Los náufragos del
“Jonathan”
Segunda parte - Capítulo IV El
invierno
La tempestad aulló sin interrupción
durante quince días y la nieve cayó en espesos copos. Los
emigrantes, obligados a esconderse en sus refugios apenas pudieron
arriesgarse a salir al exterior durante aquellas dos semanas.
Si aquel encierro forzoso resultaba triste para todos,
más penoso resultaba aún para aquellos que se
habían asignado el disfrute de las casas desmontables. Aquellas
casas, en definitiva, sólo estaban hechas a base de tablas
sujetadas entre sí por pernos y carecían de la más
elemental comodidad. Sin embargo, seducidos por su aspecto ¡a
menos que hubiera sido sólo por ese nombre de casas! los
emigrantes se las habían disputado, y ahora se amontonaban en
ellas de manera insensata. Se habían transformado en verdaderos
dormitorios, donde los jergones arrojados directamente sobre el suelo
de madera tocaban unos con otros, dormitorios que eran salas comunes y
cocinas durante las breves horas del día. De aquel
amontonamiento, de aquella cohabitación de varias familias,
resultaba necesariamente una promiscuidad en todos los instantes, tan
perjudicial desde el punto de vista de la higiene, como desfavorable
para el mantenimiento de una buena convivencia. La ociosidad y el
aburrimiento son, en efecto, fértiles en discusiones y era
cierto que en aquellas viviendas bloqueadas por la nieve se
aburrían de firme.
A decir verdad, los hombres encontraban todavía
algo en que ocupar sus horas de ocio. Se las ingeniaban para amueblar
toscamente aquellas casas desprovistas del más mínimo
asomo de mobiliario. Tallaban a hachazos asientos y mesas que por la
noche quitaban de en medio para poder extender los jergones. Pero las
mujeres no disponían de aquel recurso. Cuando ya se
habían cuidado de los niños, cuando ya se habían
dedicado a cocinar, faena simplificada notablemente por el empleo de
conservas, ya no les quedaba más que el parloteo para ir pasando
las lentas horas. Y no se privaban de ello. A falta de las piernas,
marchaban las lenguas y nadie ignora que la intemperancia de lengua es
también muy a menudo generadora de discordias; era digno de
admiración que no hubiesen surgido desde el primer
día.
Si bien aquellos que ocupaban las tiendas estaban
menos protegidos contra la intemperie, no dejaban de beneficiarse en
otros aspectos de ciertas ventajas. Disponían de más
espacio e, incluso, algunas familias, como los Rhodes y los Ceroni,
disfrutaban de una tienda entera. Los cinco japoneses, muy
estrechamente unidos, ocupaban también una de las tiendas, en la
que vivían algo apartados de los demás.
Tiendas y casas estaban diseminadas según los
caprichos individuales. Como nadie había dirigido el trabajo de
instalación, el trazado del campamento no respondía a
ningún plan preconcebido. No se semejaba en nada a un poblado,
sino a la aglomeración fortuita de casas aisladas, y de
pretender trazar calles, se hubiesen encontrado con serias
dificultades.
Por otra parte, ello carecía de importancia,
puesto que no se trataba de fundar un establecimiento duradero. En
primavera, casas y tiendas serían demolidas y cada cual
volvería a su patria y a su miseria.
El campamento se extendía a la orilla derecha
del río que, viniendo del oeste, lo tocaba en un punto y
después, formando una curva, corría hacia el noroeste
para ir a desembocar al mar tres kilómetros más lejos. La
construcción más occidental se elevaba en la misma
orilla. Era una casa desmontable de proporciones tan exiguas que
únicamente tres personas habían podido encontrar sitio en
ella. Sin disputas, sin gritos; actuando en silencio, uno de los
emigrantes llamado Patterson, se había adjudicado desde el
primer momento los elementos constructivos de aquella casa y, con el
fin de que nadie se la disputase, llevó enseguida la cifra de
sus habitantes al máximo de su cabida, ofreciendo su disfrute
indiviso a otros dos náufragos. Dicho ofrecimiento no fue hecho
al azar. Patterson, de complexión más bien débil,
se unió muy inteligentemente a dos compañeros
hercúleos que disponían de puños capaces de
defender, en caso de necesidad, la propiedad colectiva.
Ambos eran de nacionalidad americana, uno se llamaba
Blaker y el otro Long. El primero era un joven campesino de veintisiete
años, de carácter bastante jovial, pero aquejado de una
bulimia que complicaba deplorablemente su vida. La desgracia que
presidía su vivir cotidiano no le permitía calmar su
insaciable apetito, y había conocido el hambre desde su
nacimiento, hasta el punto de que finalmente había decidido
expatriarse, con la única esperanza de llegar a comer hasta
saciarse. El segundo era un obrero, herrero de oficio, de poco cerebro
y de enormes músculos, un bruto fuerte y maleable como el hierro
al rojo que martilleaba.
En cuanto a Patterson, si bien formaba hoy parte de
aquella multitud de náufragos, por lo menos él no
había sido empujado por el exceso de su miseria, sino por un
ambicioso afán de lucro. La suerte se le había mostrado
hostil y favorable a la vez. Bien es verdad que le había hecho
nacer, solo, pobre y desnudo, al borde de una carretera irlandesa,
pero, a título de compensación, le había dotado de
una avaricia prodigiosa, es decir, de lo necesario para adquirir todos
los bienes que le faltaban a su llegada al mundo. Gracias a ella, en
efecto, había conseguido ya a la edad de veinticinco años
amasar un respetable peculio. Trabajo encarnizado, privaciones de
cenobita e, incluso, llegado el caso, cínica explotación
del prójimo, nada le podía descorazonar cuando se trataba
de obtener aquel resultado.
