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Maese Zacarías

Editado
© Ariel Pérez
14 de abril del 2002
Indicador Una noche de invierno
Indicador El orgullo y la ciencia
Indicador Una extraña visita
Indicador La iglesia de San Pedro
Indicador La hora de la muerte

Maese Zacarías
Capítulo II
El orgullo y la ciencia

La seriedad del comerciante ginebrino en los negocios se ha vuelto proverbial. Es de una probidad rígida y de una rectitud excesiva. ¡Cuál no sería, pues, la vergüenza de maese Zacarías cuando vio que aquellos relojes que él había montado con tanta solicitud volvían de todas partes!

Pero lo cierto era que aquellos relojes se paraban súbitamente y sin ninguna razón aparente. Los mecanismos estaban en buen estado y perfectamente armados, pero los resortes habían perdido toda elasticidad. El relojero trato en vano de sustituirlos: las ruedas siguieron inmóviles. Aquellos desajustes inexplicables produjeron un daño inmenso a maese Zacarías. Sus magníficos inventos habían dejado planear muchas veces sobre él sospechas de brujería, que desde entonces tomaron consistencia. El rumor llegó hasta Gérande, y ella tembló con frecuencia por su padre cuando las miradas malintencionadas se fijaban en él.

Sin embargo, al día siguiente de aquella noche de angustias, maese Zacarías pareció ponerse al trabajo con cierta confianza. El sol de la mañana le devolvió algún ánimo. Aubert no tardó en reunirse con él en su taller y recibió un "buenos días" lleno de afabilidad.

-Me encuentro mejor - dijo el viejo relojero -. No sé qué extraños dolores de cabeza me obsesionaban ayer, pero el sol los ha expulsado todos junto con las nubes de la noche.

-Palabra, maestro, que no me gusta la noche ni para usted ni para mí - respondió Aubert.

-Y haces bien, Aubert. Si alguna vez te conviertes en un hombre superior, comprenderás que el día es tan necesario como el alimento. Un sabio de gran mérito se debe a los homenajes del resto de los hombres.

-Maestro, vuelve a dominarlo el pecado del orgullo.

-¡Orgullo, Aubert! ¡Destruye mi pasado, aniquila mi presente, disipa mi futuro, y entonces me será permitido vivir en la oscuridad! ¡Pobre muchacho que no comprendes las sublimes cosas con las que mi arte se relaciona por entero! Sólo eres una herramienta entre mis manos.

-Sin embargo, maese Zacarías - continuó Aubert, más de una vez he merecido su felicitación por la forma en que ajustaba las piezas delicadas de sus relojes.

-Desde luego, Aubert - respondió maese Zacarías -, eres un buen operario al que aprecio; pero cuando trabajas, no crees que tienes entre los dedos más que cobre, oro, plata, y no sientes a esos metales, que mi genio anima, palpitar como carne viviente. ¡Por eso tú no te sentirás morir si ves que tus obras mueren!

Maese Zacarías permaneció en silencio tras estas palabras; pero Aubert trató de proseguir la conversación.

-¡A fe mía, maestro - dijo -, que me gusta verlo trabajar de esta forma, sin descanso! Estará listo para la fiesta de nuestra corporación, porque veo que el trabajo de ese reloj de cristal avanza con rapidez.

-Desde luego, Aubert - exclamó el viejo relojero -, y no será pequeño honor para mí haber podido tallar y cortar esta materia que tiene la dureza del diamante. ¡Ah, Louis Berghem ha hecho bien perfeccionando el arte de los diamantistas, que me ha permitido pulir y atravesar las piedras más duras!

Maese Zacarías tenía en aquel momento unas pequeñas piezas de relojería en cristal tallado y de un trabajo exquisito. Las ruedas, los ejes, la caja de aquel reloj eran de la misma materia, y, en esta obra de la mayor dificultad, había desplegado un talento inimaginable.

-¿Verdad que será muy hermoso - continuó mientras sus mejillas se llenaban de púrpura - ver palpitar este reloj a través de su envoltura transparente y poder contar los latidos de su corazón?

