Maese Zacarías
Capítulo III Una
extraña visita
La pobre Gérande habría visto apagarse
su vida junto con la de su padre de no existir Aubert, que la
unía a este mundo.
El viejo relojero se iba poco a poco. Sus facultades
tendían evidentemente a debilitarse al concentrarse sobre un
pensamiento único. Debido a una funesta asociación de
ideas, remitía todo a su monomanía, y la vida terrestre
parecía haberse retirado de él para dejar sitio a esa
existencia extranatural de las potencias intermedias. Por eso, algunos
rivales malintencionados reavivaron los rumores diabólicos que
se habían difundido sobre los trabajos de maese
Zacarías.
La confirmación de los inexplicables
desarreglos que experimentaban sus relojes causó un efecto
prodigioso entre los maestros relojeros de Ginebra. ¿Qué
significaba aquella repentina inercia en los mecanismos, y por
qué aquellas extrañas relaciones que parecían
tener con la vida de Zacarías? Era uno de esos misterios que
nunca se consideran sin un secreto terror. En las diversas clases de la
ciudad, desde el aprendiz hasta el señor, que utilizaban los
relojes del viejo relojero, no hubo nadie que no pudiera juzgar por
sí mismo la singularidad del hecho. Quisieron, aunque en vano,
llegar hasta maese Zacarías. Este cayó enfermo de
gravedad, cosa que permitió a su hija sustraerle a aquellas
visitas incesantes, que degeneraban en reproches y recriminaciones.
Las medicinas y los médicos fueron impotentes
ante aquel deterioro orgánico cuya causa se desconocía. A
veces parecía que el corazón del viejo dejaba de latir, y
luego sus latidos empezaban de nuevo con una irregularidad
inquietante.
En aquel tiempo existía la costumbre de someter
las obras de los maestros a la apreciación de la gente. Los
jefes de los diferentes gremios trataban de distinguirse por la novedad
o la perfección de sus obras, y fue entre ellos donde el estado
de maese Zacarías encontró la piedad más visible,
pero era una piedad interesada. Sus rivales le compadecían de
mejor grado porque ahora le temían menos. Seguían
recordando los éxitos del viejo relojero cuando exponía
aquellos magníficos relojes de figuras móviles, aquellos
relojes de campanario, que causaban la admiración general y
alcanzaban precios tan altos en las ciudades de Francia, de Suiza y de
Alemania.
Sin embargo, gracias a los constantes cuidados de
Gérande y de Aubert, la salud de maese Zacarías
pareció reafirmarse un poco, y en medio de la inquietud que le
dejó su convalecencia, logró liberarse de los
pensamientos que le absorbían. Desde que pudo caminar, su hija
le sacó fuera de casa, donde los clientes descontentos
afluían sin cesar. En cuanto a Aubert, se quedaba en el taller
dando cuerda una y otra vez inútilmente a aquellos relojes
rebeldes, y el pobre muchacho, que no comprendía nada, se
apretaba a veces la cabeza entre las manos, con el temor a volverse
loco como su maestro.
Gérande dirigía entonces los pasos de su
padre hacia los paseos más risueños de la ciudad. Unas
veces, sosteniendo el brazo de maese Zacarías, tiraba hacia
Saint-Antoine, desde donde la vista se extiende sobre la ladera de
Cologny y sobre el lago. A veces, cuando la mañana era buena,
podían verse los picos gigantes del monte Bruet elevarse en el
horizonte. Gérande decía los nombres de aquellos lugares
casi olvidados por su padre cuya memoria parecía confundida, y
éste experimentaba un placer infantil al saber todas aquellas
cosas cuyo recuerdo se había extraviado en su cabeza. Maese
Zacarías se apoyaba en su hija, y aquellas dos cabelleras,
blanca y rubia, se unían en el mismo rayo de sol.
