Diez horas de caza
II
Un filósofo guasón dijo, no recuerdo
dónde ni cuándo, “que no se debe tener nunca ni
casa de campo, ni coche, ni caballos, ni posesiones donde haya caza,
puesto que siempre hay amigos que se encargan de tenerlos por los
demás”.
En virtud de este axioma, yo hice mi estreno en la
carrera de las armas en unos terrenos reservados del departamento del
Somme, sin ser yo el propietario.
Era a fines de agosto de 1859, sino recuerdo mal. Un
bando de la alcaldía fijaba para el otro día la apertura
de la caza.
En la ciudad de Amiens, cualquier tendero o artesano
posee su escopeta, con la cual va a recorrer los campos en busca de
caza; se comprende pues, la impaciencia con que la citada apertura era
pues esperada desde hacía ya seis semanas.
Tanto los cazadores de oficio, como los de segundo y
tercer orden, los hábiles que matan sin apuntar como los tontos
que apuntan y no matan nunca, todos se preparaban en vista de la
apertura, se equipaban, no pensando, hablando, ni soñando
más que con liebres, conejos y perdices. Mujer, hijos, familia,
amigos, todo se olvidaba. Política, artes, literatura,
agricultura, comercio, todo desaparecía ante la perspectiva del
gran día. Entre mis amigos en Amiens, había uno,
verdadero cazador, pero persona amable, aunque era empleado. Algunas
veces padecía de reuma al tratarse de ir a la oficina; pero
estaba siempre más listo que un galgo cuando ocho días de
vacaciones le permitían asistir a la apertura de la caza.
Mi amigo se llamaba Bretignot.
Algunos días antes de la fecha memorable,
Bretignot estuvo en mi casa.
-¿No ha cazado usted nunca? -me dijo con ese
tono de superioridad que tiene dos partes de amabilidad contra ocho de
desdén.
-Nunca, Bretignot -le respondí-, ni pienso
hacerlo.
-Entonces, venga a la apertura conmigo
-añadió Bretignot-. Tenemos en Hérisart doscientas
hectáreas reservadas, en donde la caza abunda. Tengo derecho a
llevar un convidado, por lo cual lo invito, y le llevo.
-Es que... -dije yo balbuceando.
-¿No tiene usted escopeta?
-No; ni la he tenido nunca.
-Eso no importa. Yo le prestaré una. Es de
pistón, es verdad; pero eso no impide que se pueda matar con
ella una liebre a ochenta pasos.
-Si tiene uno la suerte de darle -repliqué
yo.
-Naturalmente. Lo que no tendrá usted es
perro.
-Inútil; teniéndolo en la escopeta,
sería demasiado dos perros1.
Mi amigo me miró un tanto molesto. No le gusta
que se burle uno de las cosas de caza. Es sagrado, según
él.
-En fin, ¿viene o no?
-Si usted se empeña... -respondí yo sin
el menor entusiasmo.
-¡Ya lo creo! Es preciso cazar cuando menos una
vez en la vida. Salimos el sábado por la tarde; cuento con
usted.
He aquí cómo me ví comprometido
en esta aventura, cuyo funesto recuerdo me persigue siempre.
Debo confesar, sin embargo, que los preparativos no me
inquietaron ni poco ni mucho, ni me quitaron el sueño. Sin
embargo, la curiosidad me animaba un poco. ¿Era realmente
interesante un cacería? En todo caso, mi idea era, más
que cazar, observar a los cazadores. Si me decidí a llevar una
escopeta fue por no hacer un papel ridículo en medio de aquellos
cazadores, de los cuales Bretignot contaba tantas proezas.
Bretignot me prestaba una escopeta, es verdad, pero me
faltaba un morral. Me puse pues, en busca de uno ya usado, pero no
encontré ninguno; estaban en alza. Me decidí entonces a
comprar uno nuevo, a condición, sin embargo, que me lo
volverían a tomar, con un cincuenta por ciento de
pérdida, si lo regresaba sin estrenar.
El comerciante me miró y se sonrió.
Aquella sonrisa me pareció de mal aguero.
Sin embargo, pensé yo, ¿porqué no
lo he de estrenar?
¡Oh vanidad humana!
1. En francés al
gatillo de la escopeta se le llama chien del mismo modo que al
perro. Al hacer la traducción no resulta el juego de palabras.
(N. del T.)
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