Los náufragos del
“Jonathan”
Primera parte - Capítulo II Misteriosa existencia
Los geógrafos designan con el nombre de Tierra
de Magallanes al conjunto de islas e islotes agrupados entre el
Atlántico y el Pacífico en la punta sur del continente
americano. Las tierras más australes de este continente, es
decir, el territorio de la Patagonia, prolongadas por las dos extensas
penínsulas Rey Guillermo1 y Brunswick, acaban en uno de los cabos de esta
última, el cabo Forward. Todo aquello que no está
directamente unido a ellas, todo aquello que queda separado por el
estrecho de Magallanes, constituye ese territorio al qué
precisamente se le ha dado el nombre del ilustre navegante
portugués del siglo XVI.
La consecuencia de esa disposición
geográfica es que, hasta 1881, aquella parte del Nuevo Mundo no
fue incorporada a ningún Estado civilizado, ni siquiera a sus
más próximos vecinos, Chile y la República
Argentina, que por entonces se disputaban las pampas de la Patagonia.
La Tierra de Magallanes no pertenecía a nadie y podían
fundarse allí colonias que conservasen su total
independencia.
Y sin embargo esa región no es de una
extensión insignificante, pues en una superficie de cincuenta
mil kilómetros comprende, además de una gran cantidad de
islas de menor importancia, la Tierra de Fuego, la Tierra de la
Desolación, las islas Clarence, Hoste, Navarino y también
el archipiélago del Cabo de Hornos, formado a su vez por las
islas Grévy, Wollaston, Freycinet, Hermite, Herschel, así
como islotes y arrecifes con los que la enorme masa del continente
americano termina, deshaciéndose en polvo.
De las diversas parcelas que forman la Tierra de
Magallanes, la Tierra del Fuego es con mucho la más extensa. Al
norte y al oeste limita con un litoral muy recortado desde el
promontorio del Espíritu Santo hasta Magdalena. Después
de proyectarse hacia el oeste con una península toda
deshilachada, dominada por el monte Sarmiento, se prolonga al sudeste
por la punta de San Diego, especie de esfinge acurrucada cuya cola se
baña las aguas del estrecho de Le Maire.
Los acontecimientos que acabamos de relatar
habían sucedido en el mes de abril de 1880, en aquella gran
isla. Aquel canal que el Kaw-djer tenía bajo sus ojos durante su
atormentada meditación lleva el nombre del canal de Beagle, que
corre al sur de la Tierra del Fuego y cuya orilla opuesta esta formada
por las islas Gordon, Hoste, Navarino Picton. Todavía más
al sur se desmenuza el caprichoso archipiélago del Cabo de
Hornos.
Aproximadamente unos diez años antes del
día escogido como punto de partida de este relato, aquel a quien
los indios llamarían más adelante el Kaw-djer,
había sido visto por primera vez en el litoral fueguino.
¿Cómo había llegado hasta allí? Sin duda a
bordo de uno de aquellos numerosos buques, veleros y steamers
que, siguiendo las sinuosidades del laberinto marítimo de la
Tierra de Magallanes y de las islas que la prolongan en el
océano Pacífico, comercian con los indígenas
pieles de guanacos vicuñas, ñandús y lobos
marinos.
Así podía explicarse fácilmente
la presencia de aquel extranjero, pero, respecto a saber cuál
era su nombre, a qué nacionalidad pertenecía, si por su
nacimiento estaba vinculado al Antiguo o al Nuevo Mundo, esas eran
otras preguntas a las que hubiera sido difícil responder.
No se sabía absolutamente nada de él.
Por otra parte, también hay que decirlo, nadie había
intentado nunca buscar información sobre su persona.
¿Quién, en aquel país donde no existía
ninguna autoridad, habría estado calificado para interrogarle?
No se encontraba en uno de aquellos Estados organizados donde la
policía se preocupa por el pasado de las personas y donde es
imposible permanecer por mucho tiempo. Aquí, nadie era
depositario de ningún poder y se podía vivir al margen de
todas las costumbres, de todas las leyes, gozar de la mas completa
libertad.
