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El señor Re-sostenido y la señorita Mi-bemol
Editado
© Juan Suárez
24 de febrero del 2003
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El señor Re-sostenido y la señorita Mi-bemol
Capítulo VII

Ocho días antes de Navidad estábamos en la clase de la mañana, las niñas a un lado y los chicos al otro. El señor Valrugis se pavoneaba desde su cátedra; la anciana hermana, en un rincón, hacía labor de aguja; y ya Guillermo Tell acababa de insultar el sombrero de Gessler, cuando la puerta se abrió.

Era el señor cura quien entraba.

Todo el mundo se levantó en señal de respeto, pero tras el señor cura apareció el maestro Effarane.

Todas las miradas se inclinaron al suelo ante la mirada penetrante del organero. ¿Qué venía a hacer a la escuela y por qué le acompañaba el señor cura?

Creí advertir que se fijaba en mí más particularmente; sin duda me reconocía, y yo comencé a encontrarme inquieto.

El señor Valrugis, a todo esto, había bajado de su cátedra, y, deteniéndose ante el señor cura, dijo:

-¿A quién debo el honor...?

-Señor maestro, he querido presentarle al maestro Effarane, que ha deseado visitar a los escolares.

-¿Y por qué...?

-Me ha preguntado si existía una escuela de música en Kalfermatt, señor Valrugis, y le he contestado afirmativamente, añadiendo que era excelente en el tiempo en que la dirigía el pobre Eglisak; entonces, el maestro Effarane ha manifestado deseos de conocerla, y por eso le he traído esta mañana a su clase, rogándole que le excuséis.

El señor Valrugis no tenía por qué recibir ni aceptar excusas; lo que hacía el señor cura estaba perfectamente hecho. Guillermo Tell esperaría por aquella vez.

Y entonces, a un gesto del señor Valrugis todo el mundo tomó asiento; el señor cura en un sillón, que yo fui a buscar, y el maestro Effarane sobre un ángulo de la mesa de las niñas, que habían retrocedido vivamente para dejarle sitio.

La más próxima era Betty, y yo vi claramente que la pobre niña se asustaba de las largas manos y de los largos dedos que describían cerca de ella arpegios aéreos.

El maestro Effarane tomó la palabra y con su voz penetrante dijo:

-¿Son éstos los niños de la escuela de música?

-No todos forman parte de ella -contestó el señor Valrugis

-¿Cuántos?

-Dieciséis.

-¿Niños y niñas?

-Sí -dijo el señor cura-, niños y niñas, y como a esta edad todos tienen la misma voz...

-Error -replicó vivamente Effarane-, y el oído de un experto no se equivocaría.

¿Que si quedamos nosotros sorprendidos de esta respuesta? Precisamente la voz de Betty y la mía tenían un timbre tan semejante que no era posible distinguir entre ella y yo cuando hablábamos, aun cuando más adelante hubieran de diferenciarse, como es natural.

En todo caso, no había que discutir con un personaje como el maestro Effarane, y todo el mundo se dio por enterado.

-Haga adelantar a los niños que pertenezcan a la escuela -dijo alzando el brazo, como la batuta de un director de orquesta.

Ocho chicos, entre los que me encontraba yo, y ocho niñas, entre las que se hallaba Betty, fueron a colocarse en dos filas frente a frente, y entonces el maestro Effarane nos examinó con más cuidado del que nunca había puesto en ello el señor Eglisak. Hubo que abrir la boca, sacar la lengua, aspirar y espirar ampliamente, mostrarle hasta el fondo de la garganta las cuerdas vocales, que él parecía querer coger con los dedos. Creí que iba a pulsarlas, como las cuerdas de los violines o los violoncelos. A fe mía, ni unos ni otros estábamos tranquilos.

El señor cura, el señor Valrugis y su hermana estaban allí, asombrados, y sin atreverse a pronunciar una palabra.

-¡Atención! -dijo el maestro Effarane-, la clave de do mayor, solfeando. He aquí el diapasón.

¿El diapasón? Esperaba yo que él sacase de su bolsillo un instrumentito de dos ramas, semejante al del bueno de Eglisak, y cuyas vibraciones daban el la oficial de Kalfermatt lo mismo que el de cualquier otra parte.