Sucedió también que el viejo relojero se
dio cuenta al fin de que no estaba solo en este mundo. Al ver a su hija
joven y hermosa, y él viejo y quebrantado, pensó que
después de su muerte ella se quedaría sola, sin apoyo, y
miró alrededor de él y de ella. Muchos jóvenes
operarios habían cortejado ya a Gérande; pero ninguno
había tenido éxito en el retiro impenetrable en que
vivía la familia del relojero. Fue, pues, completamente natural
que, durante aquella mejoría de su cerebro, la elección
del viejo se detuviese en Aubert Thun. Una vez lanzado este
pensamiento, observó que aquellos jóvenes se
habían educado en las mismas ideas y las mismas creencias, y las
oscilaciones de su corazón le parecieron
"isócronas", como dijo cierto día a
Escolástica.
La vieja sirvienta, literalmente encantada con la
palabra aunque no la comprendiese, juró por su santa patrona que
la ciudad entera lo sabría antes de un cuarto de hora. A duras
penas consiguió calmarla maese Zacarías, que por fin
obtuvo de ella guardar sobre la comunicación un silencio que
ella no conservó nunca.
De tal modo que, sin saberlo Gérande y Aubert,
toda Ginebra ya hablaba de su próxima unión. Pero
también sucedió que, durante estas conversaciones, se
oía con frecuencia una risa singular y una voz que
decía:
-Gérande no se casará con Aubert.
Si los que hablaban se volvían, se encontraban
frente a un viejecito que no conocían.
¿Qué edad tenía aquel ser
singular? ¡Nadie habría podido decirlo! Se adivinaba que
debía existir desde hacía un gran número de
siglos, pero nada más. Su gruesa cabeza aplastada descansaba en
unos hombros cuya anchura igualaba la altura de su cuerpo, que no
superaba los tres pies. Este personaje hubiera hecho buena figura sobre
un soporte de péndulo, porque la esfera se habría
colocado de forma natural sobre su cara, y la péndola
habría oscilado con holgura en su pecho. De buena gana se
habría tomado su nariz por el estilete de un reloj de sol, por
lo delgada y aguda que era; sus dientes, separados y de superficie
epicicloide, se parecían a los engranajes de una rueda y
rechinaban entre sus labios; su voz tenía el sonido
metálico de un timbre, y podía oírse latir su
corazón como el tic-tac de un reloj. Aquel hombrecito, cuyos
brazos se movían a la manera de las agujas de una esfera,
caminaba a sacudidas, sin retroceder nunca. Si se le seguía,
resultaba que caminaba una legua por hora y que su camino era casi
circular.
Hacía poco tiempo que aquel ser extraño
erraba así, o más bien daba vueltas por la ciudad; pero
ya habían podido observar que todos los días, en el
momento en que el sol pasaba al meridiano, se detenía ante la
catedral de San Pedro, y que seguía su camino después de
las doce campanadas del mediodía. Salvo ese momento preciso,
parecía surgir en todas las conversaciones en que se hablaba del
viejo relojero, y todos se preguntaban, con terror, qué
relación podía existir entre él y maese
Zacarías. Además, se había notado que no
perdía de vista al viejo y a su hija durante los paseos.
Un día, en la Treille, Gérande vio a
aquel monstruo que la miraba riendo, Se apretó contra su padre
con un movimiento de terror.
-¿Qué te pasa, Gérande? -
preguntó maese Zacarías.
-No sé - respondió la joven.
-Te encuentro cambiada, hija mía - dijo el
viejo relojero -. ¿No irás tú a caer enferma
ahora? Bueno - añadió con una sonrisa triste -,
tendré que cuidarte y te cuidaré bien.
-¡Oh, padre mío, no será nada!
Tengo frío, y me imagino que es...
-¿Qué, Gérande?
-La presencia de ese hombre que nos sigue
constantemente - respondió ella en voz baja.
Maese Zacarías se volvió hacia el
vejete.
