Los náufragos del
“Jonathan”
Tercera parte - Capítulo I Primeras medidas
A la cabeza de quince voluntarios, el Kaw-djer
atravesó rápidamente la llanura. Le bastaron pocos
minutos para llegar a Liberia.
Estaban luchando todavía en la explanada, pero
con menos ardor y, únicamente por inercia, sin saber ya muy bien
por qué.
La llegada de la pequeña tropa armada
llenó de estupor a los combatientes. Era una eventualidad que no
habían previsto. En ningún momento los amotinados
habían admitido que tuvieran que luchar contra una fuerza
superior que capaz de poner coto a sus fantasías homicidas. Los
combates singulares se detuvieron súbitamente. Los que
recibían los golpes se fueron retirando, los que los daban
permanecieron inmóviles en el sitio en que se encontraban, unos
atontados por su inexplicable aventura, los otros atónitos, con
la respiración jadeante como hombres que, en un momento de
aberración, hubieran llevado a cabo cualquier trabajo penoso,
aún sin comprender la razón. Sin transición, la
exaltación dio paso a la calma.
En primer lugar, el Kaw-djer se ocupó de
combatir el incendio que amenazaba con extenderse por todo el
campamento, pues una ligera brisa del sur había dirigido hacia
allí las llamas. Más de tres cuartos del antiguo
«palacio» de Beauval se habían ya consumido.
Bastaron algunos culatazos para tirar abajo aquella frágil
construcción, de la que no quedó más que un
montón de ruinas calcinadas y una acre humareda.
Hecho esto y dejando a cinco de sus seis hombres de
guardia cerca de la muchedumbre tranquilizada, partió con otros
diez a través de la llanura con el fin de reunir al resto de los
emigrantes. Lo logró sin esfuerzo. De todas partes
volvían a Liberia los agresores, cuya fatiga había
apaciguado el furor insensato, formando la vanguardia, y detrás
suyo, los mirones apaleados, que, no repuestos aún de su terror,
se acercaban temerosamente, conservando una prudente distancia. Cuando
vieron al Kaw-djer, adquirieron confianza y apresuraron el paso;
así es como unos y otros llegaron juntos a Liberia.
En menos de una hora, toda la población se
reunió en la explanada. Viendo aquellas apretadas filas, aquella
masa homogénea, habría sido imposible sospechar que
alguna vez les hubieran dividido partidos contrarios. A no ser por las
numerosas víctimas que cubrían el suelo, no habría
quedado rastro de los disturbios que acababan de finalizar.
La muchedumbre no mostraba impaciencia. Simplemente
curiosidad. Todavía estupefacta por la incomprensible
ráfaga que la había sacudido y dañado, contemplaba
plácidamente al grupo compacto de quince hombres armados que les
hacía cara, a la expectativa de lo que iba a suceder.
El Kaw-djer avanzó hasta el centro de la
explanada y dirigiéndose a los colonos cuyas miradas
convergían en él, dijo con voz fuerte:
-En lo sucesivo, yo seré vuestro jefe.
¡Qué camino había tenido que
recorrer, para llegar a pronunciar aquellas palabras! Así pues,
a pesar de su repugnancia, no sólo aceptaba al fin el principio
de autoridad, y consentía en ser su depositario, sino que,
pasando de un extremo a otro, superaba a los más absolutos
autócratas. No se contentaba con renunciar a su ideal de
libertad, lo pisoteaba. Ni siquiera pedía el asentimiento de
aquellos de quienes él decretaba ser su jefe. Aquello no era una
revolución. Era un golpe de Estado.
Un golpe de Estado de sorprendente facilidad. Algunos
segundos de silencio habían seguido a la breve
declaración del Kaw-djer, luego un gran grito se alzó
entre la muchedumbre. Aplausos, vivas, hurras, salieron como en
huracán a un mismo tiempo. Se estrechaban las, manos, se
felicitaban, las madres abrazaban a sus hijos. Fue un entusiasmo
frenético.
Aquella pobre gente pasaba de un desánimo
general a la esperanza. Estaban salvados desde el momento en que el
Kaw-djer se ocupaba de sus asuntos. Él sabría sacarles de
su miseria. ¿Cómo...? ¿Por qué medios...?