Pero tuvimos otra sorpresa.

El maestro Effarane acababa de bajar la cabeza, y con su pulgar medio cerrado se dio un golpecito sobre la base del cráneo.

¡Oh, maravilla! Su vértebra superior produjo un sonido metálico, y ese sonido era precisamente el la, con sus ochocientas setenta vibraciones normales.

El maestro Effarane tenía en sí mismo el diapasón natural. Y entonces, dándonos el do, una tercera menor por encima, mientras que su dedo índice temblequeaba en el extremo de su brazo,

-¡Atención! -repitió.

Y henos allí solfeando la clave de do, ascendente primero y descendente después.

-¡Malo...! ¡Malo! -exclamó el maestro Effarane cuando se hubo extinguido la última nota. Oigo dieciséis voces diferentes y no debía oír más que una.

Mi opinión es que él se mostraba demasiado exigente, porque nosotros teníamos costumbre de cantar juntos con gran precisión y compás, lo que siempre nos había valido muchas felicitaciones por parte de todos.

El maestro Effarane sacudía la cabeza y lanzaba a derecha e izquierda miradas de descontento. Parecíame que sus orejas, dotadas de cierta movilidad, se tendían como las de los perros, los gatos y otros cuadrúpedos.

-¡Volvamos a empezar! -dijo-. Uno tras otro ahora. Cada uno de vosotros debe tener una nota personal, una nota fisiológica, por decirlo así, y la única que deberá dar siempre en un coro.

¡Una sola nota... fisiológica! ¿Qué es lo que significaba esa palabreja ...? Pues bien, yo habría querido saber cuál era la suya, la de aquel original, y también la del señor cura, que poseía una linda colección, y todas, no obstante, más falsas las unas que las otras.

Comenzamos, no sin vivas aprensiones -¿no llegaría a maltratarnos aquel hombre terrible?- y no sin alguna curiosidad por saber cuál era nuestra nota personal, aquella que nosotros tendríamos que cultivar en nuestro gaznate, como una planta en su tiesto.

Hoct fue quien debutó, y después de haber ensayado las diversas notas de la escala, el sol le fue reconocido; vamos, pequeña como fisiológico, por el maestro Effarane, como su nota más precisa, la más vibrante de las que su laringe podía emitir.

Después de Hoct le tocó el turno a Farina, que se vio condenado al la natural a perpetuidad.

Siguieron luego mis otros camaradas, sujetándose a aquel minucioso examen, y su nota favorita recibió la estampilla oficial del maestro Effarane.

Me adelanté yo entonces.

-¡Ah, eres tú, pequeño! -dijo el organista.

Y cogiéndome la cabeza, la volvía y la revolvía, hasta el punto de hacerme temer que fuera a separármela del tronco.

-Veamos tu nota -dijo al fin.

Emití las diversas notas de la escala de do subiendo y bajando. El maestro Effarane no pareció nada satisfecho, y me mandó volver a empezar... Aquello no iba bien... No iba bien. Estaba yo sumamente mortificado. Siendo yo uno de los mejores del coro, ¿estaría desprovisto de una nota individual?

-¡Vamos! -exclamó el maestro Effarane-. La escala cromática. Tal vez descubra ahí tu nota.

Y mi voz, procediendo por intervalos de semitonos, subió la octava.

-¡Bien...! ¡Bien! -hizo el organista-. Ya tengo tu nota, y tú sosténla durante todo el compás.

-¿Y cuál es? -pregunté tembloroso.

-Es el re sostenido.

Y yo solfeaba sobre aquel re sostenido con todo mi aliento.

El señor cura y el señor Valrugis se dignaron hacer un signo de satisfacción.

-Las niñas ahora -ordenó el maestro Effarane.

Y yo pensaba:

¡Si Betty pudiese tener también el re sostenido! No me extrañaría, ya que nuestras voces casaban tan bien.

Las muchachas fueron examinadas una tras otra. Ésta tuvo el si natural y aquélla el mi natural. Cuando le tocó cantar a Betty Clére fue a colocarse en pie, muy intimidada, ante el maestro Effarane.

