Los forzadores de bloqueos: De Glasgow a
Charleston
Capítulo II El
aparejo
El armamento del Delfín se llevaba a
cabo con mucha rapidez: el aparejo estaba listo y sólo hubo que
ajustarlo. El Delfín llevaba tres palos de goleta, lujo
poco menos que superfluo, pues no contaba con el viento para escapar a
los cruceros federados sino con las potentes máquinas encerradas
en sus costados. Y hacía bien.
A fines de diciembre el Delfín
verificó sus pruebas en el golfo del Clyde. Sería
difícil decir si quedó más satisfecho el
constructor que el capitán. El nuevo steamer cortaba el
agua admirablemente y el patentlog1 marcó una velocidad de 17 millas por
hora2 , velocidad nunca
alcanzada por un barco inglés, francés o americano.
Evidentemente el Delfín, luchando con los buques
más rápidos, habría ganado muchos cables de
delantera en un match marítimo.
El 25 de diciembre comenzaron las operaciones del
cargamento. El steamer fue atracado al steam-boat-quay,
un poco más abajo de Glasgow Bridge, en el último
puente, tendido sobre el Clyde antes de llegar a su desembocadura.
Allí los vastos wharfs contenían una inmensa
provisión de víveres, armas y municiones que pasaban
rápidamente a la sentina del Delfín. La naturaleza
del cargamento denunció el misterioso destino del buque, y la
casa Playfair no pudo guardar por más tiempo el secreto. Por
otra parte, el Delfín no había de tardar en
hacerse a la mar. En las aguas inglesas no se había
señalado ningún crucero americano, y, además,
¿hubiera sido posible formar el rol y guardar silencio sobre el
destino de la tripulación? No se podía embarcar a los
hombres sin decirles adónde se les quería llevar, pues
cuando uno arriesga su pellejo, quiere saber por qué lo
arriesga.
Sin embargo, el peligro no retrajo a nadie El salario
era bueno y a cada tripulante se le reconocía una
participación en los beneficios; así es que fueron muchos
los marineros que quisieron figurar en el rol del Delfín.
Jacobo Playfair pudo, pues, elegir bien y a su entera
satisfacción, de manera que a las veinticuatro horas la lista de
la tripulación era de treinta nombres de marineros que hubieran
hecho honor al yate de Su Muy Graciosa Majestad. Se fijó la
partida para el 3 de enero.
El 31 de diciembre el Delfín estaba ya
listo. Sus sentinas se hallaban abarrotadas de municiones y
víveres y su bodega de carbón. Nada le retenía
ya.
El 2 de enero el skipper se hallaba a bordo
dando el último vistazo a la nave para asegurarse de que todo
estaba en orden, cuando se presentó en la escalera del
Delfín un hombre diciendo que deseaba hablar con el
capitán. Uno de los marineros le condujo a la toldilla.
Era un hombrón de anchas espaldas, coloradote,
de aire sencillo, que no ocultaba, empero, cierta sagacidad e
inteligencia. No parecía estar muy al corriente de las
costumbres marítimas y miraba en torno suyo como el que no
está habituado a pisar las cubiertas de los buques.
Sin embargo, se daba la importancia de un viejo lobo
de mar y balanceaba el cuerpo al modo de los marineros.
Cuando llegó a presencia del capitán, le
miró fijamente preguntando:
-¿El capitán Jacobo Playfair?
-Yo soy -respondió el skipper -.
¿Qué desea?
-Embarcarme a bordo de su buque.
-Ya no hay puesto; la tripulación está
completa.
-¡Bah! un hombre más no estorba, al
contrario.
-¿Eso crees? -preguntó el capitán
mirando con fijeza a su interlocutor.
-Estoy seguro de ello -respondió el
solicitante.
-¿Quién eres? -interrogó el
capitán.
-Un rudo marinero, un hombre fuerte y decidido, se lo
aseguro. Dos brazos vigorosos como los que tengo la dicha de poseer, no
son de despreciar a bordo de una nave.
-Pero hay más buques que el
Delfín y otros capitanes que no son Jacobo Playfair;
¿por qué has venido, pues, aquí?