Sin embargo, cualquiera que fuera su genio, un
campesino desprovisto del mínimo capital inicial no puede
progresar sino muy lentamente por el camino de la fortuna. El campo que
se le ofrece es demasiado pequeño para permitir un rápido
ascenso. Patterson, pues, sólo conseguía elevarse
penosamente a fuerza de valentía, de renuncia y de astucia,
cuando llegaron a sus oídos miríficos relatos sobre las
oportunidades que un hombre sin escrúpulos encuentra en
América. Seducido por aquellos maravillosos cuentos, ya no
soñaba más que en el Nuevo Mundo y proyectó irse
después de tantos otros y buscar allí aventuras, no para
seguir las huellas de aquellos multimillonarios salidos, sin embargo,
como él mismo de las últimas capas sociales, sino con la
esperanza menos inaccesible de hacer hinchar su talego más de
prisa que en la madre patria.
Apenas llegó a América, se vio
solicitado por la publicidad intensiva de la Sociedad de la
bahía de Lagoa. Confiando en las seductoras promesas de aquella
Sociedad, pensó que allí encontraría un campo
virgen en el que su pequeño capital podría emplearse
fructuosamente y, con otros mil, se embarcó en el
Jonathan.
Cierto es que los acontecimientos habían
truncado su esperanza. Pero Patterson no era de los que se desaniman. A
pesar del naufragio, sin dar muestras de la decepción que
debía sentir, se empeñaba en correr en pos de su fortuna
con la misma tenaz obstinación. Suponiendo que, en su
común desgracia, uno solo de los náufragos debiera llegar
a ganar algo, éste sería de seguro Patterson.
Ayudado por Blaker y Long había situado su
casita a cierta distancia del mar, en la misma orilla del río y
sen el único punto en el que era accesible.
-Río arriba, la orilla se levantaba
rápidamente y formaba una especie de acantilado de unos 15
metros de altura. Río abajo, después de una
pequeña extensión de terreno llano delante de la casa, el
suelo cedía de golpe y el río caía en cascada
hacia el nivel inferior. Entre esa cascada y el mar se extendía
una ciénaga impracticable. Los emigrantes se veían en la
necesidad de pasar delante de Patterson para ir a llenar
cántaros y barriles, a menos que se impusieran un rodeo de,
más de un kilómetro río arriba.
Las otras casas así como las tiendas
aparecían diseminadas en un pintoresco desorden paralelamente al
mar del que estaban separadas por la marisma. En cuanto al Kaw-djer, se
alojaba con Halg y Karroly en una choza fueguina edificada por los dos
indios. Nada más rudimentario que este refugio formado por
hierbas y ramas y, para conformarse con él, era preciso no temer
los rigores de aquel clima. Pero la choza, situada en la orilla
izquierda del río, tenía la ventaja de estar cerca del
encalladero de la chalupa, lo que permitía aprovechar todas las
mejorías del tiempo para activar las reparaciones. Estas no
pudieron ser llevadas a cabo en el transcurso de las dos semanas que
duró el primer asalto serio del invierno. No por ello debe
deducirse que el Kaw-djer, como la muchedumbre menos aguerrida de los
náufragos, viviese recluido. Cada día, en
compañía de Halg, atravesaba el río por un
pontón construido por Karroly en cuarenta y ocho horas, y se
dirigía al campamento.
Había mucho que hacer. En cuanto empezó
el frío, algunos emigrantes que sufrían agudas dolencias,
en general bronquitis bastante benignas, habían pedido la ayuda
del Kaw-djer, quien, desde el día de su intervención
quirúrgica, gozaba de una fama sólidamente establecida.
El niño herido se encontraba, en efecto, cada día mejor y
todo indicaba que el favorable pronóstico del que le
operó podría verse realizado en la fecha prevista.
Este, terminadas sus visitas médicas, entraba
en la tienda de la familia Rhodes y charlaba una o dos horas de todo
cuanto interesaba a los náufragos. El Kaw-djer estaba cada vez
más unido a aquella familia. Gustaba de la bondad sencilla de la
señora Rhodes y de su hija Clary que desempeñaban con
abnegación el papel de enfermeras al cuidado de los enfermos que
él les señalaba. Por lo que respecta a Harry Rhodes,
apreciaba en él su rectitud y su espíritu
benévolo, y, poco a poco, entre aquellos dos hombres iban
creciendo sentimientos de verdadera amistad.
-Casi me alegro -dijo un día Harry Rhodes al
Kaw-djer- de que esos granujas intentaran apoderarse de su chalupa. Si
estuviera en buen estado, quizá hubiera sentido usted deseos de
dejarnos, una vez instalado todo el mundo. Mientras que ahora es usted
nuestro prisionero.
-Sin embargo, bien tendré que marcharme
-objetó el Kaw-djer.
-No antes de la primavera -replicó Harry
Rhodes-. Dese cuenta de cuán útil es usted para todos.
Aquí hay buen número de mujeres y niños que
sólo usted es capaz de cuidar. ¿Qué sería
de ellos?
-¡Está bien! -concedió el
Kaw-djer-. Pero como todo el mundo también se irá de
aquí, nada podrá oponerse a que vuelva a hacerme a la
mar.
-¿Para regresar a la Isla Nueva?
