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Los náufragos del “Jonathan”
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Primera parte
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Segunda parte
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Tercera parte
Indicador Primeras medidas
Indicador La ciudad naciente
Indicador El atentado
Indicador En las cuevas
Indicador Un héroe
Indicador Durante dieciocho meses
Indicador La invasión
Indicador Un traidor
Indicador La Patria Hosteliana
Indicador Cinco años después
Indicador La fiebre del oro
Indicador El saqueo de la isla
Indicador Una jornada triste
Indicador La abdicación
Indicador ¡Solo!

Los náufragos del “Jonathan”
Tercera parte - Capítulo I
Primeras medidas

A la cabeza de quince voluntarios, el Kaw-djer atravesó rápidamente la llanura. Le bastaron pocos minutos para llegar a Liberia.

Estaban luchando todavía en la explanada, pero con menos ardor y, únicamente por inercia, sin saber ya muy bien por qué.

La llegada de la pequeña tropa armada llenó de estupor a los combatientes. Era una eventualidad que no habían previsto. En ningún momento los amotinados habían admitido que tuvieran que luchar contra una fuerza superior que capaz de poner coto a sus fantasías homicidas. Los combates singulares se detuvieron súbitamente. Los que recibían los golpes se fueron retirando, los que los daban permanecieron inmóviles en el sitio en que se encontraban, unos atontados por su inexplicable aventura, los otros atónitos, con la respiración jadeante como hombres que, en un momento de aberración, hubieran llevado a cabo cualquier trabajo penoso, aún sin comprender la razón. Sin transición, la exaltación dio paso a la calma.

En primer lugar, el Kaw-djer se ocupó de combatir el incendio que amenazaba con extenderse por todo el campamento, pues una ligera brisa del sur había dirigido hacia allí las llamas. Más de tres cuartos del antiguo «palacio» de Beauval se habían ya consumido. Bastaron algunos culatazos para tirar abajo aquella frágil construcción, de la que no quedó más que un montón de ruinas calcinadas y una acre humareda.

Hecho esto y dejando a cinco de sus seis hombres de guardia cerca de la muchedumbre tranquilizada, partió con otros diez a través de la llanura con el fin de reunir al resto de los emigrantes. Lo logró sin esfuerzo. De todas partes volvían a Liberia los agresores, cuya fatiga había apaciguado el furor insensato, formando la vanguardia, y detrás suyo, los mirones apaleados, que, no repuestos aún de su terror, se acercaban temerosamente, conservando una prudente distancia. Cuando vieron al Kaw-djer, adquirieron confianza y apresuraron el paso; así es como unos y otros llegaron juntos a Liberia.

En menos de una hora, toda la población se reunió en la explanada. Viendo aquellas apretadas filas, aquella masa homogénea, habría sido imposible sospechar que alguna vez les hubieran dividido partidos contrarios. A no ser por las numerosas víctimas que cubrían el suelo, no habría quedado rastro de los disturbios que acababan de finalizar.

La muchedumbre no mostraba impaciencia. Simplemente curiosidad. Todavía estupefacta por la incomprensible ráfaga que la había sacudido y dañado, contemplaba plácidamente al grupo compacto de quince hombres armados que les hacía cara, a la expectativa de lo que iba a suceder.

El Kaw-djer avanzó hasta el centro de la explanada y dirigiéndose a los colonos cuyas miradas convergían en él, dijo con voz fuerte:

-En lo sucesivo, yo seré vuestro jefe.

¡Qué camino había tenido que recorrer, para llegar a pronunciar aquellas palabras! Así pues, a pesar de su repugnancia, no sólo aceptaba al fin el principio de autoridad, y consentía en ser su depositario, sino que, pasando de un extremo a otro, superaba a los más absolutos autócratas. No se contentaba con renunciar a su ideal de libertad, lo pisoteaba. Ni siquiera pedía el asentimiento de aquellos de quienes él decretaba ser su jefe. Aquello no era una revolución. Era un golpe de Estado.

