Los forzadores de bloqueos: De Glasgow a
Charleston
Capítulo VII Un general
sudista
En el muelle de Charleston se reunió una
multitud inmensa que acogió al Delfín con hurras y
aplausos. Los habitantes, bloqueados por mar, no estaban acostumbrados
a recibir visitas de buques europeos, y se preguntaban con estupor
qué iba a hacer en sus aguas aquel magnífico barco que
ostentaba con orgullo el pabellón inglés; pero, cuando se
supo el objeto porque había franqueado los pasos de Sullivan,
cuando cundió la voz de que su cargamento era contrabando de
guerra, las aclamaciones se redoblaron y el entusiasmo no tuvo
límites.
Jacobo Playfair se puso inmediatamente al habla con el
general Beauregard, comandante militar de la plaza, el cual
recibió muy bien al joven capitán que llegaba en el
momento más oportuno para proveer a sus soldados del vestuario y
municiones que tanto necesitaban. Se convino en que la descarga se
haría sin pérdida de momento, y numerosos brazos
acudieron en ayuda de los marineros ingleses.
Antes de saltar a tierra, miss Halliburtt hizo
a Jacobo las más apremiantes recomendaciones relativas al
prisionero. El capitán se había consagrado por completo
al servicio de la joven.
-Miss -le dijo-, puede usted contar conmigo.
Haré hasta lo imposible por salvar a su padre, pero
confío en que no será preciso vencer grandes
dificultades. Hoy sino veré al general Bauregard y sin pedirle
bruscamente la libertad de mister Halliburtt, sabré por
él en qué situación se encuentra, si está
libre bajo su palabra o encarcelado.
-¡Pobre padre mío! - sollozó la
joven-. No sabe que su hija está tan cerca de él...
¡Ah! ¡que no pueda arrojarme en sus brazos!
-Un poco de paciencia, miss Jenny pronto le
abrazará usted. No dude de que haré cuanto pueda, pero
procediendo con circunspección y tino..
Fiel a su promesa, Jacobo, después de haber
tratado como negociante los asuntos de su casa, entregado el cargamento
del Delfín y ajustada la compra, a vil precio, de una
inmensa cantidad de algodón, hizo recaer la conversación
sobre los asuntos del día.
-Según eso -dijo al general Bauregard -,
¿cree usted en el triunfo de los esclavistas?
-No dudo ni por un momento de nuestra victoria
respecto a Charleston; el ejército de Lee hará cesar muy
pronto el cerco. Además, ¿qué se puede esperar de
los abolicionistas? Supongamos y es mucho suponer que caigan en su
poder las ciudades comerciales de Virginia, de las dos Carolinas, de
Georgia, de Alabama, del Mississipí ¿qué
sucederá después? ¿Serán dueños de
un país que jamás podrán ocupar?
No, por cierto. Por mi parte, creo que su victoria les
pondrá en grave apuro.
-¿Está usted seguro de sus soldados?
-pregunté el capitán-. ¿No teme que Charleston se
canse de un sitio que es su ruina?
-¡No! no temo la traición. Además,
los traidores serían sacrificados sin piedad. Yo mismo
pasaría la ciudad a sangre y fuego si sorprendiera en ella el
menor movimiento unionista. Jefferson Davis me ha confiado Charleston,
y Charleston está en manos seguras.
-¿Tiene usted prisioneros nordistas? - dijo
Jacobo llegando a lo más interesante para él.
-Sí, capitán. En Charleston
empezó el fuego de la escisión. Los abolicionistas que se
hallaban aquí, quisieron resistir, pero, después de haber
sido batidos, quedaron prisioneros de guerra.
-¿Y son muchos?
-Unos cien.
-¿Que andan libres por la ciudad?
-Anduvieron hasta el día en que descubrí
una conjuración formada por ellos. Su jefe había llegado
a establecer comunicaciones con los sitiadores que estaban instruidos
de la situación de la ciudad. Hice, pues, encerrar a esos
huéspedes peligrosos, y muchos de esos federados sólo
saldrán de la cárcel para subir al glacis de la
ciudadela, donde diez balas confederadas darán al traste con su
federalismo.
-¡Cómo! ¿fusilados?
-exclamó el joven capitán, sobresaltándose a pesar
suyo.
-Sí, y su jefe antes que todos. Es un hombre
muy resuelto y peligroso en una ciudad sitiada. He enviado su
correspondencia a la presidencia de Richmond y, antes de ocho
días, su suerte se habrá fijado irrevocablemente.
