Los náufragos del
“Jonathan”
Segunda parte - Capítulo X Sangre
El desfile de los que acudían a refugiarse a
Liberia, fue interminable. Fueron llegando cada día durante todo
el invierno. La isla Hoste parecía un almacén inagotable
y con razón se habría dicho que producía
más miserables de los que había recibido. Fue a
principios de julio cuando la afluencia alcanzó su punto
culminante, luego fue disminuyendo día tras día para
cesar definitivamente el 29 de setiembre.
Aun aquel mismo día vieron descender desde las
alturas a un emigrante y cómo se arrastraba con mucho esfuerzo
hasta el campamento. Se encontraba en un estado lamentable: semidesnudo
y con una delgadez esquelética. Se desplomó al llegar a
las primeras casas.
Semejante aventura era demasiado corriente para que la
gente se conmoviera excesivamente. Se levantó al desgraciado, se
le reconfortó y no se ocuparon más de él.
A partir de ese momento, la fuente se secó.
¿Qué se podía deducir de aquello? ¿Que
aquellos de quienes no se habían tenido noticias habían
corrido mejor suerte o bien que habían muerto?
Más de setecientos cincuenta colonos
habían regresado entonces a la costa y la mayor parte, en el
sumo grado de degradación física y abatimiento moral.
Aquellos organismos debilitados ofrecían a las enfermedades el
mejor de los terrenos y el Kaw-djer se agotaba luchando contra ellas. A
medida que avanzaba el invierno, las defunciones se multiplicaban. Era
una auténtica hecatombe. Hombres, mujeres y niños,
jóvenes y viejos, la muerte los atacaba indistintamente a
todos.
Pero por más que suprimiera tantas bocas
voraces, faltaba mucho para que las provisiones del Ribarto
resultaran suficientes. Cuando Beauval se decidió, aunque ya
demasiado tarde, a racionar a su gente, no podía prever que su
número aumentaría en semejantes proporciones; en el
momento en que se dio cuenta de su error y quiso repararlo, ya no
había tiempo para ello. El mal estaba hecho. El 25 de setiembre,
el almacén de provisiones distribuyó las últimas
galletas y la multitud aterrorizada vio alzarse el horrible espectro
del hambre.
La muerte por hambre, el hambre que desgarra las
entrañas, el hambre que corroe, tuerce y retuerce, esa era la
muerte de la que cruelmente, lentamente ¡tan lentamente! iban a
morir los náufragos del Jonathan.
Su primera víctima fue Blaker. Murió al
tercer día con atroces sufrimientos a pesar de los cuidados del
Kaw-djer a quien avisaron demasiado tarde. Aquella vez éste no
tenía derecho alguno para recriminar a Patterson, víctima
también del hambre y que sufría la suerte de todos.
¿De qué vivirían los colonos en
los próximos días? ¿Quién podría
decirlo? Quienes habían tenido la prudencia de guardar reservas
de víveres, las empezaron. Pero ¿y los
demás...?
El Kaw-djer no sabía por dónde empezar
en aquel siniestro período. No sólo tenía que
acudir a la cabecera de todos los enfermos, sino que también
debía ayudar a los hambrientos. Le suplicaban, se colgaban de su
ropa, las madres le tendían a sus hijos. Vivía en medio
de un terrible concierto de imprecaciones, ruegos y quejas. Nadie le
imploraba en vano. Distribuía generosamente las provisiones
acumuladas en la orilla izquierda, olvidándose de sí
mismo, no queriendo reconocer que el peligro cuyo plazo retrasaba para
los demás, le amenazaría fatalmente a su vez.
Sin embargo, aquello no debía tardar. El
pescado salado, la caza ahumada, las legumbres secas, todo iba
disminuyendo rápidamente. Si aquella situación se
prolongaba un mes, los habitantes del Bourg Neuf
pasarían hambre como los de Liberia.
El peligro era tan evidente que en el entorno del
Kaw-djer comenzaban a oponerle algunas resistencias. La gente rehusaba
a desprenderse de los víveres. Había que discutir durante
mucho tiempo para obtenerlos y sólo los cedían hartos por
las discusiones y cada vez con más dificultad.
