Imagen que identifica al sitio Nombre del sitio Proponer un intercambio de vínculos
Línea divisoria
Página de inicio

Imagen de identificación de la sección


Los náufragos del “Jonathan”
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Primera parte
(click encima para ver el contenido del volumen)
Segunda parte
(click encima para ver el contenido del volumen)
Tercera parte
Indicador Primeras medidas
Indicador La ciudad naciente
Indicador El atentado
Indicador En las cuevas
Indicador Un héroe
Indicador Durante dieciocho meses
Indicador La invasión
Indicador Un traidor
Indicador La Patria Hosteliana
Indicador Cinco años después
Indicador La fiebre del oro
Indicador El saqueo de la isla
Indicador Una jornada triste
Indicador La abdicación
Indicador ¡Solo!

Los náufragos del “Jonathan”
Tercera parte - Capítulo II
La ciudad naciente

Inmediatamente, el Kaw-djer organizó el trabajo. Fueron aceptados los brazos de todos aquellos que se ofrecieron que, hay que decir, fue la inmensa mayoría de colonos. Divididos por equipos bajo la autoridad de contramaestres, unos comenzaron una carretera que debía unir Liberia con el Bourg Neuf, otros se dedicaron al traslado de casas desmontables que hasta entonces se habían edificado de modo arbitrario y, por tanto, se trataba de disponerlas de una manera más lógica. El Kaw-djer indicó los nuevos emplazamientos, unos paralelamente y otros en parte opuesta a la antigua vivienda de Dorick que ya empezaba a levantarse más o menos en el lugar ocupado anteriormente por el «palacio» de Beauval.

Desde el principio, se presentó una dificultad. Para todos aquellos trabajos, se necesitaban herramientas. Los emigrantes que, por una u otra causa, habían tenido que abandonar sus explotaciones del interior, no se habían tomado el trabajo de llevarse sus herramientas. Tuvieron que ir a buscarlas; así pues el primer trabajo de la mayor parte de trabajadores fue procurarse los instrumentos de trabajo.

Tuvieron que rehacer una vez más el camino tan penosamente recorrido, cuando habían venido a refugiarse a Liberia.

Pero las circunstancias no eran las mismas y les pareció infinitamente menos penoso. La primavera había reemplazado al invierno, no les faltaban viveres y la certidumbre de ganarse la vida al regreso les producía un gran gozo. En diez días, los últimos ya estaban de vuelta. Entonces las obras estaban ya en pleno apogeo. La carretera se alargaba a ojos vistas. Las casas se agrupaban poco a poco de modo armónico, rodeadas por amplios espacios que en el futuro serían jardines, y separadas por anchas calles que concedían a Liberia un aspecto de ciudad en lugar del de campamento provisorio. Al mismo tiempo, se procedía a la recogida de detritus e inmundicias que la dejadez de los habitantes había permitido amontonar.

Habiéndose comenzada por la antigua casa de Dorick, también fue la primera en ser más o menos habitable. No se había necesitado mucho tiempo para desmontar aquella frágil construcción y para reedificarla en su nuevo emplazamiento, aunque ahora mucho más agrandada. No estaba aún terminada, pero sus paredes, afincadas sólidamente en el suelo, estaban en pie y él techo en su sitio, al igual que los tabiques divisorios del interior. Para instalarse en la casa no era necesario esperar a que se terminaran los contramuros exteriores.

Fue el 7 de setiembre cuando el Kaw-djer tomó posesión de ella. La planificación era de lo más simple. En el centro, un almacén en el cual se depositó un stock de provisiones y alrededor de este almacén, uña serie de habitaciones que se comunicaban entre sí. Estas habitaciones daban a las fachadas norte, este y oeste; sólo una, al sur y sin salida al exterior, dependía de las demás.

Unas inscripciones, trazadas con letras pintadas sobre paneles de madera, indicaban la destinación de aquellas diversas salas. «Gobierno», «Tribunal», «Policía», decían respectivamente las inscripciones del norte, del oeste y del este. En cuanto al último de estos locales, nada indicaba su función, pero pronto corrió el rumor de que allí se encontraría la Prisión.

Así pues, el Kaw-djer no se fiaba únicamente de la sabiduría de sus semejantes y para que la autoridad estuviera sólidamente asentada, la sustentó en trípode: la justicia, en el sentido social del término, la fuerza y el castigo. Su prolongada y estéril revuelta desembocaba en la aplicación de altas reglas, en lo que éstas tienen de más absoluto, al margen de las cuales la imperfección humana ha hecho todo progreso y toda civilización imposibles, desde el origen de los tiempos.

Pero los locales, las inscripciones, precisando el uso que se iba a hacer de ellos no eran, en suma, más que un esqueleto de administración. Hacían falta funcionarios para ejercer las funciones. El Kaw-djer los designó sin tardanza. Hartlepool fue situado a la cabeza de la policía con cuarenta hombres escogidos después de una rigurosa selección y exclusivamente de entre la gente casada. En cuanto al Tribunal, el Kaw-djer, reservándose personalmente la presidencia, confió sus servicios a Ferdinand Beauval.

