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Los forzadores de bloqueos
Editado
© Ariel Pérez
6 de agosto del 2002
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Los forzadores de bloqueos: De Glasgow a Charleston
Capítulo III
En el mar

El Delfín llevaba muy buena tripulación, no marinos de combate ni de abordaje, sino hombres que sabían maniobrar muy bien, que era lo que necesitaba. Aquellos muchachos eran todos resueltos, pero más o menos negociantes. Iban en busca de la fortuna, no de la gloria. No tenían pabellón que enseñar y defender a cañonazos. Toda la artillería de a bordo consistía en dos pequeños pedreros para las señales.

El Delfín navegaba velozmente; respondía a las esperanzas de los constructores y del capitán, y pronto salió de los límites de las aguas británicas. No se veía ningún buque. La gran ruta del océano estaba libre. Por otra parte, ningún buque federal tenía derecho a atacar a una nave en la que ondease el pabellón inglés; únicamente podía seguirla para impedir que forzara el bloqueo. Por eso, para no ser seguido, Jacobo Playfair habíalo sacrificado todo a la velocidad.

De todos modos, se hacía muy estrecha guardia a bordo. A pesar del frío, un hombre permanecía todo el día en la arboladura registrando el mar para señalar si se veía alguna vela en el horizonte. Cuando cerró la noche, el capitán Jacobo dio órdenes precisas a mister Mathew.

-No deje usted demasiado tiempo a los vigías en las barras -le dijo -. El frío les puede aterir, y no es posible hacer buena guardia en esas condiciones. Hay que relevarlos con frecuencia.

-Así se hará, capitán - respondió mister Mathew.

-Le recomiendo Crockston para ese servicio. El hombre alardea de tener muy buena vista, y hay que ponerlo a prueba. Inclúyale en el cuarto de la mañana, para que vigile las brumas matinales. Si ocurre alguna novedad, avíseme usted enseguida.

Dicho esto, Jacobo Playfair entró en su camarote. Mister Mathew mandó llamar a Crockston y le transmitió las órdenes del capitán.

-Mañana a las seis -le dijo -, ocuparás el puesto de observación en las barras de trinquete.

Crockston, por toda respuesta, dio un gruñido de los más afirmativos; pero el segundo no había tenido aún tiempo de volver las espaldas, cuando el marinero profirió unas palabras ininteligibles, y acabó diciendo:

-¿Qué demonios querrá decir eso de barras del trinquete?

En aquel momento fue a reunirse con él su sobrino Juan Stiggs, en el castillo de proa.

-¿Qué pasa, Crockston? - le preguntó.

-¿Que qué pasa? -repitió el marinero con forzada sonrisa -. Pues que este endemoniado barco se sacude las pulgas corno un perro que sale del río, y tengo el estómago algo revuelto.

-¡Pobre amigo mío! -exclamó el muchacho mirando a Crockston con expresión de profundo agradecimiento.

-¡Cuando pienso que a mi edad no me permito el lujo de sentir el mareo! - prosiguió el marinero -. Pero, en fin, se hará lo que se haya de hacer... Son esas dichosas barras de trinquete las que me fastidian...

-Querido Crockston, es por mí...

-¡Por usted y por él! -interrumpió Crockston -. Pero, ni una palabra más sobre esto, Juan. Tengamos confianza en Dios, que no ha de abandonarnos.

El viejo marino y el muchacho volvieron a la cámara de tripulación, pero el tío no se durmió hasta que vio a su sobrino tranquilamente, acostado en la estrecha litera que le había sido destinada.

A las seis de la mañana del día siguiente, Crockston se levantó para ir a ocupar su puesto. Subió a cubierta y el segundo le repitió la orden de trepar a la arboladura, y vigilar bien.

Al oír estas palabras, el marino pareció vacilar pero, enseguida, tomando su partido, dirigióse hacia la popa del Delfín.

-¿Adónde vas? - le gritó mister Mathew.

-Adonde usted me manda - respondió Crockston.

-Te he dicho que subas a las barras de trinquete.

-Pues allá voy - repuso, imperturbable, el marino, continuando hacia la toldilla.

-¿Te estás burlando? - exclamó el segundo con impaciencia-. ¿Vas a buscar las barras de trinquete en el palo mesana? Me parece que no sabes si quiera lo que es tomar un rizo. ¿A bordo de qué gabarra has navegado, amiguito? ¡A las barras de trinquete, estúpido, a las barras de trinquete!

