Los náufragos del
“Jonathan”
Segunda parte - Capítulo III En la bahía de Scotchwell
La Wel-Kiej regresó de Punta Arenas el
15 de abril. En cuanto la avistaron los emigrantes, impacientes por
conocer la suerte que les esperaba, se juntaron en filas apretadas en
el punto de la costa hacia el que se dirigía.
La concentración de aquella muchedumbre se
efectuó por sí misma, según las leyes inmutables
que rigen la formación de grupos en toda la superficie de
nuestro imperfecto planeta; lo que equivale a decir que los más
fuertes se apoderaron de los mejores sitios. Atrás quedaron
relegadas las mujeres. Desde allí no podían ver nada ni
oír nada, pero eso no les impedía charlar aun con
más agitación, cambiando entre sí comentarios tan
ensordecedores como prematuros sobre las noticias todavía
desconocidas que traería la chalupa. Delante estaban los
hombres, a una distancia de la orilla del agua inversamente
proporcional a su vigor y a su brutalidad. En cuanto a los
niños, para quienes todo es pretexto para jugar, estaban
diseminados por todas partes. Los más pequeños piaban
como gorriones, correteando y brincando por la periferia del grupo;
otros estaban perdidos entre la masa, sin poder avanzar ni retroceder;
otros, que habían conseguido atravesarlo de punta a punta,
tendían sus caritas curioseando entre las piernas de la primera
fila; algunos, finalmente, los más atrevidos, habían
logrado pasar, después de la cabeza, el cuerpo entero.
El pequeño Dick, huelga decirlo, figuraba entre
estos espabilados y no había vencido tan sólo en su
propio beneficio todos los obstáculos, sino que, había
logrado que le siguieran los pasos su inseparable Sand y otro
niño con el que ambos grumetes habían trabado, desde
hacía ocho días, una amistad que ya se perdía en
la noche de los tiempos. Este niño, Marcel Norely, de la misma
edad que sus dos compañeros, poseía el mejor de los
títulos para hacerse acreedor de su afecto, puesto que
tenía necesidad de su protección. Era un ser
débil, de rostro enfermizo y, por si fuera poco, un
inválido cuya pierna derecha, atacada de parálisis, se
había quedado unos centímetros más corta que la
izquierda. Por lo demás, este inconveniente no alteraba en lo
más mínimo el buen humor del pequeño Marcel, ni su
ardor por los juegos, en los que destacaba como cualquier otro, gracias
a una muleta que a utilizaba con notable habilidad.
Cuando los emigrantes corrían tumultuosamente a
la playa, Dick, y tras él Sand y Marcel, se había
deslizado por entre los que habían llegado los primeros, a cuyas
cinturas apenas alcanzaba su frente, y habían conseguido
colocarse delante de ellos. Aquella hazaña, desgraciadamente, no
pudo ser ejecutada sin causar alguna molestia a los precedentes
ocupantes, y quiso el azar que uno de ellos fuera Fred Moore, el mayor
de aquellos dos hermanos cuya naturaleza violenta había sido
indicada al Kaw-djer por Harry Rhodes.
Fred Moore, hombre bastante metido en carnes y de casi
seis pies de estatura, lanzó un sonoro reniego al sentir que su
base se tambaleaba. Aquello bastó para excitar la locuacidad
guasona de Dick. Se volvió hacia Sand y Marcel que estaban
abriéndose paso a imitación suya.
-¡Eh, vosotros...! -dijo-, no empujéis a
este gentleman, ¡por todos los demonios...!
¿Qué falta nos hace? Con ponernos detrás de
él y mirar por encima de su cabeza, ya basta.
La pretensión, dada la corta estatura del
minúsculo orador, era tan presuntuosa que los que se hallaban
alrededor no pudieron contener la risa, lo cual puso a Fred Moore de
pésimo humor. La sangre afluyó a su rostro.
-¡Mocoso!1 -dijo con desprecio.