El Kaw-djer sólo respondió con un gesto
evasivo. Sí, la Isla Nueva era su hogar. Allí
había vivido largos años. ¿Regresaría? Las
razones que le habían alejado continuaban existiendo. La Isla
Nueva, antaño tierra libre, se hallaba de ahora en adelante
sometida a la autoridad de Chile.
-Aunque yo hubiese querido partir -dijo, deseoso de
cambiar de tema- creo que mis dos compañeros no lo
habrían hecho con gusto. Al menos Halg sólo a disgusto
hubiera dejado la isla Hoste, y posiblemente incluso se habría
negado enérgicamente a hacerlo.
-¿Y eso por qué? -preguntó la
señora Rhodes.
-Por la muy sencilla razón de que Halg tiene la
desgracia, me temo, de estar enamorado.
-¡Bonita desgracia! -bromeó Harry
Rhodes-. Estar enamorado es propio de su edad.
-No digo que no -reconoció el Kaw-djer-.
¡Es igual! Al pobre chico le esperan con eso grandes penas cuando
llegue el día de la separación.
-Pero ¿por qué iba a separarse de la que
ama en lugar de casarse con ella, sencillamente? preguntó Clary
que, como todas las jóvenes, se interesaba en los asuntos
amorosos.
-Porque se trata de la hija de un emigrante. Ella
jamás consentiría en quedarse en la Tierra de Magallanes.
Y, por otra parte, no puedo imaginarme a Halg transportado a uno de
vuestros países llamados civilizados. Además de que
tampoco creo que nos abandonara con agrado a su padre y a
mí.
-¿Una hija de emigrantes, dice usted...?
preguntó Harry Rhodes-. ¿Acaso se trata de Graziella
Ceroni?
-Me la he encontrado varias veces -dijo Edward, que se
mezcló en la conversación-. No está mal.
-¡Para Halg es maravillosa! -exclamó el
Kawdjer, sonriendo-. Cosa muy natural, por otra parte. Hasta el
presente, no había visto más que mujeres fueguinas y debo
reconocer que no es fácil encontrar algo mejor.
-¿Así pues, se trata de ella?
-preguntó Harry Rhodes.
-Sí. El día aquel que tuvimos que
intervenir en los asuntos de su familia, como usted recordará,
sin duda, ya me di cuenta de la viva impresión que ella
causó en Halg. Lo que se dice una verdadera revelación.
No ignora usted hasta qué punto son desgraciadas esta joven y su
madre y, a menudo, de la compasión al amor no hay mucho
trecho.
-Y, de todos los caminos que llevan a él,
ése es el más hermoso -observó la señora
Rhodes.
-Sea cual sea, les aseguro que, desde aquel
día, Halg lo recorre alegremente. No tienen ustedes idea del
cambio que se ha operado en él. ¿Quieren un ejemplo...?
Los indígenas de la Tierra de Magallanes no destacan, que
digamos, por su coquetería, como pueden ustedes suponer. Pese a
los rigores del clima, llevan su indiferencia en ese aspecto hasta el
extremo de vivir completamente desnudos. Halg, pervertido por la
civilización, de la que cometí el error de conservar un
viejo resto entre los pliegues de mi ropa, era ya un refinado entre sus
congéneres, puesto que consentía, desde el naufragio del
Jonathan, en cubrirse con pieles de foca o de guanaco.
¡Pero ahora es otra cosa! Logró descubrir a un barbero
entre los emigrantes y se ha hecho cortar el pelo. ¡Debe de ser
el primer fueguino que haya jamás hecho gala de tanta elegancia!
Y la cosa no acaba aquí. No sé por qué medios se
ha procurado un traje completo y, por primera vez en su vida, ya no
sale más que vestido a la europea, y calzado con zapatos que, de
seguro, deben molestarle mucho. Karroly no sale de su asombro. Yo, por
mi parte, demasiado sé lo que esto significa.
-Y Graziella -preguntó la señora
Rhodes-, ¿agradece estos esfuerzos hechos para agradarle?
-Ya comprenderán ustedes que no se lo he
preguntado -replicó el Kaw-djer-. Pero, a juzgar por la cara de
felicidad de Halg, presumo que sus asuntos no van por mal camino.
-No me extraña -dijo Harry Rhodes-. Su joven
compañero es un guapo mozo.
-Físicamente no está mal, estoy de
acuerdo -aprobó el Kaw-djer, con evidente satisfacción-,
pero moralmente es todavía mucho mejor. Es todo corazón,
fiel, bueno, abnegado y, por ende, inteligente.
-Es su discípulo, ¿verdad?
-preguntó la señora Rhodes.
-Puede decir, mi hijo -rectificó el Kaw-djer-.
Porque le quiero como un padre. Por esto me atormenta verle con tales
pensamientos de los que, a fin de cuentas, no resultarán
más que tristezas.
No eran erróneas las suposiciones del Kaw-djer.
Entre el joven fueguino y Graziella había nacido, en efecto, una
simpatía que les atraía el uno hacia el otro. Desde el
primer minuto que la había visto, todos los pensamientos de Halg
estaban puestos en ella y, desde entonces, no había dejado
transcurrir un día sin verla. Testigo de la escena que
había motivado la intervención del Kaw-djer,
conocía la llaga de aquella familia y, con la acostumbrada
habilidad de los enamorados, sacaba provecho sin escrúpulos de
la situación Bajo pretexto de informarse acerca de las
necesidades de ambas mujeres y de velar por su seguridad,
permanecía junto a ellas largas horas, permitiéndoles el
inglés, que todos hablaban con facilidad, intercambiar sus
pensamientos.