Harry Rhodes intentó hacer ver a su amigo la
inutilidad de su sacrificio. ¿Qué esperaba? Evidentemente
era imposible que la escasa cantidad de víveres que
existían en la orilla izquierda bastara para salvar toda la
población de la isla. ¿Qué harían cuando se
hubieran agotado? ¿Y qué interés tenía en
retrasar una catástrofe en cualquier caso inevitable y
próxima, en detrimento de los que habían hecho prueba de
valor y previsión?
Harry Rhodes no consiguió nada. El Kaw-djer no
intentó ni siquiera responderle. Ante tal desastre, no
servían de nada los argumentos y él se prohibía a
sí mismo pensar. Lo que no se podía, era dejar morir con
sangre fría a toda una multitud. Era imperiosamente necesario
repartirse hasta la última migaja, fueran cuales fuesen las
consecuencias. ¿Y después...?. Después, ya se
vería. Cuando ya no tuvieran nada más, se
marcharían, se irían más lejos, buscarían
otro lugar para establecerse, donde, como en el Bourg Neuf,
vivirían de la caza y de la pesca y se alejarían del
campamento que entonces en pocos días se transformaría en
un montón de cadáveres. Pero al menos se habría
hecho todo lo que estaba en poder de los hombres y no habrían
tenido el terrible valor de condenar deliberadamente a la muerte a un
número tan grande de hombres.
En base a la proposición de Harry Rhodes se
examinó la oportunidad de distribuir a los emigrantes los
cuarenta y ocho fusiles escondidos por Hartlepool. Quizás
lograran con aquellas armas de fuego vivir de la caza. Aquella
proposición fue rechazada. La caza era muy rara en aquella
estación y los fusiles, en manos de campesinos inexperimentados,
servirían de escasa ayuda para asegurar la alimentación
de una población tan numerosa. En cambio podrían crear
graves peligros. Era fácil reconocer que la violencia fermentaba
en las capas profundas de la multitud, por ciertos signos precursores,
gestos brutales, feroces miradas y altercados frecuentes. Los colonos
no se esforzaban por disimular el odio que experimentaban unos contra
otros. Se acusaban, recíprocamente de su fracaso y todos
atribuían a su vecino la responsabilidad de aquel estado de
cosas.
De todos modos, había uno a quien todos estaban
de acuerdo en maldecir unánimemente y ése era Ferdinand
Beauval quien imprudentemente había asumido la temible
misión de gobernar a sus semejantes.
Aunque su manifiesta incapacidad justificara
ampliamente el rencor de los emigrantes, aún se le seguía
soportando. La multitud, abandonada a sí misma, se convierte en
un torbellino confuso de voluntades que se neutralizan, y es incapaz de
actuar. Su inercia hace que su paciencia sea infinita y sean cuales
sean sus quejas, se detiene cohibida en el momento de tocar al jefe,
como si estuviera apresada por un terror religioso ante su prestigio
que sólo ella ha creado. Una vez más volvía a
ocurrir así y quizás los colonos de la isla Hoste no
habrían manifestado su cólera más que en
conciliábulos privados y con platónicas amenazas por lo
bajo, si uno de ellos no les hubiera arrastrado a expresarla con
actos.
Era algo realmente maravilloso que en aquella terrible
situación, el fantasma del poder detentado por Beauval hubiera
podido excitar codicias. ¡Pobre poder aquel que consistía
en ser el jefe nominal de una multitud de hambrientos!
No obstante, fue así.
Ante tan dolorosa realidad, Lewis Dorick no
estimó despreciable aquella apariencia de autoridad y
quizás después de todo no se equivocaba. ¿No
emplea el buen sentido común popular la expresión vulgar
pero expresiva y pintoresca de «sacar tajada» para designar
el poder político? En efecto, en la más desheredada de
las sociedades, la primera plaza asegura a su posesor ventajas
relativas. Beauval lo sabía; él, que aún
tendría que conocer los sufrimientos de sus compañeros de
infortunio. Dorick quería asegurarse a sí mismo y a sus
amigos aquellas ventajas.