-Gracias por el cumplido, Vuestro Honor, aunque
pronuncia usted mal el inglés. Habría que decir
gentil -se burló Dick, abusando de las consonantes
análogas de gnat (mosquito) y natty
(gentil)
Fred Moore dio un paso hacia delante, pero los que
estaban más cerca de él le retuvieron,
aconsejándole que dejara en paz a aquellos niños. Dick
aprovechó para alejarse con sus dos amigos, siguiendo por la
orilla del mar y pasando por delante de otros emigrantes de humor
más pacífico.
-Luego ya nos veremos y te daré un buen
tirón de orejas, muchacho -amenazó Fred Moore, obligado
entonces a la inmovilidad.
Dick, bien protegido ahora, miró de abajo
arriba a su adversario.
-¡Para eso haría falta una escalera,
compañero! -dijo con arrogancia, desencadenando nuevas
risas.
Fred Moore se encogió de hombros y Dick,
satisfecho de salirse con la suya, dejó de ocuparse de
él, para concentrar toda su atención en la chalupa cuya
rola hacia chirriar en aquel preciso momento la grava de la orilla.
Tan pronto como se detuvo, Karroly saltó al
agua y se apresuró en ir a fijar sólidamente el ancla en
tierra firme. Ayudó luego a su pasajero a desembarcar,
alejándose después con Halg y el Kaw-djer, muy contento
de volver a verles después de tan larga ausencia.
Si bien es cierto que entre los fueguinos los
sentimientos afectivos se hallan por lo general poco desarrollados,
también es verdad que el práctico constituía una
excepción a la regla. De ser necesario, las miradas con las que
envolvía a su hijo y al Kaw-djer habrían sido suficiente
testimonio. Para este último era realmente el buen perro fiel y
abnegado; su aspecto mismo evocaba esa imagen.
Su ciega devoción sólo podía ser
igualada por la de Halg, no menos profunda pero más consciente.
Si Karroly era el padre del joven en el sentido natural de la palabra,
el Kaw-djer era su padre espiritual. Al uno le debía la vida, al
otro la inteligencia, que las lecciones del misterioso solitario
habían formado, dotándola de sentimientos e ideas
desconocidos por los desheredados indígenas del
archipiélago.
El afecto que profesaba al Kaw-djer era ampliamente
correspondido por aquél. Halg era el único ser capaz de
conmover aún a aquel hombre desencantado que aparte del amor que
experimentaba por el muchacho, sólo sentía un altruismo
colectivo e impersonal, sin duda de una grandeza admirable, pero cuya
misma dimensión parece más adecuada al corazón
infinito de un Dios que al alma mediocre de las criaturas.
¿Será acaso por esto, será porque tienen la oscura
noción de esa desproporción, por lo que, a pesar de su
resplandeciente belleza, un sentimiento semejante causa
extrañeza antes que encanto a los demás hombres y llega a
parecerles inhumano por hallarse tan por encima de ellos? Tal vez,
juzgando por la pobreza de su propio corazón, consideran que es
sumamente pequeña la parte que les toca a cada uno de un amor
así dividido entre todos y que, aun cuando sea menos sublime, es
mejor entregarse sin reserva a unos pocos.
Mientras que aquellos tres seres tan estrechamente
unidos conversaban acerca de los incidentes del viaje y se entregaban
al placer de volver a verse, los emigrantes, rodeando en apretadas
filas a Germain Riviére, se informaban de los resultados de su
misión. Las preguntas se entrecruzaban, formuladas de diversas
maneras, para reducirse en suma a ésta: ¿por qué
había vuelto la chalupa y en su lugar no veían un
navío bastante grande para repatriarles a todos?
Germain Riviére, no sabiendo a quién
atender, reclamó el silencio con la mano y luego, en respuesta a
una pregunta precisa formulada por Harry Rhodes, hizo un breve relato
de su viaje. En Punta Arenas había visto al gobernador, Sr.
