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Un drama en México
Editado
© Ariel Pérez
31 de mayo del 2002
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Un drama en México
Capítulo IV
De Tasco a Cuernavaca

El teniente fue el primero en despertar.

-¡José! ¡En marcha!

El gaviero se desperezó.

-¿Qué camino vamos a tomar? - preguntó Martínez.

-¡Son dos los que conozco, mi teniente!

-¿Cuáles?

-Uno pasa por Zacualicán, Tenancingo y Toluca. De Toluca a México el camino es bueno porque se ha dejado ya atrás la Sierra Madre.

-¿Y el otro?

-El otro nos desvía un poco hacia el este, pero también llegamos a unas buenas montanas, el Popocatepetl y el Icctacihuatl. Se trata de la ruta más segura porque es la menos frecuentada. ¡Un buen paseo de quince leguas por una inclinada pendiente!

-¡Sea! ¡Tomemos el camino más largo, y adelante! - dijo Martínez- ¿Dónde pasaremos la noche?

-Pues, caminando a doce nudos, en Cuernavaca - respondió el gaviero.

Los dos españoles se dirigieron a la cuadra, mandaron ensillar sus caballos y llenaron sus mochilas, una especie de bolsas que forman parte de los arneses, de tortas de maíz, granadas y tasajo, porque en las montañas corrían el riesgo de no encontrar comida suficiente. Después de pagar las provisiones, cabalgaron sobre sus animales y se dirigieron hacia su derecha.

Por primera vez descubrieron una encina, árbol de buen agüero, ante el cual se detienen las emanaciones malsanas de las mesetas inferiores. En estas llanuras, situadas a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, las plantas introducidas después de la conquista se mezclan con la vegetación indígena. Los trigales se extienden por este fértil oasis, en el que crecen todos los cereales europeos. Los árboles de Asia y de España entremezclaban sus follajes. Las flores de Oriente esmaltaban los tapices de verdura, junto a las violetas, los acianos, la verbena y las margaritas propias de la zona templada. Algunos retorcidos arbustos resinosos accidentaban el paisaje, y el olfato se embalsamaba con los dulces aromas de la vainilla, protegida por la sombra de los amyris y los liquidámbares. Los viajeros se sentían a gusto bajo una temperatura media de veinte o veintidós grados, común a las zonas de Xalapa y Chilpanzingo a las que se ha incluido bajo la denominación de tierras templadas.

No obstante, Martínez y su compañero ascendían cada vez más por la meseta de Anahuac, y franqueaban las inmensas barreras que forman la llanura de México.

-¡Bien! - dijo José -. He aquí el primero de los tres torrentes que debemos atravesar.

En efecto, un arroyo profundamente encajonado cortaba el paso a los viajeros.

-En mi último viaje este torrente estaba seco - dijo José -. Sígame, mi teniente.

Ambos descendieron por una pendiente bastante suave tallada en la roca viva, y llegaron a un vado que era fácilmente practicable.

-¡Ya va uno! - exclamó José.

-¿Los otros son igualmente franqueables? - preguntó el teniente.

-Igual - respondió José -. Cuando la estación de las lluvias los hace crecer, estos torrentes desembocan en el riachuelo de Ixtoluca, que nos encontraremos al llegar a las tierras altas.

-¿No hay motivos de temor en estas soledades?

-Ninguno, a no ser el puñal mexicano.

-Es cierto - dijo Martínez -. Estos indios de las tierras altas han permanecido fieles por tradición al cuchillo.

-¡Por eso - dijo riendo el gaviero - tienen tantos nombres para designar su arma favorita! Estoque, verdugo, puna, cuchillo, beldoque, navaja1 ... ¡El nombre les viene a la boca tan deprisa como el cuchillo a la mano! ¡Tanto mejor! De esa forma no tendremos que temer las invisibles balas de las largas carabinas. ¡No conozco nada tan vergonzoso como no saber siquiera quién es el bribón que te despacha!

- ¿Qué indios habitan estas montanas? - preguntó Martínez.

-¡Imagínese, mi teniente! ¿Quién puede contar las diferentes razas que se multiplican en México? ¡Escuche qué cantidad de cruces he estudiado con la intención de contraer un matrimonio ventajoso algún día! Están los mestizos, nacidos de español y de india; el cuarterón, nacido de una mestiza y un español; el mulato, nacido de una española y un negro; el monisque, nacido de una mulata y de un español; el albino, nacido de una monisque y de un español; el tornatrás, nacido de un albino y de una española; el tinticlaro, nacido de un tornatrás y de una española; el lobo, nacido de una india y un negro; el caribujo, nacido de una india y un lobo; el barcino, nacido de un coyote y de una mulata; el grifo, nacido de una negra y un lobo; el albarazado, nacido de un coyete y de una india; el chanizo, nacido de una mestiza y un indio; el mechino, nacido de una loba y un coyote...

