Los náufragos del
“Jonathan”
Tercera parte - Capítulo II La
ciudad naciente
Inmediatamente, el Kaw-djer organizó el
trabajo. Fueron aceptados los brazos de todos aquellos que se
ofrecieron que, hay que decir, fue la inmensa mayoría de
colonos. Divididos por equipos bajo la autoridad de contramaestres,
unos comenzaron una carretera que debía unir Liberia con el
Bourg Neuf, otros se dedicaron al traslado de casas
desmontables que hasta entonces se habían edificado de modo
arbitrario y, por tanto, se trataba de disponerlas de una manera
más lógica. El Kaw-djer indicó los nuevos
emplazamientos, unos paralelamente y otros en parte opuesta a la
antigua vivienda de Dorick que ya empezaba a levantarse más o
menos en el lugar ocupado anteriormente por el «palacio» de
Beauval.
Desde el principio, se presentó una dificultad.
Para todos aquellos trabajos, se necesitaban herramientas. Los
emigrantes que, por una u otra causa, habían tenido que
abandonar sus explotaciones del interior, no se habían tomado el
trabajo de llevarse sus herramientas. Tuvieron que ir a buscarlas;
así pues el primer trabajo de la mayor parte de trabajadores fue
procurarse los instrumentos de trabajo.
Tuvieron que rehacer una vez más el camino tan
penosamente recorrido, cuando habían venido a refugiarse a
Liberia.
Pero las circunstancias no eran las mismas y les
pareció infinitamente menos penoso. La primavera había
reemplazado al invierno, no les faltaban viveres y la certidumbre de
ganarse la vida al regreso les producía un gran gozo. En diez
días, los últimos ya estaban de vuelta. Entonces las
obras estaban ya en pleno apogeo. La carretera se alargaba a ojos
vistas. Las casas se agrupaban poco a poco de modo armónico,
rodeadas por amplios espacios que en el futuro serían jardines,
y separadas por anchas calles que concedían a Liberia un aspecto
de ciudad en lugar del de campamento provisorio. Al mismo tiempo, se
procedía a la recogida de detritus e inmundicias que la dejadez
de los habitantes había permitido amontonar.
Habiéndose comenzada por la antigua casa de
Dorick, también fue la primera en ser más o menos
habitable. No se había necesitado mucho tiempo para desmontar
aquella frágil construcción y para reedificarla en su
nuevo emplazamiento, aunque ahora mucho más agrandada. No estaba
aún terminada, pero sus paredes, afincadas sólidamente en
el suelo, estaban en pie y él techo en su sitio, al igual que
los tabiques divisorios del interior. Para instalarse en la casa no era
necesario esperar a que se terminaran los contramuros exteriores.
Fue el 7 de setiembre cuando el Kaw-djer tomó
posesión de ella. La planificación era de lo más
simple. En el centro, un almacén en el cual se depositó
un stock de provisiones y alrededor de este almacén,
uña serie de habitaciones que se comunicaban entre sí.
Estas habitaciones daban a las fachadas norte, este y oeste;
sólo una, al sur y sin salida al exterior, dependía de
las demás.
Unas inscripciones, trazadas con letras pintadas sobre
paneles de madera, indicaban la destinación de aquellas diversas
salas. «Gobierno», «Tribunal»,
«Policía», decían respectivamente las
inscripciones del norte, del oeste y del este. En cuanto al
último de estos locales, nada indicaba su función, pero
pronto corrió el rumor de que allí se encontraría
la Prisión.
Así pues, el Kaw-djer no se fiaba
únicamente de la sabiduría de sus semejantes y para que
la autoridad estuviera sólidamente asentada, la sustentó
en trípode: la justicia, en el sentido social del
término, la fuerza y el castigo. Su prolongada y estéril
revuelta desembocaba en la aplicación de altas reglas, en lo que
éstas tienen de más absoluto, al margen de las cuales la
imperfección humana ha hecho todo progreso y toda
civilización imposibles, desde el origen de los tiempos.
Pero los locales, las inscripciones, precisando el uso
que se iba a hacer de ellos no eran, en suma, más que un
esqueleto de administración. Hacían falta funcionarios
para ejercer las funciones. El Kaw-djer los designó sin
tardanza. Hartlepool fue situado a la cabeza de la policía con
cuarenta hombres escogidos después de una rigurosa
selección y exclusivamente de entre la gente casada. En cuanto
al Tribunal, el Kaw-djer, reservándose personalmente la
presidencia, confió sus servicios a Ferdinand Beauval.