-¿Quién es ese hombre?-preguntó
Jacobo con la más perfecta indiferencia.
-Un periodista de Boston, un abolicionista rabioso, el
alma condenada de Lincoln.
-¿Cómo se llama?
-Jonathan Halliburtt.
-¡Pobre hombre! -dijoJacobo tratando de ocultar
su emoción- Cualquiera que sea su delito me da lástima.
¿Y cree usted que será fusilado?
-Estoy seguro - respondió Bauregard-.
¿Qué le vamos a hacer? La guerra es la guerra. Cada cual
se defiende como puede.
-En fin, no tengo nada que ver en este asunto; cuando
esa ejecución se lleve a cabo, ya estaré muy lejos.
-¡Cómo! ¿piensa ya marchar?
-Sí, general, soy comerciante ante todo.
Terminado el cargamento de algodón, saldré al mar. He
entrado en Charleston, pero necesito salir. Esa es la cuestión.
El Delfín es un buen barco, capaz de desafiar a la
carrera a todos los buques federales, pero, por mucho que corra,
más corre una bala de a ciento y uno de esos proyectiles en su
casco o en su máquina, haría fracasar toda mi
combinación comercial.
-Como usted guste, capitán -repuso Beauregard-.
Nada puedo aconsejarle. Cumple usted con su deber, y hace bien. Yo
haría lo mismo en su lugar. Además, la estancia en
Charleston es poco agradable; una bahía en que llueven bombas no
es un buen abrigo para un buque. Así, pues, puede zarpar cuando
quiera. Pero, dígame, ¿qué fuerza y número
tienen los cruceros federales que hay delante de Charleston?
Jacobo Playfair satisfizo lo mejor que pudo la
curiosidad del general y se despidió con la mayor
cortesía. Después volvió al Delfín,
muy preocupado y triste.
-¿Qué diré a miss Jenny?
-pensaba-. No puedo decirle la verdad. Mejor es que ignore los peligros
que la amenazan. ¡Pobre hija!
Aun no había dado cincuenta pasos fuera de la
casa del gobernador, cuando tropezó con Crockston. El digno
americano le acechaba desde su salida.
-¿Qué hay, capitán?
Jacobo miró con fijeza a Crockston, y
éste comprendió que las noticias no eran buenas.
-¿Ha visto usted a Bauregard?
-preguntó.
Sí -respondió Jacobo.
-¿Le ha hablado de mister
Halliburtt?
-No. Me ha hablado él.
-¿Y qué?
-Que... ¿se puede decir todo, Crockston?
-Todo, capitán.
-Pues bien, ¡el general Bauregard me ha dicho
que tu amo será fusilado antes de ocho días!
En lugar de desesperarse, como hubiera hecho otro
cualquiera, el americano sonrió ligeramente y
exclamó:
-¡Bah! ¿Qué importa?
-¡Cómo qué importa!
-exclamó Playfair- ¿No te he dicho que mister
Halliburtt va a ser fusilado?
-Sí, pero antes de seis días
estará a bordo del Delfín, y antes de siete, el
Delfín estará en medio del océano...
-¡Bien! -dijo el capitán estrechando la
mano de Crockston-. Te comprendo, valiente. Eres hombre de
resolución, y yo, pese al tío Vicente y al cargamento del
Delfín, me dejo hacer pedazos por miss Jenny.
-Nada de hacerse pedazos - respondió el
americano -, porque con eso sólo los peces salen ganando. Lo
esencial es salvar a mister Halliburtt.
-Será muy difícil, como comprendes.
-No tanto.
-Está estrechamente vigilado.
-Es claro.
-La evasión ha de ser casi milagrosa.
-¡Bah! -dijo Crockston -; un prisionero esta
más poseído de la idea de salvarse que sus guardianes de
la de conservarle preso. Luego un prisionero debe siempre conseguir
libertarse. Todas las probabilidades están en su favor.
Mister Halliburtt, gracias a nuestras maniobras, se
salvará.
-Tienes razón.
-Siempre.
-Pero, ¿cómo te las compondrás?
Se necesita un plan, es preciso tomar precauciones.
-Pensaré.
-Pero miss Jenny, así que sepa, que de
un momento a otro puede llegar la sentencia de muerte de su
padre...
-Eso se arregla no diciéndole nada.
-Sí, que lo ignore; vale más para ella y
para nosotros.
-¿Dónde está encerrado
mister Halliburtt? -preguntó Crockston.
-En la ciudadela -respondió Jacobo.
-Perfectamente. Ahora vamos a bordo.
-Vamos a. bordo, Crockston.

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