Los náufragos del
“Jonathan”
Tercera parte - Capítulo V Un
héroe
¡Cortar la cabeza del gobernador...! Dick,
olvidándose de su papel de león, no pensó
más que en huir. Había que correr hasta Liberia...,
contar lo que acababa de oír...
Desgraciadamente para él, el exceso de su
precipitación le impidió calcular sus movimientos con la
suficiente prudencia. Se desprendió una piedra y cayó
rodando ruidosamente. Enseguida alguien apareció a la salida de
la caverna, lanzando sospechosas miradas hacia todos los lugares. Dick,
espantado, reconoció a Fred Moore.
Aquél vio al niño.
-¡Ay! ¡Eres tú, piojo...! -dijo-.
¿Qué haces aquí?
Dick, paralizado por el terror, no
respondió.
-¿Has perdido la lengua hoy...?
-continuó la grosera voz de Fred Moore. Y sin embargo no tiene
pelos... Espera un poco. Yo te ayudaré a encontrarla...
El miedo devolvió a Dick la utilidad de sus
piernas. Emprendió la carrera y se lanzó por la
pendiente. Pero en pocas zancadas, su enemigo le alcanzó.
Cogiéndole con su robusta mano por la cintura, lo levantó
como una pluma.
-¡Hay que ver...! -rugió Fred Moore,
levantando hasta la altura de su cara al niño aterrorizado-.
¡Ya te enseñaré yo a espiar, pequeña
víbora!
En un instante, Dick fue transportado a la gruta y
tirado como un fardo a los pies de Lewis Dorick.
-¡Mirad esto -dijo Fred Moore-, lo he encontrado
fuera escuchándonos!
Dorick hizo levantar al niño de una
bofetada.
-¿Qué hacías aquí?
-preguntó severamente.
Dick tenía mucho miedo. Para ser franco,
temblaba como una hoja. No obstante, su orgullo eras más fuerte.
Se enderezó sobre sus pequeñas piernas, como un gallo de
combate sobre sus espolones.
-Eso no le importa -replicó con arrogancia-...
Tengo derecho de jugar al león en la gruta... La gruta no es
suya.
-Trata de responder con educación, mocoso -dijo
Fred Moore, dando otra bofetada a su cautivo.
Pero los golpes no eran argumentos para emplear con
Dick. Ya le habrían podido despedazar como carne de picadillo,
que no le habrían hecho ceder. En lugar de doblar la columna,
aumentó, por el contrarío, todo lo que pudo su
pequeña estatura, apretó los puños y luego,
mirando a su adversario a la cara:
-¡Cobarde...! -dijo.
No pareció que a Fred Moore le afectara mucho
aquella injuria.
-¿Qué es lo que has oído?
-preguntó-. ¡Nos lo vas a decir, porque si no...!
Fred Moore alzó la mano para dejarla caer
varias veces con una fuerza cada vez mayor. Dick se obstinó en
un feroz silencio.
Dorick intervino.
-Dejad al niño -dijo-. No sacaréis
nada... Además, es igual. Haya oído algo o no, no creo
que seamos tan bestias como para dejar que se largue...
-¿No le irás a matar?
-interrumpió Sirdey, que decididamente parecía poco
inclinado a las soluciones violentas.
-No hace falta -respondió Dorick
encogiéndose de hombros-. Simplemente lo vamos a encerrar...
-¿Alguien tiene aquí un trozo de
cuerda?
-Toma -dijo Fred Moore, sacando de su bolsillo el
objeto requerido.
-Y toma -añadió su hermano William,
ofreciéndole su cinturón de cuero.
En un abrir y cerrar de ojos, Dick estuvo fuertemente
amarrado. No podía hacer movimiento alguno con los tobillos
apretados uno contra otro y las manos atadas detrás de la
espalda. Luego Fred Moore lo llevó a la segunda gruta donde lo
tiró al suelo como un fardo.
-Trata de estar quieto -recomendó a su
prisionero, antes de alejarse-. ¡Si no, te las tendrás que
ver conmigo, muchacho!
Después de aquella recomendación,
volvió junto a sus compañeros y se inició de nuevo
la eterna conversación. En cualquier caso, aquélla
llegaba a su fin y la hora de acción iba de nuevo a sonar.