No hay duda de que la segunda de estas designaciones
podía resultar sorprendente. No obstante, no fue la primera de
este tipo. Algunos días antes, el Kaw-djer había hecho
otra, por lo menos tan sorprendente.
El pago de salarios y la venta de raciones
representaban ahora una tarea absorbente: El intercambio de trabajo y
víveres, aún cuando la operación fuera
simplificada por el intermediario del dinero, exigía una
auténtica contabilidad, y aquella contabilidad, un contable. En
tal calidad, nombró el Kaw-djer a John Rame cuya existencia de
placeres le había costado a la vez la salud y su fortuna.
¿Qué fin había perseguido aquel
degenerado participando en una empresa de colonización? Sin
duda, ni él mismo lo sabía, y había obedecido a
sueños imprecisos de vida fácil en un país vago y
quimérico. La realidad, infinitamente más ruda, le
había ofrecido los inviernos de la isla Hoste y era un milagro
que aquel débil ser lo hubiera resistido. Empujado por la
necesidad, había intentado en vano, desde el establecimiento del
nuevo régimen, unirse a los jornaleros ocupados en la
construcción de la carretera. Desde la tarde del primer
día tuvo que renunciar, agotado, destrozado por el cansancio
vio, con sus blancas manos desgarradas por los bloques de roca. Le
produjo gran alegría aceptar el empleo que el Kaw-djer le
atribuía y por el cual su insignificante personalidad fue
rápidamente absorbida. Se encogió aún más,
se identificó con sus columnas de cifras y desapareció en
su función como en una tumba. No se oiría hablar
más de él.
Saber utilizar para la grandeza del Estado hasta la
más ínfima de las fuerzas sociales de las que dispone, es
quizá la cualidad fundamental de un conductor de hombres. Ante
la imposibilidad de hacerlo todo por sí solo, necesita rodearse
de colaboradores y es en su elección donde se manifiesta con la
mayor evidencia el genio de un jefe.
Por singulares que fueran, los elegidos por el
Kaw-djer eran los mejores de los que podía disponer en la
situación donde la suerte le había colocado. No
tenía más que un fin: obtener de cada uno el
máximo de rendimiento en provecho de la colectividad.
Así, Beauval, a pesar de su incapacidad en otros aspectos, no
dejaba de ser un abogado de valía. Estaba pues cualificado,
más que ningún otro, para asegurar el curso de la
justicia, siempre que un jefe le vigilara sabiendo contener sus
fantasías.
En cuanto a John Rame, era el más inútil
de los colonos. Era digno de admiración que se hubiera podido
sacar algo de aquel pingo sin energía ni voluntad que no
servía para nada.
Mientras la administración del Estado
hosteliano se organizaba de aquella forma, el Kaw-djer desplegaba una
actividad prodigiosa.
Había abandonado definitivamente el Bourg
Neuf. Trasladados sus instrumentos, libros, medicamentos a la
«Gobernación» -así se llamaba ahora la
antigua casa de Lewis Dorick- se tomaba tan sólo algunas horas
de reposo al día. El resto del tiempo, lo pasaba en todos sitios
a la vez. Animaba a los trabajadores, resolvía las dificultades
a medida que se presentaban, mantenía con calma y firmeza el
orden y la concordia. A nadie se le hubiera ocurrido protestar o
entablar una discusión en su presencia. No tenía
más que aparecer para que el trabajo se activara, para que los
músculos rindieran al máximo de sus fuerzas.
Ciertamente, la mayor parte de aquel pueblo miserable
que había decidido conducir hacia mejores destinos, ignoraba de
qué drama había sido teatro su conciencia, y si lo
hubiera sabido, no habría sido lo suficiente psicólogo y
le faltaba demasiado idealismo para sospechar tan sólo
qué estragos había producido un conflicto de puras
abstracciones, tan distintas a sus preocupaciones materiales. Pero
sólo con mirar a su jefe, les habría bastado para
comprender que un dolor secreto le devoraba. Si el Kaw-djer no
había sido nunca un hombre expansivo, ahora parecía de
mármol. Su rostro impasible ya no sonreía sus labios no
se entreabrían más que para decir lo indispensable con el
mínimo de palabras. Además aparecía de forma
temible, tanto a causa de su aspecto de vigor hercúleo como por
la fuerza armada de la que disponía. Pero si se le temía,
también se admiraba a un mismo tiempo su inteligencia y su
energía, y se le quería por la bondad que siempre
latía bajo su actitud glacial y por todos los servicios que de
él habían recibido y que aún
recibirían.