-Porque sólo a bordo del Delfín y
a las órdenes del capitán Jacobo Playfair quiero yo
servir.
-Pues no te necesito.
-Siempre se necesita un hombre vigoroso; sí
quiere usted probar mis fuerzas con tres o cuatro hombres de los
más robustos de la tripulación, estoy dispuesto.
-No es necesario. ¿Cómo te llamas?
-Crockston, para servirle.
El capitán retrocedió un paso para
examinar mejor aquel hércules que se le presentaba de una manera
tan curiosa. Su complexión, su figura, su aspecto, no
desmentían sus palabras y sus alardes de robustez.
Debía estar dotado de una fuerza poco
común y a la primera ojeada se comprendía que era hombre
de pelo en pecho.
-¿Por dónde has navegado? -le
preguntó Playfair.
-Un poco por todas partes.
-¿Sabes lo que va a hacer el
Delfín?
-Por eso precisamente he venido.
-Pues bien, que Dios me condene si dejo escapar a un
hombre de tu temple. Ve a buscar al segundo de a bordo, el señor
Mathew, y que te inscriba.
Dicho esto, Jacobo Playfair esperaba ver a su hombre
girar sobre sus talones y dirigirse a la proa, pero se
engañó: Crockston no se movió.
-¿No me has entendido? -le preguntó el
capitán.
-Sí, señor -repuso el marinero -; pero
todavía no he concluido: tengo algo que proponerle.
-No me fastidies más -dijo bruscamente.
Playfair -; no tengo tiempo que perder en baldías
conversaciones.
-No lo molestaré mucho -replicó
Crockston -. Con dos palabras despacho. Quería decir a usted que
tengo un sobrino.
-¡Valiente tío tiene ese sobrino!
-exclamó Playfair.
-¿Eh? ¡Cómo! -dijo Crockston.
-¿Acabarás? - dijo el capitán con
impaciencia.
-Enseguida. Quién enrola al tío debe
enrolar también al sobrino.
-¿De veras?
-Sí señor; es la costumbre el uno no
puede ir a ninguna parte sin el otro.
-¿Y quién es tu sobrino?
-Un muchacho de quince años, un novato, al que
estoy enseñando el oficio. Tiene muy buena voluntad y promete
ser un excelente marinero.
-¿Crees acaso, maestro Crockston, que el
Delfín es una escuela de grumetes? -exclamó Jacobo
Playfair.
-No hable usted desdeñosamente de los grumetes,
pues uno de ellos llegó a ser el almirante Nelson y otro el
almirante Franklin.
-¡Voto a sanes! Tienes una manera de hablar que
me hace gracia -repuso Jacobo -. Trae también a tu sobrino, y
acabemos; pero te advierto que si el mozo no es como lo pinta el
tío, el tío tendrá que habérselas conmigo.
Vuelve antes de una hora.
Crockston no se lo hizo repetir dos veces:
saludó torpemente al capitán del Delfín y
bajó al muelle. Una hora después estaba de regreso a
bordo, acompañado de su sobrino, un muchacho de catorce a quince
años, flaco y pálido, tímido y asombrado, que no
tenía de su tío ni sombra, de las cualidades morales y
físicas del robusto Crockston. Este tuvo que animarle con
algunas palabras.
-¡Vamos -le dijo -, un poco de valor! ¡No
nos comerán, muchacho! Además, todavía estamos a
tiempo de irnos.
-¡No, no! -replicó el chiquillo -.
¡Que Dios nos proteja!
Aquel mismo día el marinero Crockston y su
sobrino Juan Stiggs fueron inscriptos en el rol de la
tripulación del Delfín
Al día siguiente, a las cinco de la
mañana, activáronse los fuegos del buque y de nuevo
retembló el puente bajo las vibraciones de la caldera, y el
vapor se escapaba silbando por las válvulas. Había
llegado el momento de zarpar.