Los marineros de servicio, que acudieron al oír los gritos del segundo, no pudieron por menos que reír a carcajadas al ver la perplejidad de Crockston que volvía hacia el castillo de proa.

-¿De manera - dijo mirando al palo, cuya extremidad, absolutamente invisible, se perdía en las brumas de la mañana -, de manera que es preciso que trepe allá arriba?

-Sí - respondió mister Mathew -, ¡y a escape! ¡Por vida de San Patricio! ¡Un buque federal podría meter su bauprés en nuestro aparejo antes que este bribón llegara a su puesto! ¿Acabarás?

Crockston, sin despegar los labios, se encaramó penosamente a la borda; después comenzó a trepar, como quien no sabe hacer uso de sus pies ni de sus manos, y al llegar, tras no pocos esfuerzos a la cofa, en lugar de seguir subiendo con ligereza, se quedó inmóvil, agarrándose a la jarcia, como sobrecogido por el vértigo. Mister Mathew, estupefacto de tamaña torpeza, y sintiendo que la ira comenzaba a dominarle, le mandó bajar a cubierta.

-Este bribón - dijo al contramaestre -, no ha sido marinero en su vida. Johnston, registre su maleta.

El contramaestre, desapareció para cumplir la orden recibida.

Crockston, entretanto, bajaba penosamente, y habiendo perdido pie, agarróse a una cuerda, arriada en banda que cedió, y el pobre hombre cayó rodando sobre cubierta.

-Malandrín, bestia, marino de agua dulce -le dijo el segundo de a bordo a modo de consuelo -. ¿Qué has venido a hacer al Delfín? ¡Has querido hacerte pasar por un excelente marinero, y no sabes siquiera distinguir el trinquete del mesana! Pues bien, ya te ajustaré las cuentas.

Crockston guardaba silencio, encogiéndose de hombros, como dispuesto a recibir resignado todo lo que viniera. El contramaestre no tardó en volver de la cámara de la tripulación.

-Mire usted - dijo al segundo -, lo que he encontrado en la maleta de ese sujeto: una cartera llena de cartas sospechosas.

-Démelas -repuso mister Mathew -. Las cartas están timbradas en los Estados Unidos del Norte... «M. Halliburtt, de Boston» ¡Un abolicionista! ¡un federal!... ¡Miserable! ¡eres un traidor!.. ¡Has venido a bordo para traicionarnos! Pero no tengas cuidado; la cosa está clara, y vas a probar las uñas del gato de nueve colas. Contramaestre, avise usted al capitán. Entretanto, que los otros vigilen a este bribón.

Crockston, al oír estos cumplidos, ponía cara de pocos amigos, pero no despegó los labios. Le habían atado al cabrestante y no podía mover los pies ni las manos.

Algunos minutos después Jacobo Playfair salía de su camarote y se dirigío al castillo de proa. Mister Mathew lo puso al corriente de todo.

-¿Qué tienes que responder a eso? - le preguntó el capitán conteniendo a duras penas su cólera.

-Nada, - respondió Crockston, -¿Qué has venido a hacer a bordo?

-Nada.

-¿Qué esperas entonces de mí?

-Nada.

-¿Quién eres ? Un americano, según se deduce de ésas cartas.

Crockston no contestó.

-Contramaestre, - añadió Jacobo Playfair -, que le den cincuenta zurriagazos a este individuo para desatarle la lengua. ¿Serán bastantes, Crockston?

-Ya veremos - dijo sin pestañear el tío del grumete Juan Stiggs.

-¡Adelante, muchachos! -ordenó el contramaestre.

Dos vigorosos marineros despojaron a Crockston de la chamarreta de lana. Levantaban ya el terrible instrumento e iban a descargarlo sobre las espaldas del paciente, cuando se precipitó en el puente, pálido como un muerto, el muchacho Stiggs.

-¡Capitán! -gritó.

-¡Ah! el sobrinito - dijo Playfair.

-Capitán -repitió el muchacho, haciendo un violento esfuerzo sobre sí mismo -, lo que Crockston no ha querido decir lo diré yo. No ocultaré lo que él no ha querido revelar. Sí, es americano, y lo soy yo también; los dos somos enemigos de los esclavistas, pero no hemos venido a bordo para hacer traición al Delfín y entregarlo a los buques federales.