Aguire, quien, en nombre del Gobierno chileno, había prometido
socorrer a las víctimas de la catástrofe. Sin embargo, al
no encontrarse por entonces en Punta Arenas ningún barco de
tonelaje suficiente para transportar a los, náufragos,
éstos debían armarse de paciencia. La situación,
por lo demás, no parecía inquietante. Puesto que se
disponía de un material en buen estado y víveres para
unos dieciocho meses, se podría esperar sin peligro.
Ahora bien, no había que ocultarse que la
espera sería forzosamente bastante larga. Apenas comenzaba el
otoño y no hubiera sido prudente enviar, sin una urgencia
absoluta, un buque a aquellos parajes en esa época del
año. En interés de todos, el viaje debía ser
aplazado hasta la primavera. A principios de octubre, es decir, pasados
seis meses, un navío sería enviado a la isla Hoste.
La noticia, pasando de boca en boca, fue transmitida
instantáneamente de la primera a la última fila. Produjo
entre los náufragos un efecto de estupor. ¡Cómo!
¡Habían de verse en la necesidad de perder seis largos
meses en aquel país donde no se podía emprender nada
puesto que habría que abandonarlo todo en primavera,
después de haber sufrido inútilmente los rigores del
invierno! La multitud, un rato antes tan bulliciosa, había
quedado en silencio. Cruzábanse miradas abatidas. Luego, el
abatimiento dio paso a la cólera. Fueron proferidas invectivas
violentas contra el gobernador de Punta Arenas. La cólera, sin
embargo, falta de alimento, no tardó en apaciguarse y los
emigrantes empezaron a dispersarse y a regresar a sus tiendas,
taciturnos.
Pero atraídos en el camino por otro grupo en
vías de formación, se detenían maquinalmente sin
darse cuenta siquiera de que, agregándose al segundo grupo
constituido por los elementos disociados del primero, se transformaban
ipso facto en oyentes de Ferdinand Beauval. En efecto,
éste juzgado la ocasión favorable para un nuevo discurso
y, como la vez anterior, arengaba a sus compañeros desde lo alto
de una peña elevada a la dignidad de tribuna. Como es de
suponer, el orador socialista no tenía palabras halagadoras para
el, régimen capitalista en general y en particular el gobernador
de Punta Arenas, quien, según él, era su producto
natural. Estigmatizaba con elocuencia el egoísmo de aquel
funcionario desprovisto de la más elemental humanidad y que tan
a la ligera dejaba a tantos desgraciados expuestos a todos los peligros
y a todas las miserias.
Los emigrantes sólo prestaban un oído
distraído a la diatriba del tribuno. ¿A qué
venía aquella palabrería? Ya podía Beauval clamar
cosas aún peores eso no haría que sus asuntos adelantaran
un paso. Para mejorar su suerte se necesitaban hechos, no palabras.
¿Pero qué hechos? Nadie, a decir verdad lo sabía.
Y con la vista baja, fijando en el suelo sus ojos ingenuos, buscaban
penosamente la solución del problema, sin gran esperanza de
encontrarla.
Una idea, sin embargo, se iba abriendo paso poco a
poco, en aquellos cerebros oscuros. Lo que debía hacerse,
quizás alguien lo sabía. Tal vez aquel que ya les
había sacado de más de un aprieto les daría el
medio para resolver aquella situación, cuando estuviera
informado. Por esta razón, lanzaba tímidas miradas en
dirección al Kaw-djer, hacia quien se dirigían
precisamente Harry Rhodes y Germain Riviére. No pudiendo
ningún miembro de una población de mil doscientas almas
adoptar por si solo una decisión para el conjunto, lo más
sencillo; después de todo, era remitirse al Kaw-djer, a su
abnegación, a su experiencia; además en cualquier caso,
tal resolución tenía la inapreciable ventaja de hacer
superflua para los demás toda reflexión,
Libres por fin de cualquier preocupación
inmediata, los emigrantes fueron abandonando, uno tras otro a Ferdinand
Beauval, cuyo auditorio pronto quedo reducido a su habitual
núcleo de fieles.
