Los náufragos del
“Jonathan”
Tercera parte - Capítulo IV En
las cuevas
Cuando el Kaw-djer salió de la
Gobernación, la tormenta se había apaciguado ya. Ya no
llovía. Las nubes se disipaban ante el sol que surgía del
mar, dorando Liberia con sus rayos oblicuos.
El Kaw-djer miró alrededor suyo. No vio a
nadie. Como cada día, él era el primero en abandonar el
sueño.
Aspirando profundamente el aire matinal, avanzó
algunos pasos por la plaza, transformada por la tormenta en un lago de
lodo. La puerta entreabierta del Tribunal atrajo enseguida su
atención. Sin conceder demasiada importancia a aquella
negligencia, se acercó a la puerta con la intención de
cerrarla. Entonces vio que había sido forzada y aquello le
sorprendió en gran manera. ¿Cuál era el sentido de
aquel forzamiento? ¿Había gente tan desprovista de todo
que el miserable contenido de aquella sala hubiera sido capaz de
tentarle?
El Kaw-djer empujó la puerta y ya desde la
entrada, vio el tonel. Al principio no lo comprendió muy bien,
pero pronto un rápido examen le informó. Aquella
pólvora esparcida..., aquella mecha -tres cuartos de ella
consumidos- que corría por el suelo de madera... Nada
podía llevarle a error: habían querido hacerle saltar, y
con él, la Gobernación.
Aquel descubrimiento le sumió en la
estupefacción. ¡Vaya! ¡Existían colonos que
le odiaban hasta aquel punto...! Luego reflexionó, pensó
quiénes podían ser los autores de semejante atentado.
Ciertamente, no se encontraba en situación de acusar a nadie.
Pero sin embargo, conocía demasiado bien a la población
de la ciudad, para que las sospechas se pudieran extraviar fuera de
círculo bastante restringido. ¿Ferdinand Beauval a pesar
de sus nuevas funciones...? Acaso fuera posible. ¿Lewis
Dorick...? Más probablemente, en todo caso, alguien que siguiera
sus mismos pasos.
El Kaw-djer dio la vuelta a la sala con la mirada y
apreció el agujero practicado en el tabique. La aventura se
presentaba con nitidez. Habían robado aquel tonel del
almacén, lo habían llevada hasta donde se encontraba
ahora y luego el culpable había huido después de haber
encendido la mecha que debía provocar la deflagración de
la pólvora... Pero, contrariamente a los deseos del criminal, la
explosión no se había producido. La mecha, después
de haber ardido dos tercios de su longitud, se había apagado por
el contacto con un charco de agua que recubría su último
tercio.
¿De dónde procedía aquella agua?
El Kaw-djer no tuvo más que levantar la cabeza para saberlo.
Procedía del cielo, por una fisura del tejado, a través
del techo hecho de planchas apenas unidas. Se podían apreciar
rastros de humedad entre dos láminas de metal separadas. El agua
había caída desde allí gota a gota, hasta formar
aquel charco que había opuesto al fuego una barrera
infranqueable.
El Kaw-djer no pudo reprimir un escalofrió no
tanto por él, como por quienes también habitaban en la
Gobernación, es decir, por Hartlepool que había elegido
allí su domicilio con los dos niños adoptivos, y por los
hombres de guardia de la noche precedente. Sus vidas no habían
dependido más que de una circunstancia fortuita: la tormenta que
había estallado en los primeros resplandores del alba. Todos
estarían ya muertos en aquel momento.
Después de aquellas reflexiones, el Kaw-djer
juzgo oportuno mantener en secreto aquella tentativa abortada. No
tenía ninguna necesidad de aumentar su popularidad y,
examinándolo bien, más valía no turbar la paz de
la población.
Cerrando la puerta tras él, fue a despertar a
Hartlepool, a quien condujo al Tribunal y puso al corriente de los
acontecimientos. Hartlepool se quedó aterrado. Al igual que su
jefe, tampoco él podía designar a los culpables, pero, al
igual que él, tampoco dudaba de los nombres de quienes era
lógico sospechar.
Habiendo resuelto no divulgar aquel asunto, el
Kaw-djer tenía que tapar la abertura del tabique sin ayuda de
nadie. Hartlepool fue a buscar los materiales necesarios, mientras que
el Kaw-djer transportaba el barril de pólvora al lugar que
ocupara anteriormente en el almacén.