Nadie tenía ni idea, pero aquélla no era la
cuestión. Puesto que él se iba a encargar de todo, no
hacía falta ir más lejos.
Sin embargo, algunos estaban sombríos. De todos
modos, si los partidarios de Beauval y de Lewis Dorick dispersos y
anegados en la muchedumbre no lanzaban vivas, no se atrevían a
manifestarse más que con el silencio. ¿Qué
más podrían haber hecho? Su ínfima minoría
debía tener en cuenta a la mayoría desde que
aquélla tenía un jefe. En lo sucesivo, aquel gran cuerpo
tendría una cabeza v el cerebro hacía temibles a aquellos
innumerables brazos despreciados hasta el momento.
El Kaw-djer extendió la mano. Como por
encantamiento, se hizo el silencio.
-Hostelianos -dijo-, se hará lo necesario para
mejorar la situación, pero exijo la obediencia de todos y cuento
con que nadie me hará emplear la fuerza. Que cada uno de
vosotros regrese a su casa y espere las instrucciones que no
tardarán en ser dadas.
El enérgico laconismo de aquel discurso tuvo el
más feliz de los efectos. Comprendieron que iban a ser dirigidos
y que, en adelante, sólo bastaría con dejarse guiar. Nada
podía reconfortar más a aquellos desgraciados, que
acababan de hacer de la libertad una experiencia tan deplorable y que
gustosamente la habrían cedido por la seguridad de un trozo de
pan. La libertad es un bien inmenso, pero que sólo se puede
disfrutar a condición de vivir.
Vivir, a eso se reducían por el momento las
aspiraciones de aquel pueblo desamparado.
Obedecieron con rapidez, sin que se dejara oír
el más ligero murmullo. El lugar quedó vacío y
todos, hasta Lewis Dorick, conformándose con las órdenes
recibidas, se encerraron en sus casas o bajo las tiendas.
El Kaw-djer seguía con la mirada a la
muchedumbre que se retiraba y en sus labios apareció un rictus
de amargura. Si aún hubiera conservado alguna ilusión,
ahora se habría esfumado. Decididamente, el hombre no odiaba
tanto las obligaciones como él se había imaginado. Tanta
apatía, ¡tanta cobardía incluso! no se adecuaba al
ejercicio de una libertad sin límites.
Un centenar de colonos no habían seguido a los
demás. Frunciendo las cejas, el Kaw-djer se giró hacia el
indócil grupo. En seguida, uno de los que lo componían
avanzó delante de sus compañeros y tomó la palabra
en su nombre. Si ellos no iban a encerrarse en sus viviendas, era
porque no las tenían. Expulsados de sus granjas invadidas por
una cuadrilla de ladrones, acababan de llegar a la costa, algunos desde
hacía ya varios días, otros desde el día anterior,
y no poseían más abrigo que el cielo.
El Kaw-djer, asegurándoles que pronto se
decidiría su suerte, les invitó a levantar las tiendas
que aún había en la reserva, luego, mientras se
ponían a cumplir sus órdenes, se ocupó sin
más tardanza de las víctimas del motín.
Estaban en la explanada misma y en los campos de
alrededor. Partieron a la búsqueda de estos últimos y
pronto fueron conducidos al campamento. Hecha la verificación,
los disturbios habían costado la vida a doce colonos, incluidos
los tres ladrones que habían encontrado la muerte en el asalto a
la granja de los Riviére. En general, no había motivo
para lamentar mucho aquellas muertes. Entre los difuntos, sólo
uno, uno de los emigrantes que había regresado del interior
durante el invierno, pertenecía a la porción sana del
pueblo hosteliano. En cuanto a los demás, todos
pertenecían a los clanes de Beauval y de Dorick y el partido del
trabajo y del orden sólo podía salir fortificado con su
desaparición.
En efecto, eran los propios amotinados,
ensañados tanto en el ataque como en la defensa, los que
habían sufrido los daños más serios. Entre los
curiosos inofensivos que habían sido agredidos con tanto
salvajismo después del incendio del «palacio», todo
se reducía, a excepción del colono asesinado, a heridas,
contusiones, fracturas, y a algunas cuchilladas que felizmente no
hacían peligrar la vida de nadie.