En este aspecto como en otros, Halg no se
parecía en nada a sus compatriotas tan sorprendentemente
refractarios al estudio de las lenguas. Él, por el contrario,
había aprendido sin dificultad el inglés y el
francés y ahora, excelente pretexto para frecuentar asiduamente
a la familia Ceroni, estaba haciendo maravillosos progresos en el
estudio del italiano bajo la dirección de Graziella.
A ésta no le había sido difícil
discernir las causas de aquel ardor en el trabajo, pero los
sentimientos que inspiraba al joven indio la habían, en un
principio, divertido más que agradado. Halg, con sus largos
cabellos lacios, sus sienes estrechas, su nariz algo aplastada, de tez
muy morena, le producía el efecto de pertenecer a otra especie.
Según su clasificación totalmente caprichosa, los
habitantes de nuestro planeta se dividían en dos razas
distintas: los hombres y los salvajes. Halg, al ser un salvaje, no
podía por consiguiente ser un hombre. El razonamiento era
riguroso. Ni siquiera pasó por su imaginación la idea de
que pudiera existir un vínculo cualquiera entre aquel
exótico, apenas cubierto de pieles de animales, y una italiana
que se juzgaba de esencia superior.
Poco a poco, sin embargo, se acostumbró a los
rasgos y al somero vestido de su tímido adorador, llegando
gradualmente a considerarle un adolescente como los demás.
Cierto es que Halg se esforzó para provocar aquella
evolución de pensamientos. Un buen día, Graziella le vio
aparecer, con el cabello cortado con arte y separado en dos bandas por
una raya trazada con mano hábil. Poco después,
transformación aún más sorprendente, Halg se
presentaba vestido a la europea. Pantalón, chaquetón,
fuertes zapatos, nada le faltaba a su compostura. Sin duda, todo
aquello era basto y tosco, pero ésa no era la opinión de
Halg que se consideraba de una suprema elegancia y se admiraba
satisfecho en un trozo de espejo procedente del Jonathan.
¡Cuánto ingenio había necesitado
para descubrir al emigrante de buena voluntad que en su beneficio
desempeñó el papel de peluquero y para procurarse el
soberbio traje que, a su juicio, le hacía irresistible! La
búsqueda de ropa, en particular, fue de lo más arduo y
quizás incluso habría resultado vana si no hubiera tenido
la suerte de haber trabado relaciones con Patterson.
Patterson vendía de todo y el avaro nunca
hubiera consentido que se perdiera la ocasión de un trueque. Si
no tenía el objeto pedido, siempre lo encontraba, dando con una
mano, recibiendo con la otra, y quedándose de pasada con un
sustancioso corretaje. Así pues, Patterson le había
proporcionado las ropas solicitadas. Pero en cambio el joven se
había gastado todos sus ahorros.
Este no los echaba de menos, puesto que había
recibido la recompensa a su sacrificio. La actitud de Graziella
había cambiado en el acto. Según su clasificación
personal, Halg dejaba de ser un salvaje y se convertía en un
hombre.
Desde entonces las cosas marcharon a pasos agigantados
y el cariño se desarrolló rápidamente en el
corazón de ambos jóvenes. Harry Rhodes tenía
razón. Si se hacía abstracción del tipo especial
de su raza, Halg era realmente un guapo mozo. Alto, fuerte,
acostumbrado a la vida al aire libre, poseía aquella gracia de
gestos que la agilidad de los miembros y la armonía de los
movimientos le ofrecían. Por otra parte, además de que su
inteligencia, despierta por las lecciones del Kaw-djer, no era
mediocre, se leían en sus ojos la bondad, la rectitud. Con eso
había más que suficiente para llegar al corazón de
una joven desdichada.
Desde el día en que, sin haberse dicho ni una
palabra, Halg y Graziella se sintieron estrechamente unidos, las horas
corrieron de prisa para ellos. ¿Qué les importaba la
tempestad?, ¿qué les importaba el frío?, las
intemperies hacían más dulce la intimidad y, lejos de
desearlo, temían la vuelta del buen tiempo.
Reapareció, sin embargo, y los emigrantes, que
no tenían los mismos motivos para verlo con indiferencia,
apreciaron vivamente el cambio. Como tocado por una varita
mágica, el campamento se animó. Vaciáronse casas y
tiendas. En tanto que los hombres estiraban sus miembros entumecidos
por aquella larga clausura, las comadres, felices por poder renovar a
interlocutoras y oyentes, iban de puerta en puerta intercambiando
visitas, se trabaron nuevas amistades, y, hecho digno de anotarse,
jamás con una de aquellas personas con las que acababan de
convivir íntimamente cerca de quince días.
Karroly aprovechó el tiempo favorable para
comenzar las reparaciones de la Wel-Kiej con los carpinteros
que ya le habían ayudado una primera vez. Obligados los
constructores a llevar a cabo por sí mismos todos los trabajos
preparatorios: tala, trozado y cerchado de la madera, estas
reparaciones exigirían un mes de trabajo, es decir que no
estarían terminadas antes de tres meses, teniendo en cuenta las
interrupciones impuestas por el mal tiempo.
Mientras Karroly y sus compañeros manejaban la
garlopa y la sierra, el Kaw-djer, deseoso de procurarse provisiones
frescas para sí mismo y para los enfermos, se fue de caza con su
perro Zol. El hecho de que el archipiélago sufriese los rigores
del invierno y de que la nieve empezase a cubrir los llanos y el hielo
a peinar las cumbres, no quería decir que la vida animal hubiese
desaparecido. Los bosques seguían abrigando gran cantidad de
rumiantes, ñandús, guanacos, vicuñas, zorros. Por
encima de las praderas seguían revoloteando gansos de monte,
pequeñas perdices, becadas y agachadizas. En el litoral
pululaban las gaviotas comestibles. A la vista de la isla venían
a respirar las ballenas y en sus playas abundaban los lobos de mar.