Durante los dos primeros años que siguieron a
su llegada a la Tierra del Fuego, no intentó el Kaw-djer
establecerse en un lugar fijo. Surcando caminos por esas tierras con
sus vagabundeos, entró en relación con los
indígenas, pero sin acercarse jamás a las escasas
factorías explotadas aquí y allá por colonos de
raza blanca. Siempre que establecía comunicación con uno
de los navíos que hacían escala en algún punto del
archipiélago, recurría a la media un fueguino y,
únicamente para proveerse de municiones y de sustancias
farmacéuticas. Pagaba aquéllas compras, bien por medio de
trueques, bien en moneda española o inglesa de las que no
parecía estar desprovisto.
Dedicaba el tiempo restante a ir de tribu en tribu,
campamento en campamento. Como los indígenas, vivía del
producto de su caza y de su pesca, unas veces entre las familias del
litoral, otras en los poblados del interior, compartiendo sus chozas o
sus tiendas, cuidando a los enfermos, socorriendo a viudas y
huérfanos, adorado por aquellas pobres gentes que no tardaron en
otorgarle el glorioso apodo con el que ahora se le conocía de
punta a punta del archipiélago.
No cabía duda de que el Kaw-djer era un hombre
instruido y que había hecho estudios muy completos,
especialmente de medicina. Conocía también varias lenguas
e indistintamente franceses, ingleses, alemanes, españoles y
noruegos hubieran podido tomarle por un compatriota. Aquel
enigmático personaje no había tardado en añadir a
su bagaje de políglota el yaghon. Dominaba aquel idioma, el mas
empleado en la Tierra de Magallanes y del que todos los misioneros se
han servido para traducir diversos pasajes de la Biblia.
Lejos de ser inhabitable como generalmente se cree, la
Tierra de Magallanes, donde el Kaw-djer había establecido su
vida, es muy superior a la mala fama que le dieron los relatos de sus
primeros exploradores. La verdad es que sería exagerado
transformarla en paraíso terrestre y obra de mala voluntad
sería negar que, en su punta extrema, el Cabo de Hornos
está asolado por tempestades cuya frecuencia solo es igualada
por su furor. Pero hay también países en Europa que
alimentan a una población numerosa, aunque las condiciones de
existencia sean mucho más duras. Si bien el clima es
húmedo en grado extremo, aquel archipiélago debe al mar
que le rodea, una indiscutible regularidad de temperaturas y no tiene
que sufrir los fríos rigurosos de la Rusia septentrional, de
Suecia y de Noruega. La media termométrica nunca desciende por
debajo de los cinco grados centígrados en invierno ni sube por
encima de los quince grados en verano.
A falta de observaciones meteorológicas, el
aspecto de aquellas islas debería haber prevenido contra
cualquier apreciación exageradamente pesimista. La
vegetación alcanza en ellas una riqueza que le habría
sido vedada en la zona glacial. Existen inmensos pastos que
bastarían para alimentar a innumerables rebaños y
extensos bosques en los que se encuentran en abundancia el haya
antártica, el abedul, el berberis y el canelo2. No cabe duda de que nuestros
vegetales comestibles se aclimatarían fácilmente y de que
muchos de ellos, incluso el trigo candeal, podrían crecer en
abundancia.
Sin embargo, estos parajes que no son inhabitables,
están prácticamente deshabitados. Su población no
comprende más que un número escaso de indios, catalogados
con el nombre de fueguinos o de pecherés, verdaderos salvajes
que podríamos clasificar en el grado más bajo de la
humanidad: viven casi enteramente desnudos y llevan una vida errante y
miserable a través de aquellas extensas soledades.
Antes de la época en que empieza esta historia,
hacía ya mucho tiempo que Chile, al fundar el asentamiento de
Punta Arenas en el estrecho de Magallanes, parecía haber
prestado cierta atención a aquellas tierras mal conocidas. Pero
a eso se había limitado su esfuerzo y, a pesar de la prosperidad
de su colonia, no hizo ninguna tentativa para tomar posesión del
archipiélago magallánico propiamente dicho.
