Imagen que identifica al sitio Nombre del sitio Proponer un intercambio de vínculos
Línea divisoria
Página de inicio

Imagen de identificación de la sección


Diez horas de caza

Editado
© Cristian A. Tello
30 de diciembre del 2003
Indicador Capítulo I
Indicador Capítulo II
Indicador Capítulo III
Indicador Capítulo IV
Indicador Capítulo V
Indicador Capítulo VI
Indicador Capítulo VII
Indicador Capítulo VIII
Indicador Capítulo IX
Indicador Capítulo X
Indicador Capítulo XI
Indicador Capítulo XII

Diez horas de caza
V

Al poco tiempo me reuní con mis compañeros; pero, con objeto de no alarmarlos, llevaba la escopeta al hombro, con la culata para arriba.

Eran dignos de ser vistos todos aquellos cazadores de oficio con sus trajes de caza. Chaqueta blanca, pantalón de terciopelo, zapatos con grandes suelas y clavos, y polainas que cubrían las medias de lana, preferibles a las de hilo o algodón, que causan en seguida heridas, cosa que pude observar por experiencia al poco rato. Yo, como simple aficionado, no estaba tan bien, lo cual es lógico; pero no se puede pedir que un principiante tenga un vestuario como un cómico antiguo.

En cuanto a caza, debo decir que hasta aquel momento no habíamos visto nada, a pesar de todo lo dicho por mis compañeros anteriormente, y hasta me advirtieron, sobre todo, que vista la abundancia, no tirase sobre las hembras que fuesen a ser madres.

Como es de suponerse, era una advertencia inútil, pues mal podía distinguir eso, yo que no sé diferenciar un conejo de un gato, aún estando guisado.

Bretignot, que sin duda quería que le honrase con mi comportamiento, me dijo:

-Una última recomendación que puede ser importante en el caso en que tire usted a una liebre.

-Si pasa.... -dije en un tono burlesco.

-Pasará -añadió Bretignot-; acuerdese usted que, gracias a su estructura, una liebre corre más al subir que al bajar. Es preciso tener esto en cuenta para dar dirección al tiro.

-¡No sabe lo que le agradezco la advertencia! -respondí. Su observación me servirá de seguro, pues no pienso echarla en saco roto.

Al propio tiempo, pensaba yo que aun bajando sería probable que la liebre fuera demasiado de prisa para parar su carrera con mis perdigones.

-¡A cazar, a cazar! -gritó entonces Maximon. No hemos venido a ser maestros de escuela de los principiantes.

¡Vaya un hombre terrible!

No osé responder nada.

Delante de nosotros, a derecha e izquierda, se extendía una inmensa llanura. Los perros marchaban delante. Los dueños se dispersaron. Yo hacía todos los esfuerzos inimaginables para no perderlos de vista. Se me había ocurrido una idea. Mis compañeros, burlones como buenos cazadores, serían capaces de hacerme alguna farsa o broma, fundada en mi inexperiencia.
Me acordaba, sin querer, de aquel principiante a quien sus amigos hicieron tirar a un conejo de cartón que oculto entre unas ramas tocaba irónicamente el tambor. Me hubiera muerto de vergüenza si me pasara una cosa semejante.

Marchábamos todos al azar, siguiendo a los perros, con objeto de llegar a una colina que se divisaba a tres o cuatro kilómetros, y en cuya cima se veían algunos arbolitos.

A pesar de los pesares, mis compañeros, acostumbrados a andar en aquellas tierras, iban más aprisa que yo, y al fin me dejaron atrás. El mismo Bretignot, que al principio iba un poco más despacio, para no abandonarme a mi triste suerte, aceleró la marcha, para poder ser de los primeros en tirar. No me incomodé por esto. ¡Ah, Bretignot, tu instinto, más fuerte que tu amistad, te atraía irresistiblemente! Al poco rato no divisaba más que las cabezas de mis compañeros.

Hacía ya más de dos horas que habíamos salido de la posada y todavía no se había tirado ni un solo tiro. ¡Qué mal humor, cuántas recriminaciones habría luego si al volver lo hacían con el morral vacío!.

Parecerá imposible, pero fue así; yo tuve el honor de disparar el primer tiro. ¿De qué modo? Voy a decirlo, aunque me avergüence.

Cuando dejé a mis compañeros mi escopeta estaba todavía sin cargar. ¡Cosas de principiantes! Era por cuestión de amor propio. Como tenía casi la seguridad de que había de hacerlo muy mal, quise quedarme solo para la terrible operación.

Así pues, una vez sin testigos, saqué la pólvora que eché en el cañón derecho; después los perdigones, mas bien muchos que pocos. Cuantos más haya, más probabilidades hay de hacer blanco. Una vez hecho eso, puse imprudentemente el pistón en su sitio, y repetí lo mismo con el cañón izquierdo. Pero antes de acabarla, ¡Qué detonación! Salió el tiro rozándome la cara. No me había acordado de poner el gatillo derecho en el seguro, y con los movimientos que hice se bajó e hizo salir el tiro.

Aviso a los principiantes. Por muy poco no hago que la apertura de la caza del departamento del Somme empiece con una desgracia. ¡Qué gran noticia para los periódicos de la localidad!

Y sin embargo, si al salir este tiro por casualidad hubiera pasado alguna perdiz en la dirección del disparo, con seguridad le hubiera matado. No se me volvería a presentar una ocasión tan buena.

Ir al próximo capítuloIr al capítulo anterior

SubirSubir al tope de la página


© Viaje al centro del Verne desconocido. Sitio diseñado y mantenido por Ariel Pérez.
Compatible con Microsoft Internet Explorer y Netscape Navigator. Se ve mejor en 800 x 600.