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Maese Zacarías

Editado
© Ariel Pérez
14 de abril del 2002
Indicador Una noche de invierno
Indicador El orgullo y la ciencia
Indicador Una extraña visita
Indicador La iglesia de San Pedro
Indicador La hora de la muerte

Maese Zacarías
Capítulo IV
La iglesia de San Pedro

Mientras tanto, el espíritu y el cuerpo de maese Zacarías se debilitaban cada vez más. Sólo una sobreexcitación extraordinaria le empujó con mayor violencia que nunca hacia sus trabajos de relojería, de los que su hija no consiguió apartarle.

Su orgullo creció después de aquella crisis a la que su extraño visitante le había impulsado traidoramente, y resolvió dominar, a fuerza de genio, la influencia maldita que pesaba sobre su obra y sobre él. Inspeccionó primero los diferentes relojes de la ciudad, confiados a sus cuidados. Con escrupulosa atención se aseguró de que los mecanismos estaban en buen estado, de que los ejes eran sólidos y de que los contrapesos se hallaban exactamente equilibrados. No dejó de auscultar el campanario y lo hizo con el recogimiento de un médico interrogando el pecho de un enfermo. Nada indicaba, por tanto, que aquellos relojes estuvieran en vísperas de ser atacados por la inercia.

Gérande y Aubert acompañaban con frecuencia al viejo relojero en estas visitas. Hubiera debido sentirse complacido al verlos solícitos para seguirle, y, desde luego, no se habría preocupado tanto de su próximo fin si hubiera pensado que su existencia debía continuarse en la de aquellos seres queridos, si hubiera comprendido que en los hijos siempre queda algo de la vida de un padre.

El viejo relojero, una vez de regreso a su casa, proseguía sus trabajos con asiduidad febril. Aunque persuadido de no vencer, sin embargo le parecía imposible que ocurriese, y montaba y desmontaba sin cesar los relojes que llevaban a su taller.

Por su lado, Aubert se las ingeniaba en vano para descubrir las causas de aquel mal.

-Maestro - decía -, sólo puede ser debido al desgaste de los ejes y de los engranajes.

-¿Te diviertes matándome a fuego lento? - le respondía con violencia maese Zacarías -. ¿Son esos relojes obra de un niño? ¿Acaso por temor a hacerme daño en los dedos no he pulido en el torno la superficie de estas piezas de cobre? ¿No las he forjado yo mismo para conseguir una dureza mayor? ¿No están templados estos muelles con una perfección rara? ¿Se pueden utilizar aceites más finos para impregnarlos? ¡Estarás de acuerdo conmigo en que es imposible, y habrás de confesar por último que el diablo está metido en esto!

Y luego, de la mañana a la noche, los clientes descontentos afluían en tropel a la casa, y conseguían llegar hasta el viejo relojero, que no sabía a cuál atender.

- Este reloj se atrasa sin que yo consiga regularlo - decía uno.

-¡Este - continuaba otro - tiene una auténtica obstinación, y se ha parado ni más ni menos que el sol de Josué!

-Si es cierto que su salud influye sobre la salud de sus relojes - repetían la mayoría de los descontentos -, maese Zacarías, ¡cúrese cuanto antes!

El viejo miraba a todas aquellas gentes con ojos huraños y sólo respondía moviendo la cabeza o con tristes palabras:

-¡Esperen a la primavera, amigos míos! ¡Es la estación en que la existencia se reaviva en los cuerpos fatigados! ¡Necesitamos que el sol venga a reanimarnos a todos!

-¡Bonito negocio si nuestros relojes tienen que estar enfermos durante el invierno! - le dijo uno de los más rabiosos -. ¿Sabe, maese Zacarías, que su nombre está inscrito con todas sus letras en la esfera? ¡Por la Virgen, no hace usted honor a su firma!

Finalmente sucedió que el viejo, avergonzado por estos reproches, retiró algunas piezas de oro de su viejo arcón y empezó a comprar los relojes estropeados. Ante esta noticia, los parroquianos acudieron en tropel, y el dinero de aquel pobre hogar se escapó muy deprisa; pero la probidad del mercader quedó a salvo. Gérande aplaudió de buena gana aquella delicadeza, que la llevaba directamente a la ruina, y pronto Aubert hubo de ofrecer sus economías a maese Zacarías.

-¿Qué será de mi hija? - decía el viejo relojero, aferrándose a veces, en aquel naufragio, a los sentimientos del amor paterno.

Aubert no se atrevió a responder que se sentía con ánimo para el futuro y que tenía un gran cariño por Gérande. Aquel día Zacarías le habría llamado yerno y desmentido las funestas palabras que todavía zumbaban en sus oídos: "Gérande no se casará con Aubert".