¿Qué sucesión de acontecimientos
habían conducido al Kaw-djer a aquella región ignorada
por la mayor parte de los hombres? Aquello también era un
misterio, pero el grito lanzado desde lo alto del acantilado, como un
desafío al cielo y como un agradecimiento apasionado a la
tierra, permitía descubrir en parte aquel misterio.
«¡Ni Dios, ni patrón!», la
fórmula clásica de los anarquistas. Cabía, pues,
suponer que el Kaw-djer pertenecía, también, a esa secta,
multitud heteróclita de criminales y de iluminados.
Aquéllos, roídos la ambición y el odio, siempre
dispuestos a la violencia y al asesinato; éstos, verdaderos
poetas que sueñan con una humanidad quimérica de la que
el mal sería desterrado para siempre mediante la
supresión de las leyes imaginadas para combatirlo.
¿A cuál de las dos clases
pertenecía el Kaw-djer? ¿Sería uno de aquellos
libertarios amargados, uno de esos apologistas de la acción
directa y de la propaganda por el hecho que, rechazado sucesivamente
por todas las naciones, sólo había encontrado refugio en
esa extremidad del mundo habitable?
Difícilmente podría tal hipótesis
concordar con la bondad de la que había dado tantas pruebas
desde su llegada al archipiélago magallánico. Quien
infinidad de veces había puesto tanto afán en salvar
existencias humanas, jamás podía haber soñado
destruirlas. Que fuera anarquista, sí, puesto que el mismo lo
proclamaba, pero entonces pertenecía al sector de los
soñadores y no al de los profesionales de la bomba y el
cuchillo. Si así era, realmente su exilio no podía ser
más que el desenlace lógico de un drama interior y no un
castigo decretado por una voluntad ajena. Sin duda, embriagado por
sueño, no había podido soportar las férreas leyes
que en el universo civilizado llevan al hombre atado desde la cuna
hasta la muerte, y llegó el momento en que el aire se le
había hecho irrespirable en aquella jungla de innumerables leyes
por las que los ciudadanos compran a cambio de su independencia un poco
de bienestar y de seguridad. Al impedirle su carácter querer
imponer por la fuerza sus ideas y sus repugnancias, no pudo hacer otra
cosa que partir a la búsqueda de un país en el que no se
conociera la esclavitud, y quizá fuera ésta la
razón por la que había ido a parar finalmente a la Tierra
de Magallanes, único punto, en toda la capa de la Tierra, donde
quizá reinase aún la libertad íntegra.
Durante los primeros tiempos de su estancia, unos dos
años, el Kaw-djer no se movió de la isla grande en la que
había desembarcado.
La confianza que inspiraba a los indígenas, su
influencia sobre las tribus, no dejaron de ir en aumento. Iban a
consultarle desde las otras islas recorridas por los indios canoes, o
indios de piraguas cuya raza es algo diferente a la de los yacanas que
pueblan la Tierra del. Fuego. Esos miserables pecherés que, al
igual que sus congéneres, viven del producto de su caza y de su
pesca; acudían al «Benefactor» cuando éste se
encontraba en el litoral de canal de Beagle. El Kaw-djer nunca negaba a
nadie sus consejos ni sus cuidados. Incluso a menudo, en ciertas
circunstancias graves, cuando alguna epidemia hacia estragos arriesgaba
sin regatear su vida para combatir el azote. Su fama no tardó en
extenderse por todas aquellas tierras. Incluso traspasó el
estrecho de Magallanes. Se supo que un extranjero instalado en la
Tierra del Fuego, había recibido de los indios agradecidos el
título de Kaw-djer las veces que le fue solicitado ir a Punta
Arenas. Pero ninguna instancia pudo vencer la negativa con la que
invariablemente respondía. Era como si no quisiera volver a
pisar un suelo que ya no sintiera libre.