Pudo así comprobar que había
desaparecido otro de los toneles. Contando el que había
encontrado en la sala del Tribunal, no quedaban más que cuatro,
en lugar de cinco. ¿Qué querrían hacer con aquella
pólvora? Nada bueno, sin duda. No obstante, ésta no
podía ser utilizada por la carencia de todo tipo de arma de
fuego y los ladrones debían pensar que sería imposible
llevar a cabo otra tentativa semejante a la que un azar favorable
acababa de hacer fracasar.
Cuando Hartlepool estuvo de regreso, los dos
albañiles improvisados volvieron a colocar en su sitio el trozo
de madero cortado por Kennedy, luego llenaron el vacío tal y
como estaba anteriormente, con gravas mezcladas en argamasa. Pronto no
quedó rastro alguno del atentado. Sólo entonces el
Kaw-djer se retiró a su casa, haciéndose seguir de
Hartlepool a quien informó de la desaparición de un
segundo barril de pólvora.
El asunto merecía ser tenido en
consideración. Si los culpables se habían apoderado de
aquella pólvora, es que pensaban repetir su tentativa y, por
tanto, convenía reflexionar acerca de los medios para protegerse
contra ellos.
Después de que la cuestión hubiera sido
examinada bajo todos sus aspectos, se convino definitivamente que el
atentado no sería divulgado y que se actuaría con
prudencia para no llamar la atención. En primer lugar,
resolvieron aumentar las fuerzas de policía, de cuarenta hombres
a sesenta, en espera de hacer algo mejor si había necesidad de
ello ulteriormente. Por el momento, habría qué
contentarse con ocho guardias suplementarios, ya que sólo se
poseían en reserva ese número de armas de fuego; pero se
llegó al acuerdo de que el Kaw-djer mandaría traer
doscientos fusiles nuevos, para prevenirse en el futuro contra toda
eventualidad. En Liberia se habían creado ya intereses
considerables que aumentaban día tras día. Se
imponía estar en situación de defenderlos en caso de
necesidad.
Se convino además que los hombres
montarían en lo sucesivo sus guardias al aire libre y no en el
puesto de policía. Se relevarían de dos en dos y durante
su guardia harían la ronda alrededor de la Gobernación,
que así se encontraría a cubierto de cualquier
sorpresa.
El Kaw-djer no creyó oportuno adoptar por el
momento otras medidas, pero Hartlepool se prometió in
petto completarlas, rodeando a su jefe de una protección
tan vigilante como discreta.
No había que contar con descubrir a los
culpables, sin poner a la ciudad en ebullición. No habían
dejado rastro alguno y sólo les hubiera desenmascarado el
descubrimiento del barril de pólvora robado. Pero para encontrar
aquel barril se habrían impuesto innumerables indagaciones y
éstas habrían, causado una conmoción que el
Kaw-djer quería evitar a toda costa.
Arregladas así las cosas, la vida volvió
a tomar su rumbo normal. Transcurrieron los días uno tras otro,
borrando el recuerdo de un incidente al que el tiempo restaba la
importancia del principio y que la nueva organización
hacía imposible repetir.
Al menos, el Kaw-djer dejó muy pronto de pensar
en ello. Tenía otras preocupaciones en la cabeza. Arrastrado por
su obra como por una tormenta, gozaba de la sublime embriaguez de los
creadores. Su cerebro sobrecargado elaboraba sin cesar nuevas empresas
y aún no había terminado con la ejecución de un
proyecto que ya pasaba al siguiente.
Ni siquiera había esperado que la estacada del
futuro muelle estuviera terminada, para concebir otros sueños.
Uno de ellos, con posibilidades seguras de realización,
consistía en utilizar una caída del río situada a
algunos kilómetros en su parte superior, para establecer
allí una estación eléctrica que distribuyera por
todos sitios luz y fuerza. ¡Liberia iluminada por la
electricidad...! ¿Quién hubiera podido prever aquello dos
años antes?
Sin embargo, aquél no era el proyecto que
más apasionaba al Kaw-djer. Soñaba con otro aún
más grandioso. Ciertamente, resultaba de gran utilidad iluminar
Liberia, pero era tan sólo útil a una fracción muy
restringida de la humanidad y, por otro lato, la empresa presentaba tan
pocas dificultades qué se la podía considerar como una
simple distracción. La obra que realmente le apasionaba era
más general y de grandes magnitudes. Era de interés
para toda la humanidad.