A pesar de la hora intempestiva, una muchedumbre
inmensa se agrupaba en los muelles y en Glasgow Bridge. Iban a
saludar por última vez al atrevido steamer. Vicente
Playfair fue también para abrazar a su sobrino, pero, en aquella
circunstancia, se portó como un viejo romano de los buenos
tiempos. Su continente fue heroico: los dos sonoros besos que dio al
joven capitán indicaban un alma de gran temple.
-Anda, Jacobo - le dijo -; anda ligero y vuelve
más ligero aún.
Sobre todo no dejes de aprovechar la ocasión:
vende caro, compra barato y merecerás aún más la
estimación de tu tío.
Después de esta recomendación, tomada
del Manual del Perfecto Comerciante, el tío y el sobrino se
separaron y todos los visitantes abandonaron el buque.
En aquel momento, Crockston y Juan Stiggs, se hallaban
reunidos en el castillo de proa, y el primero decía al
segundo:
-¡Esto marcha! ¡esto marcha! Antes de diez
horas estaremos en alta mar, y auguro bien de un viaje que empieza de
esta manera.
Por toda respuesta, el muchacho estrechó la
mano a Crockston.
Jacobo Playfair daba entretanto las últimas
órdenes para la partida.
-¿Tenemos presión? - preguntó a
su segundo.
-Sí, capitán -respondió
mister Mathew.
-Está bien: larguen las amarras.
La maniobra fue ejecutada inmediatamente. Las
hélices se pusieron en movimiento. El Delfín se
puso en marcha, pasó por entre las naves del puerto y
desapareció bien pronto a los ojos de la multitud que lo
saludaba con sus últimos hurras.
La bajada del Clyde se verificó
fácilmente. Se podría decir que aquellas riberas
habían sido hechas por la mano del hombre, y hasta por mano
maestra. Después de sesenta años, gracias a las dragas y
a un trabajo constante, había ganado el río quince pies
de profundidad y triplicado su anchura entre los muelles de la ciudad.
No tardó en perderse entre los humos y la bruma el bosque de
chimeneas y de mástiles.
La distancia apagó el ruido de los martillos de
las fundiciones y de las hachas de los astilleros que se perdía
en lontananza. A la altura del pueblo de Partick, las casas de campo y
de recreo substituyeron a las fábricas. El Delfín,
moderando su marcha, navegaba entre los diques que contienen el
río encajonándolo a veces en pasos muy estrechos,
inconveniente de poca importancia, pues en un río navegable
importa mucho más la profundidad que la anchura. El
steamer, guiado por la mano de un excelente piloto del mar de
Irlanda, se deslizaba sin vacilar entre las boyas flotantes y las
columnas de piedra y de los biggings3 coronados por fanales que marcan el canal. Pronto
dejó atrás el anejo de Renfrew. El Clyde se
ensanchó entonces al pie de las colinas de Kilpatrick y delante
de la bahía de Bowling, en el fondo de la cual se abre la boca
del canal que une a Edimburgo con Glasgow.
Por fin, a cuatrocientos pies, en los aires, el
castillo de Dumbarton dibujaba su silueta, apenas perfilada, entre la
bruma, y pronto, en la orilla izquierda, las naves del puerto de
Glasgow oscilaron bajo la acción de las olas agitadas por el
Delfín. Algunas millas más allá
quedó atrás Greenock, la patria de Jacobo Watt. El
Delfín se hallaba en la desembocadura del Clyde, a la
entrada del golfo por el cual vierte sus aguas en el canal del
Norte.
Allí sintió las primeras ondulaciones
del mar y ganó las costas pintorescas de la isla de Arran. Por
último, dobló el promontorio de Cantyre, que atraviesa el
canal, reconoció la isla de Rathlin y el práctico
volvió en el bote a su pequeño cutter que cruzaba
al largo. El Delfín, devuelto a la autoridad de su
capitán, tomó por el norte de Irlanda una ruta poco
frecuentada por las naves y no tardó en perder de vista las
últimas tierras europeas: se hallaba en medio del
Océano.

1. Instrumento que por
medio de agujas que se mueven sobre cuadrantes graduados marcan la
velocidad de un buque.
2. 7 leguas y 87/100. La milla marina
equivale a 1.852 metros.
3. Pequeños montículos de
piedras.
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