-Vamos, pequeña.

Le ocurrió a Betty lo mismo que le había acontecido a su amigo José Muller; hubo que recurrir a la escala cromática para hallar su nota, y, finalmente, acabó por atribuírsele el mi bemol.

Al principio quedé disgustado, pero reflexionando sobre ello, hube de aplaudir. Betty tenía el mi bemol y yo el re sostenido. Ahora bien, ¿no son ambos idénticos? Me puse, en vista de ello, a batir palmas.

-¿Qué te ocurre, pequeño? -me preguntó el organista, que frunció las cejas.

-Que estoy muy contento, señor, porque Betty y yo tenemos la misma nota... me atreví a contestar.

-¿La misma? -gritó el maestro Effarane.

Y se enderezó con un movimiento tan brusco, que su brazo tocó el techo.

-¡La misma nota! -prosiguió-. ¡Ah, conque tú crees que un re sostenido y un mi bemol son una misma cosa! ¡Eres un imbécil, y te mereces unas orejas de asno...! ¿Es que vuestro Eglisak os ha enseñado semejantes estupideces? ¿Y tolera usted esto, señor cura...? ¿Y usted también, maestro...? ¿Y hasta usted misma, anciana señorita...?

La hermana del señor Valrugis buscaba un tintero para tirárselo a la cabeza. Pero él continuaba abandonándose a todo el estallido de su cólera.

-¿No sabes, pues, tú, desdichado majadero, lo que es una coma, ese octavo de tono que diferencia el re sostenido del mi bemol, el la sostenido del si bemol y otros? ¡Ah, por lo visto es que nadie aquí es capaz de apreciar octavos de tono! ¿Es que no hay más que tímpanos estropeados, endurecidos, en las orejas de Kalfermatt?

Nadie se atrevía ni a respirar. Los cristales de las ventanas oscilaban bajo la aguda voz del maestro Effarane. Yo estaba desolado por haber sido quien provocara aquella escena, sin dejar de experimentar tristeza, porque entre la voz de Betty y la mía hubiese semejante diferencia, aunque no fuera más que la de un octavo de tono. El señor cura me miraba con los ojos irritados... El señor Valrugis me lanzaba unas miradas...

Pero el organista se calmó de pronto, y dijo:

-¡Atención, y cada uno a su puesto en la escala!

Nosotros comprendimos lo que aquello significaba, y cada uno fue a colocarse según su nota personal; Betty en cuarto lugar en su calidad de mi bemol, y yo tras ella, inmediatamente detrás de ella, en mi calidad de re sostenido. Podía decirse que figurábamos una flauta de pan, o mejor, los tubos de un órgano, con la única nota que cada uno de ellos pudiera dar.

-¡La escala cromática -exclamó el maestro Effarane-, y bien, porque si no...!

No se lo hizo decir dos veces. Comenzó nuestro camarada encargado del do y fue siguiendo; Betty dio su mi bemol y luego yo mi re sostenido, cuya diferencia parecían apreciar los oídos del organista. Después de haber subido, volvimos a bajar durante tres veces seguidas.

El maestro Effarane pareció bastante satisfecho.

-¡Bien por los niños! -dijo-. Llegaré a hacer de vosotros un teclado viviente.

Y el señor cura movió la cabeza con aire de duda.

-¿Por qué no? -respondió el maestro Effarane-. Se ha fabricado un piano con gatos, con gatos escogidos según el maullido que daban al pellizcarles el rabo por medio de un mecanismo. ¡Un piano de gatos! ¡Un piano de gatos! repetía.

Nosotros nos echamos a reír, sin estar muy seguros de si el maestro Effarane hablaba en serio o en broma. Pero más adelante supe que había dicho la verdad al hablar de aquel piano de gatos que maullaban al ser pellizcados en el rabo por un mecanismo; ¡Dios mío, qué no serán capaces de inventar los hombres!

Entonces, cogiendo su gorra, el maestro Effarane saludó, giró sobre sus talones y salió de la escuela diciendo:

-No olvidéis vuestra nota, sobre todo, tú, señor re sostenido, y tú así mismo, señorita mi bemol.

Y se nos quedó el apodo desde entonces.

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