Fue en lo primero en que pensó cuando
naufragó el Jonathan. El Kaw-djer recordaba que cuando
se oyeron en la noche los primeros cañonazos, había
encendido un fuego en la cima del cabo de Hornos. Pero aquello no fue
más que un recurso provisional, y después al igual que
antes, nada advertía del peligro a los navíos. En efecto,
la agonía del Jonathan no había sido más
que una de las innumerables escenas del drama que constantemente tiene
lunar en aquellos parajes. Centenares de buques, doblan, en medio de
tormentas, la punta extrema de América. Menos afortunados que el
Jonathan carecen del fuego que les guíe y, muy a
menudo, cubren con sus restos los arrecifes del archipiélago.
Muy distintas serían las cosas si cada tarde al ponerse el sol
se encendiera un faro. Los buques, prevenidos a tiempo, se
harían mar adentro y así se evitarían multitud de
naufragios.
Desde que el Kaw-dler había pisado el cabo
Hornos, no había transcurrido un solo día en que no le
tentara aquella gran obra En todo caso, desconocía las
dificultades, y durante mucho tiempo había pensado en ello como
en una quimera. irrealizable. Pero en el presente las cosas eran
distintas. Gobernador de un Estado en vías de rápida
ascensión, podía emplear a un número casi
ilimitado de trabajadores. La quimera dejaba de ser irrealizable.
Por otro lado, la cuestión del dinero,
planteada antaño como un grave problema, estaba ya resuelta. En
efecto, no había ninguna duda de que el Kaw-djer tenía a
su disposición considerables recursos puesto que él
había podido dar al Estado hosteliano los adelantos que
habían permitido su desarrollo. Durante mucho tiempo
había rehusado sacar algo de todas aquellas riquezas cuya
existencia había voluntariamente olvidado, pero ahora que, por
primera vez, las había utilizado, sus repugnancias, no
tenían ya razón de ser. El sacrificio estaba hecho; no
había motivo alguno para no seguir haciendo lo que ya
había hecho.
Por lo demás, la creciente prosperidad
permitiría muy pronto al Estado hosteliano comenzar con la
devolución de los adelantos que el creador le había
concedido. Pero no iba a utilizar aquel capital a la manera de un
burgués. No iba a atesorarlo, él, que profesaba por el
dinero tal desdeñoso desprecio. ¿Qué mejor uso
podía hacer de él que utilizarlo para la
construcción de un faro en la cima del trágico
promontorio sobre la ruda corteza contra la que tantos navíos se
aplastaban?
No obstante, quedaba una grave dificultad. Si la isla
Hoste era libre, la isla Hornos continuaba siendo chilena. Pero
quizás aquella dificultad no fuera insuperable. Posiblemente
Chile consintiere en abandonar sus derechos sobre aquel peñasco
incultivable, teniendo en cuenta el uso que el nuevo posesor se
comprometía a hacer de él. Como mínimo,
convenía intentar aquella negociación. Y fue ello; por lo
que el primer navío que partió, se llevó consigo
una nota oficial sobre este asunto dirigida por el gobernador del
Estado hosteliano a la República de Chile.
Mientras el Kaw-djer se absorbía así en
su obra, él peligro que él ya olvidara, continuaba
suspendido sobre su cabeza. Los autores del atentado habían
permanecido en la sombra. Impunes y teniendo todavía en su
posesión el barril de pólvora que entre sus manos
constituía la más terrible de las amenazas, vivían
libremente confundidos entre la multitud de colonos.
Si el Kaw-djer no se hubiera prohibido, desde el
principio, proceder a una investigación, quizás
habría cogido a los culpables; pero justificó con el
miedo a provocar disturbios en la población de Liberia, su
repugnancia ante toda medida policial que subsistía en el fondo
de su corazón como un viejo resto de sus antiguas ideas
libertarias. El barril de pólvora no estaba lejos, en efecto; la
mañana misma del atentado, Dorick y Kennedy lo habían
transportado a una de las grutas de la punta del Este que el Kaw-djer
tenía que conocer, puesto que fue en una de ellas donde
Hartlepool había depositado antaño la reserva de
fusiles.