Un golpe de Estado de sorprendente facilidad. Algunos segundos de silencio habían seguido a la breve declaración del Kaw-djer, luego un gran grito se alzó entre la muchedumbre. Aplausos, vivas, hurras, salieron como en huracán a un mismo tiempo. Se estrechaban las, manos, se felicitaban, las madres abrazaban a sus hijos. Fue un entusiasmo frenético.

Aquella pobre gente pasaba de un desánimo general a la esperanza. Estaban salvados desde el momento en que el Kaw-djer se ocupaba de sus asuntos. Él sabría sacarles de su miseria. ¿Cómo...? ¿Por qué medios...? Nadie tenía ni idea, pero aquélla no era la cuestión. Puesto que él se iba a encargar de todo, no hacía falta ir más lejos.

Sin embargo, algunos estaban sombríos. De todos modos, si los partidarios de Beauval y de Lewis Dorick dispersos y anegados en la muchedumbre no lanzaban vivas, no se atrevían a manifestarse más que con el silencio. ¿Qué más podrían haber hecho? Su ínfima minoría debía tener en cuenta a la mayoría desde que aquélla tenía un jefe. En lo sucesivo, aquel gran cuerpo tendría una cabeza v el cerebro hacía temibles a aquellos innumerables brazos despreciados hasta el momento.

El Kaw-djer extendió la mano. Como por encantamiento, se hizo el silencio.

-Hostelianos -dijo-, se hará lo necesario para mejorar la situación, pero exijo la obediencia de todos y cuento con que nadie me hará emplear la fuerza. Que cada uno de vosotros regrese a su casa y espere las instrucciones que no tardarán en ser dadas.

El enérgico laconismo de aquel discurso tuvo el más feliz de los efectos. Comprendieron que iban a ser dirigidos y que, en adelante, sólo bastaría con dejarse guiar. Nada podía reconfortar más a aquellos desgraciados, que acababan de hacer de la libertad una experiencia tan deplorable y que gustosamente la habrían cedido por la seguridad de un trozo de pan. La libertad es un bien inmenso, pero que sólo se puede disfrutar a condición de vivir.

Vivir, a eso se reducían por el momento las aspiraciones de aquel pueblo desamparado.

Obedecieron con rapidez, sin que se dejara oír el más ligero murmullo. El lugar quedó vacío y todos, hasta Lewis Dorick, conformándose con las órdenes recibidas, se encerraron en sus casas o bajo las tiendas.

El Kaw-djer seguía con la mirada a la muchedumbre que se retiraba y en sus labios apareció un rictus de amargura. Si aún hubiera conservado alguna ilusión, ahora se habría esfumado. Decididamente, el hombre no odiaba tanto las obligaciones como él se había imaginado. Tanta apatía, ¡tanta cobardía incluso! no se adecuaba al ejercicio de una libertad sin límites.

Un centenar de colonos no habían seguido a los demás. Frunciendo las cejas, el Kaw-djer se giró hacia el indócil grupo. En seguida, uno de los que lo componían avanzó delante de sus compañeros y tomó la palabra en su nombre. Si ellos no iban a encerrarse en sus viviendas, era porque no las tenían. Expulsados de sus granjas invadidas por una cuadrilla de ladrones, acababan de llegar a la costa, algunos desde hacía ya varios días, otros desde el día anterior, y no poseían más abrigo que el cielo.

El Kaw-djer, asegurándoles que pronto se decidiría su suerte, les invitó a levantar las tiendas que aún había en la reserva, luego, mientras se ponían a cumplir sus órdenes, se ocupó sin más tardanza de las víctimas del motín.

Estaban en la explanada misma y en los campos de alrededor. Partieron a la búsqueda de estos últimos y pronto fueron conducidos al campamento. Hecha la verificación, los disturbios habían costado la vida a doce colonos, incluidos los tres ladrones que habían encontrado la muerte en el asalto a la granja de los Riviére. En general, no había motivo para lamentar mucho aquellas muertes. Entre los difuntos, sólo uno, uno de los emigrantes que había regresado del interior durante el invierno, pertenecía a la porción sana del pueblo hosteliano. En cuanto a los demás, todos pertenecían a los clanes de Beauval y de Dorick y el partido del trabajo y del orden sólo podía salir fortificado con su desaparición.