En cambio, no se podía pensar en la pesca. Los
peces, merluzas y lampreas en su mayoría, frecuentaban
sólo en verano las aguas de la isla Hoste. En invierno se
remontan más hacia el norte, hacia el canal de Beagle y hacia el
estrecho de Magallanes.
Además de una cantidad bastante grande de caza,
el Kaw-djer trajo de su excursión noticias de cuatro familias
que habían creído mejor alejarse del campamento y
establecerse algunas leguas más allá hacia el interior
del país. Y estos disidentes eran las familias Riviére,
Gimelli, Gordon e Ivanoff, cuyos cabezas habían
acompañado, en lo que a los tres últimos se refiere, al
Kaw-djer y a Harry Rhodes en la primera exploración de la isla,
habiendo navegado el primero hasta Punta Arenas en calidad de delegado
de los emigrantes. Al regreso de Riviére habían tomado,
de común acuerdo, la resolución de hacer rancho aparte.
Estos cuatro, agricultores de profesión, pertenecían a la
misma clase moral, la clase de la buena gente, sana, bien equilibrada,
y gozando de buena salud. Tan alejada de la rapacidad de un Patterson
como de la abulia de un John Rame, eran sencillamente muy trabajadores.
El trabajo era para ellos una necesidad, y a él se entregaban
sin esfuerzo, al igual que sus mujeres y sus hijos, tan incapaces como
ellos mismos de no encontrar cómo ocupar útilmente su
tiempo.
Razones análogas les habían incitado a
marcharse de allí. Durante la tala de árboles necesaria
para la descarga del Jonathan, Riviére se había
quedado impresionado por la riqueza de aquellos bosques que no
habían sido atacados por hacha alguna. Aquel recuerdo le vino a
la memoria en Punta Arenas, en cuanto se enteró de que
tendría que pasar seis meses en la isla Hoste, y se le
ocurrió sacar provecho de las circunstancias para hacer una
tentativa de explotación. Con este objeto se hizo con un
material elemental de aserradero con el que cargó la chalupa.
Desde el punto de vista de la tala su empresa sólo podía
ser fructífera. Como aquellos bosques no eran propiedad de
nadie, la madera no costaba nada. Quedaba el problema del transporte.
Pero Riviére consideraba que aquella dificultad se
resolvería por sí sola más adelante, y que trozada
ya la madera, siempre podría sacar provecho de ella.
A punto ya de realizar su proyecto, había hecho
partícipes de su secreto a Gimelli, Gordon e Ivanoff, con los
que había entablado relaciones en el Jonathan. Estos
habían aprobado con entusiasmo la idea del franco-canadiense,
lamentando por su parte no poder imitarle. Sin embargo, una idea trajo
otra y pronto se les ocurrió un proyecto similar. Durante la
excursión que habían hecho en compañía del
Kaw-djer, les había sido posible apreciar la fertilidad del
suelo. ¿Por qué no iba intentar dedicarse uno de ellos a
la cría de ganado, y los otros a la agricultura? Si al cabo de
seis meses pareciera que el resultado iba a ser favorable, nada les
obligaría a marcharse. Tierra de Magallanes o África,
poco importa el país en que se vive, desde el momento en que
éste no es el propio. Si por el contrario el resultado se
preveía negativo, lo único que habrían perdido
sería el trabajo. Pero cuando uno posee buenos brazos y mucho
ánimo, el trabajo es fuente de inagotables recursos y, por lo
demás, era preferible estar trabajando seis meses en balde que
permanecer tanto tiempo inactivo. En el campo más estéril
se recogería, cuando menos, salud.
Aquellas cuatro familias compuestas por hombres
prudentes, mujeres formales, muchachas y muchachos sanos y robustos
tenían en sus manos todos los triunfos que les darían el
éxito deseado allí donde tantos otros fracasarían.
Tomaron, pues, su decisión y la llevaron a cabo con la
aprobación y la ayuda de Hartlepool y del Kaw-djer.
Mientras los emigrantes se ocupaban de transportar el
material a la bahía Scotchwell, los disidentes preparaban con
gran actividad su partida. Improvisaron a hachazos un rodal1, muy primitivo indudablemente
pero vasto y fuerte. Sobre aquel carro amontonaron víveres,
simientes, semillas, herramientas de arar, enseres domésticos,
armas, municiones, en una palabra todo lo que podía ser
necesario para que pudieran empezar a funcionar las explotaciones.
Tampoco dejaron de llevarse cuatro o cinco parejas de aves de corral, y
los Gordon, pensando dedicarse especialmente a la cría,
añadieron conejos y representantes de ambos sexos de las razas
bovina, ovina y de cerda. Provistos, pues, de los elementos
indispensables para su fortuna venidera se alejaron camino del norte en
busca de un lugar adecuado. Lo encontraron a doce kilómetros de
la bahía Scotchwell. En aquel sitio se extendía una ancha
meseta, limitada al oeste por espesos bosques y al este por un ancho
valle en cuyo fondo serpenteaba un río. Este valle, tapizado de
tupida hierba, proporcionaba espléndidos pastos donde
innumerables rebaños podrían fácilmente encontrar
su alimento. En cuanto a la meseta, parecía cubierta por una
capa de humus que podría ser excelente cuando el azadón
la hubiera roturado y dejado limpia de la inextricable red de
raíces que por todas partes la surcaban.