Quizá no se haya olvidado que había tres
grutas: dos en la parte inferior de las cuales una, abriéndose
hacia la vertiente sur, comunicaba con la segunda que penetraba en
pleno corazón de la montaña, y otra, en la parte
superior, situada unos cincuenta metros más arriba, que se
abría por el contrario hacia la vertiente norte y, por
consiguiente, dominaba toda Liberia. Una estrecha fisura unía
los dos sistemas. Aquella fisura, practicable a pesar de su fuerte
inclinación, presentaba hacia el centro de su recorrido un
estrechamiento que obligaba a trepar durante algunos metros, si
cuidadosamente se evitaba tocar e incluso rozar un inestable bloque que
en aquel punto era el único soporte de la bóveda, y cuya
caída habría podido provocar una catástrofe.
Antaño, Hartlepool había colocado los
fusiles en la gruta superior. Dorick y Kennedy habian transportado la
pólvora a una de las dos grutas inferiores.
Ni siquiera habían estimado conveniente
disimularla en la primera, horadada en pleno macizo un capricho de la
naturaleza. Después de haber examinado rápidamente
aquélla sin apreciar la suya que se proyectaba hasta la otra
vertiente una altura superior, se contentaron con esconder el barril
bajo un montón de ramas, dejándolo en la primera gruta,
donde, por una alta y ancha arcada, el aire y la luz penetraban a
raudales.
Grande había sido su sorpresa, cuando, al
volver de su expedición la mañana del 27 de febrero
habían comprobado que la Gobernación seguía
todavía en pie. Mientras se alejaban de la ciudad para
desembarazarse del barril, y luego cuando volvían, habían
esperado la explosión segundo tras segundo. Como sabemos,
aquella explosión no iba a producirse, y los dos malhechores
llegaron. a sus domicilios respectivos sin que nada insólito
hubiera sucedido.
Resultaba incomprensible.
Fuera cual fuese su curiosidad, los culpables no se
apresuraron a satisfacerla. El fracaso de su tentativa justificaba
todos los temores y su único objetivo, al principio,
consistió en pasar inadvertidos. Se mezclaron con los
demás trabajadores, se esforzaron por evitar todo lo que hubiera
sido susceptible de atraer la atención sobre ellos.
Sólo por la tarde se atrevió Lewis
Dorick a pasar por delante de la Gobernación. Lanzó de
lejos una rápida ojeada hacia el Tribunal y vio al cerrajero
Lawson reparando la puerta forzada. Lawson no parecía conceder a
su trabajo una importancia particular. Le habían dicho que
pusiera una cerradura nueva y él la ponía; eso era
todo.
La tranquilidad de Lawson no calmó en absoluto
a Dorick. Si reparaban la puerta, es que se habían dado cuenta
de que había sido forzada. Por, consiguiente, necesariamente
tenían que haber descubierto el barril de pólvora y la
mecha consumida. ¿Quién había hecho el
descubrimiento? Dorick no lo sabía. Pero no cabía ninguna
duda de que un acontecimiento tan grave habría sido dado a
conocer de inmediato al gobernador, de lo que con razón
concluía que se tomarían medidas, que se ejercería
una rigurosa vigilancia y, sabiéndose culpable, se estimo en
gran peligro.
Una noción más justa de las cosas le
devolvió sangre fría. Después de todo, nada
podía probar su culpabilidad. Como mucho, se sospecharía
de él, pero las sospechas no permiten detener a la gente, ni
meterla en la cárcel y menos aún condenarla. Para todo
eso se necesitan pruebas. Y no existiría ninguna prueba contra
él mientras sus cómplices guardaran silencio.
Aquellas tranquilizantes reflexiones no le impidieron
experimentar una violenta emoción cuando, al acabar el
día, se encontró de imprevisto cara a con el Kaw-djer
que, como de costumbre, iba a vigilar los trabajos del puerto. Este
ofrecía su aspecto habitual y, al verle, ¡nadie
habría adivinado que algo insólito hubiera sucedido!
Aquella calmó resultó para Dorick más espantosa
que la cólera. Se dijo que, para estar tan pacífico, el
gobernador debía tener la certeza de echar mano a los culpables.
Temblando, fingió absorberse en su trabajo, evitó alzar
los ojos hacia el Kaw-djer, cuya mirada no habría podido
soportar. Si éste le hubiera hablado, el miserable se
habría traicionado.
Pero volvió a adquirir confianza al comprobar
que el Kaw-dier no le dirigía la palabra. Aquella confianza no
hizo más que crecer a medida que transcurrieron los días.