Mientras se hablaba en derredor de Dorick, éste había
colocado el alquitrán en el fuego y pronto, con meticulosos
cuidados, comenzó la fabricación de su ingenio
asesino.
Mientras los cinco miserables se preparaban así
para su crimen, sus destinos se forjaban a sus espaldas. La captura de
Dick había tenido un testigo. Al ir Sand a encontrarle donde,
según lo convenido, debía ser víctima de la
ferocidad del león, asistió a toda la escena.
Había visto cómo capturaban a su compañero,
cómo se lo llevaban, ataban y finalmente tiraban en la segunda
gruta.
Sand se hundió en una terrible
desesperación. ¿Por qué se habían apoderado
de Dick...? ¿Por qué le habían pegado...?
¿Por qué Fred Moore se lo había llevado...?
¿Qué habían hecho de él...? ¿Y si lo
habían matado...? Quizás sólo estaba herido y
esperaba que alguien acudiera en su ayuda.
En ese caso, Sand acudiría. Se lanzó al
asalto de la montaña, trepó como una gamuza hasta la
grupa superior, y descendió por la estrecha galería que
unía ambos sistemas. En menos de un cuarto de hora, llegaba a la
parte inferior de la pendiente, al lugar donde la galería se
ensanchaba para formar el tenebroso vacío horadado en pleno
macizo, en cual Dick había sido encarcelado.
Algo de luz se filtraba por el pasaje que comunicaba
aquel vacío con la caverna exterior. Hasta allí llegaban
igualmente las voces sordas y apagadas de Lewis Dorick y de sus cuatro
cómplices. Sand, comprendiendo la necesidad de prudencia,
aminoró la marcha y se acercó a su amigo con paso de
lobo.
Los grumetes, en su calidad de aprendices marinos,
llevan siempre un cuchillo en el bolsillo. Sand se apresuró a
sacar el suyo y a cortar las ataduras del prisionero. Apenas pudo
moverse, éste, sin decir palabra, corrió hacia la
galería por donde había llegado el salvador. Aquello no
era una broma. Sólo él sabía, gracias a haber
cogido algunas palabras, hasta qué punto resultaba grave la
situación y lo importante que era actuar rápido. Por ello
y sin perder tiempo en vanos agradecimientos, se lanzó hacia la
galería escalando la pendiente a toda prisa, mientras que dejaba
al pobre Sand pisándole los talones sin aliento.
La doble evasión habría resultado
fácilmente un éxito, si la mala suerte no hubiera querido
que a Fred Moore, en aquel preciso instante, se le hubiera ocurrido ir
a echar una ojeada a su prisionero. En la débil luz que llegaba
de la primera galería, creyó ver una forma vaga que se
movía. Por si acaso, se lanzó en su búsqueda y
así descubrió la galería ascendente de la que
hasta el momento no había sospechado su existencia.
Comprendiendo pronto que se la habían jugado y que su prisionero
escapaba, lanzó un furioso juramento y se puso, el tercero, a
escalar la pendiente.
Si los niños llevaban una ventaja de unos
quince metros, Fred Moore poseía, por su parte, largas piernas,
y nada se oponía a que aprovechara tal ventaja, ya que el
pasaje, al menos en su parte inferior, era relativamente amplio. Es
cierto que la profunda oscuridad que le rodeaba constituía un
serio obstáculo para su marcha en aquella galería
desconocida que, por el contrario, Dick y Sand conocían
perfectamente. Pero Fred Moore estaba encolerizado y cuando uno
está encolerizado, no escucha consejos de la prudencia.
Así, corría a cuerpo descubierto entre las tinieblas, con
las manos extendidas hacia delante, y arriesgando romperse la cabeza
con un saliente de la bóveda.
Fred Moore no sabía que tenía a dos
fugitivos delante suyo. No veía absolutamente nada y los
niños se guardaban de hablar. Tan sólo el ruido de las
piedras que rodaban por la pendiente le indicaba que se encontraba en
buen camino y como aquel ruido cada vez se acercara más,
deducía que iba ganando terreno.
Los niños hacían lo que podían.