-¡Palabra que va bien! - dijo con aire de
satisfacción -. Porque precisamente son las cuatro. ¡No
tengas miedo, hija, no es un hombre, es un reloj!
Gérande miró a su padre aterrorizada.
¿Cómo había podido leer maese Zacarías la
hora en el rostro de aquella extraña criatura?
-A propósito - continuó el viejo
relojero sin preocuparse más de aquel incidente, no veo a Aubert
desde hace varios días.
-Sin embargo sigue con nosotros, padre
respondió Gérande, cuyos pensamientos adoptaron un tono
más dulce.
-¿Qué hace entonces?
-Trabaja, padre.
-¡Ah! - exclamó el viejo, trabaja en
reparar mis relojes, ¿verdad? No lo conseguirá
jamás. Porque no es una reparación lo que necesitan, sino
una resurrección.
Gérande permaneció en silencio.
- Necesito saber - añadió el viejo - si
aún no han traído algunos de esos relojes malditos sobre
los que el diablo ha lanzado una epidemia.
Luego, tras estas palabras, maese Zacarías
cayó en un mutismo absoluto hasta el momento en que llegó
a la puerta de su hogar y, por primera vez desde su convalecencia,
mientras Gérande subía entristecida a su cuarto,
él bajó a su taller.
En el momento en que franqueaba la puerta, uno de los
numerosos relojes colgados de la pared dio las cinco. Por regla
general, las diferentes campanas de aquellos aparatos, admirablemente
regulados, se dejaban oír al mismo tiempo, y su concordancia
alegraba el corazón del viejo; pero aquel día, todos
aquellos timbres sonaron uno tras otro, de tal modo que durante un
cuarto de hora su oído fue ensordecido por los sucesivos ruidos.
Maese Zacarías sufría horriblemente; no podía
quedarse quieto, iba de uno a otro de aquellos relojes y marcaba su
compás, como un jefe de orquesta que ya no fuera dueño de
sus músicos.
Cuando el último sonido se apagó, se
abrió la puerta del taller y maese Zacarías se
estremeció de pies a cabeza al ver delante de él al
vejete, que le miró fijamente y le dijo:
-Maese, ¿no puedo hablar un momento con
usted?
-¿Quién es usted?- preguntó con
brusquedad el relojero.
-Un colega. Soy yo quien se encarga de regular el
sol.
-¡Ah!, ¿es usted el que regula el sol? -
replicó vivamente maese Zacarías sin pestañear -.
Pues bien, no lo felicito. Su sol va mal, y para ponerle de acuerdo con
él, nos vemos obligados unas veces a adelantar nuestros relojes
y otras a retrasarlos.
-¡Por el pie hendido del diablo! -
exclamó el monstruoso personaje -. Tiene razón, maestro.
Mi sol no marca siempre las doce del mediodía en el mismo
momento que sus relojes; pero un día se sabrá que se debe
a la desigualdad del movimiento de traslación de la tierra, y se
inventará un mediodía medio que regulará esa
irregularidad.
-¡Viviré yo aún en esa
época? - preguntó el viejo relojero, cuyos ojos se
animaron.
-Sin duda - replicó el vejete riendo.
¿No puede creer acaso que nunca habrá de morir?
-¡Ay!, sin embargo me encuentro muy enfermo.
-A propósito, hablemos de eso. ¡Por
Belcebú, eso nos llevará a lo que quiero hablar con
usted!
Y al decir esto, aquel ser extraño saltó
sin modales sobre el viejo sillón de cuero y cruzó las
piernas, a la manera de esos huesos descarnados que los pintores de
colgaduras funerarias cruzan sobre las cabezas de muerto. Luego
prosiguió en tono irónico:
-Veamos, maese Zacarías, ¿qué
ocurre en esta buena ciudad de Ginebra? Dicen que su salud se altera,
que sus relojes necesitan médicos.
-Ah, ¿cree acaso que hay una relación
íntima entre su existencia y la mía? - exclamó
maese Zacarías.