En efecto, eran los propios amotinados, ensañados tanto en el ataque como en la defensa, los que habían sufrido los daños más serios. Entre los curiosos inofensivos que habían sido agredidos con tanto salvajismo después del incendio del «palacio», todo se reducía, a excepción del colono asesinado, a heridas, contusiones, fracturas, y a algunas cuchilladas que felizmente no hacían peligrar la vida de nadie.

Todo aquello era trabajo para el Kaw-djer. No se asustó. No había sido ciegamente que había asumido la carga de la existencia de un millar de seres humanos y fuera cual fuera la enormidad de su tarea, no estaba por encima de su coraje.

Examinadas las heridas, vendadas en los casos necesarios y finalmente de regreso a sus viviendas habituales, la explanada quedó completamente vacía. Y dejando a cinco hombres de vigilancia, el Kaw-djer volvió a tomar, con los otros diez, el camino de Bourg Neuf. Otro deber le llamaba allá abajo; allá abajo tenía a Halg muriéndose, muerto quizás...

Halg se encontraba en el mismo estado y no le faltaban sabios cuidados. Graziella y su madre habían acudido a reunirse con Karroly a la cabecera del herido y se podía contar con la abnegación de tales enfermeras. Educada en una escuela muy rígida, la joven había aprendido a dominar su dolor. Mostró al Kaw-djer un rostro tranquilo y respondió con calma a sus preguntas. Tal y como ella le había dicho, Halg tenía poca fiebre, pero no salía de una continua somnolencia, más que para lanzar de vez en cuando débiles gemidos. Entre sus pálidos labios todavía se deslizaba una espuma sanguinolenta. de todas formas, era menos abundante y su coloración menos pronunciada. Aquello era un síntoma favorable.

Durante este tiempo, los diez hombres que habían acompañado al Kaw-djer se habían encargado de sacar víveres de la reserva del Bourg Neuf. Sin permitirse un instante de reposo, volvieron a partir hacia Liberia, yendo de puerta en puerta y dando a cada uno su ración. Una vez terminada la repartición, el Kaw-djer distribuyó la guardia para la noche y envolviéndose en una manta, se echó en el suelo para intentar dormir.

Pero no pudo. A pesar de su cansancio físico, el cerebro se obstinaba en pensar.

Unos pasos más allá, los dos vigías permanecían inmóviles como estatuas. Nada perturbaba el silencio. El Kaw-djer soñaba con los ojos abiertos en la oscuridad.

¿Qué hacía él allí...? ¿Por qué había permitido que los hechos violentaran su conciencia y que se le hubiera impuesto tal sufrimiento...? Si antes vivía en el error, al menos vivía feliz con él... ¡Feliz! ¿Qué le impedía serlo todavía? Bastaría con quererlo. ¿Qué tenía que hacer para lograrlo? Menos que nada. Levantarse, huir, pedir a la embriaguez del vagabundeo que durante tanto tiempo le había proporcionado la felicidad, el olvido de aquella cruel aventura...

Pero desgraciadamente, no podrían devolverle sus ilusiones destruidas. ¿Y cuál sería su vida con el remordimiento de haber inmolado tantas vidas a la gloria de un dios falso...? No; era responsable, de cara a sí mismo, de toda aquella gente que había tomado a su cargo. No la abandonaría hasta que paso a paso la hubiera conducido a buen puerto.

¡Bien! ¿Pero qué camino escoger...? ¿No era demasiado tarde? ¿Tendría el poder, cualquier hombre tendría poder para hacer remontar la cuesta a aquel pueblo, cuyas taras, vicios, inferioridad intelectual y moral parecían prometer de antemano un inevitable aniquilamiento?

Fríamente, el Kaw-djer sopesó la carga que se proponía llevar. Dio un repaso a sus deberes y buscó los mejores medios para llevarlos a cabo. ¿Impedir que aquella pobre gente muriera de hambre...? Sí, eso lo primero. Pero aquello era muy poco con respecto al conjunto de la obra. Vivir no es sólo satisfacer las necesidades materiales de los órganos; también es, y quizás mucho más, ser consciente de la dignidad humana; significa no pensar sólo en uno mismo y darse a los demás; significa ser fuerte; significa ser bueno. Después de salvar de la muerte a aquellos seres vivientes, habría que hacer hombres de aquellos seres vivientes.