Los colonos se pusieron manos a la obra. Su primer
cuidado fue el de levantar cuatro pequeñas granjas, cuyos muros
estaban hechos de troncos de madera. Aun a costa de un trabajo
suplementario, era mucho mejor poder vivir cada uno en su casa; esto
sería una garantía de la buena armonía futura.
El mal tiempo, la nieve y el frío no retrasaron
ni siquiera una hora la construcción de aquellas viviendas.
Cuando el Kaw-djer fue a visitarlas, ya estaban terminadas. Este
volvió maravillado de lo que es capaz de realizar una voluntad
firme y con el espíritu puesto en un objetivo bien
determinado.
Los Riviére estaban ya montando una rueda
hidráulica para utilizar un salto de agua. Esta rueda
administraría fuerza a la aserradera donde la gravedad
haría bajar automáticamente los maderos desde lo alto de
la meseta. Los Gimelli y los Ivanoff, a su vez, la habían
emprendido con el suelo a golpes de pico primero, dejándolo
preparado para el arado que en su momento arrastrarían aquellos
mismos animales para los que los Gordon estaban vallando amplios
cercados.
Aunque tantos esfuerzos resultasen estériles,
el Kaw-djer pensaba que esa necesidad de acción era preferible a
la apatía de los demás emigrantes.
Estos, como niños grandes que eran, gozaron del
sol mientras éste brilló, después, volviendo el
cielo a mostrarse inclemente, se escondieron en sus refugios viviendo,
confinados allí, como la primera vez, para salir en cuanto
volvió a aclarar. Transcurrió así un mes, con
alternativas de días buenos, poquísimos, y de malos que
fueron muy numerosos, y se llegó al 21 de junio, fecha del
solsticio de invierno en el hemisferio austral.
Durante este mes pasado en la bahía Scotchwell,
habían ocurrido algunos cambios en la distribución de los
emigrantes. Riñas y nuevas amistades habían motivado
mutaciones entre los habitantes de las diversas casas desmontables. Por
otra parte, entre la muchedumbre empezaban a dibujarse diferentes
grupos, del mismo modo que por encima de la superficie en calma de un
río afloran algunos islotes.
Uno de aquellos grupos lo formaban el Kaw-djer, los
dos fueguinos, Hartlepool y la familia Rhodes. En torno a éste
gravitaba como un satélite en torno a un centro de
atracción, la tripulación del Jonathan,
incluidos Dick y Sand.
Un segundo grupo, formado también por gente
pacífica y formal, comprendía a los cuatro trabajadores
contratados por la Compañía de colonización,
Smith, Wright, Lawson y Foch, y a una quincena de obreros embarcados en
el Jonathan por su cuenta y riesgo.
El tercero no contaba más que con cinco
miembros: los cinco japoneses que vivían rodeados de silencio y
de misterio y cuyos rostros amarillos y ojos oblicuos apenas se dejaban
ver.
Un cuarto grupo reconocía por jefe a Ferdinand
Beauval. En el campo magnético del tribuno se movía una
cincuentena de emigrantes. De entre los cuales, unos quince o veinte
podían llamarse obreros. El resto provenía de la gran
masa agrícola.
El quinto, de número bastante reducido, se
inspiraba en Lewis Dorick. Este último contaba en particular con
la adhesión del marinero Kennedy, el cocinero Sirdey y cinco o
seis individuos que declaraban unánimemente pertenecer a la
clase obrera, pero de los que, por lo menos una mitad formaba parte sin
lugar a dudas de la corporación de los malhechores
profesionales. De modo más pasivo que activo, Lazzaro Ceroni,
John Rame y una docena de alcohólicos, transformados en
muñecos por su degradación, estaban ligados a aquel
núcleo de militantes.
Un sexto y último grupo absorbía el
resto de aquella multitud. Claro es que aquella muchedumbre se
dividía a su vez en numerosas y variadas fracciones, al capricho
de simpatías y antipatías individuales, pero en su
conjunto presentaban la característica común de no tener
ningún carácter, de ser fluctuante e inerte y de estar en
un estado de equilibrio indiferente, dispuesta por consiguiente a
obedecer a cualquier impulso.
Quedaban los aislados, los independientes tales como
Fritz Gross, llegado al último grado del embrutecimiento, los
hermanos Moore a quienes la violencia de su naturaleza no les
permitía frecuentar más de tres días seguidos a
las mismas personas, y, sobre todo, Patterson, que ocultaba su
existencia, que sólo se comunicaba con sus semejantes cuando
esto presentaba algún interés, y que vivía
apartado, escoltado siempre por sus acólitos Blaker y Long.
De todos estos partidos, si es que la palabra no es
demasiado ambiciosa, el que mayor provecho sacaba de las circunstancias
presentes era, sin lugar a dudas, el que reconocía por jefe a
Lewis Dorick, y de todos los miembros de este grupo el más
afortunado era, también sin lugar a dudas, el propio Lewis
Dorick.