Todo aquello era trabajo para el Kaw-djer. No se
asustó. No había sido ciegamente que había asumido
la carga de la existencia de un millar de seres humanos y fuera cual
fuera la enormidad de su tarea, no estaba por encima de su coraje.
Examinadas las heridas, vendadas en los casos
necesarios y finalmente de regreso a sus viviendas habituales, la
explanada quedó completamente vacía. Y dejando a cinco
hombres de vigilancia, el Kaw-djer volvió a tomar, con los otros
diez, el camino de Bourg Neuf. Otro deber le llamaba
allá abajo; allá abajo tenía a Halg
muriéndose, muerto quizás...
Halg se encontraba en el mismo estado y no le faltaban
sabios cuidados. Graziella y su madre habían acudido a reunirse
con Karroly a la cabecera del herido y se podía contar con la
abnegación de tales enfermeras. Educada en una escuela muy
rígida, la joven había aprendido a dominar su dolor.
Mostró al Kaw-djer un rostro tranquilo y respondió con
calma a sus preguntas. Tal y como ella le había dicho, Halg
tenía poca fiebre, pero no salía de una continua
somnolencia, más que para lanzar de vez en cuando débiles
gemidos. Entre sus pálidos labios todavía se deslizaba
una espuma sanguinolenta. de todas formas, era menos abundante y su
coloración menos pronunciada. Aquello era un síntoma
favorable.
Durante este tiempo, los diez hombres que
habían acompañado al Kaw-djer se habían encargado
de sacar víveres de la reserva del Bourg Neuf. Sin
permitirse un instante de reposo, volvieron a partir hacia Liberia,
yendo de puerta en puerta y dando a cada uno su ración. Una vez
terminada la repartición, el Kaw-djer distribuyó la
guardia para la noche y envolviéndose en una manta, se
echó en el suelo para intentar dormir.
Pero no pudo. A pesar de su cansancio físico,
el cerebro se obstinaba en pensar.
Unos pasos más allá, los dos
vigías permanecían inmóviles como estatuas. Nada
perturbaba el silencio. El Kaw-djer soñaba con los ojos abiertos
en la oscuridad.
¿Qué hacía él
allí...? ¿Por qué había permitido que los
hechos violentaran su conciencia y que se le hubiera impuesto tal
sufrimiento...? Si antes vivía en el error, al menos
vivía feliz con él... ¡Feliz! ¿Qué le
impedía serlo todavía? Bastaría con quererlo.
¿Qué tenía que hacer para lograrlo? Menos que
nada. Levantarse, huir, pedir a la embriaguez del vagabundeo que
durante tanto tiempo le había proporcionado la felicidad, el
olvido de aquella cruel aventura...
Pero desgraciadamente, no podrían devolverle
sus ilusiones destruidas. ¿Y cuál sería su vida
con el remordimiento de haber inmolado tantas vidas a la gloria de un
dios falso...? No; era responsable, de cara a sí mismo, de toda
aquella gente que había tomado a su cargo. No la
abandonaría hasta que paso a paso la hubiera conducido a buen
puerto.
¡Bien! ¿Pero qué camino
escoger...? ¿No era demasiado tarde? ¿Tendría el
poder, cualquier hombre tendría poder para hacer remontar la
cuesta a aquel pueblo, cuyas taras, vicios, inferioridad intelectual y
moral parecían prometer de antemano un inevitable
aniquilamiento?
Fríamente, el Kaw-djer sopesó la carga
que se proponía llevar. Dio un repaso a sus deberes y
buscó los mejores medios para llevarlos a cabo. ¿Impedir
que aquella pobre gente muriera de hambre...? Sí, eso lo
primero. Pero aquello era muy poco con respecto al conjunto de la obra.
Vivir no es sólo satisfacer las necesidades materiales de los
órganos; también es, y quizás mucho más,
ser consciente de la dignidad humana; significa no pensar sólo
en uno mismo y darse a los demás; significa ser fuerte;
significa ser bueno. Después de salvar de la muerte a aquellos
seres vivientes, habría que hacer hombres de aquellos seres
vivientes.
¿Serían capaces aquellos degenerados de
elevarse a tal ideal? Todos, seguramente no, pero alguno quizás,
si se les mostraba aquella estrella que no habían sabido ver en
el cielo, si se les conducía de la mano hasta el final.