¿Serían capaces aquellos degenerados de elevarse a tal ideal? Todos, seguramente no, pero alguno quizás, si se les mostraba aquella estrella que no habían sabido ver en el cielo, si se les conducía de la mano hasta el final.

Así pensaba el Kaw-djer en la noche. Así, una detrás de otra, se trastocaron sus resistencias, sus últimas revueltas vencidas, y poco a poco se elaboró en su mente aquel plan directriz sobre el que en lo sucesivo iba a conformar todos sus actos.

El alba lo encontró en pie y de regreso a Bourg Neuf, donde tuvo la alegría de comprobar que el estado de Halg presentaba una ligera tendencia a mejorar. Ya en Liberia, desempeñó enseguida su papel de jefe.

Su primer acto sorprendió incluso a aquellos que más cerca estaban de él. Empezó por reunir a veinte o veinticinco albañiles y carpinteros que formaban parte del personal de la colonia, luego, agregándoles una veintena de colonos elegidos entre los que les era familiar el uso de la pica y de la pala, distribuyó a cada uno su tarea. Tenían que abrirse zanjas en el lugar por él indicado, con el fin de levantar las murallas de una de las casas desmontables que debía ser construida allí. Una vez estuviera la casa en el lugar, los albañiles aguantarían las paredes por medio de contrafuertes y la dividirían por tabiques según un plano que fue en el acto trazado en el suelo. Dadas las instrucciones y mientras se ponían manos a la obra bajo la dirección del carpintero Hobart elevado a las funciones de contramaestre, el Kaw-djer se alejó con diez hombres de escolta.

Algunos pasos más allá, se erigía la mayor de las casas desmontables. Allí habitaban cinco personas.

Lewis Dorick había elegido allí su domicilio en compañía de los hermanos Moore, de Sirdey y de Kennedy. Era allí hacia donde el Kaw-djer se dirigía en línea recta.

En el momento en que entró, los cinco hombres estaban enzarzados en una vehemente discusión. Al verle, se levantaron bruscamente.

-¿Qué viene a hacer aquí? -preguntó Lewis Dorick en tono rudo.

Desde la puerta, el Kaw-djer respondió con frialdad:

-La colonia hosteliana necesita esta casa.

-¡Que necesitan esta casa...! -repitió Lewis Dorick sin poder dar crédito a sus oídos, como se suele decir-. ¿Para hacer qué?

-Para su administración. Le invito a abandonarla al instante.

-¡Muy bien...! -aprobó irónicamente Dorick-. ¿Y a dónde iremos nosotros?

-Donde quieran. Nada les impide construirse otra.

-¡Ya...! ¿Y mientras qué?

-Se pondrán a su disposición unas tiendas.

-Y yo le ofrezco a usted la puerta -gritó Dorick rojo de cólera.

El Kaw-djer se apartó, dejando ver a su escolta armada que se había quedado fuera.

-En ese caso -dijo pausadamente- me veré en la obligación de emplear la fuerza.

Lewis Dorick comprendió rápidamente que cualquier resistencia habría sido inútil. Se batió en retirada.

-Está bien -gruñó-. Nos vamos... Sólo el tiempo de reunir lo que nos pertenece, porque, supongo, nos permitirá llevarnos...

-Nada -interrumpió el Kaw-djer-. Me ocuparé de que lo estrictamente personal les sea devuelto. Lo demás es propiedad de la colonia.

Aquello era demasiado. La rabia le hizo olvidar a Dorick la prudencia.

-¡Eso ya lo veremos! -gritó, llevando la mano a su cinturón.

Cuando se le arrancó, el cuchillo todavía no estaba fuera de su vaina. Los hermanos Moore se lanzaron en su auxilio. Al más grande, el Kaw-djer lo cogió por la garganta y lo tiró al suelo. En ese mismo instante, la guardia del nuevo jefe irrumpió en la habitación. No tuvieron que intervenir. Mantuvieron a raya a los cinco emigrantes que renunciaron a la lucha. Salieron sin oponer mayor resistencia.

