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El señor Re-sostenido y la señorita Mi-bemol
Editado
© Juan Suárez
24 de febrero del 2003
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El señor Re-sostenido y la señorita Mi-bemol
Capítulo VI

Claramente se comprende que desde aquel día no se trató de otra cosa que del grave acontecimiento que preocupaba al pueblo; aquel gran artista, inventor genial a la vez, que se llamaba Effarane, se ufanaba de enriquecer nuestro órgano con un registro de voces infantiles. Y entonces, en la próxima Navidad, tras los pastores, los magos, acompañados por las trompetas, los bordones y las flautas, se oirían las voces frescas y cristalinas, los ángeles, mariposeando en torno del Niño Jesús y su divina Madre la Virgen María.

Los trabajos de reparación habían dado principio al día siguiente; el maestro Effarane y su ayudante habían puesto manos a la obra. Durante los recreos, yo y algunos otros escolares acudíamos a verles. Se nos dejaba subir a la tribuna a condición de no estorbar ni impedir las operaciones. Todo el instrumento estaba descompuesto, reducido al estado rudimentario. Un órgano no es más que una flauta de pan adaptada a un secreto, con un fuelle y un registro, es decir, una regla móvil que rige la entrada del viento. El nuestro era un magnífico modelo que tenía veinticuatro juegos principales, cuatro teclados de cincuenta y cuatro teclas, y asimismo un tecla de pedales para bajos fundamentales de dos octavas. ¡Cuán inmenso nos parecía aquel bosque de tubos con lengüetas o bocas de madera o de estaño! ¡Se perdería uno en aquel laberinto inextricable! ¡Cuando pienso que había tubos de dieciséis pies de madera y tubos de treinta y dos pies de estaño! ¡Con aquellos tubos habría podido forrar la escuela entera, y al señor Valrugis mismo tiempo!

Contemplábamos nosotros todo aquello con una estupefacción muy parecida al espanto.

-Enrique -decía Hoet, arriesgando una miradita por debajo-, parece una máquina de vapor...

-No, más bien una batería -replicaba Farina; cañones que van a disparar balas de música...

Por mi parte, yo no encontraba comparaciones, pero cuando pensaba en las borrascas que el doble fuelle podía enviar a través de toda aquella enorme tubería, me acometía un temblor que me duraba horas enteras.

El maestro Effarane trabajaba en medio de aquel desorden sin verse nunca embarazado. En realidad el órgano de Kalfermatt se hallaba en bastante buen estado, y no exigía más que reparaciones poco importantes más que otra cosa una detenida limpieza del polvo acumulado durante muchos años. Lo que ofrecería más dificultades sería el ajuste del registro de voces infantiles. Este aparato se encontraba allí, en una caja, una serie de flautas de cristal, que debían producir sonidos deliciosos. El maestro Effarane, tan hábil organero como maravilloso organista, esperaba triunfar allí donde tantos otros habían fracasado hasta entonces. Sin embargo, yo me daba clara cuenta de ello, no dejaba de marchar a tientas, ensayando ora de un lado, ora de otro, y cuando la cosa no le resultaba a su gusto, lanzaba gritos como un loro rabioso, apurado por su dueña.

¡Brrr...! Esos gritos hacían pasar temblores por todo mi cuerpecillo, y al escucharlos sentía que mis cabellos se erizaban eléctricamente sobre mi cabeza.

Insisto sobre este punto, que todo lo que yo veía me impresionaba al extremo. El interior de la vasta caja del órgano, aquel enorme animal destripado, cuyos órganos estaban por allí dispersos, me atormentaba hasta la obsesión. Soñaba con ello por la noche, y de día mi mente y mi imaginación volvían incesantemente sobre ello. Principalmente la caja de las voces infantiles, a la que no me hubiese atrevido a tocar, me hacía el efecto de una jaula llena de niños, que el maestro Effarane educaba para hacerlos cantar bajo sus dedos de organista.

-¿Qué tienes, José? -me preguntaba Betty.

-No lo sé -respondía yo.

-¿Será porque vas con demasiada frecuencia al órgano?

-Sí..., tal vez.

-No vayas más, José.

-No iré, Betty.

Y volvía aquel mismo día a pesar mío. Me acometía el deseo de perderme en medio de aquel bosque de tubos, de deslizarme por los rincones más oscuros, de seguir tras el maestro Effarane, cuyo martillo yo sentía golpear en el fondo del órgano. Guardábame, y mucho, de decir nada de esto en mi casa; mi padre y mi madre me habrían creído loco.

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