cada vez más deprisa y con
contorsiones extrañas, hasta que cayó exhausto.
-¡Ya le he dado cuerda para un siglo! -
exclamó.
Aubert salió de la sala como loco.
Después de largos rodeos, encontró la salida de aquella
morada maldita y se lanzó al campo. Volvió a la ermita de
Notre-Dame du Sex y habló al santo hombre con palabras
tan desesperadas que éste consintió acompañarle al
castillo de Andernatt.
Si durante estas horas de angustia Gérande no
lloró fue porque las lágrimas se habían agotado en
sus ojos.
Maese Zacarías no había abandonado
aquella inmensa sala. Iba a cada minuto a escuchar los latidos
regulares del viejo reloj.
Mientras tanto, acababan de sonar las seis, y, para
gran espanto de Escolástica, sobre la esfera de plata
habían aparecido estas palabras: El hombre puede volverse igual
a Dios.
El viejo no sólo no se sentía
sorprendido por estas máximas impías, sino que las
leía con delicia y se complacía en esos pensamientos de
orgullo mientras Pittonaccio daba vueltas a su alrededor.
El acta de matrimonio debía firmarse a las doce
de la noche. Gérande, casi inanimada, ya no veía ni
oía. El silencio sólo era interrumpido por las palabras
del viejo y por las risotadas de Pittonaccio.
Sonaron las once. Maese Zacarías se
estremeció, y con voz sonora leyó esta blasfemia: El
hombre debe ser esclavo de la ciencia, y por ella sacrificar padres y
familia.
-Sí - exclamó -, sólo existe la
ciencia en este mundo.
Las agujas serpenteaban sobre aquella esfera de hierro
con silbidos de víbora, y el movimiento del reloj batía
con golpes precipitados.
Maese Zacarías ya no hablaba. Había
caído al suelo, lanzaba estertores, y de su pecho oprimido no
salían más que estas palabras entrecortadas:
-¡La vida! ¡La ciencia!
Aquella escena tenía entonces dos nuevos
testigos: el ermitaño y Aubert. Maese Zacarías
permanecía tumbado en el suelo. Gérande, a su lado,
más muerta que viva, rezaba...
De pronto, se oyó el ruido seco que precede al
campanario de las horas.
Maese Zacarías se levantó.
-¡Las doce! - exclamó.
El ermitaño tendió la mano hacia el
viejo reloj... y las doce de la noche no sonaron.
Maese Zacarías lanzó entonces un grito,
que debió ser oído en el infierno, cuando aparecieron
estas palabras: Quien trate de hacerse igual a Dios será
condenado por toda la eternidad.
El viejo reloj estalló con un ruido de rayo, y
el muelle saltó escapando a través de la sala con mil
fantásticas contorsiones. El viejo se levantó,
corrió detrás de él tratando en vano de atraparlo,
y exclamó:
-¡Mi alma! ¡Mi alma!
El muelle saltaba delante de él, hacia un lado
y hacia otro, sin que lograra atraparlo.
Por último, Pittonaccio se apoderó de
él y, profiriendo una horrible blasfemia, desapareció
bajo tierra.
Maese Zacarías cayó de espaldas. Estaba
muerto.
El cuerpo del relojero fue inhumado en medio de los
picos de Andernatt. Luego, Aubert y Gérande volvieron a Ginebra,
y durante los largos años que Dios les concedió, se
esforzaron por redimir con oraciones el alma del réprobo de la
ciencia.

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