Los forzadores de bloqueos: De Glasgow a
Charleston
Capítulo III En el
mar
El Delfín llevaba muy buena
tripulación, no marinos de combate ni de abordaje, sino hombres
que sabían maniobrar muy bien, que era lo que necesitaba.
Aquellos muchachos eran todos resueltos, pero más o menos
negociantes. Iban en busca de la fortuna, no de la gloria. No
tenían pabellón que enseñar y defender a
cañonazos. Toda la artillería de a bordo consistía
en dos pequeños pedreros para las señales.
El Delfín navegaba velozmente;
respondía a las esperanzas de los constructores y del
capitán, y pronto salió de los límites de las
aguas británicas. No se veía ningún buque. La gran
ruta del océano estaba libre. Por otra parte, ningún
buque federal tenía derecho a atacar a una nave en la que
ondease el pabellón inglés; únicamente
podía seguirla para impedir que forzara el bloqueo. Por eso,
para no ser seguido, Jacobo Playfair habíalo sacrificado todo a
la velocidad.
De todos modos, se hacía muy estrecha guardia a
bordo. A pesar del frío, un hombre permanecía todo el
día en la arboladura registrando el mar para señalar si
se veía alguna vela en el horizonte. Cuando cerró la
noche, el capitán Jacobo dio órdenes precisas a
mister Mathew.
-No deje usted demasiado tiempo a los vigías en
las barras -le dijo -. El frío les puede aterir, y no es posible
hacer buena guardia en esas condiciones. Hay que relevarlos con
frecuencia.
-Así se hará, capitán -
respondió mister Mathew.
-Le recomiendo Crockston para ese servicio. El hombre
alardea de tener muy buena vista, y hay que ponerlo a prueba.
Inclúyale en el cuarto de la mañana, para que vigile las
brumas matinales. Si ocurre alguna novedad, avíseme usted
enseguida.
Dicho esto, Jacobo Playfair entró en su
camarote. Mister Mathew mandó llamar a Crockston y le
transmitió las órdenes del capitán.
-Mañana a las seis -le dijo -, ocuparás
el puesto de observación en las barras de trinquete.
Crockston, por toda respuesta, dio un gruñido
de los más afirmativos; pero el segundo no había tenido
aún tiempo de volver las espaldas, cuando el marinero
profirió unas palabras ininteligibles, y acabó
diciendo:
-¿Qué demonios querrá decir eso
de barras del trinquete?
En aquel momento fue a reunirse con él su
sobrino Juan Stiggs, en el castillo de proa.
-¿Qué pasa, Crockston? - le
preguntó.
-¿Que qué pasa? -repitió el
marinero con forzada sonrisa -. Pues que este endemoniado barco se
sacude las pulgas corno un perro que sale del río, y tengo el
estómago algo revuelto.
-¡Pobre amigo mío! -exclamó el
muchacho mirando a Crockston con expresión de profundo
agradecimiento.
-¡Cuando pienso que a mi edad no me permito el
lujo de sentir el mareo! - prosiguió el marinero -. Pero, en
fin, se hará lo que se haya de hacer... Son esas dichosas barras
de trinquete las que me fastidian...
-Querido Crockston, es por mí...
-¡Por usted y por él! -interrumpió
Crockston -. Pero, ni una palabra más sobre esto, Juan. Tengamos
confianza en Dios, que no ha de abandonarnos.
El viejo marino y el muchacho volvieron a la
cámara de tripulación, pero el tío no se
durmió hasta que vio a su sobrino tranquilamente, acostado en la
estrecha litera que le había sido destinada.
A las seis de la mañana del día
siguiente, Crockston se levantó para ir a ocupar su puesto.
Subió a cubierta y el segundo le repitió la orden de
trepar a la arboladura, y vigilar bien.
Al oír estas palabras, el marino pareció
vacilar pero, enseguida, tomando su partido, dirigióse hacia la
popa del Delfín.
-¿Adónde vas? - le gritó
mister Mathew.
-Adonde usted me manda - respondió
Crockston.
-Te he dicho que subas a las barras de trinquete.
-Pues allá voy - repuso, imperturbable, el
marino, continuando hacia la toldilla.
-¿Te estás burlando? - exclamó el
segundo con impaciencia-. ¿Vas a buscar las barras de trinquete
en el palo mesana? Me parece que no sabes si quiera lo que es tomar un
rizo. ¿A bordo de qué gabarra has navegado, amiguito?
¡A las barras de trinquete, estúpido, a las barras de
trinquete!