A fínales del segundo año de su
estancia, se produjo un incidente cuyas consecuencias iban a tener
influencia sobre su vida ulterior.
Si el Kaw-djer se obstinaba por su parte en no ir al
burgo chileno de Punta Arenas situado en el territorio de la Patagonia,
los patagones a su vez no se privaban de invadir a veces el territorio
magallánico. Transportados en pocas horas a la orilla sur del
estrecho de Magallanes, ellos y sus caballos hacen largas excursiones,
lo que en América se llaman grandes raids3, de un extremo a otro de la
Tierra del Fuego, atacando a los fueguinos, exigiéndoles
rescate, saqueándoles, apoderándose de los niños a
los que se llevan como esclavos a las tribus patagonas.
Entre los patagones o tchnelts y los fueguinos existen
diferencias étnicas bastante sensibles respecto a la raza y las
costumbres, siendo los primeros infinitamente más temibles que
los segundos. Estos viven de su pesca y apenas si se reúnen por
familias, mientras que aquéllos son cazadores y forman tribus
compactas bajo la autoridad de un jefe. Por otra parte, la estatura de
los fueguinos es algo inferior a la de sus vecinos del continente. Se
les reconoce por su gran cabeza cuadrada, los pómulos salientes
de su cara, sus cejas escasas, y la depresión de su
cráneo. En suma, se les tiene por seres bastante miserables cuya
raza, sin embargo, no esta próxima a extinguirse, ya que el
número de niños es tan considerable que se podría
comparar con el de los perros que pululan alrededor de los
campamentos.
Por el contrario, los patagones son altos, vigorosos y
bien proporcionados. Llevan la barba rasurada, pero dejan sueltos sus
largos cabellos negros sujetos en la frente por una cinta. Su rostro
aceitunado es más ancho en las mandíbulas que en las
sienes, algo alargados los ojos, según el tipo mongol y
éstos, profundamente hundidos en órbitas bastante
estrechas, brillan, a ambos lados de una nariz ancha y remachada.
Intrépidos e infatigable jinetes, necesitan amplios espacios
para recorrer con sus no menos infatigables cabalgaduras, inmensos
pastos para el alimento de sus caballos, terrenos de caza donde
perseguir guanacos, vicuñas y ñandús.
Durante sus incursiones por la Tierra del Fuego, el
Kaw-djer se había encontrado con ellos más una vez, pero
hasta entonces nunca había tenido que enfrentarse con aquellos
crueles depredadores que Chile y Argentina se ven en la incapacidad de
contener.
En noviembre de 1872, cuando sus peregrinaciones le
habían conducido a la costa oeste de la tierra fueguina, cerca
del estrecho de Magallanes, el Kaw-djer tuvo que intervenir por primera
vez contra ellos, en favor de los pecherés de la Bahía
Inútil.
Esta bahía, limitada al norte por terrenos
pantanosos, forma un profundo entrante aproximadamente frente al
emplazamiento donde Sarmiento, estableció su colonia de Puerto
del Hambre, de tan siniestra memoria.
Una partida de tchnelts, tras desembarcar en
la orilla sur de la Bahía Inútil, atacó un
campamento de yacanas, compuesto tan sólo por una veintena de
familias. La superioridad numérica estaba de parte de los
asaltantes, más robustos y a la vez mejor armados que los
indígenas.
Estos intentaron, sin embargo, luchar bajo el mando de
un indio canoe que acababa de llegar al campamento con su piragua.
Aquel hombre se llamaba Karroly. Ejercía el
oficio de práctico y guiaba los buques de cabotaje que se
arriesgaban por el canal de Beagle y por entre las islas del
archipiélago del Cabo de Hornos. Había hecho escala en la
Bahía Inútil cuando regresaba de haber guiado un
navío hasta Punta Arenas.