No hay duda de que la segunda de estas designaciones podía resultar sorprendente. No obstante, no fue la primera de este tipo. Algunos días antes, el Kaw-djer había hecho otra, por lo menos tan sorprendente.

El pago de salarios y la venta de raciones representaban ahora una tarea absorbente: El intercambio de trabajo y víveres, aún cuando la operación fuera simplificada por el intermediario del dinero, exigía una auténtica contabilidad, y aquella contabilidad, un contable. En tal calidad, nombró el Kaw-djer a John Rame cuya existencia de placeres le había costado a la vez la salud y su fortuna.

¿Qué fin había perseguido aquel degenerado participando en una empresa de colonización? Sin duda, ni él mismo lo sabía, y había obedecido a sueños imprecisos de vida fácil en un país vago y quimérico. La realidad, infinitamente más ruda, le había ofrecido los inviernos de la isla Hoste y era un milagro que aquel débil ser lo hubiera resistido. Empujado por la necesidad, había intentado en vano, desde el establecimiento del nuevo régimen, unirse a los jornaleros ocupados en la construcción de la carretera. Desde la tarde del primer día tuvo que renunciar, agotado, destrozado por el cansancio vio, con sus blancas manos desgarradas por los bloques de roca. Le produjo gran alegría aceptar el empleo que el Kaw-djer le atribuía y por el cual su insignificante personalidad fue rápidamente absorbida. Se encogió aún más, se identificó con sus columnas de cifras y desapareció en su función como en una tumba. No se oiría hablar más de él.

Saber utilizar para la grandeza del Estado hasta la más ínfima de las fuerzas sociales de las que dispone, es quizá la cualidad fundamental de un conductor de hombres. Ante la imposibilidad de hacerlo todo por sí solo, necesita rodearse de colaboradores y es en su elección donde se manifiesta con la mayor evidencia el genio de un jefe.

Por singulares que fueran, los elegidos por el Kaw-djer eran los mejores de los que podía disponer en la situación donde la suerte le había colocado. No tenía más que un fin: obtener de cada uno el máximo de rendimiento en provecho de la colectividad. Así, Beauval, a pesar de su incapacidad en otros aspectos, no dejaba de ser un abogado de valía. Estaba pues cualificado, más que ningún otro, para asegurar el curso de la justicia, siempre que un jefe le vigilara sabiendo contener sus fantasías.

En cuanto a John Rame, era el más inútil de los colonos. Era digno de admiración que se hubiera podido sacar algo de aquel pingo sin energía ni voluntad que no servía para nada.

Mientras la administración del Estado hosteliano se organizaba de aquella forma, el Kaw-djer desplegaba una actividad prodigiosa.

Había abandonado definitivamente el Bourg Neuf. Trasladados sus instrumentos, libros, medicamentos a la «Gobernación» -así se llamaba ahora la antigua casa de Lewis Dorick- se tomaba tan sólo algunas horas de reposo al día. El resto del tiempo, lo pasaba en todos sitios a la vez. Animaba a los trabajadores, resolvía las dificultades a medida que se presentaban, mantenía con calma y firmeza el orden y la concordia. A nadie se le hubiera ocurrido protestar o entablar una discusión en su presencia. No tenía más que aparecer para que el trabajo se activara, para que los músculos rindieran al máximo de sus fuerzas.

Ciertamente, la mayor parte de aquel pueblo miserable que había decidido conducir hacia mejores destinos, ignoraba de qué drama había sido teatro su conciencia, y si lo hubiera sabido, no habría sido lo suficiente psicólogo y le faltaba demasiado idealismo para sospechar tan sólo qué estragos había producido un conflicto de puras abstracciones, tan distintas a sus preocupaciones materiales. Pero sólo con mirar a su jefe, les habría bastado para comprender que un dolor secreto le devoraba. Si el Kaw-djer no había sido nunca un hombre expansivo, ahora parecía de mármol. Su rostro impasible ya no sonreía sus labios no se entreabrían más que para decir lo indispensable con el mínimo de palabras. Además aparecía de forma temible, tanto a causa de su aspecto de vigor hercúleo como por la fuerza armada de la que disponía. Pero si se le temía, también se admiraba a un mismo tiempo su inteligencia y su energía, y se le quería por la bondad que siempre latía bajo su actitud glacial y por todos los servicios que de él habían recibido y que aún recibirían.

La multiplicidad de ocupaciones no agotaba, en efecto, la actividad del Kaw-djer, y el jefe no perjudicaba al médico. Ni un solo día dejaba de ir a ver a los enfermos y a los heridos del motín. Pero cada vez había menos que hacer. La salud pública mejoraba rápidamente bajo la triple influencia de la estación, más claramente, de la paz moral y del trabajo.

Naturalmente, de todos los enfermos y heridos, Halg era el más querido. Hiciera el tiempo que hiciera y fuese cual fuese su cansancio, no dejaba de acudir mañana y tarde a la cabecera del joven indio del que ni Graziella ni su madre se alejaban. Tenía la alegría de comprobar una mejoría progresiva. Pronto se supo con seguridad que la herida del pulmón empezaba a cerrarse. El 15 de noviembre, Halg pudo abandonar definitivamente el lecho sobre el que yacía desde hacía un mes.