Juntándose al grupo formado por los dos
fueguinos y el Kaw-djer, Harry Rhodes, acompañado por Germain
Riviére, puso a aquél al corriente de los
acontecimientos, le dio a conocer la respuesta del gobernador de Punta
Arenas y le expuso las angustias de los emigrantes, que temían
el rigor de un invierno antártico.
En lo que a este último punto se refiere, el
Kaw-djer tranquilizó a su interlocutor. El invierno, en tierra
de Magallanes, es menos duro y menos largo a la vez, que en Islandia,
Canadá o los Estados septentrionales de la Unión
Americana, y el clima, del archipiélago es semejante,
después de todo al de las tierras del sur de África hacia
donde se dirigía el Jonathan.
-Acepto el augurio -dijo Harry Rhodes, conservando sin
embargo cierto escepticismo-. No obstante, ¿no sería
preferible, en todo caso, invernar en la Tierra del Fuego, que tal vez
ofrezca algunos recursos, antes que en la isla Hoste, donde hasta la
fecha no hemos encontrado alma viviente?
-No -respondió el Kaw-djer-. Trasladarse a
Tierra del Fuego no tendría ninguna ventaja y, por el contrario,
presentaría grandes inconvenientes desde el punto de vista del
material que sería preciso abandonar. Tenemos que quedarnos en
la isla Hoste, pero abandonar sin demora el lugar en que hasta ahora se
ha acampado.
-¿Para ir dónde?
-A la bahía Scotchwell, cuyo contorno seguimos
durante nuestra excursión. Allí encontraremos sin
ningún esfuerzo un emplazamiento adecuado para las casas
desmontables procedentes del cargamento del Jonathan, mientras
que aquí no existe ni una pulgada de terreno llano.
-¿Cómo? -exclamó Harry Rhodes-.
¡Usted nos aconseja que transportemos a dos millas de aquí
un material tan pesado y proceder a una verdadera
instalación!
-Es absolutamente necesario -afirmó el
Kaw-djer-. Aparte de que la orientación de la bahía
Scotchwell es excelente y se encuentra al abrigo de los vientos del
Oeste y del Sur, el río que desemboca en ella
proporcionará en abundancia agua potable. En cuanto a instalarse
formalmente, no sólo es necesario sino urgente. En esta
región el gran enemigo es la humedad. Ante todo lo que importa
es defenderse contra ella. Y añadiré que no hay tiempo
que perder, el invierno puede empezar de la noche a la
mañana.
-Debería decir todo esto a nuestros
compañeros -propuso Harry Rhodes-. Se darían cuenta
más exacta de su situación si se la explicara usted.
-Prefiero que usted mismo se encargue de hacerlo
-replicó el Kaw-djer-. Pero, por supuesto, quedo a
disposición de todos si me necesitan.
Harry Rhodes se apresuró a poner en
conocimiento de los emigrantes esa conversación. Quedó
bastante sorprendido al ver que no recibían la
comunicación tan mal como era de temer. La decepción que
acababan de experimentar había sembrado entre ellos el
desaliento y se consideraban muy afortunados por encontrarse en
presencia de una tarea concreta, sabiendo que alguien se
responsabilizaba de garantizar buenos resultados. La invencible
esperanza que dormita hasta la muerte en el corazón del hombre
hacía el resto. Igualmente cualquier otro cambio les hubiera
parecido, en aquellos momentos, la salvación. Acogieron con gran
júbilo la instalación en la bahía Scotchwell y se
imaginaron encontrar allí las mil maravillas.
Sólo que, ¿por dónde empezar?
¿Qué medios había que emplear para llevar a cabo
el transporte del material en un recorrido de dos millas a lo largo de
aquella playa rocosa donde no existía ni sombra de sendero? A
petición general, Harry Rhodes tuvo que volver a dirigirse al
Kaw-djer para rogarle que tuviera a bien organizar el trabajo cuya
urgencia él mismo había señalado.