Se sabían perseguidos y comprendían que se les iba
alcanzando progresivamente. No obstante, no desesperaban. Todos sus
esfuerzos se dirigían a alcanzar aquel estrechamiento de la
galería donde el techo sólo lo sostenía una roca
que el menor choque hubiera hecho tambalear. Más allá, la
galería se hacía más baja y estrecha, lo cual
iría muy bien para su estatura. Podrían continuar
corriendo, mientras que su enemigo se vería en la
obligación de agacharse.
Finalmente alcanzaron aquel estrechamiento, objeto de
sus esperanzas. Doblado en dos, Dick lo franqueó felizmente el
primero. Sand se deslizaba detrás suyo, de rodillas y
apoyándose con las manos, cuando de pronto se sintió
inmovilizado por una mano brutal que agarraba su tobillo.
-¡Ya te tengo, bandido...! -decía al
mismo tiempo una voz furiosa detrás suyo. Fred Moore estaba
realmente enfurecido. Poco le había faltado para romperse la
cabeza, ya que nada le había advertido que la galería
bajaba bruscamente de nivel y se estrechaba en un punto de su
recorrido. Su frente había chocado tan fuertemente contra la
bóveda, que el golpe le había hecho caer medio atontado.
El éxito de su persecución se debió precisamente a
aquella caída; la mano que instintivamente extendió, fue
a dar por suerte en la pierna del fugitivo.
Sand se vio perdido... Se desembarazarían de
él y reemprenderían la persecución de Dick que
sería a su vez alcanzado... ¿Qué harían de
Dick entonces...? Lo encerrarían... ¡Quizás incluso
lo matarían...! ¡Había que impedirlo, impedirlo a
toda costa...!
¿Hizo realmente Sand todos aquellos
razonamientos? Aún más, ¿fue deliberadamente que
adoptó el desesperado medio al que recurrió? No es muy
probable, pues le faltó tiempo para reflexionar, todo el drama,
desde su comienzo hasta su fin no duró más de un
segundo.
Parece como si en nosotros existiera otro ser que, en
ciertas ocasiones, actuara en nuestro lugar. Debe ser el subconsciente
de los filósofos que, de pronto nos permite encontrar, cuando ya
no pensamos más en ello, la solución a un problema que
durante mucho tiempo hemos buscado en vano. Debe ser él quien
gobierna nuestros reflejos y la causa de los gestos instintivos que
pueden provocar las excitaciones exteriores. Finalmente, debe ser
él también quien a veces nos decide de improviso a
realizar unos actos cuyo origen profundo se encuentra en nosotros
mismos, pero que nuestra voluntad no ha decidido aún
formalmente.
Sand sólo tenía una idea clara: la
necesidad de salvar a Dick y de detener la persecución. El
subconsciente hizo lo demás. Sus brazos se extendieron y se
colgaron del inestable bloque que sostenía el techo de la
galería, mientras que Fred Moore, ignorando el peligro, le
estiraba violentamente para atrás.
El bloque se deslizó. La bóveda se
derrumbó, produciendo un sordo ruido.
Al oír aquel ruido, Dick, apresado por una
inquieta sensación, se detuvo en seco aguzando el oído.
No oyó nada más. Todo estaba silencioso de nuevo,
profundo como las tinieblas en las que se había sumergido.
Llamó a Sand, primero en voz baja, luego más alto, y
después más alto aún... Finalmente, como no
obtenía respuesta alguna, volvió sobre sus pasos y
chocó contra un montón de rocas que no dejaban entre
ellas salida alguna. Pronto lo comprendió. La galería se
había derrumbado, Sand estaba allí debajo...
Durante un instante, Dick permaneció
inmóvil; atontado, luego reemprendió su marcha
bruscamente y a toda prisa, y cuando estuvo a la luz del día, se
lanzó por la bajada como un loco.
El Kaw-djer estaba leyendo tranquilamente antes de
meterse en la cama, cuando la puerta de la Gobernación se
abrió con violencia. Una especie de bola de la que salían
gritos y palabras sin articular fue a rodar a sus pies. Pasada la
primera sorpresa reconoció a Dick.
-¡Sand..., gobernador..., Sand...! -gemía
aquél.
El Kaw-djer adoptó una voz severa.