El ruido del altercado había atraído a un cierto número de curiosos. Se apretujaban ante la puerta. Los vencidos tuvieron que abrirse paso entre la gente que antaño tanto les había temido. Soplaban otros vientos. Ahora tenían que soportar el abucheo general.

El Kaw-djer, ayudado por sus compañeros, procedió a una minuciosa visita de la casa de la que acababa de tomar posesión. Tal y como había prometido, todo lo que pudiera ser considerado como propiedad personal de los ocupantes anteriores, se puso a un lado para ser devuelto ulteriormente a los que tenían derecho sobre ello. Pero además de este tipo de objetos, hizo interesantes descubrimientos. Una de las habitaciones, la más apartada, había sido transformada en una auténtica despensa. Allí se amontonaba una importante reserva de víveres. Conservas, legumbres secas, corned beef, té y café, las provisiones eran tan abundantes como inteligentemente escogidas. ¿Con qué medios se las habían procurado Lewis Dorick y sus acólitos? Fuera cual fuese el medio, jamás habían sufrido de la carestía general, lo que no les había impedido, por lo demás, a gritar más fuerte que los otros y a ser los promotores de los disturbios en los que había caído el poder de Beauval.

El Kaw-djer hizo transportar los víveres a la explanada, donde fueron depositados bajo la protección de los fusiles; luego los obreros requisados para tal efecto y a los que se unió el cerrajero Lawson a título de contramaestre comenzaron a desmontar la casa.

Mientras proseguía este trabajo, el Kaw-djer, acompañado de algunos hombres de escolta, emprendió una serie de visitas domiciliarias por todo el campamento, que se realizó sin interrupción hasta haberlas acabado. Se registraron de arriba abajo casas y tiendas. Los resultados de estas investigaciones, que ocuparon la mayor parte de la jornada, fueron de una riqueza inesperada. Se descubrieron escondites análogos al que ya habían encontrado en las casas de todos los emigrantes relacionados más o menos estrechamente con Lewis Dorick o Ferdinand Beauval, y también en las de aquellos que habían logrado reunir reservas en los días de abundancia relativa.

Cuando llegó el hambre, los posesores no habían sido los últimos en quejarse posiblemente para escapar de sospechas. El Kaw-djer reconoció entre ellos a más de uno que había implorado su ayuda y que había aceptado sin escrúpulos su parte de víveres retirados de las reservas del Bourg Neuf. Ahora, viéndose descubiertos, se sintieron muy molestos, aun cuando el Kaw-djer no manifestara con signo alguno los sentimientos que su astucia podía hacerle experimentar.

Y sin embargo, esta astucia le abría profundas perspectivas acerca de las leyes inflexibles que gobiernan el mundo. Al taparse los oídos a los gritos de desespero que el hambre arrancaba a sus compañeros de miseria, mezclando hipócritamente los suyos con el fin de evitar la repartición de lo que reservaban para sí mismos, aquellos hombres habían demostrado una vez más el instinto de feroz egoísmo que tiende únicamente a la conservación del individuo. En realidad, su conducta había sido la misma que si hubieran sido, en lugar de criaturas razonables y sensibles, simples agregados de sustancia material, obligados a obedecer ciegamente a la fatalidad fisiológica de la célula inicial de la que habían salido.

Pero para convencerse, el Kaw-djer no tenía ya necesidad de aquella demostración suplementaria que desgraciadamente no iba a ser la última. Si su sueño, al derrumbarse, no había dejado más que un terrible vacío en su corazón, no tenía intención alguna en reconstruirlo. La elocuente brutalidad de las cosas le había demostrado su error. Comprendía que imaginando sistemas, había realizado una labor de filósofo, no de sabio, y que, de este modo, había pecado contra el espíritu científico que, prohibiéndose especulaciones aventuradas, se atiene a la experiencia y al examen puramente objetivo de los hechos. Ahora bien, las virtudes y los vicios de la humanidad, su grandeza y sus debilidades, su prodigiosa diversidad, son hechos que hay que saber reconocer y con los que hay que contar.