Hasta entonces había soportado con impaciencia
la suerte de su rival. Juzgando favorable la ocasión,
emprendió una campaña, a la que la desgracia
pública proporcionaba una sólida base. Los temas para una
justa crítica eran demasiado numerosos. Sólo
existía el obstáculo de la selección.
Quizás le hubiera resultado muy difícil explicar, si le
hubieran preguntado, qué habría hecho él en el
lugar de su adversario. Pero como nadie le planteaba aquella indiscreta
pregunta, no tenía que preocuparse por responderla.
Beauval no dejaba de estar al corriente de los
esfuerzos de su competidor. A menudo miraba pensativo desde la ventana
de la vivienda decorada por él con el pomposo nombre de Palacio
de la Gobernación, cómo pasaba la gente, cada vez
más numerosa, a medida que la proximidad de la primavera
dulcificaba la temperatura. Por las miradas que le lanzaban, por los
puños que a veces alzaban en su dirección,
comprendía que la campaña de Dorick daba sus frutos y,
poco inclinado a bajar de sus alturas, elaboraba sus planes de
defensa.
Ciertamente no podía negar el estado ruinoso de
la colonia, pero lo acusaba a las circunstancias y, en particular, al
clima. Su imperturbable confianza en sí mismo no había
disminuido lo más mínimo. Si no había hecho nada,
es que no había nada que hacer, claro, y otro no habría
sabido hacer más.
No era sólo por orgullo, por lo que Beauval se
aferraba a su función. A pesar de todo y en las circunstancias
presentes, había perdido muchas de sus ilusiones por recibir
honores. Pensaba también, con inquietud y complacencia a un
mismo tiempo; en la abundante reserva de víveres que
había logrado poner a resguardo. ¿Habría sido
así, sino hubiera sido el jefe? ¿Seguiría siendo
así, si lo dejaba de ser?
Así pues, fue para defender su vida al mismo
tiempo que su plaza, que se lanzó ardientemente a la lucha. Con
mucha habilidad no contestó a ninguna de las quejas enumeradas
por Dorick. En ese terreno habría sido vencido de antemano. Por
el contrario, las acentuó. De entre todos los descontentos,
él fue el más ardiente.
No obstante, los dos adversarios diferían de
opinión acerca del remedio que convenía aplicar. Mientras
que Dorick predicaba un cambio de Gobierno, Beauval aconsejaba la
unión y pasaba a otros la responsabilidad de las desgracias que
habían caído sobre la colonia.
¿Quiénes eran los autores responsables
de aquellas desgracias? Según él, no eran otros que aquel
reducido número de emigrantes que no habían necesitado
refugiarse en la costa durante el invierno. El razonamiento de Beauval
era simple. El hecho de que no se les hubiera vuelto a ver, significaba
que habían salido bien del paso. Por consiguiente,
poseían víveres y ellos tenían el derecho de
confiscar aquellos víveres en provecho de todos.
Aquellas agitaciones encontraron eco en una
población reducida a la desesperación y le obedecieron
sin demora. Primero, recorrieron el campo de los alrededores de
Liberia, luego, en previsión de expediciones más lejanas,
formaron bandas que fueron aumentando rápidamente, y finalmente,
el 15 de octubre un verdadero ejército con más de
doscientos hombres bajo el mando de los hermanos Moore, se lanzó
a la conquista del pan.
Durante cinco días, aquella tropa estuvo
recorriendo la isla en todas direcciones. ¿Qué es lo que
hacía? Se podía adivinar al ver la afluencia de sus
víctimas, enloquecidas ante la imprevista catástrofe que
había aniquilado sus esfuerzos. Uno tras otro corrían al
gobernador y le pedían justicia. Pero éste les rechazaba
con rudeza reprochándoles su vergonzoso egoísmo.