Aquel día el Kaw-djer se dirigió a la casa habitada por la familia Rhodes.

-¡Buenos días, señora Rhodes...! ¡Buenos días, hijos! -dijo al entrar.

-¡Buenos días, Kaw-djer! -le respondieron al unísono.

En aquella atmósfera tan cordial, siempre perdía algo de su frialdad. Edward y Clary corrieron hacia él. Abrazó a la joven paternalmente y acarició la mejilla del muchacho.

-¡Por fin le vemos, Kaw-djer...! -exclamó la señora Rhodes-. Pensé que había muerto.

-Tengo mucho que hacer, señora Rhodes.

-Lo sé, Kaw-djer, lo sé -contestó la señora Rhodes-. Pero a mí me hace mucha ilusión verle... Espero que me dé noticias de mi marido.

-Su marido se ha ido, señora Rhodes. Es eso todo lo que le puedo decir.

-¡Muchas gracias por la información...! Falta saber cuándo volverá.

-No pronto, señora Rhodes. Su viudedad está lejos de haber terminado.

La señora Rhodes suspiró con tristeza.

-No tiene por qué estar triste, señora Rhodes -respondió el Kaw-djer-. Todo se arreglará con un poco de paciencia... Además, le voy a procurar ocupaciones, es decir, distracción. Se tendrá que mudar, señora Rhodes.

-¡Mudar... !

-Sí... Para instalarse en Liberia.

-¡En Liberia...! ¿Pero, señor, qué voy a hacer allí?

-Vender, señora Rhodes. Usted será sencillamente la comerciante más importante del país, en primer lugar, ¡y es una razón! porque no hay otras, y también, espero, porque sus negocios prosperarán sorprendentemente.

-¡Comerciante...! ¿Mis negocios:..? -repitió la señora Rhodes, estupefacta-. ¿Qué negocios, Kaw-djer?

-Los del bazar Harry Rhodes. Supongo que no habrá olvidado usted que posee una magnífica mercancía. Ha llegado el momento de hacer uso de ella.

-¡Cómo...! -objetó la señora Rhodes-. Pretende usted que yo sola... sin mi marido...

-Sus hijos la ayudarán -interrumpió el Kaw-djer-. Ya tienen edad para trabajar y aquí todo el mundo trabaja. No quiero gente ociosa en la isla Hoste.

La voz del Kaw-djer adquirió un tono de seriedad. Bajo el amigo que aconsejaba, salía el jefe que iba a ordenar.

-Cuando Halg esté completamente curado, Tullia Ceroni y su hija le echarán una mano -le respondió-. Por otra parte, no tiene usted derecho a dejar inservibles unos objetos que son susceptibles de aumentar el bienestar de todos.

-Pero estos objetos representan casi toda nuestra fortuna -objetó la señora Rhodes que parecía alterada-. Qué dirá mi marido cuando se entere que los he arriesgado en un país tan revuelto, donde la seguridad...

-Es perfecta, señora Rhodes -terminó el Kaw-djer, perfecta, puede usted creerme. No hay país más seguro que éste.

-Pero vamos a ver, ¿qué quiere usted que haga con todas estas mercancías? -preguntó la señora Rhodes.

-Venderlas.

-¿A quién?

-A los compradores.

-¿Pero existen y tienen dinero?

-¿Lo duda usted? Sabe usted muy bien que todo el mundo lo tenía al partir. Ahora lo ganan.

-¡Que ganan dinero en la isla Hoste!

-Perfectamente. Trabajando para la colonia que proporciona empleos y paga.

-¿Así que la colonia también tiene dinero... ¡Eso sí que es una novedad!

-La colonia no tiene dinero -explicó el Kaw-djer-, pero se lo procura vendiendo los víveres que sólo ella posee. Eso ya lo debe saber, pues que usted paga los suyos.

-Es cierto -reconoció la señora Rhodes-. Pero si no se trata más que de un intercambio, si los colonos se ven obligados a pagar para alimentarse lo que han ganado con su trabajo, no veo cómo van a poder ser clientes míos.

-Tranquilícese, señora Rhodes. Yo establezco los precios de tal modo que los, colonos puedan ahorrar algo.

-¿Entonces quién da la diferencia?

-Yo, señora Rhodes.

-Así, debe ser usted muy rico, Kaw-djer.

-Eso parece.

La señora Rhodes miró a su interlocutor boquiabierta. Aquél no se dio por enterado.

-Considero que es muy importante, señora Rhodes -prosiguió con firmeza-, que su tienda si abra en breve plazo.

-Como usted diga, Kaw-djer -acordó la señora Rhodes sin entusiasmo.

Cinco días más tarde, el Kaw-djer había sido obedecido. Cuando el 20 de noviembre Karroly estuvo de vuelta con la Wel-Kiej, encontró el bazar Rhodes en pleno funcionamiento.