Este no puso la menor dificultad para satisfacer aquel
deseo y, bajo su dirección, todos se pusieron de inmediato a
trabajar.
Primero se creó una rudimentaria carretera en
el punto de culminación de la marea, allanando el suelo
alrededor de las peñas más grandes y apartando las que
era posible cambiar de lugar sin excesivo esfuerzo. El 20 de abril ya
estaba terminado aquel trabajo preliminar. E inmediatamente se
inició el transporte propiamente dicho.
Se utilizaron, para este fin, las plataformas creadas
para el transporte del cargamento del Jonathan. Divididas en
tableros más pequeños y provistas de troncos de
árboles cuidadosamente redondeados y dispuestos a guisa de
ruedas, proporcionaron gran número de vehículos
rudimentarios que arrastraron los emigrantes, hombres, mujeres y
niños. Pronto, la larga «teoría»2 de estas burdas carretas
arrastradas por sus tiros humanos fue extendiéndose por la
orilla entre el acantilado y el mar. El espectáculo no dejaba de
ser pintoresco. ¡Qué griterío escapaba de aquellos
mil doscientos pechos jadeantes!
La chalupa era de gran utilidad. Se la cargaba con las
piezas más pesadas o más frágiles y, conducida por
Karroly y su hijo, iba y venía incesantemente desde el lugar del
naufragio hasta la bahía Scotchwell; gracias a ella el trabajo
sería notablemente acortado.
Y por ello tenían que felicitarse, pues varias
veces se vieron retrasados por el mal tiempo. Las primeras
perturbaciones atmosféricas anunciaban ya las cóleras del
invierno. Entonces tenían que refugiarse en las tiendas dejadas
en su sitio hasta el último momento y esperar la calma que les
permitiera reanudar el trabajo.
No contento con prodigar palabras de ánimo y
consejos, el Kaw-djer predicaba con el ejemplo. Nunca permanecía
inactivo. Andando sin cesar por el camino que seguía el convoy,
siempre se encontraba en el punto indicado para dar un consejo o echar
una mano. Los emigrantes observaban con asombro a aquel hombre
infatigable que se obligaba voluntariamente a compartir sus duros
trabajos, cuando nada le hubiera impedido marcharse como había
llegado.
A decir verdad, el Kaw-djer ni siquiera pensaba en
ello. Dedicado por entero a la tarea que el azar le había hecho
emprender, se entregaba a ella sin otro pensamiento, satisfecho de,
poder ser útil a aquella multitud miserable y que, precisamente
por eso, ocupaba un lugar preferente en su corazón.
Pero no todo el mundo alcanzaba su mismo nivel moral;
aquellos proyectos de deserción, que ni por un momento
habían rozado su espíritu, eran abrigados por otros. Nada
más fácil, en definitiva, que apoderarse de la chalupa,
izar la vela y singlar hacia una región más clemente.
Puesto que los emigrantes no disponían de ninguna
embarcación, no había que temer que los persiguieran. Era
tan sencillo que resultaba sorprendente que nadie, hasta entonces, lo
hubiera intentado.
La dificultad consistía, sin duda, en que la
Wel-Kiej nunca se quedaba sin guardianes, pues Halg y Karroly,
que la pilotaban durante el día, se acostaban en ella por la
noche, junto con el Kaw-djer. En consecuencia, forzoso había
sido para los que proyectaban apropiársela esperar una
ocasión favorable.
La ocasión se presentó por fin el 10 de
mayo. Aquel día, al regreso de su primer viaje a la bahía
Scotchwell, el Kaw-djer vio a los dos fueguinos que gesticulaban en la
orilla, mientras que la Wel-Kiej, distante ya más de
trescientos metros, se alejaba mar afuera, a toda vela. A bordo se
distinguía a cuatro hombres cuyos rasgos era imposible reconocer
a causa de la distancia.
