Diez horas de caza
V
Al poco tiempo me reuní con mis
compañeros; pero, con objeto de no alarmarlos, llevaba la
escopeta al hombro, con la culata para arriba.
Eran dignos de ser vistos todos aquellos cazadores de
oficio con sus trajes de caza. Chaqueta blanca, pantalón de
terciopelo, zapatos con grandes suelas y clavos, y polainas que
cubrían las medias de lana, preferibles a las de hilo o
algodón, que causan en seguida heridas, cosa que pude observar
por experiencia al poco rato. Yo, como simple aficionado, no estaba tan
bien, lo cual es lógico; pero no se puede pedir que un
principiante tenga un vestuario como un cómico antiguo.
En cuanto a caza, debo decir que hasta aquel momento
no habíamos visto nada, a pesar de todo lo dicho por mis
compañeros anteriormente, y hasta me advirtieron, sobre todo,
que vista la abundancia, no tirase sobre las hembras que fuesen a ser
madres.
Como es de suponerse, era una advertencia
inútil, pues mal podía distinguir eso, yo que no
sé diferenciar un conejo de un gato, aún estando
guisado.
Bretignot, que sin duda quería que le honrase
con mi comportamiento, me dijo:
-Una última recomendación que puede ser
importante en el caso en que tire usted a una liebre.
-Si pasa.... -dije en un tono burlesco.
-Pasará -añadió Bretignot-;
acuerdese usted que, gracias a su estructura, una liebre corre
más al subir que al bajar. Es preciso tener esto en cuenta para
dar dirección al tiro.
-¡No sabe lo que le agradezco la advertencia!
-respondí. Su observación me servirá de seguro,
pues no pienso echarla en saco roto.
Al propio tiempo, pensaba yo que aun bajando
sería probable que la liebre fuera demasiado de prisa para parar
su carrera con mis perdigones.
-¡A cazar, a cazar! -gritó entonces
Maximon. No hemos venido a ser maestros de escuela de los
principiantes.
¡Vaya un hombre terrible!
No osé responder nada.
Delante de nosotros, a derecha e izquierda, se
extendía una inmensa llanura. Los perros marchaban delante. Los
dueños se dispersaron. Yo hacía todos los esfuerzos
inimaginables para no perderlos de vista. Se me había ocurrido
una idea. Mis compañeros, burlones como buenos cazadores,
serían capaces de hacerme alguna farsa o broma, fundada en mi
inexperiencia.
Me acordaba, sin querer, de aquel principiante a quien sus amigos
hicieron tirar a un conejo de cartón que oculto entre unas ramas
tocaba irónicamente el tambor. Me hubiera muerto de
vergüenza si me pasara una cosa semejante.
Marchábamos todos al azar, siguiendo a los
perros, con objeto de llegar a una colina que se divisaba a tres o
cuatro kilómetros, y en cuya cima se veían algunos
arbolitos.
A pesar de los pesares, mis compañeros,
acostumbrados a andar en aquellas tierras, iban más aprisa que
yo, y al fin me dejaron atrás. El mismo Bretignot, que al
principio iba un poco más despacio, para no abandonarme a mi
triste suerte, aceleró la marcha, para poder ser de los primeros
en tirar. No me incomodé por esto. ¡Ah, Bretignot, tu
instinto, más fuerte que tu amistad, te atraía
irresistiblemente! Al poco rato no divisaba más que las cabezas
de mis compañeros.
Hacía ya más de dos horas que
habíamos salido de la posada y todavía no se había
tirado ni un solo tiro. ¡Qué mal humor, cuántas
recriminaciones habría luego si al volver lo hacían con
el morral vacío!.
Parecerá imposible, pero fue así; yo
tuve el honor de disparar el primer tiro. ¿De qué modo?
Voy a decirlo, aunque me avergüence.
Cuando dejé a mis compañeros mi escopeta
estaba todavía sin cargar. ¡Cosas de principiantes! Era
por cuestión de amor propio. Como tenía casi la seguridad
de que había de hacerlo muy mal, quise quedarme solo para la
terrible operación.
Así pues, una vez sin testigos, saqué la
pólvora que eché en el cañón derecho;
después los perdigones, mas bien muchos que pocos. Cuantos
más haya, más probabilidades hay de hacer blanco. Una vez
hecho eso, puse imprudentemente el pistón en su sitio, y
repetí lo mismo con el cañón izquierdo. Pero antes
de acabarla, ¡Qué detonación! Salió el tiro
rozándome la cara. No me había acordado de poner el
gatillo derecho en el seguro, y con los movimientos que hice se
bajó e hizo salir el tiro.
Aviso a los principiantes. Por muy poco no hago que la
apertura de la caza del departamento del Somme empiece con una
desgracia. ¡Qué gran noticia para los periódicos de
la localidad!
Y sin embargo, si al salir este tiro por casualidad
hubiera pasado alguna perdiz en la dirección del disparo, con
seguridad le hubiera matado. No se me volvería a presentar una
ocasión tan buena.
Subir
|