Karroly regresaba solo, después de haber desembarcado al señor Rhodes en Punta Arenas; nada más pudo responder a las ansiosas preguntas de la señora Rhodes que también pidió en vano explicaciones al Kaw-djer. Este se contentó con asegurarle que no debía inquietarse, sino simplemente, armarse de paciencia; la ausencia del señor Rhodes debía prolongarse bastante tiempo más.

En cuanto a Karroly, se quedaba maravillado ante todo lo que veía. ¡Qué cambios en menos de un mes! Liberia estaba irreconocible. Apenas algunas casas permanecían aún en sus antiguos emplazamientos. La mayor parte estaban ahora agrupadas en torno a la que se designaba con el nombre de Gobernación. Las más próximas abrigaban a cuarenta familias, cuyos jefes, armados con los fusiles de la reserva, constituían la policía de la colonia. Los ocho fusiles que no se usaban se habían dispuesto en el puesto de guardia situado entre la casa del Kaw-djer y la de Hartlepool, que muchos hombres vigilaban día y noche. En cuanto a la provisión de pólvora, se había guardado en el almacén dispuesto en el centro del inmueble y sin salida al exterior.

Un poco más lejos, se encontraba el bazar Rhodes. Aquel bazar maravillaba, en especial, a Karroly. Ninguna de las tiendas de Punta Arenas, única ciudad que el indio hubiera visto en su vida, la igualaba a sus ojos en esplendor.

Más allá, hacia el este y hacia el oeste, proseguía el trabajo. Se aplanaba el suelo destinado a afincar las últimas casas desmontables y más allá, por todas partes, se trabajaba de la misma forma. Por encima de la tierra, comenzaban a elevarse ya otras casas, unas de madera, otras de albañilería.

Entre las casas dispuestas según la rigurosa planificación que no dejaba lugar para las fantasías individuales, se entrecruzaban en ángulo recto auténticas calles, con la suficiente anchura para permitir el paso simultáneo de cuatro vehículos. A decir verdad, aquellas calles estaban todavía algo cenagosas y con zanjas, pero el pisoteo de los colonos endurecía el suelo día a día.

La carretera comenzada en dirección al Bourg Neuf había atravesado la llanura pantanosa y ya se unía oblicuamente con el río. En las orillas se amontonaban multitud de piedras, con vistas a la construcción de un puente más sólido que el provisional existente.

El Bourg Neuf casi estaba desierto. A excepción de cuatro marineros del Jonathan y de tres colonos más resueltos a ganarse la vida pescando, sus antiguos habitantes lo habían abandonado para ir a Liberia, donde les requerían sus ocupaciones. Las embarcaciones partían cada mañana del Bourg Neuf, convertido así exclusivamente en un puerto de pesca, para volver hacia el atardecer, cargadas de peces que fácilmente encontraban compradores.

De todos modos y a pesar de la disminución la población, no se había tirado ninguna de las casas del suburbio. Así lo había decidido el Kaw-djer. La de Karroly estaba pues todavía en pie y el indio tuvo la alegría de encontrar allí a Halg casi completamente curado.

Pero tuvo una gran pena de regresar a casa sin el Kaw-djer, cuya nueva existencia les separaba para siempre. ¡Se había terminado aquella vida en común de tantos años...! Cómo había cambiado... Al volver a ver a su fiel indio, apenas había bosquejado una sonrisa, apenas había consentido en interrumpir por unos minutos su devoradora actividad

Aquel día, al igual que todos los otros, y después de una mañana consagrada a diversos trabajos cotidianos, el Kaw-djer examinó la situación de la colonia, tanto desde un punto de vista financiero como desde un punto de vista del estado del stock de víveres; luego regresó a las obras de la carretera.

Era la hora del descanso. Habiendo abandonado las picas y las palas, la mayor parte de jornaleros dormitaban en el suelo y ofrecían al sol sus velludos pechos; otros mascaban lentamente su ración intercambiando vacías y raras palabras. A medida que el Kaw-djer pasaba, la gente tendida en el suelo se enderezaba, las conversaciones se interrumpían y todos se quitaban sus gorras, acompañando el gesto con una palabra de saludo.

«¡Hola, gobernador!», iban diciendo aquellos hombres rudos.

El Kaw-djer respondía con la mano sin pararse.

Había recorrido ya la mitad del camino cuando vio, no lejos del río, un grupo de una centena de emigrantes, entre los que se distinguían algunas mujeres. Apresuró el paso. Pronto llegaron a sus oídos los sonidos de un violín, procedentes de aquel grupo.

¿Un violín...? Era la primera vez, desde la muerte de Fritz Gross que un violín sonaba en la isla Hoste.

Se mezcló entre la aglomeración que se abrió en filas ante él. En el centro había dos niños. Uno de ellos tocaba bastante torpemente. Mientras tanto, el otro colocaba en el suelo cestos de juncos trenzados y ramos de flores del campo: hierba, caña, brezos y ramas de acebo.