Y además, ¡qué falta de razonamiento había cometido al condenar en bloque a todos los jefes, bajo el pretexto de su falta de impecabilidad y de que la perfección original de los hombres los convierte en inútiles! ¿No eran como los demás, aquellos hombres poderosos hacia los que se había mostrado tan severo? ¿Por qué tendrían ellos que tener el privilegio de ser imperfectos? Por el contrario, ¿no habría debido concluir lógicamente de su imperfección la de los demás y, por consiguiente, no habría debido de reconocer la necesidad de las leyes y de aquellos que tienen la misión de aplicarlas?

Su famosa fórmula se desmoronaba, se hacía polvo. «Ni Dios, ni patrón», había proclamado, y ahora tuvo que confesar la necesidad de un patrón. De la segunda parte de su proposición no quedaba nada, y su destrucción quebrantaba la solidez de la primera. Ciertamente, no iba a sustituir su negación por una afirmación. Pero, al menos, conocía la noble duda del sabio que ante los problemas cuya solución es actualmente imposible, se detiene en el umbral de lo desconocido y considera contrario a la esencia misma de la ciencia decretar sin pruebas que en el universo no hay nada más que la materia y que todo está sometido a sus leyes. Comprendía que en tales cuestiones sólo podía situarse en una prudente expectativa y que si cada uno es libre de lanzar su explicación personal del misterio universal en la batalla de hipótesis, toda afirmación categórica no podía ser más que una presunción o un absurdo.

De todos los descubrimientos, el más importante fue el que se hizo en la bicoca que el irlandés Patterson ocupaba con Long, único superviviente de los dos compañeros. Entraron por rutina. Era tan pequeña que parecía difícil que se hubiera dispuesto un escondite de cierta importancia. Pero Patterson había remediado con sus malas artes la exigüedad del local, cavando una especie de sótano disimulado por un tosco suelo de madera.

Fue prodigiosa la cantidad de víveres que se encontraron allí. Había tantos como para alimentar a la colonia entera durante ocho días. Aquella increíble pila de provisiones de todo tipo adquiría una significación trágica cuando se evocaba el recuerdo del desgraciado Blaker, muerto de hambre en medio de riquezas, y el Kaw-djer sintió como un escalofrío, pensando lo que debía ser el alma tenebrosa de Patterson, para haber permitido que el drama llegara a su fin.

Por lo demás, el irlandés no ofrecía ningún aspecto de culpable. Por el contrario, se mostró arrogante y protestó enérgicamente contra la expoliación de la que era víctima. Desplegando en vano toda su indulgencia, el Kaw-djer tuvo a bien explicarle la necesidad de que todos contribuyeran a la salvación común. Patterson no quiso saber nada de todo aquello. La amenaza de emplear la fuerza no tuvo mayor éxito. No se le logró intimidar como a Lewis Dorick. ¿Qué le importaba a él la escolta del nuevo jefe? El avaro habría defendido sus bienes contra un ejército. Ahora bien, aquello le pertenecía, eran sus bienes, eran provisiones acumuladas a costa de innumerables privaciones. Se las había impuesto no por el interés general, sino por el suyo propio. Si era imprescindible que le desproveyeran de ellas, entonces tenían que cambiarle en dinero el equivalente de lo que tomaban.

En otra ocasión, semejante argumentación habría hecho reír al Kaw-djer. Ahora le hacía reflexionar. Después de todo, Patterson tenía razón. Si se quería devolver la confianza a los hostelianos desamparados, convenía volver a dignificar las reglas, a las que estaban acostumbrados a ver universalmente respetadas. Y la primera de todas las reglas consagradas por el consentimiento unánime de los pueblos de la tierra, es el derecho de propiedad.

Fue por esto por lo que el Kaw-djer escuchó con paciencia la defensa de Patterson y fue por eso por lo que le aseguró que no se trataba en modo alguno de expoliación, sino que todo lo que se requisaba por el bien general debería ser pagado a justo precio por la comunidad. El avaro dejó inmediatamente de protestar, pero fue para ponerse a gemir. ¡Todas las mercancías eran raras en la isla Hoste y por tanto, caras...! ¡La menor de las cosas adquiría allí un valor increíble...! Antes de llegar a un acuerdo, el Kaw-djer tuvo que discutir largamente la importancia de la suma a pagar. Al final, el mismo Patterson ayudó al traslado.