¡Vaya!, ¿así que se habrían permitido
saciarse mientras sus hermanos se morían de hambre?
Atolondrados, los desgraciados se batían en retirada y Beauval
triunfaba. Sus quejas le probaban que la pista que había
indicado era la buena. No se había equivocado. Tal y como
había afirmado a la buena de Dios, los que no habían
regresado durante el invierno, habían vivido en la
abundancia.
En cualquier caso, ahora su suerte era semejante a la
de los demás. Su paciente trabajo había resultado
inútil y se encontraban en la misma pobreza y tan desprovistos
de todo, como los que habían consumado su ruina. No sólo
habían pasado sobre ellos como una tromba y habían echado
mano de todo lo que podían llevarse a la boca, sino que incluso
se habían entregado a los excesos a los que tan acostumbradas
están las multitudes, aunque sean ellas las primeras en
sufrirlos. Los campos sembrados habían sido pisoteados, los
corrales saqueados y vaciados hasta su último habitante.
Bien pobre era, sin embargo, el botín de los
saqueadores. La prosperidad de aquellos a quienes habían robado,
era en suma muy relativa. Haber prosperado, quería decir
simplemente que aquellos colonos más valientes, más
hábiles o menos desventurados que sus compañeros,
habían logrado asegurar mal que bien su subsistencia, pero no
que por un milagro se hubiesen hecho ricos. Así, no
descubrían nada en aquellas pobres granjas.
De ahí la gran desilusión entre los que
recorrían el campo, que con frecuencia se traducía en
actos de auténtico salvajismo.
Más de un colono fue sometido a
tortura, con el fin de que revelara el escondite en el que se le
acusaba de disimular víveres imaginarios. Las mismas causas
producían los mismos efectos; como antaño en Francia, la
isla Hoste también tenía su Jacquerie1.
Al quinto día después de su partida, la
banda de saqueadores se tropezó con las empalizadas que
limitaban el cercado de la familia Riviére y de otras tres
familias vecinas suyas. Desde que se habían puesto en marcha, no
habían dejado de pensar en aquellas explotaciones, las
más antiguas y las más prósperas de la colonia y
se prometían maravillas de aquel saqueo.
Tuvieron que desengañarse.
Las cuatro granjas, lindantes las unas con las otras y
construidas sobre los lados de un vasto cuadrilátero,
constituían en su conjunto una especie de ciudadela, una
ciudadela inexpugnable, pues de entre todos los colonos, sus defensores
eran los únicos que estaban armados. Recibieron a tiros a los
asaltantes, que en la primera descarga tuvieron siete muertos o
heridos. Los otros no necesitaron más y huyeron en tropel.
Esta escaramuza calmó de inmediato el ardor de
los saqueadores. En seguida volvieron a tomar el camino hacia Liberia
que alcanzaron al caer la noche. Les precedió el ruido de sus
furiosas imprecaciones, anunciando su llegada. La gente acudió a
su encuentro, prestando oídos a aquel clamor procedente del
campo ensombrecido.
Al principio, como el alejamiento no permitía
comprender lo que gritaban de aquel modo, creyeron que se trataba de
cantos de alegría y de victoria. Pero pronto se precisaron las
palabras y se miraron pasmados.
¡Traición...!
¡Traición...! gritaban.
¡Traición...! El miedo se apoderó
de aquellos que no habían abandonado Liberia, y Beauval
tembló mucho más que cualquier otro. Presintió una
desgracia de la que fuese cual fuese, se le hacía responsable y
sin saber exactamente qué peligro le amenazaba, corrió a
encerrarse en el «palacio».
Apenas acababa de pasar el cerrojo, cuando el ruidoso
cortejo se detuvo ante su puerta.
¿Qué querían de él?
¿Qué significaban aquellos heridos y muertos que
depositaban sobre el suelo de la explanada dispuesta ante su vivienda?
¿De qué drama eran víctimas? ¿A qué
se debía la agitación de aquella multitud?