Algunas palabras rápidamente cruzadas le
hicieron saber lo sucedido. Habían aprovechado una breve
ausencia de Karroly y su hijo para saltar a bordo del barco, cuando
éstos se percataron del robo, ya era tarde para evitarlo.
Los emigrantes, a medida que iban volviendo del nuevo
campamento, se reunían en número creciente alrededor del
Kaw-djer y sus dos compañeros. Impotentes y desesperados,
miraban en silencio la chalupa, graciosamente inclinada por la brisa.
Para todos los náufragos, aquello era un grave percance, puesto
que perdían a la vez un precioso medio de acelerar su trabajo
actual y la posibilidad de comunicarse con el resto del mundo, en caso
de necesidad. Pero, para los propietarios de la Wel-Kiej, la
desgracia se transformaba en desastre.
Sin embargo, el Kaw-djer no manifestaba ningún
indicio de la cólera que debía llenar su corazón.
El semblante hierático, frío e impasible, como siempre,
seguía el barco con la mirada. Pronto desapareció
éste tras una prominencia de la orilla. El Kaw-djer se
volvió enseguida hacia el grupo que le rodeaba.
-¡A trabajar! -dijo con voz tranquila.
Volvieron a la tarea con nuevo ardor. La
pérdida de la chalupa hacía necesaria una mayor
diligencia si querían estar preparados antes de que el invierno
se instalara definitivamente. Incluso cabía alegrarse de que el
robo no hubiera sido cometido en los primeros días del
transporte. En tal caso quizás habría sido imposible
llevarlo a cabo. Felizmente, en aquel día 10 de mayo, todo
estaba casi terminado y bastaría un poco de ánimo para
llevarlo a buen término.
Los emigrantes admiraban la serenidad del Kaw-djer.
Nada había cambiado en su actitud habitual y seguía dando
pruebas de la misma bondad y de la misma abnegación que en el
pasado, lo que incrementó notablemente su influencia.
Y se vio confirmada su popularidad por un incidente
durante esa misma jornada del 10 de mayo.
Ayudaba en aquel momento a arrastrar una de las
carretas sobre la que se habían apilado sacos de semillas,
cuando atrajeron su atención unos gritos de dolor.
Dirigiéndose rápidamente hacia el lugar del que
procedían los gritos, descubrió a un niño de unos
diez años que yacía en el suelo y lanzaba lamentables
quejidos. Al preguntarle, el niño respondió que
había caído desde lo alto de una roca, que sentía
un vivo dolor en la pierna derecha y que le era imposible ponerse en
pie.
Unos cuantos emigrantes, colocados formando corro
detrás del Kaw-djer, cruzaban reflexiones incongruentes. Los
padres del niño no tardaron en sumarse al grupo y sus dolorosos
gritos y lamentos aumentaron la confusión.
El Kaw-djer, con voz firme, impuso silencio a toda
aquella gente y procedió a examinar al herido. A su alrededor,
los emigrantes estiraban el cuello, maravillándose de la
seguridad y destreza de sus gestos. Diagnosticó sin problemas
una fractura simple del fémur y la redujo hábilmente. Por
medio de pedazos de madera transformados en tablillas,
inmovilizó entonces el miembro roto y lo vendó con
jirones de tela; después transportaron al niño a la
bahía Scotchwell en unas angarillas improvisadas.
Mientras vigilaba el trabajo de sus manos, el Kaw-djer
tranquilizaba a los desconsolados padres. No sería nada. El
accidente no tendría trágicas consecuencias y en dos
meses ya no quedaría la menor señal. Poco a poco el padre
y la madre recobraban la confianza. Quedaron totalmente tranquilizados
cuando, acabada la cura, su hijo declaró que ya no le
dolía.
Estos hechos, que todos conocieron enseguida,
inspiraron un gran respeto hacia el Kaw-djer. Decididamente era el
genio bienhechor de los náufragos. No se podían ya
enumerar sus servicios. En lo sucesivo, se esperaría aún
más de él. Cada vez más se fue adquiriendo la
costumbre de apoyarse en él, y cada vez más aquellos
seres rudos y pueriles se sintieron tranquilizados y reconfortados por
su presencia.