La multiplicidad de ocupaciones no agotaba, en efecto,
la actividad del Kaw-djer, y el jefe no perjudicaba al médico.
Ni un solo día dejaba de ir a ver a los enfermos y a los heridos
del motín. Pero cada vez había menos que hacer. La salud
pública mejoraba rápidamente bajo la triple influencia de
la estación, más claramente, de la paz moral y del
trabajo.
Naturalmente, de todos los enfermos y heridos, Halg
era el más querido. Hiciera el tiempo que hiciera y fuese cual
fuese su cansancio, no dejaba de acudir mañana y tarde a la
cabecera del joven indio del que ni Graziella ni su madre se alejaban.
Tenía la alegría de comprobar una mejoría
progresiva. Pronto se supo con seguridad que la herida del
pulmón empezaba a cerrarse. El 15 de noviembre, Halg pudo
abandonar definitivamente el lecho sobre el que yacía desde
hacía un mes.
Aquel día el Kaw-djer se dirigió a la
casa habitada por la familia Rhodes.
-¡Buenos días, señora Rhodes...!
¡Buenos días, hijos! -dijo al entrar.
-¡Buenos días, Kaw-djer! -le respondieron
al unísono.
En aquella atmósfera tan cordial, siempre
perdía algo de su frialdad. Edward y Clary corrieron hacia
él. Abrazó a la joven paternalmente y acarició la
mejilla del muchacho.
-¡Por fin le vemos, Kaw-djer...! -exclamó
la señora Rhodes-. Pensé que había muerto.
-Tengo mucho que hacer, señora Rhodes.
-Lo sé, Kaw-djer, lo sé -contestó
la señora Rhodes-. Pero a mí me hace mucha ilusión
verle... Espero que me dé noticias de mi marido.
-Su marido se ha ido, señora Rhodes. Es eso
todo lo que le puedo decir.
-¡Muchas gracias por la información...!
Falta saber cuándo volverá.
-No pronto, señora Rhodes. Su viudedad
está lejos de haber terminado.
La señora Rhodes suspiró con
tristeza.
-No tiene por qué estar triste, señora
Rhodes -respondió el Kaw-djer-. Todo se arreglará con un
poco de paciencia... Además, le voy a procurar ocupaciones, es
decir, distracción. Se tendrá que mudar, señora
Rhodes.
-¡Mudar... !
-Sí... Para instalarse en Liberia.
-¡En Liberia...! ¿Pero, señor,
qué voy a hacer allí?
-Vender, señora Rhodes. Usted será
sencillamente la comerciante más importante del país, en
primer lugar, ¡y es una razón! porque no hay otras, y
también, espero, porque sus negocios prosperarán
sorprendentemente.
-¡Comerciante...! ¿Mis negocios:..?
-repitió la señora Rhodes, estupefacta-.
¿Qué negocios, Kaw-djer?
-Los del bazar Harry Rhodes. Supongo que no
habrá olvidado usted que posee una magnífica
mercancía. Ha llegado el momento de hacer uso de ella.
-¡Cómo...! -objetó la
señora Rhodes-. Pretende usted que yo sola... sin mi
marido...
-Sus hijos la ayudarán -interrumpió el
Kaw-djer-. Ya tienen edad para trabajar y aquí todo el mundo
trabaja. No quiero gente ociosa en la isla Hoste.
La voz del Kaw-djer adquirió un tono de
seriedad. Bajo el amigo que aconsejaba, salía el jefe que iba a
ordenar.
-Cuando Halg esté completamente curado, Tullia
Ceroni y su hija le echarán una mano -le respondió-. Por
otra parte, no tiene usted derecho a dejar inservibles unos objetos que
son susceptibles de aumentar el bienestar de todos.
-Pero estos objetos representan casi toda nuestra
fortuna -objetó la señora Rhodes que parecía
alterada-. Qué dirá mi marido cuando se entere que los he
arriesgado en un país tan revuelto, donde la seguridad...