Mientras Beauval se esforzaba en vano por adivinar
aquel misterio, tenía lugar otro drama que iba a desolar a los
habitantes del Bourg Neuf y afligir al Kaw-djer en lo
más hondo de su corazón.
Este no dejaba de conocer los disturbios que agitaban
a la población de Liberia. Circulando por el campamento,
tenía que enterarse forzosamente de todo lo que estaba
sucediendo. Sin embargo, ignoraba la existencia de la banda de
saqueadores que se había marchado antes de su llegada y que
había regresado después de que partiera hacia la orilla
izquierda. Si durante aquellos días la disminución del
número de emigrantes había atraído en efecto su
atención, sólo había podido sorprenderse sin
llegar a discernir la causa.
No obstante, turbado por una sorda inquietud, aquella
tarde había salido después de la puesta del sol y se
había dirigido hasta la orilla del río junto con sus
compañeros habituales, Harry Rhodes, Hartlepool, Halg y Karroly.
Durante el día habría podido ver Liberia desde aquel
lugar, pues la orilla izquierda dominaba algunos metros la orilla
derecha. Pero a aquellas horas, el campamento desaparecía en la
oscuridad. Sólo un lejano rumor y un vago resplandor le
indicaban su emplazamiento.
Los cinco paseantes, sentados en la orilla y con el
perro Zol a sus pies, contemplaban en silencio la noche, cuando una voz
surgió del otro lado del río.
-¡Kaw-djer...! -llamaba un hombre jadeante, como
si estuviera sofocado por una veloz carrera.
-¡Aquí estoy...! -respondió el
Kaw-djer.
Una sombra atravesó el puentecillo y se
acercó al grupo. Reconocieron a Sirdey, el antiguo cocinero del
Jonathan.
-Allá abajo le necesitan -dijo,
dirigiéndose al Kaw-djer.
-¿Qué ocurre? -preguntó
éste levantándose.
-Hay muertos y heridos.
-¡Heridos...! ¡Muertos...!
¿qué es lo que ha pasado?
-Una banda ha ido a casa de los Riviére... Al
parecer, tienen fusiles... ¡Eso es todo!
-¡Desgraciados...!
-El balance es de tres muertos y cuatro heridos. Los
muertos no necesitan nada, pero los heridos...
-Ya voy -interrumpió el Kaw-djer, que se puso
en marcha, mientras Halg corría a buscar el maletín con
los instrumentos quirúrgicos.
Mientras andaban, el Kaw-djer préguntaba, pero
Sirdey no podía informarle. No sabía nada. El no
había acompañado a la banda y no conocía las
aventuras más que de oídas. Además nadie le
había enviado. Al ver que traían siete cuerpos inertes,
le había parecido conveniente acudir al Kaw-djer para
prevenirle.
-Ha hecho usted bien -aprobó éste.
Había franqueado el puente en
compañía de Karroly, Hartlepool y Harry Rhodes y se
había adelantado un centenar de metros por la orilla derecha,
cuando al girarse vio a Halg que volvía con el maletín.
El joven indio que atravesaba a su vez la orilla, alcanzaría a
sus amigos sin esfuerzo. El Kawdjer volvió a ponerse en
marcha acelerando el paso.
Tres minutos más tarde le detuvo en seco un
grito de agonía. ¡Se habría dicho que era la voz de
Halg...! Con el corazón encogido por una terrible angustia, se
apresuró en volver sobre sus pasos. Era tan grande su
turbación que Sirdey pudo marcharse por las buenas sin ser visto
y alejarse hacia Liberia con toda la velocidad que le permitían
sus piernas; tampoco distinguió una sombra que huía en la
misma dirección dando un rodeo río arriba.
Pero por más rápido que corriera el
Kaw-djer, Zol corría aún más de prisa. En dos
brincos, el perro desapareció en la oscuridad. Algunos instantes
más tarde, se oyó su voz. A sus quejumbrosos ladridos
sucedieron furiosos gruñidos que pronto fueron
debilitándose, como si el animal hubiera levantado la caza y se
hubiera lanzado sobre una pista.