La noche de aquel mismo 10 de mayo se procedió
a una rápida investigación con el fin de descubrir a los
autores del robo de la Wel-Kiej. Entre aquella multitud
variable en la que no reinaba la menor disciplina, los resultados de la
investigación fueron necesariamente muy inciertos. Sin embargo,
permitieron sospechar con bastante certeza de cuatro individuos a los
que nadie había visto en todo el día. Dos de ellos
pertenecían a la tripulación: el cocinero Sirdey y el
marinero Kennedy. Los otros eran dos emigrantes muy mal considerados
por la opinión pública, dos pretendidos obreros llamados
Furster y Jackson.
Los acontecimientos no iban a permitir saber con
seguridad si se trataba de los dos primeros, pero no se tardó en
tener la prueba de que las sospechas habían sido justamente
dirigidas hacia los otros dos. En efecto, al día siguiente por
la mañana, Kennedy y Sirdey estaban presentes de nuevo y
cumplían como de costumbre su parte del trabajo. A decir verdad,
parecían estar agotados. Sirdey incluso parecía herido.
Andaba con dificultad y profundos cortes le surcaban el rostro.
Hartlepool conocía como la palma de su mano a
aquel triste personaje cuya vil naturaleza le inspiraba un total
desprecio. Le interpeló con rudeza:
-¿Dónde estuviste ayer, cocinero?
-¿Dónde estuve...? -respondió
hipócritamente Sirdey-. Pues donde estoy todos los días,
por supuesto.
-Y sin embargo nadie te vio, maestro bribón.
¿No será más bien que te fuiste a perder cerca de
la chalupa?
-¿Cerca de la chalupa...? -repitió
Sirdey como aquel que no entiende nada de lo que le dicen.
-¡Hum...! -exclamó Hartlepool. Y
continuó: ¿Podrías decirme cómo te has
hecho esos cortes?
-Me caí -explicó Sirdey-. Y hasta creo
que hoy me va a ser imposible echar una mano a los demás. A
duras penas puedo andar.
-¡Hum...! -volvió a decir Hartlepool,
alejándose, al comprender que no sacaría nada en limpio
de aquel cauteloso personaje.
En cuanto a Kennedy, ni siquiera había pretexto
para interrogarle. Aunque estuviese pálido como la cera y
pareciera estar malo, había vuelto sin decir palabra, a sus
ocupaciones habituales.
Así pues, el 11 de mayo, se reemprendió
el trabajo a la hora de costumbre, sin haberse resuelto el problema.
Pero a los primeros que llegaron a la bahía Scotchwell les
esperaba una sorpresa. En la orilla, a poca distancia de la
desembocadura del río, estaban tendidos dos cadáveres,
los de Jackson y Furster. Cerca de ellos yacía la chalupa
desfondada, casi totalmente llena de agua y de arena.
A partir de ahí, era fácil reconstruir
la aventura. El barco, mal gobernado, había tocado fondo,
más allá de la bahía. Se había abierto una
vía de agua y la embarcación, con el peso, había
zozobrado. De los cuatro hombres que iban en ella, dos, Kennedy y
Sirdey con toda probabilidad, habían conseguido ganar la orilla
a nado, pero los otros dos no pudieron escapar a la muerte y con la
primera marea sus cuerpos habían llegado a la costa al igual que
la Wel-Kiej, medio destrozada por el oleaje.
El Kaw-djer, después de examinar detenidamente
la chalupa, reconoció que sus restos aún podían
serles útiles. Si bien la mayor parte de los tablones estaban
más o menos rotos, las cuadernas habían sufrido muy poco
y la quilla estaba intacta. Así pues, lo que quedaba de la
Wel-Kiej fue izado a pulso lejos del alcance del mar, en
espera del momento en que dispusieran de tiempo para repararla. El 13
de mayo quedó totalmente terminado el transporte del material.