Así pensaba el Kaw-djer en la noche.
Así, una detrás de otra, se trastocaron sus resistencias,
sus últimas revueltas vencidas, y poco a poco se elaboró
en su mente aquel plan directriz sobre el que en lo sucesivo iba a
conformar todos sus actos.
El alba lo encontró en pie y de regreso a
Bourg Neuf, donde tuvo la alegría de comprobar que el
estado de Halg presentaba una ligera tendencia a mejorar. Ya en
Liberia, desempeñó enseguida su papel de jefe.
Su primer acto sorprendió incluso a aquellos
que más cerca estaban de él. Empezó por reunir a
veinte o veinticinco albañiles y carpinteros que formaban parte
del personal de la colonia, luego, agregándoles una veintena de
colonos elegidos entre los que les era familiar el uso de la pica y de
la pala, distribuyó a cada uno su tarea. Tenían que
abrirse zanjas en el lugar por él indicado, con el fin de
levantar las murallas de una de las casas desmontables que debía
ser construida allí. Una vez estuviera la casa en el lugar, los
albañiles aguantarían las paredes por medio de
contrafuertes y la dividirían por tabiques según un plano
que fue en el acto trazado en el suelo. Dadas las instrucciones y
mientras se ponían manos a la obra bajo la dirección del
carpintero Hobart elevado a las funciones de contramaestre, el Kaw-djer
se alejó con diez hombres de escolta.
Algunos pasos más allá, se erigía
la mayor de las casas desmontables. Allí habitaban cinco
personas.
Lewis Dorick había elegido allí su
domicilio en compañía de los hermanos Moore, de Sirdey y
de Kennedy. Era allí hacia donde el Kaw-djer se dirigía
en línea recta.
En el momento en que entró, los cinco hombres
estaban enzarzados en una vehemente discusión. Al verle, se
levantaron bruscamente.
-¿Qué viene a hacer aquí?
-preguntó Lewis Dorick en tono rudo.
Desde la puerta, el Kaw-djer respondió con
frialdad:
-La colonia hosteliana necesita esta casa.
-¡Que necesitan esta casa...! -repitió
Lewis Dorick sin poder dar crédito a sus oídos, como se
suele decir-. ¿Para hacer qué?
-Para su administración. Le invito a
abandonarla al instante.
-¡Muy bien...! -aprobó
irónicamente Dorick-. ¿Y a dónde iremos
nosotros?
-Donde quieran. Nada les impide construirse otra.
-¡Ya...! ¿Y mientras qué?
-Se pondrán a su disposición unas
tiendas.
-Y yo le ofrezco a usted la puerta -gritó
Dorick rojo de cólera.
El Kaw-djer se apartó, dejando ver a su escolta
armada que se había quedado fuera.
-En ese caso -dijo pausadamente- me veré en la
obligación de emplear la fuerza.
Lewis Dorick comprendió rápidamente que
cualquier resistencia habría sido inútil. Se batió
en retirada.
-Está bien -gruñó-. Nos vamos...
Sólo el tiempo de reunir lo que nos pertenece, porque, supongo,
nos permitirá llevarnos...
-Nada -interrumpió el Kaw-djer-. Me
ocuparé de que lo estrictamente personal les sea devuelto. Lo
demás es propiedad de la colonia.
Aquello era demasiado. La rabia le hizo olvidar a
Dorick la prudencia.
-¡Eso ya lo veremos! -gritó, llevando la
mano a su cinturón.
Cuando se le arrancó, el cuchillo
todavía no estaba fuera de su vaina. Los hermanos Moore se
lanzaron en su auxilio. Al más grande, el Kaw-djer lo
cogió por la garganta y lo tiró al suelo. En ese mismo
instante, la guardia del nuevo jefe irrumpió en la
habitación. No tuvieron que intervenir. Mantuvieron a raya a los
cinco emigrantes que renunciaron a la lucha. Salieron sin oponer mayor
resistencia.
El ruido del altercado había atraído a
un cierto número de curiosos. Se apretujaban ante la puerta. Los
vencidos tuvieron que abrirse paso entre la gente que antaño
tanto les había temido. Soplaban otros vientos. Ahora
tenían que soportar el abucheo general.