No obstante, con este sistema el viejo relojero llegó a quedarse sin un céntimo. Sus viejos jarrones antiguos fueron a parar a manos extrañas; se deshizo de los magníficos paneles de roble finamente esculpido que revestían las paredes de su hogar; algunas ingenuas pinturas de los primeros pintores alemanes no alegraron más los ojos de su hija, y todo, hasta las preciosas herramientas que su genio había inventado, fue vendido para indemnizar a los que reclamaban.

Sólo Escolástica no quería oír hablar de semejante tema; pero sus esfuerzos no podían impedir que los importunos llegasen hasta su amo y que salieran en seguida con algún objeto precioso. Entonces su parloteo resonaba en todas las calles del barrio, donde se la conocía desde hacía mucho. Se dedicaba a desmentir los rumores de brujería y de magia que corrían a cuenta de Zacarías; pero como en el fondo estaba convencida de que eran verdad, rezaba y rezaba para redimir sus piadosas mentiras.

Habían observado que desde hacía mucho el relojero no cumplía con sus deberes religiosos. En otra época acompañaba a Gérande a los oficios y parecía encontrar en la plegaria ese encanto intelectual con que impregna las inteligencias hermosas. Aquel alejamiento voluntario del viejo de las prácticas sagradas, unido a las prácticas secretas de su vida, había legitimado en cierto modo las acusaciones de sortilegio dirigidas contra sus trabajos. Por eso, con el doble motivo de que su padre volviera a Dios y al mundo, Gérande decidió llamar a la religión en su ayuda. Pensó que el catolicismo podría devolver alguna vitalidad a aquella alma moribunda; pero estos dogmas de fe y de humildad tenían que combatir en el alma de Zacarías con un insuperable orgullo, y chocaban contra esa soberbia de la ciencia que remite todo a ella misma, sin remontarse a la fuente infinita de donde derivan los principios primeros.

Fue en estas circunstancias cuando la joven emprendió la conversión de su padre, y su influencia resultó tan eficaz que el viejo relojero prometió asistir el domingo siguiente a la misa mayor en la catedral. Gérande experimentó un momento de éxtasis, como si el cielo se hubiera entreabierto a sus ojos. La vieja Escolástica no pudo contener su alegría y tuvo, por fin, argumentos incontestables contra las malas lenguas que acusaban a su amo de impiedad. Lo comentó con sus vecinas, con sus amigas, con sus enemigas, tanto con quien la conocía como con quien no la conocía;

-Palabra que casi no creemos lo que nos anuncia, señora Escolástica - le respondieron -. Maese Zacarías siempre ha obrado de acuerdo con el diablo.

-¿No ha visto - proseguía la buena mujer - los hermosos campanarios que repican donde baten los relojes de mi amo? ¿Cuántas veces ha hecho sonar la hora del rezo y de la misa?

-Desde luego - le respondían -. ¿Pero no ha inventado acaso máquinas que hablan completamente solas y que consiguen hacer el trabajo de un hombre verdadero?

-¿Acaso unos hijos del demonio - contestaba la señora Escolástica furiosa - habrían podido hacer el hermoso reloj de hierro del castillo de Andernatt, que la ciudad de Ginebra no pudo comprar por no ser lo bastante rica? ¡Cada hora aparecía una hermosa leyenda, y un cristiano que hubiera regido su vida por ellas habría ido todo recto al paraíso! ¿ Es por eso trabajo del diablo?

Aquella obra maestra, fabricada hacía veinte años antes, había elevado hasta las nubes, en efecto, la gloria de maese Zacarías; pero incluso en esta ocasión las acusaciones de brujería habían sido generales. Además, la vuelta del viejo a la iglesia de San Pedro debía reducir las malas lenguas al silencio.

Sin acordarse, desde luego, de la promesa hecha a su hija, maese Zacarías había vuelto al taller. Después de comprobar su impotencia para devolver la vida a sus relojes, intentó fabricar otros nuevos. Abandonó todos aquellos cuerpos inertes y se dedicó a terminar el reloj de cristal que debía ser su obra maestra; pero por más que hizo, por más que utilizó sus herramientas más perfectas, por más que empleó los rubíes y el diamante idóneos para resistir los frotamientos, ¡el reloj le estalló entre las manos la primera vez que quiso darle cuerda!