Dick y Sand... El Kaw-djer se había olvidado de ellos en medio de aquella tormenta que había trastornado su vida. Por lo demás, ¿por qué hubiera pensado más en aquellos niños que en los otros de la colonia? También ellos tenían una familia en la valiente y honesta persona de Hartlepool. En verdad, el pequeño Sand no había perdido el tiempo. Habían transcurrido menos de tres meses desde que había heredado el violín de Fritz Gross, y tenía que poseer muy raras dotes musicales, para que, sin maestro y sin consejos, hubiera llegado tan de prisa a semejantes resultados. Ciertamente no era un virtuoso y no había razón alguna para creer que lo llegara a ser jamás, puesto que siempre le faltaría la técnica elemental, pero lo tocaba sin desafinar y encontraba, sin parecer buscarlas, ingenuas melodías, ingeniosas y encantadoras, que iba uniendo unas con otras por medio de modulaciones de una feliz audacia.

El violín dejó de sonar. Habiendo terminado su inventario, Dick tomó la palabra.

-¡Honorables hostelianos! -dijo con un cómico énfasis y enderezando lo mejor que pudo su pequeña estatura, mi socio, especialmente encargado de la sección artística y musical de la Casa Dick & Co., el ilustre maestro Sand, violinista ordinario de Su Majestad el Rey del cabo de Hornos y otros lugares, agradece a Sus Honores la atención que han tenido a bien prestarle...

Dick soltó un «¡uf!» sonoro, volvió a tomar aliento y prosiguió con mayor brío.

-El concierto, honorables hostelianos, es gratuito, pero no así nuestras otras mercancías que me atrevo a decir, son aún más maravillosas y sobre todo más sólidas. La Casa Dick & Co. pone hoy a la venta ramos de flores y cestas. Estas resultarán muy cómodas para ir al mercado... ¡cuando haya uno en la isla Hoste! ¡A un centavo el ramo...! ¡A un centavo la cesta...! ¡Vamos, honorables hostelianos! ¡Por favor, mano al bolsillo, decídanse!

Mientras decía eso, Dick iba dando la vuelta círculo, presentando las muestras de su mercancía y al unísono, para poner mayor entusiasmo, el violín entonaba canciones con mayor brío.

Los espectadores se reían mientras tanto, y por sus palabras, el Kaw-djer comprendió que no asistía por vez primera a una escena semejante. No había duda de que Dick y Sand tenían la costumbre de recorrer las obras a las horas de descanso y de hacer aquel singular comercio. Era un milagro que no los hubiera visto antes.

En un abrir y cerrar de ojos, Dick había vendido ramos de flores y cestas.

-¡No queda más que una cesta, señoras y señores! -anunció-. ¡La más bonita! ¡A dos centavos la última y la mejor cesta!

Un ama de casa dio los dos centavos.

-¡Muchas gracias, señoras y señores! ¡Ocho centavos...! ¡Es una fortuna! -gritó Dick, esbozando un paso de giga.

La giga fue parada en seco. El Kaw-djer había cogido al bailarín por la oreja.

-¿Qué quiere decir esto? -interrogó severamente.

Con un vistazo disimulado, el niño se esforzó por adivinar el humor real del Kaw-djer, luego tranquilizado, respondió con la mayor seriedad:

-Trabajamos, gobernador.

-¡A eso le llamas trabajar! -exclamó el Kaw-djer soltando a su prisionero.

Este aprovechó para volverse completamente y mirando cara a cara al Kaw-djer:

-Nos hemos establecido -dijo sacando pecho-. Sand toca el violín y yo vendo flores y cestería... Algunas veces hacemos recados... o vendemos conchas... ¡Yo sé bailar... y hacer malabarismos. No me dirá que eso no son profesiones, gobernador!

El Kaw-djer sonrió a pesar suyo.

-¡En efecto...! -reconoció-. ¿Pero es que tenéis necesidad de dinero?

-¡Es para su sobrecargo1, para el señor John Rame, gobernador!

-¡Cómo...! -exclamó el Kaw-djer-. ¡John Lame coge vuestro dinero...!

-Él no nos lo coge, gobernador -replicó Dick-, porque somos nosotros que se lo damos para las raciones.

Aquella vez, el Kaw-djer parecía completamente aturullado. Repitió:

-¿Para las raciones...? ¿Vosotros os pagáis la comida...? ¿No vivís ya con el señor Hartlepool?

-Sí, gobernador, pero es igual...

Dick hinchó sus mejillas, luego, imitando al Kaw-djer hasta el punto de confundirse a pesar de la reducción de la escala, dijo con graciosísima gravedad:

-¡El trabajo es la ley!

¿Sonreír o enfadarse...? El Kaw-djer se decidió por sonreír. En efecto, no cabía duda alguna. Evidentemente, Dick no tenía intención alguna de mofarse. Así pues, ¿por qué amonestar a aquellos dos niños tan deseosos de «arreglárselas», mientras que tantas personas mayores tenían tal propensión a arrimarse a otros?

Les preguntó:

-¿Al menos vuestro «trabajo» os proporciona de qué vivir?