Los marineros de servicio, que acudieron al oír
los gritos del segundo, no pudieron por menos que reír a
carcajadas al ver la perplejidad de Crockston que volvía hacia
el castillo de proa.
-¿De manera - dijo mirando al palo, cuya
extremidad, absolutamente invisible, se perdía en las brumas de
la mañana -, de manera que es preciso que trepe allá
arriba?
-Sí - respondió mister Mathew -,
¡y a escape! ¡Por vida de San Patricio! ¡Un buque
federal podría meter su bauprés en nuestro aparejo antes
que este bribón llegara a su puesto!
¿Acabarás?
Crockston, sin despegar los labios, se encaramó
penosamente a la borda; después comenzó a trepar, como
quien no sabe hacer uso de sus pies ni de sus manos, y al llegar, tras
no pocos esfuerzos a la cofa, en lugar de seguir subiendo con ligereza,
se quedó inmóvil, agarrándose a la jarcia, como
sobrecogido por el vértigo. Mister Mathew, estupefacto de
tamaña torpeza, y sintiendo que la ira comenzaba a dominarle, le
mandó bajar a cubierta.
-Este bribón - dijo al contramaestre -, no ha
sido marinero en su vida. Johnston, registre su maleta.
El contramaestre, desapareció para cumplir la
orden recibida.
Crockston, entretanto, bajaba penosamente, y habiendo
perdido pie, agarróse a una cuerda, arriada en banda que
cedió, y el pobre hombre cayó rodando sobre cubierta.
-Malandrín, bestia, marino de agua dulce -le
dijo el segundo de a bordo a modo de consuelo -. ¿Qué has
venido a hacer al Delfín? ¡Has querido hacerte
pasar por un excelente marinero, y no sabes siquiera distinguir el
trinquete del mesana! Pues bien, ya te ajustaré las cuentas.
Crockston guardaba silencio, encogiéndose de
hombros, como dispuesto a recibir resignado todo lo que viniera. El
contramaestre no tardó en volver de la cámara de la
tripulación.
-Mire usted - dijo al segundo -, lo que he encontrado
en la maleta de ese sujeto: una cartera llena de cartas
sospechosas.
-Démelas -repuso mister Mathew -. Las
cartas están timbradas en los Estados Unidos del Norte...
«M. Halliburtt, de Boston» ¡Un abolicionista!
¡un federal!... ¡Miserable! ¡eres un traidor!..
¡Has venido a bordo para traicionarnos! Pero no tengas cuidado;
la cosa está clara, y vas a probar las uñas del gato de
nueve colas. Contramaestre, avise usted al capitán. Entretanto,
que los otros vigilen a este bribón.
Crockston, al oír estos cumplidos, ponía
cara de pocos amigos, pero no despegó los labios. Le
habían atado al cabrestante y no podía mover los pies ni
las manos.
Algunos minutos después Jacobo Playfair
salía de su camarote y se dirigío al castillo de proa.
Mister Mathew lo puso al corriente de todo.
-¿Qué tienes que responder a eso? - le
preguntó el capitán conteniendo a duras penas su
cólera.
-Nada, - respondió Crockston,
-¿Qué has venido a hacer a bordo?
-Nada.
-¿Qué esperas entonces de mí?
-Nada.
-¿Quién eres ? Un americano,
según se deduce de ésas cartas.
Crockston no contestó.
-Contramaestre, - añadió Jacobo Playfair
-, que le den cincuenta zurriagazos a este individuo para desatarle la
lengua. ¿Serán bastantes, Crockston?
-Ya veremos - dijo sin pestañear el tío
del grumete Juan Stiggs.
-¡Adelante, muchachos! -ordenó el
contramaestre.
Dos vigorosos marineros despojaron a Crockston de la
chamarreta de lana. Levantaban ya el terrible instrumento e iban a
descargarlo sobre las espaldas del paciente, cuando se precipitó
en el puente, pálido como un muerto, el muchacho Stiggs.
-¡Capitán! -gritó.
-¡Ah! el sobrinito - dijo Playfair.
-Capitán -repitió el muchacho, haciendo
un violento esfuerzo sobre sí mismo -, lo que Crockston no ha
querido decir lo diré yo. No ocultaré lo que él no
ha querido revelar. Sí, es americano, y lo soy yo
también; los dos somos enemigos de los esclavistas, pero no
hemos venido a bordo para hacer traición al Delfín
y entregarlo a los buques federales.