Este aplicaba sus principios. Cuando el tiempo se lo
permitía, iba gustoso de tienda en tienda, de casa en casa,
pasando en cada una de ellas temporadas más o menos largas. Bajo
el falaz pretexto de que la propiedad individual era una noción
inmoral que todo pertenece a todos y que nada pertenece a nadie, se
apoderaba de los mejores sitios y se atribuía, imperturbable,
todo aquello que era de su conveniencia. Un buen olfato le hacía
discernir a aquellos de quienes podía temer una firme
resistencia. No quería saber nada de ellos. Por el contrario,
pelaba a los débiles, a los indecisos, a los tímidos y a
los tontos. Aquellos desgraciados, literalmente aterrorizados por la
increíble audacia y la imperiosa palabra de este comunista
saqueador, se dejaban desplumar sin proferir ni una queja. Para sofocar
sus protestas, le bastaba a Dorick con clavar en ellos miradas de
acero. Aquel ex profesor nunca se lo había pasado tan bien. Para
él, aquella isla Hoste era el país de Canaán.
Para ser justos hay que reconocer que tampoco se
negaba a aplicar sus teorías en sentido contrario. Si bien
cogía sin ninguna clase de escrúpulos lo que los otros
poseían, declaraba encontrar muy natural que los demás
cogieran lo que él mismo poseía. Generosidad tanto
más admirable desde el momento en que él nada
poseía. Sin embargo, a juzgar por el cariz que tomaban las cosas
se podía preveer que no siempre sería así.
Sus discípulos seguían el camino del
maestro, y sin pretender igualarle en maestría, lo hacían
lo mejor que sabían. Por lo demás no faltaba mucho para
que, a finales del invierno, las riquezas colectivas pasasen a ser
propiedad particular de aquellos fervientes negadores del derecho a la
propiedad.
El Kaw-djer no desconocía aquellos abusos de la
fuerza, y se admiraba de aquella singular aplicación de las
doctrinas libertarias tan semejantes a las que él mismo
defendía tan apasionadamente. ¿Remediar aquella
tiranía? ¿Con qué titulo lo habría hecho?
¿Con qué derecho habría provocado un conflicto al
proteger de motu proprio a aquellas gentes que ni siquiera
pedían socorro contra otros hombres, sus semejantes,
después de todo?
Además, bastantes preocupaciones personales
tenía para olvidar las de los demás. Cuanto más
avanzaba el invierno, más numerosos se hacían los
enfermos. Él solo no podía llevar a cabo aquella tarea.
El 18 de junio hubo una baja, la de un niño de cinco
años, arrebatado por una bronconeumonía sin que ninguna
medicación pudiera detenerla. Era el tercer cadáver que,
desde la recalada, recibía el suelo de la isla Hoste.
El estado de ánimo de Halg tenía
también muy preocupado al Kaw-djer. Este leía como en un
libro abierto en el alma ingenua del joven fueguino, y adivinaba la
turbación creciente de su corazón. ¿Cómo
acabaría todo aquello, cuando aquella muchedumbre se alejara
para siempre de la Tierra de Magallanes? ¿No querría
seguir a Graziella, para acabar muriendo así en algún
lugar lejano, de pena y de miseria?
Aquel 18 de junio precisamente, Halg volvió
más preocupado que de costumbre de su visita cotidiana a la
familia Ceroni. El Kaw-djer no necesitó preguntarle para saber
los motivos. Halg le confió con toda espontaneidad que, la
vigilia, cuando ya se había marchado, Lazzaro Ceroni se
había embriagado de nuevo. Como de costumbre, el resultado
había sido una escena terrible, menos violenta, afortunadamente,
que la precedente.
Aquello dio qué pensar al Kaw-djer. Si Ceroni
se había embriagado era porque había tenido alcohol a su
disposición. ¿Ya no estaba el material procedente del
Jonathan custodiado por los hombres de la
tripulación?
Al interrogar a Hartlepool, éste declaró
que no comprendía nada, y aseguró que la vigilancia no
había disminuido. Sin embargo, el hecho era innegable, y
prometió doblar la atención para evitar que se
repitiera.
El 24 de junio, tres días después del
solsticio, fue cuando sobrevino un primer incidente de alguna
importancia, no por sí mismo sino por las consecuencias
indirectas que iba a tener en el futuro. Hacía buen día.
Una ligera brisa del sur había despejado el cielo, y el suelo
estaba endurecido por un frío seco de cuatro a cinco grados
centígrados. Atraídos por los pálidos rayos del
sol que trazaban en el horizonte un arco rebajado, los emigrantes se
habían diseminado por el exterior.
Dick y Sand, a quienes intemperie alguna era capaz de
retener en casa, figuraban entre aquellos aficionados al aire libre.
Acompañados de Marcel Norely y de otros dos niños de su
edad, habían organizado una rayuela, que los apasionaba en
extremo. Entregados totalmente a su juego, ni siquiera se dieron cuenta
de que otra banda de jugadores, adultos éstos, se
entretenían cerca de ellos. En efecto, jugar no es sólo
cosa de niños, y la edad madura también se complace de
buen grado en ello. Aquellos adultos habían comenzado un partido
de bolas. Eran seis, entre los cuales se encontraba Fred Moore, aquel
que había tenido ya un comienzo de altercado con Dick.
Ocurrió entonces que el boliche de los
jugadores de bolas llegó rodando hasta la rayuela de los
niños. Sand estaba entonces completamente abstraído en
llevar a buen fin unos cuádruplos de la mayor dificultad.
Ensimismado en su juego, tuvo la desgracia de no ver el boliche y de
desplazarlo sin querer con el pie. Inmediatamente, fue cogido por la
oreja.
-¡Eh, chaval! -dijo al mismo tiempo una fuerte
voz-. ¿No podrías tener un poco de cuidado?
Como sus dedos agarraban la oreja con cierta rudeza,
el sensible Sand se puso a llorar.
Las cosas, seguramente, no hubiesen pasado de
ahí si Dick, llevado por su belicoso temperamento, no hubiera
juzgado oportuno intervenir.