-¡Ya lo creo! -afirmó Dick dándose importancia---. Doce centavos al día, a veces, quince, ¡eso es lo que nos proporciona nuestro trabajo, gobernador...! Con eso, un hombre puede vivir -añadió con la mayor seriedad del mundo.

¡Un hombre...! Los auditores estallaron de risa. Dick, ofendido, miró a los que se reían.

-¿Qué les pasa a estos idiotas... ? -murmuro entre dientes con aire picado.

El Kaw-djer insistió en el asunto:

-Quince centavos, no está mal, en efecto -reconoció-. Pero ganaríais más si ayudarais a los albañiles o a los jornaleros.

-Imposible, gobernador -replicó Dick con vivacidad.

-¿Por qué imposible? -insistió el Kaw-djer.

-Sand es demasiado pequeño. No tendría fuerza suficiente -explicó Dick, cuya voz expresaba una auténtica ternura que no dejaba de ocultar una chispa de desdén.

-¿Y tú?

¡Había que oír el tono...! Él, sin duda, tenía fuerza. Dudarlo habría sido una injuria para él.

-¿Entonces?

-No sé... -balbuceó Dick todo pensativo-. No me dice nada...

Luego, en una explosión:

-Yo, gobernador, ¡amo la libertad!

El Kaw-djer observaba con interés a aquel hombrecito que con la cabeza desnuda y los cabellos revueltos por la brisa, se erguía recto ante él, sin bajar sus brillantes ojos. Se reconoció en aquella naturaleza generosa pero excesiva. El también había amado la libertad por encima de todo, él también se había mostrado impaciente ante cualquier cortapisa, y la coacción le había parecido tan odiosa que había hecho partícipe de su repugnancia a toda la humanidad. La experiencia le había demostrado su error, dándole pruebas de que los hombres, lejos de tener la insaciable necesidad de libertad que él les suponía, podían amar, por el contrario, un yugo que les hiciera vivir y que, en ocasiones, era bueno que los niños pequeños y grandes tuvieran un patrón.

Replicó:

-La libertad, hijo mío, hay que ganarla primero, siendo útil a los demás y a uno mismo Y por eso, hay que empezar por obedecer. Iréis a ver Hartlepool de mi parte y le diréis que os emplee según vuestras fuerzas. Ya me ocuparé de que Sand pueda continuar con su música. ¡Vamos, niños!

Aquel encuentro atrajo la atención del Kaw-djer que tenía un problema que le interesaba resolver. Los niños pululaban por la colonia. Vagabundeaban todo el día ociosos y lejos de la vigilancia de sus padres. Para fundar un pueblo, había que preparar a las generaciones futuras que recogieran la sucesión de antecesores. Se imponía en breve plazo la creación de una escuela.

Pero era imposible hacerlo todo a la vez. Fuera tal cual fuese la importancia de aquella cuestión, la dejó a un lado hasta el regreso de una visita de inspección que deseaba hacer en el interior de la isla. Desde que había asumido la carga del poder, proyectaba este viaje, que había ido dejando día tras día por otras preocupaciones más imperiosas. Ahora no cometería ninguna imprudencia alejándose. La máquina había recibido suficiente impulso como para funcionar sola durante algún tiempo.

Iba a partir finalmente dos días después de la llegada de Karroly, cuando un incidente le obligó a un nuevo retraso. Una mañana, los ruidos de un violento altercado atrajeron su atención. Cuando se dirigía hacia el lugar de donde procedía el jaleo, vio a un centenar de mujeres que discutían alteradas delante de una cerca de gruesos maderos que les interceptaba el paso. Al principio, el Kaw­djer no comprendió la causa. Aquella cerca era la que delimitaba el recinto de Patterson, pero, días antes, no le había parecido que llegara hasta tan lejos.

Enseguida le informaron.

Patterson, que, desde la primavera anterior, se había dedicado al cultivo de hortalizas, había visto su esfuerzo coronado de éxito aquel año. Trabajador infatigable, había obtenido una abundante recolección y, desde la caída de Beauval, los demás habitantes de Liberia se solían aprovisionar allí de legumbres frescas.

Su éxito era debido, en gran parte, al emplazamiento que había escogido. Junto al mismo los ríos tenía agua en abundancia. Y era precisamente aquella situación privilegiada, la causa del conflicto actual.

Los cultivos de Patterson, extendidos en un espacio de doscientos o trescientos metros, dominaban el único punto por el que era accesible el río, en las proximidades de Liberia. Río abajo, estaba bordeado, por la derecha, por una llanura cenagosa que impedía el acceso hasta el puentecillo establecido en la desembocadura, es decir, a más de mil quinientos metros al oeste. Río arriba, la orilla se elevaba bruscamente para caer en picado, a lo largo de más de una milla.

Las amas de casa de Liberia se encontraban en la obligación de atravesar el cercado de Patterson. para ir a buscar el agua necesaria para la casa, y por ello el propietario de aquel cercado había dispuesto hasta entonces un hueco en la barrera que lo delimitaba. Pero luego se dio cuenta de que el pasó constante a través de su propiedad atentaba contra sus derechos y causaba múltiples daños. Así pues, la noche precedente había cerrado sólidamente la abertura con la ayuda de Long y de ahí, la grave decepción y la gran cólera de las amas de casa que de buena mañana habían ido a buscar el agua.