Karroly organizó la resistencia y, ayudado por
los yacanas, intentó rechazar a los agresores. Pero la lucha se
presentaba demasiado desigual. Los pecheres no podían oponer una
defensa importante. El campamento fue invadido, destruyeron las tiendas
y corrió la sangre. Las familias se vieron dispersadas.
Dos patagones se precipitaron hacia la piragua donde
Halg, el hijo de Karroly, que por entonces tenia unos nueve
años, se había quedado esperando a su padre durante la
lucha.
El muchacho no quiso alejarse de la playa, cosa que le
hubiera puesto fuera de alcance, pero que habría impedido
también que su padre buscara refugio a bordo de la piragua.
Uno de los tchnelts saltó a la
embarcación y asió al niño entre sus brazos.
En aquellos instantes Karroly huía del
campamento ya en poder de los agresores. Corrió en auxilio de su
hijo, al que el tchnelt se llevaba. Una flecha lanzada por el
otro patagón pasó silbando junto a su oído, y sin
dar en el blanco.
Antes de que fuera arrojada una segunda flecha,
retumbó la detonación de un arma de fuego. El raptor,
mortalmente herido, rodó por el suelo, mientras su
compañero emprendía la huida.
El tiro había sido disparado por un hombre de
raza blanca, a quien el azar había conducido al lugar del
combate. Aquel hombre era el Kaw-djer.
Urgía que salieran sin demora. Halaron
vigorosamente la piragua por la amarra. El Kaw-djer y Karroly con el
niño saltaron a bordo y la impulsaron con fuerza
haciéndose mar adentro. Se hallaban ya a un cable4 de la orilla cuando les
cubrió una nube de flechas disparadas por los patagones
alcanzando una de ellas el hombro de Halg.
Como aquella herida revistiera alguna gravedad, el
Kaw-djer no quiso dejar a sus compañeros mientras sus cuidados
pudieran ser necesarios. Por ese motivó se quedó en la
piragua, que contorneo la Tierra del Fuego, siguió el canal de
Beagle, deteniéndose por fin en una pequeña y bien
abrigada caleta de la Isla Nueva, donde Karroly había
establecido su residencia.
Entonces ya nada había que temer por el
muchacho, cuya herida estaba en vías de curación, Karroly
no sabía cómo expresar su gratitud.
Cuando el indio desembarcó, después de
amarrar la piragua al fondo de la caleta, rogó al Kaw-djer que
le siguiera.
-Ahí tengo mi casa -le dijo-; aquí vivo
con mi hijo. Si quieres quedarte sólo unos días,
sé bienvenido y después mi piragua te llevará de
nuevo al otro lado del canal. Si quieres quedarte para siempre, mi
hogar será el tuyo y yo seré tu servidor,
A partir de ese día el Kaw-djer no
abandonó la Isla Nueva, ni a Karroly, ni a su hijo. Gracias a
él, la vivienda del indio canoe había cambiado, resultaba
más confortable; además pudo ejercer pronto Karroly su
oficio de práctico en mejores condiciones. Su frágil
piragua fue sustituida por aquella sólida chalupa, la
Wel-Kiej, comprada después del naufragio de un
navío noruego, y en que fue depositado el hombre herido por el
jaguar.
Pero aquella nueva forma de vida no apartó a
Kaw-djer de su obra humanitaria. No dejó de realizar sus visitas
a las familias indígenas y continuo acudiendo a todas partes
donde pudiera prestar un servicio o sanar cualquier dolor.
Transcurrieron así varios años, y cuando nada
podía hacer pensar que el Kaw-djer no fuera a continuar para
siempre su vida libre en aquella tierra libre, un acontecimiento
imprevisto alteró profundamente el curso de la misma.
1. Corresponde a la
península llamada de Muñoz Gamero.
2. «Drymis
winteri» o «Corteza del Wintera Aromatica"; empleada
en farmacia. Etimología: Winter, marino inglés del siglo
XIII. En algunos países llamada también
Winterania. 3. Incursiones. 4. Medida marítima de longitud
equivalente a 120 brazas, o sea 185,19 m.
Subir
|