-Yo creo que esos relojes tienen defectos, vicios
incluso. Si esos bribones no se portan de forma regular, es justo que
sufran el castigo de su desarreglo. Mi opinión es que
necesitarían sentar la cabeza.
-¿A qué llama defectos? -
preguntó maese Zacarías, ruborizándose por el tono
sarcástico con que habían sido pronunciadas estas
palabras -. ¿No tienen derecho acaso a estar orgullosos de su
origen?
-¡No demasiado, no demasiado! - respondió
el vejete -. Llevan un nombre célebre, y en su esfera aparece
grabada una firma ilustre, cierto, y tienen el privilegio exclusivo de
introducirse entre las más nobles familias; pero desde hace
algún tiempo, se estropean, y usted no puede hacer nada, maese
Zacarías; el más inepto de los aprendices de Ginebra se
lo reprocharía.
-¡A mí, a mí, a maese
Zacarías! - exclamó el viejo con un terrible gesto de
orgullo.
-¡A usted, maese Zacarías, que no puede
dar vida a sus relojes!
-Pero es que estoy con fiebre y también ellos
la tienen - respondió el viejo relojero mientras un sudor
frío le corría por todos los miembros.
-Bueno, morirán con usted, puesto que usted
está tan impedido para dar un poco de elasticidad a sus
muelles.
-¡Morir! No, usted lo ha dicho. Yo no puedo
morir, yo, el primer relojero del mundo, yo, que en medio de estas
piezas y de estos mecanismos diversos he sabido regular el movimiento
con una precisión absoluta. ¿No he sometido el tiempo a
leyes exactas? ¿No podré disponer de él como
soberano? Antes de que un genio sublime viniese a disponer regularmente
esas horas extraviadas, ¿en qué vacío inmenso
estaba sumido el destino humano? ¿A qué momento seguro
podían referirse los actos de la vida? Pero usted, hombre o
diablo, quienquiera que sea, ¿no ha pensado nunca en la
magnificencia de mi arte, que llama a todas las ciencias en su ayuda?
No, no. Yo, maese Zacarías, no puedo morir, porque si he
regulado el tiempo, el tiempo terminará conmigo.
¡Él volvería a ese infinito del que mi genio supo
arrancarle, y se perdería irreparablemente en el abismo de la
nada! No, no puedo morir, como tampoco puede hacerlo el Creador de este
universo sometido a sus leyes. Me he convertido en su igual, y he
compartido su poder. Maese Zacarías ha creado el tiempo si Dios
ha creado la eternidad.
El viejo relojero parecía entonces el
ángel caído rebelándose contra el Creador. El
vejete le acariciaba con la mirada y parecía soplarle todo aquel
arrebato impío.
¡Bien dicho, maestro! - replicó -.
Belcebú tenía menos derechos que usted para compararse
con Dios. Es necesario que su gloria no perezca. Por eso, su servidor
quiere proporcionarle el medio de domar esos relojes
rebeldes.
-¿Cuál es? ¿Cuál es? -
exclamó maese Zacarías.
-Lo sabrá al día siguiente de aquel en
que me haya concedido la mano de su hija.
-¿De mi Gérande?
-De la misma.
-El corazón de mi hija no es libre -
respondió maese Zacarías a esta petición, que no
pareció chocarle ni sorprenderle.
-¡Bah!... No es la menos bella de sus relojes,
pero también terminará por pararse...
-Mi hija Gérande..., ¡No!...
-Bueno, vuelva a sus relojes, maese Zacarías.
¡Móntelos y desmóntelos! ¡Prepare el
matrimonio de su hija y de su operario! ¡Temple resortes hechos
con su mejor acero! ¡Bendiga a Aubert y a la hermosa
Gérande, pero recuerde que sus relojes no andarán
jamás y que Gérande no se casará con Aubert!
Y tras esto, el vejete salió, pero tan deprisa
que maese Zacarías no pudo oír dar las seis en su
pecho.
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