Se restableció la calma cuando vieron al Kaw­djer y se dirigieron a él para que se hiciera justicia. Escuchó pacientemente los argumentos en pro y en contra y luego dictó su sentencia. Para sorpresa general, ésta fue favorable a Patterson. A decir verdad, el Kaw-dier decidió que la cerca debía ser tirada abajo en el acto y que se tenía que abrir un camino de veinte metros de ancho para pública circulación, pero reconoció los derechos del ocupante a una indemnización por la parcela de terreno cultivado del que se le privaba por el interés público. En cuanto a la importancia de aquella indemnización, sería fijada según las formas legales. En la isla Hoste había jueces. Se invitaba a Patterson a dirigirse a ellos.

Y el mismo día fue defendida la causa. Fue la primera que tuvo que juzgar Beauval.. Después de un debate controvertido, condenó al Estado hosteliano pagar una indemnización de cincuenta dólares. De inmediato se pagó aquella suma al irlandés que no intentó disimular su satisfacción.

El incidente fue comentado de formas diversas, pero, en general, gustó mucho el modo en que se había arreglado. Se tuvo la sensación de que en lo sucesivo nadie podría ser despojado de lo que poseyera, y la confianza pública se acrecentó enormemente. Era el resultado que había buscado el Kaw-djer.

Una vez terminó con este asunto, se puso en marcha. Durante tres semanas estuvo atravesando la isla en todos los sentidos, hasta su extremo noreste, hasta los extremos orientales de las penínsulas Dumas y Pasteur. Visitó todas las explotaciones, una detrás de otra, sin omitir ni una sola, tanto aquellas que habían sido voluntariamente abandonadas durante el invierno precedente, como aquellas de las que los colonos habían sido expulsados durante los disturbios.

Finalmente resultó de su investigación que ciento sesenta y un colonos, que formaban cuarenta y dos familias, residían todavía en el interior. Se podía considerar que todas aquellas cuarenta y dos familias habrían logrado salir adelante con su explotación, aunque muy desigualmente. Unas debían limitar sus esperanzas a asegurar su propia subsistencia, mientras que otras, las mejor provistas de robustos muchachos, habían podido aumentar considerablemente sus cultivos.

Las explotaciones de las veintiocho familias -contando a otros ciento diecisiete colonos que durante los disturbios se vieron obligados a refugiarse en Liberia- parecían, de igual modo, haber prosperado en el momento en que se tuvo que abandonarlas.

En resumen, ciento noventa y siete tentativas de explotación habían desembocado en el fracaso. Una cuarentena de sus propietarios había muerto y el resto, más de setecientos ochenta, había buscado sucesivamente refugio en la costa.

No le faltó todo tipo de informaciones al Kaw-djer. Los colonos se ponían solícitos a su disposición. Cuando se enteraban de la nueva organización de la colonia, el entusiasmo era unánime, y aquel entusiasmo crecía aún más, a medida que les hace partícipes de sus proyectos. Y a su partida, reemprendía el trabajo con unos ánimos centuplicados por la esperanza.

El Kaw-djer tomaba cuidadosamente nota de todo lo que observaba, de todo lo que le contaban. Al mismo tiempo, bosquejaba rápidos planos de las diversas explotaciones y de sus respectivas situaciones.

A su regreso, todos aquellos documentos le fueron útiles.

En pocos días, hizo un mapa de la isla, un mapa aproximativo desde un punto de vista geográfico pero con suficiente exactitud desde el punto de vista de las situaciones limítrofes de las explotaciones agrícolas; luego repartió la mitad de la isla entre ciento sesenta y cinco familias que escogió a su arbitrio y a las que otorgó concesiones legales.

Conceder aquella sólida base a la propiedad, significaba llevar a cabo una auténtica revolución. Sustituía un régimen de capricho por la legalidad, la posesión de hecho por un título inatacable para quien le era concedido. Así, aquellas simples hojas de papel fueron recogidas por sus beneficiarios quizá con tanta alegría como los campos que éstas representaban. Hasta el momento habían vivido de modo inestable, con la incertidumbre del mañana. Aquellas hojas de papel lo cambiaban todo. La tierra les pertenecía. Podrían legarla a sus hijos. Se afincaban, echaban raíces y se convertían en auténticos colonos, en hostelianos.

El Kaw-djer comenzó por consolidar los derechos de las cuarenta y dos familias que habían permanecido adscritas a la gleba, y por restablecer en las suyas a los veinticinco explotadores que sólo las habían abandonado bajo la amenaza de los amotinados. Hecho esto, seleccionó de entre todas a noventa y cinco familias más, que le parecieron dignas de remontar su suerte. No se preocupó lo más mínimo por los demás.