El Kaw-djer, ayudado por sus compañeros,
procedió a una minuciosa visita de la casa de la que acababa de
tomar posesión. Tal y como había prometido, todo lo que
pudiera ser considerado como propiedad personal de los ocupantes
anteriores, se puso a un lado para ser devuelto ulteriormente a los que
tenían derecho sobre ello. Pero además de este tipo de
objetos, hizo interesantes descubrimientos. Una de las habitaciones, la
más apartada, había sido transformada en una
auténtica despensa. Allí se amontonaba una importante
reserva de víveres. Conservas, legumbres secas, corned
beef, té y café, las provisiones eran tan abundantes
como inteligentemente escogidas. ¿Con qué medios se las
habían procurado Lewis Dorick y sus acólitos? Fuera cual
fuese el medio, jamás habían sufrido de la
carestía general, lo que no les había impedido, por lo
demás, a gritar más fuerte que los otros y a ser los
promotores de los disturbios en los que había caído el
poder de Beauval.
El Kaw-djer hizo transportar los víveres a la
explanada, donde fueron depositados bajo la protección de los
fusiles; luego los obreros requisados para tal efecto y a los que se
unió el cerrajero Lawson a título de contramaestre
comenzaron a desmontar la casa.
Mientras proseguía este trabajo, el Kaw-djer,
acompañado de algunos hombres de escolta, emprendió una
serie de visitas domiciliarias por todo el campamento, que se
realizó sin interrupción hasta haberlas acabado. Se
registraron de arriba abajo casas y tiendas. Los resultados de estas
investigaciones, que ocuparon la mayor parte de la jornada, fueron de
una riqueza inesperada. Se descubrieron escondites análogos al
que ya habían encontrado en las casas de todos los emigrantes
relacionados más o menos estrechamente con Lewis Dorick o
Ferdinand Beauval, y también en las de aquellos que
habían logrado reunir reservas en los días de abundancia
relativa.
Cuando llegó el hambre, los posesores no
habían sido los últimos en quejarse posiblemente para
escapar de sospechas. El Kaw-djer reconoció entre ellos a
más de uno que había implorado su ayuda y que
había aceptado sin escrúpulos su parte de víveres
retirados de las reservas del Bourg Neuf. Ahora,
viéndose descubiertos, se sintieron muy molestos, aun cuando el
Kaw-djer no manifestara con signo alguno los sentimientos que su
astucia podía hacerle experimentar.
Y sin embargo, esta astucia le abría profundas
perspectivas acerca de las leyes inflexibles que gobiernan el mundo. Al
taparse los oídos a los gritos de desespero que el hambre
arrancaba a sus compañeros de miseria, mezclando
hipócritamente los suyos con el fin de evitar la
repartición de lo que reservaban para sí mismos, aquellos
hombres habían demostrado una vez más el instinto de
feroz egoísmo que tiende únicamente a la
conservación del individuo. En realidad, su conducta
había sido la misma que si hubieran sido, en lugar de criaturas
razonables y sensibles, simples agregados de sustancia material,
obligados a obedecer ciegamente a la fatalidad fisiológica de la
célula inicial de la que habían salido.
Pero para convencerse, el Kaw-djer no tenía ya
necesidad de aquella demostración suplementaria que
desgraciadamente no iba a ser la última. Si su sueño, al
derrumbarse, no había dejado más que un terrible
vacío en su corazón, no tenía intención
alguna en reconstruirlo. La elocuente brutalidad de las cosas le
había demostrado su error. Comprendía que imaginando
sistemas, había realizado una labor de filósofo, no de
sabio, y que, de este modo, había pecado contra el
espíritu científico que, prohibiéndose
especulaciones aventuradas, se atiene a la experiencia y al examen
puramente objetivo de los hechos. Ahora bien, las virtudes y los vicios
de la humanidad, su grandeza y sus debilidades, su prodigiosa
diversidad, son hechos que hay que saber reconocer y con los que hay
que contar.
Y además, ¡qué falta de
razonamiento había cometido al condenar en bloque a todos los
jefes, bajo el pretexto de su falta de impecabilidad y de que la
perfección original de los hombres los convierte en
inútiles! ¿No eran como los demás, aquellos
hombres poderosos hacia los que se había mostrado tan severo?