-¿Qué significa esto...?
¿Qué pasa?
Pero Dick no pareció comprender. Tenía
la mirada extraviada, las lágrimas chorreaban por su rostro y de
su pecho jadeante se escapaban palabras incoherentes.
-¡Sand..., gobernador!... Sand... -decía,
estirando al Kaw-djer de la mano como si lo quisiera arrastrar-. La
gruta... Dorick... Moore... Sirdey..., la bomba, cortar la cabeza...
¡Y Sand... aplastado...! Sand... ¡Gobernador...!
¡Sand...!
A pesar de su incoherencia, las palabras eran claras.
Algo insólito había debido suceder en las grutas, algo en
lo que, de un modo u otro, estaban mezclados Dorick, Moore y Sirdey y
cuya víctima había sido Sand. No había que pensar
en sacar de Dick una información más precisa. El
niño, en el paroxismo del espanto, continuaba pronunciando las
mismas palabras qué repetía interminablemente y
parecía haber perdido la razón.
El Kaw-djer se levantó y, llamando a
Hartlepool, le dijo rápidamente:
-Algo ocurre en las grutas... Coja cinco hombres,
provéanse de antorchas y vengan a reunirse conmigo. Dense
prisa.
Luego, sin esperar respuesta, obedeció a la
llamada de la pequeña mano cuya solicitación se
hacía cada vez más acuciante y partió corriendo en
la dirección del cabo. Dos minutos más tarde, Hartlepool,
a la cabeza de cinco hombres armados, se ponía a su vez en
marcha.
Desgraciadamente, en aquella casi completa oscuridad,
el Kaw-djer estaba ya fuera del alcance de su vista. «A las
grutas», había dicho. Y Hartlepool se dirigió hacia
las grutas, es decir, hacia la que él mejor conocía y en
la que había escondido los fusiles hacía tiempo, mientras
que el Kaw-djer, guiado por Dick, se dirigía más hacia el
norte, para rodear la extremidad de la punta y alcanzar, por la otra
vertiente, la de las dos grutas inferiores en donde Dorick había
instalado su cuartel general.
Este había interrumpido su trabajo cuando
oyó la exclamación lanzada por Fred Moore al descubrir la
huida del prisionero y, seguido de sus tres compañeros, se
encaminó hasta la segunda gruta, dispuesto a ayudar a su
camarada que acababa de entrar allí. De todos modos, como Fred
Moore sólo se tenía que ocupar de un niño, no se
retrasó mucho allí y, después de una rápida
ojeada que resultó inútil por la oscuridad, volvió
a reanudar su trabajo.
Pero cuando el trabajo estuvo terminado y como Fred
Moore no había regresado todavía, todos comenzaron a
extrañarse de su prolongada ausencia, iluminándose con
una antorcha, penetraron de nuevo en la gruta, interior, William Moore
a la cabeza, Dorick y detrás de él, Kennedy. Sirdey
siguió a sus camaradas, pero fue para cambiar dé
opinión y dar media vuelta casi al instante: Luego, mientras sus
amigos se aventuraban en la segunda gruta, él salió de la
primera y aprovechando que estaba cayendo la noche, se escondió
en las rocas del exterior. Nada bueno le anunciaba aquella
desaparición de Fred Moore. Preveía desagradables
complicaciones. Además Sirdey estaba muy lejos de ser un genio
de la guerra. La astucia, el engaño, los medios cautelosos y
solapados, ¡perfecto!, pero los golpes no eran asunto suyo.
Preservaba así su preciosa persona muy decidido a no
comprometerse más que a tiro hecho y según el giro que
fueran tomando los acontecimientos.
Mientras tanto, Dorick y sus dos compañeros
descendían por la galería en la que Fred Moore se
había introducido en persecución de Dick y Sand. No
había error posible, ya que la gruta no tenía otra
salida. El que buscaban, tenía que haber salido necesariamente
por allí. Se introdujeron en ella a su vez, pero después
de un centenar de metros, tuvieron que detenerse. Una masa de rocas,
amontonadas unas sobre otras, les impedía el paso. La
galería era un callejón sin salida y ya habían
alcanzado el fondo.