-Apuesto a que no variará un segundo de más o de menos al año, maestro - respondió el joven operario.

-¡Y apostarás bien! ¿No he puesto en él lo más puro de mí mismo? ¿Varía acaso mi corazón?

Aubert no se atrevió a levantar los ojos hacia su maestro.

-Dime con toda franqueza - continuó melancólicamente el viejo -. ¿Nunca me has tomado por loco? ¿No crees que a veces me he entregado a locuras desastrosas? Sí, ¿verdad? En los ojos de mi hija y en los tuyos he leído frecuentemente mi condena. ¡Oh! - exclamó con dolor -, ¡no ser comprendido siquiera por los seres que más se ama en el mundo! Pero a ti, Aubert, te probaré victoriosamente que tengo razón. No muevas la cabeza, porque quedarás estupefacto. ¡El día en que sepas escucharme y comprenderme, verás que he descubierto los secretos de la existencia, los secretos de la unión misteriosa del alma y del cuerpo!

Al hablar de este modo, maese Zacarías se mostraba soberbio. Sus ojos brillaban con un fuego sobrenatural y el orgullo le corría por todas las venas. Y en verdad, si alguna vez pudo haber alguna vanidad legítima, ésta habría sido la de maese Zacarías.

En efecto: hasta él, la relojería había permanecido casi en la infancia del arte. Desde el día en que Platón, cuatrocientos años antes de la era cristiana, inventó el reloj nocturno, especie de clepsidra que indicaba las horas de la noche mediante el sonido y el juego de una flauta, la ciencia permaneció casi estacionada. Los maestros trabajaron más el arte que la mecánica, y fue entonces la época de los hermosos relojes de hierro, de cobre, de madera, de plata, que estaban esculpidos finamente, como un aguamanil de Cellini. Se conseguía una obra maestra de cinceladura, que medía el tiempo de forma muy imperfecta, pero se conseguía una obra maestra. Cuando la imaginación del artista ya no se volvió hacia la perfección plástica, se ingenió para crear esos relojes con personajes móviles, de campanas melódicas y cuya disposición escénica estaba regulada de forma muy divertida. Además, ¿quién se preocupaba en aquella época por regular la marcha del tiempo? Las demoras jurídicas no estaban inventadas; las ciencias físicas y astronómicas no establecían sus cálculos sobre medidas escrupulosamente exactas: no había ni establecimientos que cerraran a hora fija, ni convoyes que partieran en el segundo previsto. Al atardecer sonaba el toque de queda y por la noche se gritaban las horas en medio del silencio. Desde luego, se vivía menos tiempo que ahora, si es que la existencia se mide por la cantidad de asuntos resueltos, pero se vivía mejor. El espíritu se enriquecía con esos nobles sentimientos nacidos de la contemplación de las obras maestras y el arte no se hacía a la carrera. Se construía una iglesia en dos siglos; un pintor sólo era sombrío; las nubes se arrastraban pesadas a lo largo de los Alpes y amenazaban con resolverse en lluvia; la severa temperatura de Suiza llenaba el alma de tristeza mientras los vientos del sur merodeaban por los alrededores y lanzaban siniestros silbidos.

Cuando por fin las ciencias exactas progresaron, la relojería siguió su desarrollo, aunque siempre permaneciera detenida por una dificultad insuperable: la medida regular y continua del tiempo.

Ahora bien, fue en medio de ese acontecimiento cuando maese Zacarías inventó la catalina, que le permitió obtener una regularidad matemática sometiendo el movimiento del péndulo a una fuerza constante. Este invento había trastornado la cabeza del viejo relojero. El orgullo, que subió en su corazón como el mercurio en el termómetro, había alcanzado la temperatura de las locuras trascendentes. Por analogía se había dejado llevar a consecuencias materialistas, y al fabricar sus monstruos pensaba que había sorprendido los secretos de la unión del alma con el cuerpo.

Por eso, aquel día, viendo que Aubert le escuchaba con atención, le dijo en un tono sencillo y convencido :

-¿Sabes lo que es la vida, hijo mío? ¿Has comprendido la acción de esos resortes que producen la existencia? ¿Has mirado dentro de ti mismo? No, y, sin embargo, con los ojos de la ciencia habrías podido ver la relación íntima que existe entre la obra de Dios y la mía, porque yo he copiado la combinación de los mecanismos de mis relojes de su criatura.