Sin pérdida de tiempo, se pusieron a instalar las casas
desmontables. Gracias a un sistema muy ingenioso, pudo verse como
aquéllas, en un abrir y cerrar de ojos, se levantaban con una
rapidez prodigiosa. En cuanto se terminaban, eran ocupadas
inmediatamente, no sin que cada vez se produjeran violentos altercados.
Distaban mucho aún, en efecto, de tener el número
suficiente para albergar a mil doscientas personas. A lo sumo, dos
terceras partes de los náufragos podían esperar
razonablemente encontrar un sitio allí. De ahí la
necesidad de proceder a una selección.
La selección se efectuó a
puñetazos. Los más fornidos, habiendo empezado por
apoderarse de los diversos elementos de las casas desmontables,
pretendieron prohibir el acceso a ellas cuando estuvieron terminadas.
Por grande que fuera su vigor, se vieron obligados, sin embargo, a
ceder al número y llegar a una componenda con una parte de
aquellos a los que trataban de eliminar. Hubo así una segunda
serie de elegidos y por consiguiente una segunda selección
basada, como la primera, en la fuerza de los competidores.
Después, cuando las casas abrigaron destacamentos bastante
imponentes para hallarse en condiciones de desafiar al resto de
emigrantes, estos últimos quedaron definitivamente
eliminados.
Cerca de quinientas personas, en su mayoría
mujeres y niños, se vieron así obligadas a conformarse,
con el abrigo de las tiendas. Pocos eran en cambio los hombres, como no
fueran padres y maridos, obligados a seguir la misma suerte de sus
familias. Entre aquellos que se quedaron sin casa figuraban el Kaw-djer
y sus dos compañeros fueguinos que no temían pasar las
noches a cielo raso, así como los supervivientes de la
tripulación del Jonathan, a quienes Hartlepool
había conminado a abstenerse. Aquella buena gente se
había resignado sin rezongar, incluso los mismos Kennedy y
Sirdey quienes, desde la aventura de la chalupa, daban muestras de una
docilidad y un celo desacostumbrados. En el número de los menos
favorecidos se contaban igualmente John Rame y Fritz Gross, cuya
debilidad física les había apartado de la lucha, y
también los Rhodes, cuyo cabeza de familia no era dado a la
violencia.
Aquellas quinientas personas se alojaron, pues, en las
tiendas. La disminución del número de habitantes
permitió emplear dos capas de lona superpuestas, separadas por
una de aire, cosa que las hizo, en definitiva, bastante confortables.
Durante ese tiempo, unos acababan el acondicionamiento interior de las
casas, tapaban las juntas, las menores fisuras, siendo lo más
importante según las indicaciones del Kaw-djer, defenderse
contra la penetrante humedad de la región; otros proveían
de leña a costa del bosque vecino o repartían los
víveres en cantidad suficiente para asegurar a todos cuatro
meses de existencia, mientras los albañiles, unos 20 entre los
obreros emigrantes construían a toda prisa fogones
rudimentarios.
El 20 de mayo aún no estaban completamente
terminados estos trabajos, cuando el invierno, afortunadamente muy
retrasado aquel año, cayó sobre la isla Hoste
manifestándose con una tempestad de nieve de espantosa
violencia. En pocos momentos la tierra quedó cubierta de un
blanco sudario del que únicamente se elevaban los árboles
cubiertos de escarcha. Al día siguiente, las comunicaciones
entre las distintas partes del campamento se habían hecho muy
difíciles.
Pero por entonces ya estaban preparados contra
la inclemencia de la temperatura. Herméticamente cerrados en sus
casas o bajo la doble cubierta de las tiendas, caldeados por ardientes
fuegos de leña, los náufragos del Jonathan
estaban preparados para desafiar los rigores de un invierno
antártico.
1. En realidad Fred
Moore dice moucheron, que en francés significa
“mosquito”.
2. Nombre dado a las procesiones
religiosas griegas.
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