Se miraron ante aquel inesperado obstáculo,
literalmente estupefactos. ¿Dónde diablos debía
estar Fred Moore? Incapaces de responder a aquella pregunta, volvieron
a bajar la pendiente, sin sospechar que su camarada había sido
sepultado bajo aquel montón de escombros.
Llegaron en silencio a la primera gruta, profundamente
turbados por aquel indescifrable misterio. Una desagradable sorpresa
les esperaba allí. En el mismo momento en que ponían
allí el pie, dos formas humanas, las de un hombre y un
niño, aparecieron de pronto en la entrada.
El fuego ardía alegremente y su clara llama
disipaba las tinieblas. Los miserables reconocieron al hombre y
reconocieron al niño.
-¡Dick...! -dijeron los tres a un mismo tiempo,
estupefactos de ver llegar por aquel lado al grumete que, menos de una
media hora antes, había sido encerrado y fuertemente
agarrotado.
-¡El Kaw-djer...! -rugieron después, con
una mezcla de cólera y escalofrío.
Vacilaron durante un instante, luego se impuso la
rabia y William Moore y Kennedy se abalanzaron sobre él con un
mismo movimiento.
El Kaw-djer esperó a sus adversarios a pie
firme, inmóvil a la entrada con su alta silueta vivamente
iluminada por la llama. Aquéllos habían sacado sus
cuchillos. No les dejó tiempo para utilizarlos. Agarrados por la
garganta por unas manos de hierro, el cráneo de uno chocó
fuertemente contra la cabeza del otro. Cayeron juntos sin sentido.
Kennedy había recibido su merecido.
Permaneció extendido, inerte, mientras que William Moore se
levantaba tambaleándose.
Sin fijarse en él, el Kaw-djer dio un primer
pasó hacia Dorick...
Este, enloquecido por la trepidante rapidez de los
acontecimientos, había asistido a la batalla sin tomar parte. Se
había quedado detrás, sosteniendo en la mano su bomba de
la que colgaban algunos centímetros de mecha. Paralizado por la
sorpresa, no había tenido tiempo de intervenir y el resultado de
la lucha le demostraba ahora lo inútil que resultaría una
mayor resistencia. Por el movimiento que hizo el Kaw-djer
comprendió que todo estaba perdido...
Entonces, enloqueció... Una oleada de sangre
subió hasta su cerebro: según la enérgica
expresión popular, se lo llevaron los demonios...
Vencería, al menos una vez en su vida... ¡Si tenía
que morir, el otro también moriría...!
Saltó hasta el fuego y cogió un
tizón que acercó a la mecha, luego, llevando su brazo
hacia atrás, se distendió para lanzar el terrible
proyectil...
Le faltó tiempo para su gesto asesino.
¿Se debió a una torpeza, a un defecto de la mecha o a
alguna otra causa? La bomba estalló en sus manos. De pronto,
resonó una violenta detonación... El suelo tembló.
Las fauces de la gruta vomitaron un haz de fuego...
Después de la explosión, un grito de
angustia respondió fuera. Hartlepool y sus hombres,
habiéndose dado cuenta de su error, llegaban corriendo, justo a
tiempo para asistir al drama. Vieron surgir la llama, dividida en dos
lenguas ardientes por una y otra parte del Kaw-djer a quien el
pequeño Dick aterrorizado tenía agarrado por las
rodillas. Aquél permanecía de pie, inmóvil como el
mármol, en medio de aquel círculo de fuego. Se lanzaron
en ayuda de su jefe.
Pero éste no necesitaba ayuda alguna. La
explosión le había evitado milagrosamente. El aire
desplazado se había separado en dos corrientes que le
habían rozado sin alcanzarle. Pasado el peligro, lo encontraron
inmóvil y en pie como cuando lo habían visto en el
momento de peligro. Detuvo con la mano a los que acudieron en su
ayuda.
-Vigile la entrada, Hartlepool -ordenó con su
voz habitual.
Estupefactos por aquella increíble sangre
fría, Hartlepool y sus hombres obedecieron y una barrera humana
se dispuso a través de la abertura de la gruta. La humareda se
disipaba poco a poco, pero la oscuridad era absoluta, pues el fuego se
había apagado con la explosión.
