Diez horas de caza
VIII
Mientras discutía con aquel pillo perdí
de vista a mis compañeros; después de todo, bien claro me
dijeron que no estaban seguros al lado de un torpe como yo; así
que decidí no buscarlos.
Bretignot mismo, severo, pero injusto, me había
abandonado, cual si yo hubiera sido algún bandido, o fuese capaz
de hacer mal de ojo. Realmente no me incomodó semejante
conducta. A lo menos, así sería sólo responsable
de mis actos.
Me quedé en medio de aquella llanura, que nunca
se acababa. ¿Quién me había hecho a mí
encontrarme con toda aquella carga en las espaldas? No veía ni
perdices ni liebres. ¡Cuánto mejor hubiera estado en mi
despacho leyendo o escribiendo!
Empecé a andar sin dirección fija,
tomando con preferencia los caminos a las tierras de labor. Me sentaba
diez minutos, andaba veinte. No se veía ninguna cosa. Ninguna
torre cortaba el horizonte. Aquello era un desierto. De cuando en
cuando se leía un letrero: Coto reservado.
¿Reservado? No a la caza, puesto que no
la había.
Continué andando, pensativo, con la escopeta al
brazo. Parecía que el sol no se movía. Quizás
algún nuevo Josué hubiera parado su marcha,
proporcionando así un placer a mis compañeros. Sin duda
no iba a haber noche el día de la apertura.
Subir
|