Sin llegar a comprenderlo, comprobaba que nada había cambiado en
la ciudad aun cuando era seguro que se habían enterado del
atentado tal y como demostraban las modificaciones realizadas en la
guardia de noche.
De todos modos, predominó el miedo durante
mucho tiempo. Durante quince días, los cinco cómplices se
evitaron y llevaron una vida ejemplar que habría sido suficiente
para hacerles sospechosos a observadores más atentos.
Transcurridas aquellas dos semanas, empezaron a envalentonarse. Al
principio intercambiaron algunas palabras de paso, finalmente,
persistiendo la seguridad que les daba coraje, reemprendieron sus
paseos del atardecer y sus antiguos conciliábulos.
Como su tranquilidad aumentara día a
día, no tardaron en aventurarse a ir a la gruta donde el barril
de pólvora se hallaba escondido. Lo encontraron tal y como lo
habían dejado y eso acabó por tranquilizarles.
Poco a poco, la caverna se convirtió en el
objetivo cotidiano de sus paseos. Un mes después de su tentativa
abortada, se reunían allí todas las tardes.
Siempre trataban el mismo tema. Las causas de su
descontento no habían cambiado lo más mínimo. Sus
vidas permanecían igual que antes del atentado. Como todo el
mundo, continuaban sometidos a la ley del trabajo y, en el fondo, era
eso lo que les exasperaba a pesar de sus grandilocuentes diatribas.
Se excitaban recíprocamente con incesantes
recriminaciones, y así fueron olvidando gradualmente su fracaso,
para comenzar la búsqueda de los medios que lo reparasen.
Finalmente, aumentando sin cesar su rabia impotente, llegó el
día en que estuvieron maduros para un nuevo acto de
revuelta.
Aquel día, el 30 de marzo, los cinco
compañeros habían abandonado Liberia por separado, y,
como de costumbre, se habían reunido a cierta distancia de la
ciudad. Estaba ya todo el grupo reunido, cuando llegaron al lugar
habitual de sus sesiones.
Habían recorrido el camino en silencio. Dorick,
sin haber abierto la boca, parecía perdido entre sus
meditaciones; los otros imitaban su mutismo. Y al igual que los labios,
sus caras también estaban contraídas. La tormenta estaba
en el ambiente. Pensamientos de odio hinchaban sus almas
resentidas.
Dorick hizo un gesto de escalofrío al penetrar
el primero en la gruta. Un fuego ardía cerca de la entrada.
Alguien había estado allí y la llama, aún clara
demostraba que había transcurrido muy poco tiempo desde la
salida del intruso.
¡Un fuego...! Dorick pensó de inmediato
en la pólvora. Si se hubiera hecho el fuego algunos metros
más lejos, el imprudente que la había encendido,
habría saltado irremediablemente. ¡Qué peligro le
había rozado, sin saberlo!
Dorick corrió hacia el barril... No, no lo
habían descubierto... Seguía debajo del montón de
ramaje del que sólo habían cogido unas cuantas ramas para
hacer el fuego que chisporroteaba alegremente.
Mientras tanto, Kennedy fue a ver la segunda gruta
iluminándose con una de las ramas que ardían. Pronto
volvió a salir tranquilizado. No había nadie.
Decididamente, el visitante desconocido se había marchado.
Transmitida la noticia a sus compañeros,
esparció con el pie el fuego que, a pesar de encontrarse lejos
de la pólvora, no dejaba de constituir un peligro. Pero Dorick
le detuvo y reuniendo los tizones dispersados, reconstituyó el
fuego avivándolo con nuevas ramas, mientras sus
compañeros lo miraban con sorpresa.
-Camaradas -dijo levantándose-, ya no puedo
más... Ahora mismo me acabo de decidir por la acción...
Lo que hemos visto, me confirma en mi proyecto... Ha venido alguien
aquí... Es una razón para darse prisa, porque pueden
volver y lo que ayer no encontraron, lo pueden encontrar
mañana.
La voz de Dorick era febril, sus palabras, jadeantes,
sus gestos, violentos. Era evidente que ya no podía más,
tal y como estaba diciendo.
A excepción de Sirdey que permaneció
impasible, los demás dieron muestras ruidosas de
aprobación.
-¿Y cuándo haremos la operación?