-Entonces, ¿qué les ha traído
aquí? - preguntó el capitán en tono severo, y
examinando con atención al grumete.
Este vaciló un instante antes de responder, y
al fin dijo con voz segura:
-Capitán, quisiera hablarle a solas.
Mientras Juan Stiggs pronunciaba esta palabras, Jacobo
Playfair le contemplaba con cuidado: la cara aniñada y amable
del grumete, su voz singularmente simpática, la blancura, y
delicadeza de sus manos, apenas disimuladas bajo una capa de brea, sus
grandes ojos, cuya animación no podía extinguir su
dulzura, todo el conjunto de la persona del muchacho hizo entrar en
sospechas al capitán. Cuando Juan Stiggs formuló su
petición, Playfair miró fijamente a Crockston, que se
encogió de hombros; después clavó en el sobrino
una mirada interrogadora, que aquél no pudo sostener, y le dijo
únicamente:
-Ven.
Juan Stiggs siguió al capitán a la
toldilla, y allí, Jacobo Playfair, abriendo la puerta de su
camarote, dijo al grumete, que estaba pálido de
emoción:
-Tenga la bondad de pasar, señorita.
Al oírse llamar así, el supuesto Juan
enrojeció vivamente y dos lágrimas rodaron por sus
mejillas.
-Tranquilícese, miss -
añadió el capitán con tono afable -, y
sírvase decirme a qué feliz casualidad debo el honor de
tenerla a bordo de mi buque.
La joven vaciló un instante antes de responder
pero, tranquilizada por la mirada del capitán, se decidió
a hablar.
-Señor - dijo -, deseaba reunirme con mi padre
en Charleston. La ciudad está cercada por tierra y bloqueada por
mar, y desesperaba de poder entrar en ella cuando supe que el
Delfín se proponía forzar el bloqueo. Entonces
decidí embarcarme en su buque señor, y le ruego que me
perdone lo haya hecho sin su consentimiento, pues seguramente usted no
me lo hubiera permitido.
-Cierto -respondió Playfair.
-Hice, pues, bien en no pedírselo
-replicó la joven con voz más segura.
El capitán se cruzó de brazos, dio una
vuelta por el camarote, y dijo luego:
-¿Cómo se llama usted?
-Jenny Halliburtt.
-Su padre, si no recuerdo mal las señas de las
cartas encontradas en la maleta de Crockston, es de Boston.
-Sí, señor.
-¿Y un hombre del norte se halla en una ciudad
del Sur en lo más recio de la guerra de los Estados Unidos?
-Mi padre ha sido hecho prisionero, señor. Se
hallaba en Charleston cuando se dispararon los primeros tiros de la
guerra civil y las tropas de la Unión fueron desalojadas del
fuerte Sumter por los confederados. Las opiniones de mi padre le
hacían odioso a los esclavistas, y con menosprecio de todos los
derechos fue encerrado en una cárcel por orden del general
Beauregard. Yo estaba entonces en Inglaterra en casa de un pariente que
acaba de morir, sola, y sin más apoyo que el de Crockston, el
más fiel servidor de mi familia, y he querido reunirme con mi
padre para participar de su suerte.
-¿Qué era, pues, mister
Halliburtt? - preguntó el capitán.
-Un leal y valiente periodista - repuso Jenny con
orgullo -, uno de los más dignos redactores de La
tribune1, el que con
más intrepidez ha defendido la causa de los negros.
-¡Un abolicionista! -exclamó Playfair -
¡Uno de esos hombres que so pretexto de abolir la esclavitud
cubre su Patria de sangre y ruinas!
-Señor - repuso Jenny Halliburtt, palideciendo
al oír insultar a su padre -, le ruego que no olvide que soy yo
aquí la única que puede defenderle.
Vivo rubor cubrió las mejillas del
capitán, y una cólera, mezclada de vergüenza se
apoderó de él. Iba tal vez a responder groseramente a la
joven, pero logró contenerse, y abriendo la puerta de su
camarote gritó:
-¡Contramaestre!
El contramaestre se presentó enseguida.
-Este camarote - le dijo Playfair -, será desde
este momento el de miss Jenny Halliburtt. Que se me prepare una
cama en el fondo de la toldilla. No necesito nada más.
El contramaestre miró estupefacto al grumete, a
quien daban un nombre femenino, pero el capitán le hizo una
seña y salió apresuradamente a cumplir la orden
recibida.
-Está usted en su casa, miss -
añadió Jacobo Playfair, y se retiró.

1. Periódico que
defendía la abolición de la esclavitud.
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