¿Por qué tendrían ellos que tener el privilegio de
ser imperfectos? Por el contrario, ¿no habría debido
concluir lógicamente de su imperfección la de los
demás y, por consiguiente, no habría debido de reconocer
la necesidad de las leyes y de aquellos que tienen la misión de
aplicarlas?
Su famosa fórmula se desmoronaba, se
hacía polvo. «Ni Dios, ni patrón»,
había proclamado, y ahora tuvo que confesar la necesidad de un
patrón. De la segunda parte de su proposición no quedaba
nada, y su destrucción quebrantaba la solidez de la primera.
Ciertamente, no iba a sustituir su negación por una
afirmación. Pero, al menos, conocía la noble duda del
sabio que ante los problemas cuya solución es actualmente
imposible, se detiene en el umbral de lo desconocido y considera
contrario a la esencia misma de la ciencia decretar sin pruebas que en
el universo no hay nada más que la materia y que todo
está sometido a sus leyes. Comprendía que en tales
cuestiones sólo podía situarse en una prudente
expectativa y que si cada uno es libre de lanzar su explicación
personal del misterio universal en la batalla de hipótesis, toda
afirmación categórica no podía ser más que
una presunción o un absurdo.
De todos los descubrimientos, el más importante
fue el que se hizo en la bicoca que el irlandés Patterson
ocupaba con Long, único superviviente de los dos
compañeros. Entraron por rutina. Era tan pequeña que
parecía difícil que se hubiera dispuesto un escondite de
cierta importancia. Pero Patterson había remediado con sus malas
artes la exigüedad del local, cavando una especie de sótano
disimulado por un tosco suelo de madera.
Fue prodigiosa la cantidad de víveres que se
encontraron allí. Había tantos como para alimentar a la
colonia entera durante ocho días. Aquella increíble pila
de provisiones de todo tipo adquiría una significación
trágica cuando se evocaba el recuerdo del desgraciado Blaker,
muerto de hambre en medio de riquezas, y el Kaw-djer sintió como
un escalofrío, pensando lo que debía ser el alma
tenebrosa de Patterson, para haber permitido que el drama llegara a su
fin.
Por lo demás, el irlandés no
ofrecía ningún aspecto de culpable. Por el contrario, se
mostró arrogante y protestó enérgicamente contra
la expoliación de la que era víctima. Desplegando en vano
toda su indulgencia, el Kaw-djer tuvo a bien explicarle la necesidad de
que todos contribuyeran a la salvación común. Patterson
no quiso saber nada de todo aquello. La amenaza de emplear la fuerza no
tuvo mayor éxito. No se le logró intimidar como a Lewis
Dorick. ¿Qué le importaba a él la escolta del
nuevo jefe? El avaro habría defendido sus bienes contra un
ejército. Ahora bien, aquello le pertenecía, eran sus
bienes, eran provisiones acumuladas a costa de innumerables
privaciones. Se las había impuesto no por el interés
general, sino por el suyo propio. Si era imprescindible que le
desproveyeran de ellas, entonces tenían que cambiarle en dinero
el equivalente de lo que tomaban.
En otra ocasión, semejante argumentación
habría hecho reír al Kaw-djer. Ahora le hacía
reflexionar. Después de todo, Patterson tenía
razón. Si se quería devolver la confianza a los
hostelianos desamparados, convenía volver a dignificar las
reglas, a las que estaban acostumbrados a ver universalmente
respetadas. Y la primera de todas las reglas consagradas por el
consentimiento unánime de los pueblos de la tierra, es el
derecho de propiedad.
Fue por esto por lo que el Kaw-djer escuchó con
paciencia la defensa de Patterson y fue por eso por lo que le
aseguró que no se trataba en modo alguno de expoliación,
sino que todo lo que se requisaba por el bien general debería
ser pagado a justo precio por la comunidad. El avaro dejó
inmediatamente de protestar, pero fue para ponerse a gemir.
¡Todas las mercancías eran raras en la isla Hoste y por
tanto, caras...! ¡La menor de las cosas adquiría
allí un valor increíble...! Antes de llegar a un acuerdo,
el Kaw-djer tuvo que discutir largamente la importancia de la suma a
pagar. Al final, el mismo Patterson ayudó al traslado.