-Maestro - replicó con viveza Aubert -, ¿puede usted comparar una máquina de cobre y de acero con ese aliento de Dios llamado alma, que anima los cuerpos como la brisa comunica el movimiento a las flores ? ¿Pueden existir ruedas imperceptibles que hagan mover nuestras piernas y nuestros brazos? ¿Qué piezas estarían tan bien ajustadas que pudieran engendrar en nosotros los pensamientos?

-La cuestión no es ésa - respondió con dulzura maese Zacarías, pero con la obstinación del ciego que camina hacia el abismo -. Para comprenderme, recuerda el destino de la rueda catalina que inventé. Cuando vi la irregularidad de la marcha de un reloj, comprendí que el movimiento encerrado en ella no bastaba y que había que someterlo a la regularidad de otra fuerza independiente. Pensé, por tanto, que la péndola podría prestarme ese servicio si conseguía regularizar sus oscilaciones. Y, ¿no fue una idea sublime la que se me ocurrió al hacerle recobrar su fuerza perdida mediante el movimiento mismo del reloj que él se encargaba de regular?

Aubert hizo una señal de asentimiento.

-Ahora, Aubert - continuó el viejo relojero animándose -, echa una mirada sobre ti mismo. ¿No comprendes, pues, que hay dos fuerzas distintas en nosotros: la del alma y la del cuerpo, es decir un movimiento y un regulador? El alma es el principio de la vida; por tanto es el movimiento. Que se produzca gracias a un peso, a un muelle o a una influencia material, no por ello deja de estar en el corazón. Pero sin el cuerpo, ese movimiento sería desigual, irregular, imposible. Por eso el cuerpo sirve para regular el alma y, como la péndola, está sometido a oscilaciones regulares. Y esto es tan cierto que nos encontramos mal cuando la bebida, la comida, el sueño, en una palabra: las funciones del cuerpo, no están reguladas de forma conveniente. Lo mismo que en mis monstruos, el alma da al cuerpo la fuerza perdida por sus oscilaciones. Y bien, ¿qué es, pues, lo que produce esa unión íntima del cuerpo y del alma sino una catalina maravillosa por la que los mecanismos de uno vienen a engranarse en los mecanismos de la otra? ¡Y eso fue lo que yo adiviné y apliqué, y para mí no hay más secretos en esta vida, que después de todo no es más que una ingeniosa mecánica!

Maese Zacarías resultaba sublime de ver en medio de aquella alucinación que lo transportaba hasta los últimos misterios del infinito. Pero su hija Gérande, parada en el umbral de la puerta, lo había oído todo. Se precipitó en los brazos de su padre, que la estrechó de forma convulsa sobre su pecho.

-¿Qué te pasa, hija mía? - le preguntó maese Zacarías.

-Si yo no tuviera un resorte aquí - dijo ella poniendo su mano sobre el corazón - no lo amaría tanto, padre mío!

Maese Zacarías miró fijamente a su hija y no respondió.

De pronto lanzó un grito, se llevó vivamente la mano al corazón y cayó desfallecido sobre un viejo sillón de cuero.

-¡Padre mío! ¿Qué le ocurre?

-¡Ayuda! - exclamó Aubert -. ¡Escolástica!

Pero Escolástica no acudió al instante. Habían golpeado la aldaba de la puerta de entrada. Marchó a abrir y cuando volvió al taller, antes de que hubiera abierto la boca, el viejo relojero, que acababa de recuperar el sentido, le decía:

-¡Adivino, mi vieja Escolástica, que me traes otro de esos monstruos malditos que se ha parado!

-¡Jesús! Esa es la pura verdad - respondió Escolástica, entregando un reloj a Aubert.

-¡Mi corazón no puede engañarse! - dijo el viejo con un suspiro.

Mientras tanto, Aubert había dado cuerda al reloj con el mayor cuidado, pero no andaba.

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