Hacia las seis de la tarde, todas las provisiones encontradas fueron depositadas por fin en la explanada. Formaban un respetable montón. Después de valorarlas con un vistazo y teniendo en cuenta las reservas del Bourg Neuf, el Kaw-djer estimó que un racionamiento severo las haría durar cerca de dos meses.

Se procedió inmediatamente a la primera distribución. Los emigrantes iban desfilando, y cada uno de ellos recibió para él y para su familia la parte atribuida. Abrían grandes ojos al descubrir tal acumulación de riquezas, cuando el día anterior habían creído morir de hambre. Parecía un milagro, un milagro cuyo autor había sido el Kaw-djer.

Una vez terminada la distribución, éste regresó al Bourg Neuf en compañía de Harry Rhodes y ambos se dirigieron a ver a Halg. La mejoría persistía en el estado del herido, a quien Tullia y Graziella continuaban cuidando, tal y como tuvieron la alegría de comprobar.

Tranquilo ya por este lado, el Kaw-djer reemprendió con fría obstinación la ejecución del plan que la noche precedente se había trazado durante su largo insomnio. Se giró hacia Harry Rhodes y le dijo con voz grave:

-Ha llegado la hora de hablar, señor Rhodes. Sígame, se lo ruego.

La severa y al mismo tiempo dolorosa expresión de su rostro sorprendió a Harry Rhodes, que obedeció en silencio. Ambos desaparecieron en la habitación del Kaw-djer, echando cuidadosamente el cerrojo.

La puerta se volvió a abrir una hora más tarde, sin que se transpirara nada de lo que se había dicho en el curso de aquella entrevista. El Kaw-djer tenía su aspecto habitual, quizás aún más glacial, pero Harry Rhodes parecía transfigurado por la alegría. Se inclinó con una especie de deferencia ante su huésped, que le había acompañado hasta la puerta de la casa, antes de estrechar calurosamente la mano a quien se la tendía; luego, en el momento de dejarle:

-Cuente conmigo -dijo.

-Cuento con usted -respondió el Kaw-djer, siguiendo con la mirada a su amigo que se alejaba en la oscuridad.

Cuando Harry Rhodes hubo desaparecido, le tocó el turno a Karroly.

Le llamó aparte y le dio instrucciones que el indio escuchó con su respeto habitual; luego, infatigable, atravesó por última vez la llanura y fue, como el día anterior, a conciliar el sueño en la explanada de Liberia.

Fue él quien, al alba, dio la señal para despertar a los colonos. Convocados por él, pronto estuvieron reunidos en el lugar.

-Hostelianos -dijo en medio de un profundo si­lencio-, se os van a distribuir víveres por última vez. De ahora en adelante, los víveres se venderán según los precios que estableceré en provecho del Estado. Como a nadie le falta dinero, nadie peligra de morir de hambre. Además, la colonia necesita brazos. Todos los que de entre vosotros se presenten, serán empleados y pagados. A partir de este momento, el trabajo es la ley.

Es imposible contentar a todo el mundo y no hay duda de que este breve discurso disgustó cruelmente á muchos; pero, por otro lado, galvanizó literalmente a la mayoría de los auditores. Alzaron sus frentes, enderezaron sus torsos, como si se les hubiera infundido una nueva fuerza. ¡Por fin salían de su inactividad! Se les necesitaba. Iban a servir para algo. Ya no eran inútiles. Adquirían a la vez la certidumbre del trabajo y de la vida.

Un inmenso « ¡hurra! » salió de sus pechos, y los brazos se tendieron hacia el Kaw-djer, con los músculos endurecidos, dispuestos a la acción.

En el mismo momento, como una respuesta a la multitud, un débil grito de llamada retumbó en la lejanía.

El Kaw-djer se giró y vio en el mar a la Wel-Kiej y a Karroly sosteniendo el timón; Harry Rhodes, de pie en la proa, agitaba la mano con gesto de adiós, mientras que la chalupa se alejaba hacia el sol con las velas henchidas.

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