Hacia las seis de la tarde, todas las provisiones
encontradas fueron depositadas por fin en la explanada. Formaban un
respetable montón. Después de valorarlas con un vistazo y
teniendo en cuenta las reservas del Bourg Neuf, el Kaw-djer
estimó que un racionamiento severo las haría durar cerca
de dos meses.
Se procedió inmediatamente a la primera
distribución. Los emigrantes iban desfilando, y cada uno de
ellos recibió para él y para su familia la parte
atribuida. Abrían grandes ojos al descubrir tal
acumulación de riquezas, cuando el día anterior
habían creído morir de hambre. Parecía un milagro,
un milagro cuyo autor había sido el Kaw-djer.
Una vez terminada la distribución, éste
regresó al Bourg Neuf en compañía de
Harry Rhodes y ambos se dirigieron a ver a Halg. La mejoría
persistía en el estado del herido, a quien Tullia y Graziella
continuaban cuidando, tal y como tuvieron la alegría de
comprobar.
Tranquilo ya por este lado, el Kaw-djer
reemprendió con fría obstinación la
ejecución del plan que la noche precedente se había
trazado durante su largo insomnio. Se giró hacia Harry Rhodes y
le dijo con voz grave:
-Ha llegado la hora de hablar, señor Rhodes.
Sígame, se lo ruego.
La severa y al mismo tiempo dolorosa expresión
de su rostro sorprendió a Harry Rhodes, que obedeció en
silencio. Ambos desaparecieron en la habitación del Kaw-djer,
echando cuidadosamente el cerrojo.
La puerta se volvió a abrir una hora más
tarde, sin que se transpirara nada de lo que se había dicho en
el curso de aquella entrevista. El Kaw-djer tenía su aspecto
habitual, quizás aún más glacial, pero Harry
Rhodes parecía transfigurado por la alegría. Se
inclinó con una especie de deferencia ante su huésped,
que le había acompañado hasta la puerta de la casa, antes
de estrechar calurosamente la mano a quien se la tendía; luego,
en el momento de dejarle:
-Cuente conmigo -dijo.
-Cuento con usted -respondió el Kaw-djer,
siguiendo con la mirada a su amigo que se alejaba en la oscuridad.
Cuando Harry Rhodes hubo desaparecido, le tocó
el turno a Karroly.
Le llamó aparte y le dio instrucciones que el
indio escuchó con su respeto habitual; luego, infatigable,
atravesó por última vez la llanura y fue, como el
día anterior, a conciliar el sueño en la explanada de
Liberia.
Fue él quien, al alba, dio la señal para
despertar a los colonos. Convocados por él, pronto estuvieron
reunidos en el lugar.
-Hostelianos -dijo en medio de un profundo
silencio-, se os van a distribuir víveres por última
vez. De ahora en adelante, los víveres se venderán
según los precios que estableceré en provecho del Estado.
Como a nadie le falta dinero, nadie peligra de morir de hambre.
Además, la colonia necesita brazos. Todos los que de entre
vosotros se presenten, serán empleados y pagados. A partir de
este momento, el trabajo es la ley.
Es imposible contentar a todo el mundo y no hay duda
de que este breve discurso disgustó cruelmente á muchos;
pero, por otro lado, galvanizó literalmente a la mayoría
de los auditores. Alzaron sus frentes, enderezaron sus torsos, como si
se les hubiera infundido una nueva fuerza. ¡Por fin salían
de su inactividad! Se les necesitaba. Iban a servir para algo. Ya no
eran inútiles. Adquirían a la vez la certidumbre del
trabajo y de la vida.
Un inmenso « ¡hurra! » salió
de sus pechos, y los brazos se tendieron hacia el Kaw-djer, con los
músculos endurecidos, dispuestos a la acción.
En el mismo momento, como una respuesta a la multitud,
un débil grito de llamada retumbó en la
lejanía.
El Kaw-djer se giró y vio en el mar a la
Wel-Kiej y a Karroly sosteniendo el timón; Harry
Rhodes, de pie en la proa, agitaba la mano con gesto de adiós,
mientras que la chalupa se alejaba hacia el sol con las velas
henchidas.
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