-preguntó Fred Moore.
-Esta misma noche... respondió Dorick.
Haciendo resaltar cada palabra, como un hombre
dominado por sus nervios, añadió:
-Lo he pensado mucho... Ya que no tenemos armas, me
fabricaré una... Una bomba... Esta misma tarde... Comprimiendo
en capas sucesivas pólvora y entre telas mojadas en
alquitrán... Por eso necesito fuego..., para fundir el
alquitrán... cierto que mi bomba no será como los
ingenios perfeccionados de relojería o de inversión...
Pero se hará lo que se pueda... Yo no soy un químico...
Pero salga como salga, producirá un efecto... Una mecha la
atravesará de parte a parte... La mecha durará treinta
segundos... Ya he hecho la prueba; Justo el tiempo para encenderla y
lanzarla.
A pesar suyo, el extraño aspecto de Dorick les
impresionó. Su mirada era ardiente y, en cierta medida,
extraviada. ¿Se había vuelto loco Lewis Dorick?
No, no estaba loco, o al menos no lo estaba en el
sentido patológico de la palabra. Si en aquel momento
ascendía a sus labios toda su vida amargura y de envidia, que
proporcionaba a su actitud aquella febrilidad, tenía sin embargo
la lucidez que un hombre, convertido en presa del furor, puede
conservar.
-¿Quién lanzará la bomba?
-preguntó Sirdey con frialdad.
-Yo -respondió Dorick.
-¿Cuándo?
-Esta noche... Hacia las dos, iré a llamar
á la Gobernación... El Kaw-djer vendrá a abrir...
En cuanto lo oiga, encenderé la mecha... Ya estaré
preparado... Cuando la puerta esté abierta, lanzaré la
bomba en el interior...
-¿Y tú?
-Tendré tiempo para salvarme... De todas
formas, si hay que saltar, saltaré, y todo habrá
terminado.
Todo el grupo guardó silencio. Se miraban con
estupor, espantados con el proyecto de Dorick.
-En ese caso -dijo Sirdey con calma-, no nos
necesitas.
-No necesito a nadie -replicó violentamente
Dorick-. Los cobardes pueden marcharse si quieren.
Aquella palabra fustigó el amor propio.
-Yo me quedo -dijo Kennedy.
-Yo también -dijo William Moore.
-Yo también -dijo Fred Moore.
Sólo Sirdey no dijo nada.
Las voces habían subido de tono poco a poco.
Sin darse apenas cuenta, se había llegado a un tono de disputa.
A pesar de la advertencia del fuego que habían encontrado
encendido, nadie había sospechado que pudiera haber en las
proximidades personas a la escucha que recogieran aquellas palabras
imprudentes.
Y realmente había allí gente, aunque
sólo una y de tamaño demasiado reducido para inspirar
temor, incluso conociendo su presencia. Quien estaba a la escucha, de
modo por lo demás completamente involuntario, no era otro que
Dick y, en efecto, cinco robustos hombres no tenían nada que
temer de un niño.
El 30 de marzo, día de permiso, Dick y Sand
habían abandonado la ciudad de buena mañana, teniendo por
objetivo las grutas que tan frecuentemente habían hecho resonar
con sus juegos tiempo atrás. La infancia es caprichosa. Las
diversiones que ama con la mayor pasión, las abandona
súbitamente un buen día para, pasado el cansancio,
volverlas a practicar de repente, cuando otras distracciones han dejado
ya a su vez de complacerle. Las grutas habían sido abandonadas
después de tener su éxito. Ahora volvían a estar
de moda.
Andando con paso ligero, Dick y Sand trataban la
importante cuestión del juego al que se iban a dedicar aquel
día. Más exactamente y como era ya costumbre, era Dick
quien lo formulaba con la autoridad de los ucases, mientras que Sand lo
iba grabando en su mente con aire sumiso.
-Amigo mío -pronunció Dick, cuando
hubieron pasado de largo las últimas casas-, te voy a proponer
algo bueno.
Sand, seducido, afinó los oídos.
-Vamos a jugar al restaurante.
Sand aprobó con la cabeza. Pero, en realidad,
hay que confesar que no comprendía.
-¡Anda, mira esto! -anunció triunfalmente
Dick
-¡Cerillas...! -exclamó Sand maravillado
por tan prodigioso juguete.