-Entonces, ¿qué les ha traído aquí? - preguntó el capitán en tono severo, y examinando con atención al grumete.

Este vaciló un instante antes de responder, y al fin dijo con voz segura:

-Capitán, quisiera hablarle a solas.

Mientras Juan Stiggs pronunciaba esta palabras, Jacobo Playfair le contemplaba con cuidado: la cara aniñada y amable del grumete, su voz singularmente simpática, la blancura, y delicadeza de sus manos, apenas disimuladas bajo una capa de brea, sus grandes ojos, cuya animación no podía extinguir su dulzura, todo el conjunto de la persona del muchacho hizo entrar en sospechas al capitán. Cuando Juan Stiggs formuló su petición, Playfair miró fijamente a Crockston, que se encogió de hombros; después clavó en el sobrino una mirada interrogadora, que aquél no pudo sostener, y le dijo únicamente:

-Ven.

Juan Stiggs siguió al capitán a la toldilla, y allí, Jacobo Playfair, abriendo la puerta de su camarote, dijo al grumete, que estaba pálido de emoción:

-Tenga la bondad de pasar, señorita.

Al oírse llamar así, el supuesto Juan enrojeció vivamente y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.

-Tranquilícese, miss - añadió el capitán con tono afable -, y sírvase decirme a qué feliz casualidad debo el honor de tenerla a bordo de mi buque.

La joven vaciló un instante antes de responder pero, tranquilizada por la mirada del capitán, se decidió a hablar.

-Señor - dijo -, deseaba reunirme con mi padre en Charleston. La ciudad está cercada por tierra y bloqueada por mar, y desesperaba de poder entrar en ella cuando supe que el Delfín se proponía forzar el bloqueo. Entonces decidí embarcarme en su buque señor, y le ruego que me perdone lo haya hecho sin su consentimiento, pues seguramente usted no me lo hubiera permitido.

-Cierto -respondió Playfair.

-Hice, pues, bien en no pedírselo -replicó la joven con voz más segura.

El capitán se cruzó de brazos, dio una vuelta por el camarote, y dijo luego:

-¿Cómo se llama usted?

-Jenny Halliburtt.

-Su padre, si no recuerdo mal las señas de las cartas encontradas en la maleta de Crockston, es de Boston.

-Sí, señor.

-¿Y un hombre del norte se halla en una ciudad del Sur en lo más recio de la guerra de los Estados Unidos?

-Mi padre ha sido hecho prisionero, señor. Se hallaba en Charleston cuando se dispararon los primeros tiros de la guerra civil y las tropas de la Unión fueron desalojadas del fuerte Sumter por los confederados. Las opiniones de mi padre le hacían odioso a los esclavistas, y con menosprecio de todos los derechos fue encerrado en una cárcel por orden del general Beauregard. Yo estaba entonces en Inglaterra en casa de un pariente que acaba de morir, sola, y sin más apoyo que el de Crockston, el más fiel servidor de mi familia, y he querido reunirme con mi padre para participar de su suerte.

-¿Qué era, pues, mister Halliburtt? - preguntó el capitán.

-Un leal y valiente periodista - repuso Jenny con orgullo -, uno de los más dignos redactores de La tribune1, el que con más intrepidez ha defendido la causa de los negros.

-¡Un abolicionista! -exclamó Playfair - ¡Uno de esos hombres que so pretexto de abolir la esclavitud cubre su Patria de sangre y ruinas!

-Señor - repuso Jenny Halliburtt, palideciendo al oír insultar a su padre -, le ruego que no olvide que soy yo aquí la única que puede defenderle.

Vivo rubor cubrió las mejillas del capitán, y una cólera, mezclada de vergüenza se apoderó de él. Iba tal vez a responder groseramente a la joven, pero logró contenerse, y abriendo la puerta de su camarote gritó:

-¡Contramaestre!

El contramaestre se presentó enseguida.

-Este camarote - le dijo Playfair -, será desde este momento el de miss Jenny Halliburtt. Que se me prepare una cama en el fondo de la toldilla. No necesito nada más.

El contramaestre miró estupefacto al grumete, a quien daban un nombre femenino, pero el capitán le hizo una seña y salió apresuradamente a cumplir la orden recibida.

-Está usted en su casa, miss - añadió Jacobo Playfair, y se retiró.

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1. Periódico que defendía la abolición de la esclavitud.

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