-Luz, Hartlepool -dijo el Kaw-djer.
Se encendió una antorcha. Penetraron en la
caverna.
En seguida, aprovechando la soledad y la oscuridad,
una sombra se separó de las rocas de la entrada. Ahora Sirdey ya
lo sabia todo. Muerto o apresado Dorick, creía oportuno, en
cualquier caso, ponerse a resguardo. Se alejó lentamente al
principio. Luego, cuando consideró suficiente la distancia,
aceleró su huida. Desapareció en la oscuridad.
Mientras tanto, el Kaw-djer y sus hombres exploraban
el teatro del drama. Allí, el espectáculo era terrible.
Sobre el suelo, manchado de sangre, había por doquier espantosos
restos. Trabajo costó identificar a Dorick cuyos brazos y cabeza
se los había llevado la explosión. Algunos pasos
más allá yacía William Moore con el vientre
abierto. Más lejos, Kennedy, aparentemente sin heridas,
parecía dormir. El Kaw-djer se acercó a este
último.
-Vive -dijo.
Era obvio que el antiguo marinero, medio estrangulado
por el Kaw-djer e incapaz por ello de levantarse, debía su
salvación a aquella circunstancia.
-No veo a Sirdey -observó el Kaw-djer mirando
en derredor suyo-. No obstante, al parecer estaba aquí.
Examinaron meticulosamente en vano la gruta. No
encontraron ningún rastro del cocinero del Jonathan.
Pero bajo el montón de ramas que lo disimulaban, Hartlepool
descubrió el barril de pólvora del que Dorick sólo
había sacado una pequeña parte.
-¡Aquí está el otro barril...!
-exclamó triunfalmente-. Esta es nuestra gente de la vez
anterior.
En aquel momento, una mano cogió la del
Kawdjer, mientras que una débil voz gemía
dulcemente.
-¡Sand...! ¡Gobernador...!
¡Sand...!
Dick tenía razón. No había
acabado todo. Faltaba aún encontrar a Sand, ya que, según
su amigo, estaba mezclado en aquel asunto.
-Guíanos, hijo mío -dijo el
Kaw-djer.
Dick se introdujo en el pasaje interior y, a
excepción de un hombre que se quedó para vigilar a
Kennedy, todo el mundo se introdujo detrás de él.
Atravesaron siguiéndole la segunda gruta, luego subieron la
galería hasta el lugar donde se había producido el
derrumbamiento.
-¡Aquí...! -dijo Dick, señalando
con la mano el amontonamiento de rocas.
Parecía presa de un terrible dolor y su aspecto
extraviado produjo compasión a aquellos hombres fuertes a los
que él imploraba ayuda. Ya no lloraba, pero sus ojos secos
ardían de fiebre y sus labios apenas podían pronunciar
las palabras.
-¿Aquí...? -respondió el Kaw-djer
con dulzura-. Pero hijo mío, ya ves que no podemos avanzar
más.
-¡Sand! -repitió Dick con
obstinación, extendiendo su temblorosa mano en la misma
dirección,
-¿Qué quieres decir, hijo mío?
-insistió el Kawdjer-. Supongo que no pretenderás
decirnos que tu amigo Sand está aquí debajo.
-¡Sí...! -articuló con esfuerzo
Dick-. Antes, se pasaba... Esta tarde... Dorick me cogió... Me
salvé... Dick iba detrás mío... Fred Moore nos iba
a coger... Entonces Sand... hizo que cayera todo... y todo se vino
abajo... encima de él..., ¡para salvarme...!
Dick se detuvo y se echó a los pies del
Kawdjer.
-¡Oh...! Gobernador... -imploró-.
¡Sand...!
El Kaw-djer, vivamente emocionado, se esforzó
en apaciguar al niño.
-Cálmate, hijo mío -dijo
bondadosamente-. ¡Cálmate...! Sacaremos a tu amigo de
aquí, estate tranquilo ¡Vamos!, ¡nosotros manos a la
obra...! -ordeno girándose hacia Hartlepool y sus hombres.
Se pusieron a trabajar febrilmente. Las rocas fueron
arrancadas una a una y echadas a un lado. Felizmente, los bloques no
eran demasiado grandes y sus robustos brazos pudieron moverlos.