Luego, un nuevo grito de angustia surgió de
pronto en la noche.
El Kaw-djer no oyó este segundo grito. Acababa
de llegar al lugar de donde había salido el primero y
allí estaba viendo a Halg, a sus pies, con el rostro contra el
suelo, tendido en medio de un charco de sangre, con un largo cuchillo
metido hasta el mango entre sus dos hombros.
Karroly se había echado sobre su hijo. El
Kawdjer le apartó rudamente. No era el momento para
lamentarse, sino de actuar. Recogiendo su maletín, que
había caído junto al joven, le desgarró de un
tirón la ropa. Luego el arma homicida fue retirada con infinitas
precauciones de su vaina de carne y la herida apareció al
desnudo. Era terrible. La hoja, que había penetrado entre los
omóplatos, le había atravesado el pecho, casi de parte a
parte. Admitiendo que por un milagro no hubiera afectado a la
médula espinal, el pulmón tenía que estar
forzosamente perforado. Halg, lívido y con los ojos cerrados,
apenas respiraba y una espuma sangrienta resbalaba por sus labios.
En pocos minutos, el Kaw-djer le había hecho un
apósito provisional, después de haber cortado a tiras su
camisa de piel de guanaco. Luego, a una señal suya, Karroly,
Hartlepool y Harry Rhodes se dispusieron a transportar al herido.
En ese instante, los gruñidos de Zol atrajeron
finalmente la atención del Kaw-djer. Era evidente que el perro
estaba luchando con algún enemigo. Mientras el triste cortejo se
ponía en marcha, avanzó en la dirección del ruido
cuya procedencia no parecía estar muy alejada.
Cien pasos más lejos, un horrible
espectáculo espantó su vista. En el suelo había un
cuerpo tendido, el de Sirk, tal y como lo reconoció a la luz de
la luna, con el cuello abierto por una terrible herida. La sangre
chorreaba a caudales por las carótidas cortadas en seco. Aquella
herida no había sido producida por un arma. Era obra de Zol que,
lleno de rabia, aún se ensañaba en agrandarla.
El Kaw-djer hizo que el perro soltara su presa y luego
se arrodilló en el lodo sangriento cerca del hombre.
Era inútil cualquier cuidado. Sirk estaba
muerto.
El Kaw-djer pensativo, contemplaba al cadáver
que en la noche abría unos ojos ya vidriosos. El drama se
reconstruía con facilidad. Mientras él seguía a
Sirdey, cómplice posiblemente del crimen proyectado, Sirk, que
estaba al acecho, había saltado sobre Halg que regresaba
corriendo, y le había asesinado por la espalda. Luego, mientras
se afanaban alrededor del enfermo, Zol se había lanzado tras los
rastros del culpable, cuyo castigo había sucedido de muy cerca
al crimen.
Habían bastado pocos minutos para que el drama
desarrollara sus fulminantes peripecias. Los dos actores habían
caído, uno muerto y el otro muriéndose.
El pensamiento del Kaw-djer se transportó a
Halg. El grupo de tres hombres que sostenían el cuerpo inerte
del joven indio empezaba a desaparecer en la noche. Suspiró
profundamente. Aquel chico representaba todo lo que él amaba
sobre la tierra. Con él desaparecía su más
poderosa y casi única razón de vivir.
En el momento de alejarse, dejó caer una
última mirada hacia el muerto. El charco no se había
agrandado. A medida que brotaba lentamente el chorro de sangre,
ésta iba desapareciendo en la tierra que la absorbía con
avidez. Desde el origen de los tiempos acostumbra abrevarse en ella, y
en esa inagotable lluvia roja, unas gotas más o menos carecen de
importancia.
Sin embargo, hasta ahora, la isla Hoste había
escapado a la ley común. Deshabitada, había permanecido
pura. Pero los hombres habían venido a poblar sus desiertos y en
seguida había corrido sangre humana.
Quizás fuera la primera vez que había
sido mancillada...
Pero no iba a ser la última.
1. Revuelta social
francesa del siglo XV.
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