De repente, Fred Moore -pues éste era el
temible enemigo al que Sand había ofendido- se vio obligado a
soltar a su prisionero para defenderse a su vez. Un aliado desconocido
de aquel prisionero -¡uno emplea las armas que puede!- le
pellizcaba cruelmente por detrás. Se giró vivamente y se
encontró cara a cara con aquel impertinente que ya una vez le
había desafiado.
-¡Otra vez tú, mocoso! -gritó,
alargando el brazo para atrapar a aquel ínfimo adversario.
Pero Sand y Dick eran dos cosas distintas. Si la
captura de uno era fácil, no así la del otro. Dick dio un
salto de lado y emprendió la huida, perseguido por Fred Moore,
maldiciendo y jurando como un templario2.
La persecución se prolongó. Cada vez que
su enemigo estaba a punto de alcanzarlo, Dick se escurría y
Moore, cada vez más irritado, sólo encontraba el
vacío ante él. Sin embargo, la partida era demasiado
desigual para que pudiera eternizarse. No había punto de
comparación entre las piernas de Dick y las de Fred Moore. A
pesar de su magnífica defensa de fugitivo, llegó un
instante en que se vio obligado a renunciar a toda esperanza.
En aquel preciso momento, cuando Fred Moore, lanzado a
plena carrera, no tenía más que extender la mano para
cogerlo, su pie tropezó con un obstáculo inoportuno y,
perdiendo el equilibrio, cayó con fuerza al suelo, con gran
perjuicio para sus rodillas y sus manos. Dick y Sand, aprovechando la
ocasión, se apresuraron a ponerse fuera de su alcance.
El obstáculo que había causado la
caída de Fred Moore era un bastón, y aquel bastón
no era otro que la muleta de Marcel Norely. Para socorrer a su amigo en
peligro, el niño había empleado el único medio a
su alcance, lanzando su muleta entre las piernas del emigrante. Ahora,
contento por el éxito obtenido, reía de buena gana, sin
darse cuenta de que había realizado un acto de verdadero
heroísmo.
A pesar de todo su intervención era realmente
heroica, puesto que el pequeño inválido,
privándose de un accesorio indispensable y condenándose
por esta misma razón a la inmovilidad, atraía
necesariamente sobre él el castigo que Fred Moore destinaba a
otro.
Este se levantó furioso. De un salto, se
lanzó sobre Marcel Norely, a quien levantó como una
pluma. Devuelto así a la pura realidad de las cosas, el
niño dejó de reír y comenzó en el acto a
dar penetrantes chillidos. Pero el otro no hacía caso. Su manaza
se levantó, cargada con una tormenta de bofetadas.
Pero no llegó a caer. Alguien la había
cogido por detrás y la retenía con imperioso
apretón, mientras que en un tono de censura, una voz
pronunciaba:
-¿Pero cómo, señor Moore...?
¡Un niño...!
Fred Moore se volvió. ¿Quién se
permitía darle lecciones? Reconoció al Kaw-djer, que,
aumentando su censura, continuaba con voz tranquila:
-¡Y además inválido!
-¿Y a usted qué le importa?
-gritó Fred Moore-. ¡Suélteme o si no...!
Como el Kaw-djer no parecía dispuesto en
absoluto a obedecer aquella orden, Fred Moore intentó soltarse
con un violento esfuerzo. Pero la presa estaba bien sujeta y no
cedió. Fuera de sí, apartó a Marcel Norely y
levantó la otra mano, dispuesto a golpear. Sin hacer un gesto,
sin que un solo músculo de su cara se moviera, el Kaw-djer se
contentó con apretar más el atenazamiento de sus dedos.
El dolor debió ser vivo, pues Fred Moore no acabó el
gesto que había comenzado. Sus rodillas se doblaron.
En seguida, el Kaw-djer aflojó el
apretón y soltó la mano que retenía prisionera.
Fred Moore, ciego de rabia, llevó aquella mano a su cintura y la
blandió armada de una faca. Estaba rojo de ira. En sus ojos
brillaba la locura del homicidio.
Afortunadamente, los demás jugadores de bolas,
asustados ante el giro que daban las cosas, se interpusieron y lograron
sujetar al energúmeno, que el Kaw-djer contemplaba con sorpresa
mezclada de tristeza.
¿Era, pues, posible que un hombre, bajo la
influencia de su cólera, llegara a ser hasta ese punto esclavo
de sus nervios? Y sin embargo, aquel ser que se debatía como un
insensato, echando espumarajos y lanzando gritos que se estrangulaban
en su garganta, ¡era un hombre! Ante tal espectáculo
¿no modificaría el Kaw-djer sus teorías
libertarias? ¿Podría llegar a admitir que, en su lucha
eterna contra las bestiales pasiones que la arrastran, la humanidad
necesita ser ayudada por una saludable violencia?
-¡Nos volveremos a ver, camarada!
-consiguió por fin articular Fred Moore, sólidamente
sujeto por cuatro robustos mozos.
El Kaw-djer se encogió de hombros y se
alejó sin volver la cabeza. En cuanto dio algunos pasos, ya
había olvidado por completo el recuerdo de aquella absurda
pelea. ¿Daba pruebas de prudencia al conceder tan poca
importancia al incidente? Un futuro aún lejano debía
demostrarle que Fred Moore conservaba de él un duradero
recuerdo.
1. Carro con ejes de
madera y ruedas sin radios.
2. Expresión antigua que proviene
de Boire comment un templier y que se encuentra ya en
Rabelais.
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