José tenía razón, y la muy problemática pureza de las razas por estos lugares hace que los estudios antropológicos sean muy inseguros. Pero, a despecho de las eruditas conversaciones del gaviero, Martínez caía sin cesar en su taciturnidad primera. Incluso se apartaba con gusto de su compañero, cuya compañía parecía molestarle.

Otros dos torrentes cortaron, poco después, la ruta. El teniente se desanimó un poco al ver los lechos secos, porque pensaba dar de beber a su caballo.

-¡Henos aquí como en calma chica, sin víveres ni agua, mi teniente! - dijo José -. ¡Bah! ¡Sígame! Busquemos entre estas encinas y estos olmos un árbol que se llama ahuehuetl, que sustituye con ventaja los manojos de paja de la muestra de las posadas. Bajo su sombra se encuentra siempre algún manantial, y, aunque sólo sea agua, ciertamente le aseguro que el agua es el vino del desierto.

Los jinetes dieron la vuelta al macizo y pronto encontraron el árbol en cuestión. Pero el manantial había sido cegado, y se veía, incluso, que hacía poco de esto.

-¡Es extraño! - dijo José.

-¡Algo más que extraño! - exclamó Martínez, palideciendo -. ¡Adelante, adelante!

Los viajeros no intercambiaron ni una palabra hasta la aldea de Cacahuimilchán. Allí aligeraron un poco sus mochilas. Después se encaminaron hacia Cuernavaca, dirigiéndose hacia el este.

El paisaje se presentó entonces bajo un aspecto extremadamente abrupto, haciendo presentir los picos gigantescos cuyas cimas basálticas detienen las nubes procedentes del Pacífico. A la vuelta de un ancho roquedo apareció el fuerte de Cochicalcho, edificado por los antiguos mexicanos, y cuya planta tiene nueve mil metros cuadrados. Los viajeros se dirigieron hacia el inmenso cono que forma la base y que coronan rocas oscilantes e impresionantes ruinas.

Después de haber echado pie a tierra y atado sus caballos al tronco de un olmo, Martínez y José, deseosos de verificar la dirección del camino, treparon hasta la cima del cono aprovechando las asperezas del terreno.

La noche caía, revistiendo a los objetos de contornos imprecisos y prestándoles formas fantásticas. El viejo fuerte se parecía bastante a un bisonte acurrucado con la cabeza inmóvil, y la mirada inquieta de Martínez creía ver sombras que se agitaban sobre el cuerpo del monstruoso animal. No obstante se calló, para no dar pie a las burlas del incrédulo José. Este se aventuraba con lentitud a través de los senderos de la montaña y, cuando desaparecía tras alguna depresión del terreno, su compañero se guiaba por el sonido de sus « ¡por Santiago! » o « ¡voto a sanes! »

De pronto, un enorme pájaro nocturno, lanzando un ronco graznido, se elevó pesadamente con sus grandes alas.

Martínez se quedó parado.

Un enorme trozo de roca oscilaba visiblemente sobre su base, treinta pies por encima de él. De repente, el bloque se desprendió y, aplastando todo a su paso con la rapidez y el ruido del rayo, se precipitó en el abismo.

-¡Virgen Santa! - gritó el gaviero -. ¡ Eh, mi teniente!

-¡José!

-¡Venga por aquí!

Los dos españoles se reunieron.

-¡Vaya avalancha! Bajemos - dijo el gaviero.

Martínez le siguió sin decir palabra y ambos llegaron en seguida a la meseta inferior.

En ésta un ancho surco señalaba el paso de la roca.

-¡Virgen Santa! - gritó José -. ¡Nuestros caballos han desaparecido, aplastados, muertos!

-¿Es posible? - exclamó Martínez.

-¡Mire!

El árbol al que habían atado los dos animales había sido, en efecto, arrastrado junto con ellos.

-¡Si hubiéramos estado encima...! - exclamó filosóficamente el gaviero.

Martínez era presa de un violento sentimiento de terror.

-¡La serpiente, la fuente, la avalancha! - murmuraba.

De pronto, con los ojos extraviados, se lanzó sobre José.

-¿No acabas de hablar del capitán Orteva? - gritó, con los labios contraídos por la cólera.

José retrocedió.

-¡Ah! ¡Nada de desvaríos, mi teniente! ¡Un responso por nuestros caballos, y en marcha! No es bueno permanecer aquí si la vieja montaña sacude su melena.

Los dos españoles echaron a andar por el camino sin decir palabra y, a mitad de la noche, llegaron a Cuernavaca; pero allí les fue imposible procurarse caballos, y al día siguiente tuvieron que emprender a pie el camino hacia la montaña de Popocatepetl.

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1. En español en el original.

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