-Es perfecta, señora Rhodes -terminó el
Kaw-djer, perfecta, puede usted creerme. No hay país más
seguro que éste.
-Pero vamos a ver, ¿qué quiere usted que
haga con todas estas mercancías? -preguntó la
señora Rhodes.
-Venderlas.
-¿A quién?
-A los compradores.
-¿Pero existen y tienen dinero?
-¿Lo duda usted? Sabe usted muy bien que todo
el mundo lo tenía al partir. Ahora lo ganan.
-¡Que ganan dinero en la isla Hoste!
-Perfectamente. Trabajando para la colonia que
proporciona empleos y paga.
-¿Así que la colonia también
tiene dinero... ¡Eso sí que es una novedad!
-La colonia no tiene dinero -explicó el
Kaw-djer-, pero se lo procura vendiendo los víveres que
sólo ella posee. Eso ya lo debe saber, pues que usted paga los
suyos.
-Es cierto -reconoció la señora Rhodes-.
Pero si no se trata más que de un intercambio, si los colonos se
ven obligados a pagar para alimentarse lo que han ganado con su
trabajo, no veo cómo van a poder ser clientes míos.
-Tranquilícese, señora Rhodes. Yo
establezco los precios de tal modo que los, colonos puedan ahorrar
algo.
-¿Entonces quién da la diferencia?
-Yo, señora Rhodes.
-Así, debe ser usted muy rico, Kaw-djer.
-Eso parece.
La señora Rhodes miró a su interlocutor
boquiabierta. Aquél no se dio por enterado.
-Considero que es muy importante, señora Rhodes
-prosiguió con firmeza-, que su tienda si abra en breve
plazo.
-Como usted diga, Kaw-djer -acordó la
señora Rhodes sin entusiasmo.
Cinco días más tarde, el Kaw-djer
había sido obedecido. Cuando el 20 de noviembre Karroly estuvo
de vuelta con la Wel-Kiej, encontró el bazar Rhodes en
pleno funcionamiento.
Karroly regresaba solo, después de haber
desembarcado al señor Rhodes en Punta Arenas; nada más
pudo responder a las ansiosas preguntas de la señora Rhodes que
también pidió en vano explicaciones al Kaw-djer. Este se
contentó con asegurarle que no debía inquietarse, sino
simplemente, armarse de paciencia; la ausencia del señor Rhodes
debía prolongarse bastante tiempo más.
En cuanto a Karroly, se quedaba maravillado ante todo
lo que veía. ¡Qué cambios en menos de un mes!
Liberia estaba irreconocible. Apenas algunas casas permanecían
aún en sus antiguos emplazamientos. La mayor parte estaban ahora
agrupadas en torno a la que se designaba con el nombre de
Gobernación. Las más próximas abrigaban a cuarenta
familias, cuyos jefes, armados con los fusiles de la reserva,
constituían la policía de la colonia. Los ocho fusiles
que no se usaban se habían dispuesto en el puesto de guardia
situado entre la casa del Kaw-djer y la de Hartlepool, que muchos
hombres vigilaban día y noche. En cuanto a la provisión
de pólvora, se había guardado en el almacén
dispuesto en el centro del inmueble y sin salida al exterior.
Un poco más lejos, se encontraba el bazar
Rhodes. Aquel bazar maravillaba, en especial, a Karroly. Ninguna de las
tiendas de Punta Arenas, única ciudad que el indio hubiera visto
en su vida, la igualaba a sus ojos en esplendor.
Más allá, hacia el este y hacia el
oeste, proseguía el trabajo. Se aplanaba el suelo destinado a
afincar las últimas casas desmontables y más allá,
por todas partes, se trabajaba de la misma forma. Por encima de la
tierra, comenzaban a elevarse ya otras casas, unas de madera, otras de
albañilería.
Entre las casas dispuestas según la rigurosa
planificación que no dejaba lugar para las fantasías
individuales, se entrecruzaban en ángulo recto auténticas
calles, con la suficiente anchura para permitir el paso
simultáneo de cuatro vehículos. A decir verdad, aquellas
calles estaban todavía algo cenagosas y con zanjas, pero el
pisoteo de los colonos endurecía el suelo día a
día.