-¡Y esto...! -prosiguió Dick sacando con
fuerzo de su bolsillo la media docena de patata que había metido
a la fuerza antes de partir.
Sand aplaudió.
-Así pues -decretó Dick, dominante-,
tú serás el patrón del restaurante. Yo seré
el cliente.
-¿Por qué...? -preguntó Sand con
inocencia
-¡Porque sí...! -respondió
Dick.
Ante tal perentorio argumento, a Sand no le quedaba
más que aceptar. Por ello, cuando estuvieron los dos en la
gruta, las cosas sucedieron tal y como las había dispuesto su
tiránico compañero. En un rincón había un
montón de ramas cuya procedencia se ignoraba. Algunas de
aquellas ramas se transformaron pronto en un magnífico fuego y
las patatas comenzaron a cocerse.
Cuando estuvieron cocidas, empezó realmente el
juego. Sand desempeñaba magníficamente el papel de
patrón de restaurante y Dick no lo hizo peor en el de cliente de
paso. Se tendría que haber visto con qué desenvoltura
entró en la gruta, -pues, claro está, había vuelto
a salir para aumentar la verosimilitud-, con qué
distinción se sentó en el suelo ante la ilusión de
una mesa, con qué autoridad pidió todos los manjares que
le venían a la cabeza. Pidió huevos, jamón, pollo,
corned beef, arroz, pudding y muchas otras cosas
más. Gracias a Dios, el cliente podía mostrarse exigente
impunemente. Jamás se había visto restaurante tan bien
guarnecido. El dueño del restaurante tenía de todo. Fuera
cual fuera el pedido, respondía sin vacilar con
«¡Aquí está, señor!»,
presentando al punto los manjares indicados que eran, en efecto, no
cabía duda alguna, huevos, jamón o pollo, aun cuando un
observador superficial las hubiera podido confundir con simples
patatas.
Desgraciadamente, no existe cocina alguna tan
maravillosamente guarnecida que no se agote, como no existe apetito tan
grande que no acabe por ser saciado. Por una sorprendente coincidencia,
aquellos se produjeron a un mismo tiempo y un fenómeno no menos
maravilloso fue el que se produjo en el preciso momento en que ya no
quedaba ni una sola patata más.
Sand experimentó una gran pena al hacer aquella
desoladora comprobación.
-¡Te las has comido todas...! -suspiró
con aire decepcionado.
Dick se dignó a explicarle.
-Pues claro, el cliente soy yo... -respondió
como si la cosa estuviera clara por sí sola-. ¡No se va a
comer el patrón su mercancía!
Pero esta vez, Sand no pareció convencido.
-Mientras tanto, no ha habido nada para mí
-hizo notar todo confuso.
Dick se lo tomó muy mal.
-¡Bueno, ahora sólo tienes que decir que
soy un glotón! Y luego ¡porras!, no juego más
¡y ya está!
-¡Dick...! -imploró Sand, aterrado por
aquella amenaza.
No hizo falta nada más. Dick renunció de
inmediato a sus proyectos de venganza.
-Bueno -dijo con aire magnánimo-, yo
seré el patrón... Ahora te toca a ti hacer de
cliente.
El juego se organizó según aquel nuevo
programa. Fue Sand quien salió de la gruta y volvió a
entrar, sentándose en el suelo delante de la mesa imaginaria.
Terminada la presentación Dick se acercó a su cliente
extasiado, presentándole una piedra.
Pero Sand, cuya inteligencia era menos viva, no
comprendió de momento y miró la piedra con aire
atontado.
-¡Animal...! -explicó Dick-. Es la
nota.
-Yo no he comido nada -objetó Sand,
indignado
-Puesto que no hay nada más..., no queda
más que pagar la cena... ¡En un restaurante hay que
pagar...! Tú me dirás: «Camarero, tráigame
la nota por favor». Yo te diré: « ¡Aquí
está, señor!» Tú dirás: «Muy
bien, camarero, un centavo por la cena y un centavo para usted. Yo
diré: «Gracias, señor». Y tú me
darás dos centavos.
Todo sucedió conforme a aquel lógico
plan. Sand puso el tono necesario para decir: «Camarero,
déme la nota, por favor» y Dick exclamó con tanta
perfección«¡Aquí está,
señor!», que se le habría tomado por un
auténtico camarero. Era como para confundirse. Sand, encantado,
le dio los dos centavos.
De todos modos, una reflexión vino a estropear
sus deleites.
