Diez horas de caza
VI
Mientras tanto, Bretignot y sus compañeros
habían llegado a la cima, donde se pararon para tratar lo que
era preciso hacer para conjurar la mala suerte que les
perseguía. Al poco rato estuve a su lado, después de
haber cargado de nuevo la escopeta, pero esta vez con muchas
precauciones.
Maximon me preguntó en seguida con tono
altanero, digno de un maestro:
-¿Ha tirado usted?
-Sí... es decir... Sí he tirado.
-¿Una perdiz?
-Una perdiz
Por nada del mundo hubiera confesado mi torpeza.
-¿Y dónde está esa perdiz?
-preguntó Maximon, tocando con la culata mi morral
vacío.
-Perdida, respondí sin inmutarme.
¿Qué quiere usted? No tenía perro. ¡Si
hubiera tenido un perro!
Me parece que con tal desfachatez no puedo por menos
de llegar a ser un verdadero cazador.
De pronto mi examen fue bruscamente interrumpido. El
perro de Montcloué levantó una codorniz a menos de diez
pasos de distancia. Involuntariamente, por instinto si se quiere, me
eché la escopeta a la cara, y... pam, como decía
Matifat.
¡Vaya una bofetada que recibí, dada
por la culata de mi escopeta, que no coloqué bien; una bofetada
de las cuales no se puede pedir satisfacción a nadie! Al mismo
tiempo mi tiro fue seguido de otro de Pontcloué.
La codorniz cayó, media deshecha, y fue
recogida por el perro, que se la llevó a su dueño, quien
se la guardó en su morral.
Ni siquiera se le ocurrió pensar que
quizá hubiera yo tenido parte en aquella muerte. Pero no dije
nada, no me atrevía. Ya he dicho que soy naturalemente
tímido con las personas que saben más que yo.
En vista del primer éxito, se animaron todos
aquellos aficionados a destruir la caza. ¡Qué gran cosa!
¡Una codorniz al cabo de tres horas de caza! Era imposible que en
todo aquel terreno no hubiera otra, y si la encontraban y la mataban,
tocarían a un tercio de codorniz por cazador.
Pasada la colina nos encontramos en plena tierra de
labor. Yo prefiero cien veces el asfalto de los bulevares a los surcos,
que le hacen a uno ir dando saltos y acabar por tener un peso en los
pies el triple que de ordinario.
Toda la banda y los perros continuó así
durante dos horas sin ver nada. La cosa más insignificante, una
piedra, en la que uno tropezaba; perro que se ponía adelante,
todo, todo incomodaba a aquellos caballeros. Indicios seguros de mal
humor general.
Al fin, a unos cuarenta pasos se divisaron varias
perdices en un campo de remolachas.
El grupo se componía de dos perdices.
Tiré al bulto, y al mismo tiempo sonaros otros dos disparos.
Eran Matifat y Pontcloué.
Uno de aquellos infelices animales cayó. El
otro siguió su camino, y se fue a parar a un kilómetro
más allá, detrás de una ondulación del
terreno.
¡Oh, pobre perdiz! ¡Qué disputa
hubo por tu causa! ¡Qué discusión entre Matifat y
Poncloué! Cada uno pretendía ser el autor de la muerte.
¡Qué palabras! ¡Qué indirectas!
¡Qué alusiones! ¡Qué calificativos! Aquella
sería la última vez que cazaran juntos; y otra
porción de cosas del género picante que mi pluma no se
atreve a escribir.
Realmente, los dos tiros habían salido al mismo
tiempo.
Había un tercer disparo que fue el primero,
pero no debía mentarse si quiera. ¡Cómo era posible
que yo, un principiante, hubiera sido el autor de aquella muerte!
En virtud de ésto no creí deber
intervenir en la disputa entre Matifat y Pontcloué, ni aun con
la generosa idea de conciliarlos. Y no reclamé, porque soy
naturalemente tímido con... ya saben ustedes el resto de la
frase.
Subir
|