Dick, obedeciendo las instrucciones del Kaw-djer, se
había retirado dócilmente a la primera gruta, donde
Kennedy, vigilado por su guardián, iba recobrando la conciencia.
Allí, se sentó sobre una piedra, cerca de la entrada y
con la mirada fija, sin hacer ningún movimiento, esperaba que la
promesa del Kaw-djer fuera cumplida.
Mientras tanto, a la luz de las antorchas, los hombres
trabajaban encarnizadamente en la galería. Dick no había
mentido. Allí debajo había unos cuerpos. Apenas hubieron
levantado las primeras rocas, vieron un pie. No era el pie de un
niño y no podía pertenecer a Sand. Era el pie de un
hombre y de un hombre de alta estatura.
Se apresuraron. Después del pie apareció
una pierna, luego un torso y finalmente el cuerpo de un hombre estirado
boca abajo. Pero cuando quisieron sacar al hombre a la luz, encontraron
una resistencia. Sin duda, su brazo, extendido hacia delante y hundido
entre las piedras, estaba agarrado a algo. Así fue en efecto, y
cuando lograron dejar libre el brazo, vieron que la mano estrechaba el
tobillo de un niño.
Desprendida la mano del tobillo, pusieron al hombre
boca arriba. Reconocieron a Fred Moore. Tenía la cara hecha
papilla y el pecho aplastado; estaba muerto.
Entonces, se pusieron a trabajar aún con mayor
febrilidad. Aquel pie que Fred Moore tenía entre sus crispados
dedos, sólo podía ser de Sand.
Los descubrimientos se sucedieron más
rápidamente, pues la segunda víctima no era tan grande
como la primera.
¿Mantendría el Kaw-djer la promesa que
le había hecho a Dick de devolverle su amigo? Parecía
poco probable, a juzgar por lo que ya habían visto del
desgraciado niño. Sus piernas, contusionadas, aplastadas, con
los huesos rotos, no eran más que deformados colgajos y ello
permitía prever en qué estado iban a encontrar el resto
del cuerpo.
A pesar de sus grandes prisas, los trabajadores
tuvieron que detenerse y tomarse tiempo para reflexionar en el momento
de ocuparse de un bloque mayor que los precedentes que con su enorme
masa aplastaba las rodillas del pobre Sand. Aquel bloque
sostenía a los demás que lo rodeaban, y había que
actuar con prudencia a fin de evitar un nuevo derrumbamiento.
Aumentó la duración del trabajo por
aquella complicación pero, finalmente, centímetro a
centímetro, el bloque fue a su vez retirado...
Los salvadores lanzaron una exclamación de
sorpresa. Había un vacío detrás y Sand
yacía en aquel vacío como en una tumba. Al igual que Fred
Moore descansaba boca abajo, pero las rocas, haciendo un arbotante las
unas contra las otras, habían protegido su pecho. La parte
superior del pecho parecía intacta y si no hubiera sido por el
lamentable estado de sus piernas, habría salido ileso de aquella
terrible aventura.
Lo sacaron con mil precauciones y lo colocaron a la
luz de la antorcha. Sus ojos estaban cerrados, sus labios blancos y
fuertemente apretados, su rostro con una lívida palidez. El
Kaw-djer se inclinó sobre el niño...
Estuvo escuchando durante un largo rato. Si quedaba un
soplo de vida en aquel pecho, éste apenas era perceptible...
-¡Respira...! -dijo finalmente.
Dos hombres levantaron el ligero fardo y descendieron
por la galería en silencio. ¡Siniestro descenso por aquel
camino subterráneo en el que la antorcha fuliginosa
parecía hacer tangibles las tinieblas profundas! La cabeza
inerte se tambaleaba lamentablemente y más lamentablemente
aún las piernas trituradas de las que brotaban gruesas gotas de
sangre.
Cuando el triste cortejo apareció en la gruta
exterior, Dick se levantó sobresaltado y miró
ávidamente. Vio las piernas muertas, el rostro
exangüe...
Entonces, por sus ojos desorbitados pasó una
mirada de agonía y, lanzando un ronco grito, se desplomó
en el suelo.
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