-¡Eres tú el que se ha comido las
patatas, y yo quien las paga! -dijo un poco melancólicamente
Dick no hizo ademán de haberle oído. No
obstante, le había oído perfectamente. Prueba de ello es
que enrojeció hasta las orejas.
-Compraremos un regaliz en el bazar Rhodes
-prometió para tranquilizar su conciencia.
Luego, con mucha política y con el fin de
cortar rápidamente con el incidente:
-Vamos a jugar a otra cosa -declaró.
-¿A qué? -preguntó Sand.
-Al león -decidió Dick, quien, sin
vacilar, concedió el mejor papel. Tú serás un
viajero. Yo soy un león. Ahora sales fuera y luego entras en la
gruta para descansar y yo saltaré sobre ti para comerte.
Entonces gritas: «¡Socorro...!» Entonces, yo me
iré y volveré corriendo. Seré un cazador y matare
al león.
-¡Pero si tú eres el león!
-objetó Sand no sin una cierta lógica.
-No, seré un cazador.
-Entonces, ¿quién me comerá?
-¡Bestia...! Yo, cuando sea león.
Sand se sumergió en profundas reflexiones,
mirando a su compañero con aire ensoñador. Este
interrumpió sus pensamientos.
-No hace falta que lo entiendas -dijo-. Vete, luego
vuelves. El león te espiará en las rocas... Tienes
tiempo... Por lo menos media hora... El león soy yo, ya sabes...
Así que estaré al acecho... Un león no está
dos minutos al acecho... Sube por la galería hasta la gruta de
arriba y vuelves por fuera..
Pero no desconfíes, entiendes, no temas nada...
Sólo cuando oigas el rugido del león...
Dick lanzó un rugido aterrador.
Sand ya se había marchado. Subió por la
galería y enseguida descendería dócilmente para
hacerse devorar por el león.
-Mientras se alejaba su compañero, Dick se
agazapo entre las rocas. Tenía que esperar media hora, o no le
pareció mucho tiempo. Era el león. Así pues, tal y
como había observado con detalle, un león debe saber
estar al acecho con paciencia. Por nada del mundo habría dejado
ver la punta de su carita y, concienzudamente, lanzaba de vez en
cuando, aunque estuviera solo, pequeños rugidos, preludio del
grande, del terrible, que estallaría cuando el león
devorara al desgraciado viajero.
Fue interrumpido en sus ejercicios preparatorios.
Varias personas escalaban la pendiente de la montaña. Dick,
absolutamente convencido de que era un auténtico león,
permaneció oculto, pero su transformación en el rey del
desierto no le impidió reconocer al pasar a Lewis Dorick, a los
hermanos Moore, a Kennedy y a Sirdey. Dick hizo una mueca. No le
gustaba nada toda aquella gente y, particularmente Fred Moore que
él consideraba como su enemigo personal.
Los cinco hombres desaparecieron en la gruta, gran
cólera de Dick que oyó sus exclamaciones de sorpresa
cuando descubrieron el fuego.
«La gruta no es suya», murmuró
entre dientes. Pero otras palabras llegaron hasta él y le
hicieron agudizar los oídos. Hablaban de la pólvora, de
la bomba y esta última palabra que no entendía bien, la
mezclaban con los nombres del gobernador y de Hartlepool.
Quizás estaba demasiado lejos y oía
mal... Se aproximó con precaución a la entrada de la
gruta, hasta un lugar donde podía oír con nitidez todo lo
que se estaba diciendo allí.
Alguien estaba hablando en aquel preciso momento. Dick
reconoció la voz de Sirdey.
-¿Y luego...? -preguntó el antiguo
cocinero, que seguía desempeñando el papel de
crítico de Dorick
-¿Luego...? -repitió Dorick en tono
interrogativo.
-Sí... -prosiguió Sirdey-. Tu bomba no
será como el barril. No tendrás la pretensión de
matarlos a todos... Cuando hayas hecho saltar al Kaw-djer,
quedarán Hartlepool y los hombres de guardia.
-¡Qué importa...! -respondió
Dorick con violencia. No les tengo ningún miedo... Con la cabeza
cortada, el cuerpo no sirve para nada.
¡Matar...! ¡Cortar la cabeza del
gobernador...! Dick, que de pronto se había puesto serio,
escuchaba temblando aquellas terribles palabras.
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