El viejo no habló a nadie de esto, ni siquiera a su hija; pero desde entonces su vida declinó rápidamente. No eran más que las últimas oscilaciones de un péndulo que van disminuyendo cuando nada puede darle ya su movimiento primitivo. Parecía como si las leyes de la gravedad, actuando directamente sobre el viejo, le arrastraran de forma irresistible hacia la tumba.

Aquel domingo tan ardientemente deseado por Gérande llegó al fin. El tiempo era bueno y la temperatura vivificante. Los habitantes de Ginebra paseaban tranquilos por las calles de la ciudad, con alegres frases sobre la vuelta de la primavera. Gérande, tomando con cuidado el brazo del viejo, se dirigió hacia San Pedro, mientras Escolástica los seguía, llevando sus libros de horas. Les miraban pasar con curiosidad. El viejo se dejaba conducir como un niño, o más bien como un ciego. Casi con un sentimiento de terror, los fieles de San Pedro le vieron franquear el umbral de la iglesia, e incluso se retiraron a medida que se acercaba.

Los cantos de la misa mayor habían empezado a sonar. Gérande se dirigió hacia su banco habitual y se arrodilló con el recogimiento más profundo. Maese Zacarías se quedó a su lado, de pie.

Las ceremonias de la misa se desarrollaron con la solemnidad majestuosa de esas épocas de creencia, pero el viejo no creía. No imploró la piedad del cielo con los gritos de dolor del Kyrie; con el Gloria in excelsis, no cantó las magnificencias de las alturas celestes; la lectura del Evangelio no le sacó de sus ensoñaciones materialistas, y olvidó asociarse a los homenajes católicos del Credo. Aquel orgulloso viejo permanecía inmóvil, insensible y mudo como una estatua de piedra; e incluso en el momento solemne en que la campanilla anunció el milagro de la transubstanciación, no se inclinó y miró de frente a la hostia divinizada que el sacerdote alzaba por encima de los fieles.

Gérande miraba a su padre, y abundantes lágrimas mojaron su libro de misa.

En aquel momento, el reloj de San Pedro dio la media de las once.

Maese Zacarías se volvió con viveza hacia aquel viejo campanario que todavía hablaba. Le pareció que la esfera interior le miraba fijamente, que las cifras de las horas brillaban como si hubieran sido grabadas con trazos de fuego, y que las agujas soltaban una chispa eléctrica por sus agudas puntas.

Acabó la misa. La costumbre ordenaba que el Angelus se dijera a las doce en punto; los oficiantes, antes de abandonar el atrio, esperaban a que la hora sonase en el reloj del campanario. Dentro de unos instantes aquella plegaria subiría a los pies de la Virgen.

Pero de pronto se dejó oír un ruido estridente. Maese Zacarías lanzó un grito...

La aguja grande de la esfera, que acababa de llegar a las doce, se había detenido súbitamente, y las doce no sonaron.

Gérande se precipitó en ayuda de su padre, que había caído boca arriba sin movimiento, y al que llevaron fuera de la iglesia.

-¡Es el golpe mortal! - se dijo Gérande sollozando.

Maese Zacarías, una vez trasladado a su casa, fue acostado en un estado de aniquilamiento total. La vida sólo existía en la superficie de su cuerpo, como las últimas nubes de humo que vagan en torno a una lámpara recién apagada.

Cuando se recobró, Aubert y Gérande estaban inclinados sobre él. En aquel momento supremo, el futuro adoptó a sus ojos la forma del presente. Vio a su hija sola y sin apoyo.

-Hijo mío - le dijo a Aubert-, te entrego a mi hija.

Yy extendió la mano hacia sus dos hijos que de este modo quedaron unidos en aquel lecho de muerte.

Pero al punto maese Zacarías se levantó movido por la rabia. Las palabras del vejete volvieron a su cerebro.

¡Yo no puedo morir! - exclamó -. ¡Yo no puedo morir! ¡Yo, maese Zacarías, no debo morir!... ¡Mis libros!... ¡Mis cuentas!...

Y diciendo esto, saltó fuera de su cama hacia un libro en el que se encontraban inscritos los nombres de sus clientes así como el objeto que les había vendido. Hojeó aquel libro con avidez y su dedo descarnado se detuvo sobre una de sus hojas.

-¡Ahí! - dijo -. ¡Ahí...! ¡El viejo reloj de hierro, vendido al tal Pittonaccio! ¡Es el único que todavía no me han devuelto! ¡Existe! ¡Funciona! ¡Sigue viviendo! ¡Ay, lo quiero y lo encontraré! Lo cuidaré tan bien que la muerte ya no tendrá poder sobre mí.

Y se desvaneció.

Aubert y Gérande se arrodillaron al lado de la cama del viejo y rezaron juntos.

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