Aquello era arbitrario. Pero no fue la única vez. Si la igualdad no se tuvo en cuenta en la repartición de concesiones, tampoco fue más respetada desde el punto de vista de la importancia de éstas. A unos, el Kaw-djer ley dejaba el mismo terreno en el que antes se encontraban establecidos, mientras que disminuía la superficie atribuida a otros. Al mismo tiempo aumentaba considerablemente ciertas explotaciones. En todas sus decisiones, no obedecía más que a una sola ley, el interés superior de la colonia. Las concesiones más vastas a quienes habían demostrado mayor inteligencia, fuerza y valor. Por el contrario, nada para aquellos cuya incapacidad había podido comprobar y a los que condenaba inapelablemente a ser proletarios y asalariados hasta la muerte.

En efecto, el asalariado tenía necesariamente que hacer su aparición en la isla Hoste. Algunas explotaciones, por ejemplo aquellas de cuatro familias en la que los Riviére constituían el núcleo, eran tan extensas y prósperas que habrían sido suficientes para ocupar a varios centenares de obreros. Así no faltaría trabajo para quienes preferían el del campo al de la ciudad.

Liberia se despobló por segunda vez. Apenas con el titulo de concesión en el bolsillo, cada titular partía con los suyos, bien provisto de víveres, cuya provisión -tal y como afirmaba el Kaw-djer-, podría ser ulteriormente renovada. Quienes no habían sido favorecidos, les imitaron y fueron a ofrecer sus brazos al campo.

El 1º de enero, la población se redujo a alrededor de cuatrocientos habitantes, de los cuales doscientos cincuenta estaban en edad de trabajar. Los demás, algo menos de seiscientos incluidos mujeres y niños, se encontraban ahora diseminados por el interior. Tal y como el Kaw-djer había podido confirmar en el curso de su viaje, la población tal no llegaba efectivamente al millar. Los demás, cerca de doscientos, habían muerto en el invierno que acababa de finalizar. Algunas hecatombes más de ese tipo y la isla Hoste se convertiría otra vez en un desierto.

La disminución del número de trabajadores se dejaba sentir en los avances del trabajo. El Kaw­djer no parecía preocuparse. Pronto se comprendió su tranquilidad. Algunos días más tarde, el 17 de enero, apareció un vapor frente al Bourg Neuf. Se trataba de un gran navío de dos mil toneladas. Al día siguiente comenzó la descarga y los liberianos se quedaron maravillados al ver desfilar incalculables riquezas. Primero, el ganado, las ovejas, los caballos y hasta dos perros de rebaño. Luego, el material agrícola: arados, rastras, trilladoras, segadoras; semillas de todas clases; víveres en cantidad considerable, coches de caballos y carros; metales: plomo, hierro, acero, cinc, estaño, etc., útiles menores: martillos, sierras, buriles, limas y cientos más; máquinas herramientas: forjas, perforadoras, fresadoras, tornos de madera y de metal y muchas otras cosas más.

Además, el vapor no sólo contenía objetos materiales. Traía consigo a doscientos hombres, compuestos, mitad por jornaleros y mitad por obreros de construcción. Cuando se hubo terminado con el descargue del navío, éstos se unieron a los colonos, y los trabajos, realizados por cuatrocientos cincuenta brazos robustos, comenzaron de nuevo a avanzar con rapidez.

En pocos días se terminó la carretera del Bourg Neuf. Mientras los albañiles se ocupaban, unos en la construcción del puente, y otros en la de las casas, se inició una segunda carretera hacia el interior que, dividida en numerosas ramas, debería serpentear más tarde entre las explotaciones, y llevaría la vida a través de la isla, arterias y venas de aquel gran cuerpo, inerte hasta el momento.

Las sorpresas no habían terminado para los liberianos. El 30 de enero llegó un segundo navío de Buenos Aires y en sus flancos llevaba, además de objetos análogos a los precedentes, un importante cargamento destinado al bazar Rhodes. Había de todo en aquel cargamento, hasta futilidades: plumas, encajes, cintas, que en lo sucesivo podrían adornar la coquetería de los hostelianos.

De este segundo vapor desembarcaron otros doscientos trabajadores, y doscientos más de un tercero que arribó el 15 de febrero. Desde aquel día, se dispusieron de más de ochocientos brazos. El Kaw­djer consideró que aquel número era suficiente para comenzar la realización de un gran proyecto. Al oeste de la desembocadura del río se construyeron los primeros cimientos de un dique que, en un futuro próximo, transformaría la ensenada del Bourg Neuf en un puerto vasto y seguro.

Así, poco a poco, con el esfuerzo de cientos de brazos que dirigía una voluntad, la villa se construía, se levantaba, se saneaba, se vivificaba. Así, poco a poco, de la nada surgía una ciudad.

Línea divisoria

1. Contable que existe a veces a bordo de los navíos.

Ir al próximo capítuloIr al capítulo anterior

SubirSubir al tope de la página


© Viaje al centro del Verne desconocido. Sitio diseñado y mantenido por Ariel Pérez.
Compatible con Microsoft Internet Explorer y Netscape Navigator. Se ve mejor en 800 x 600.