La carretera comenzada en dirección al
Bourg Neuf había atravesado la llanura pantanosa y ya
se unía oblicuamente con el río. En las orillas se
amontonaban multitud de piedras, con vistas a la construcción de
un puente más sólido que el provisional existente.
El Bourg Neuf casi estaba desierto. A
excepción de cuatro marineros del Jonathan y de tres
colonos más resueltos a ganarse la vida pescando, sus antiguos
habitantes lo habían abandonado para ir a Liberia, donde les
requerían sus ocupaciones. Las embarcaciones partían cada
mañana del Bourg Neuf, convertido así
exclusivamente en un puerto de pesca, para volver hacia el atardecer,
cargadas de peces que fácilmente encontraban compradores.
De todos modos y a pesar de la disminución la
población, no se había tirado ninguna de las casas del
suburbio. Así lo había decidido el Kaw-djer. La de
Karroly estaba pues todavía en pie y el indio tuvo la
alegría de encontrar allí a Halg casi completamente
curado.
Pero tuvo una gran pena de regresar a casa sin el
Kaw-djer, cuya nueva existencia les separaba para siempre. ¡Se
había terminado aquella vida en común de tantos
años...! Cómo había cambiado... Al volver a ver a
su fiel indio, apenas había bosquejado una sonrisa, apenas
había consentido en interrumpir por unos minutos su devoradora
actividad
Aquel día, al igual que todos los otros, y
después de una mañana consagrada a diversos trabajos
cotidianos, el Kaw-djer examinó la situación de la
colonia, tanto desde un punto de vista financiero como desde un punto
de vista del estado del stock de víveres; luego
regresó a las obras de la carretera.
Era la hora del descanso. Habiendo abandonado las
picas y las palas, la mayor parte de jornaleros dormitaban en el suelo
y ofrecían al sol sus velludos pechos; otros mascaban lentamente
su ración intercambiando vacías y raras palabras. A
medida que el Kaw-djer pasaba, la gente tendida en el suelo se
enderezaba, las conversaciones se interrumpían y todos se
quitaban sus gorras, acompañando el gesto con una palabra de
saludo.
«¡Hola, gobernador!», iban diciendo
aquellos hombres rudos.
El Kaw-djer respondía con la mano sin
pararse.
Había recorrido ya la mitad del camino cuando
vio, no lejos del río, un grupo de una centena de emigrantes,
entre los que se distinguían algunas mujeres. Apresuró el
paso. Pronto llegaron a sus oídos los sonidos de un
violín, procedentes de aquel grupo.
¿Un violín...? Era la primera vez, desde
la muerte de Fritz Gross que un violín sonaba en la isla
Hoste.
Se mezcló entre la aglomeración que se
abrió en filas ante él. En el centro había dos
niños. Uno de ellos tocaba bastante torpemente. Mientras tanto,
el otro colocaba en el suelo cestos de juncos trenzados y ramos de
flores del campo: hierba, caña, brezos y ramas de acebo.
Dick y Sand... El Kaw-djer se había olvidado de
ellos en medio de aquella tormenta que había trastornado su
vida. Por lo demás, ¿por qué hubiera pensado
más en aquellos niños que en los otros de la colonia?
También ellos tenían una familia en la valiente y honesta
persona de Hartlepool. En verdad, el pequeño Sand no
había perdido el tiempo. Habían transcurrido menos de
tres meses desde que había heredado el violín de Fritz
Gross, y tenía que poseer muy raras dotes musicales, para que,
sin maestro y sin consejos, hubiera llegado tan de prisa a semejantes
resultados. Ciertamente no era un virtuoso y no había
razón alguna para creer que lo llegara a ser jamás,
puesto que siempre le faltaría la técnica elemental, pero
lo tocaba sin desafinar y encontraba, sin parecer buscarlas, ingenuas
melodías, ingeniosas y encantadoras, que iba uniendo unas con
otras por medio de modulaciones de una feliz audacia.
El violín dejó de sonar. Habiendo
terminado su inventario, Dick tomó la palabra.
-¡Honorables hostelianos! -dijo con un
cómico énfasis y enderezando lo mejor que pudo su
pequeña estatura, mi socio, especialmente encargado de la
sección artística y musical de la Casa Dick &
Co., el ilustre maestro Sand, violinista ordinario de Su Majestad
el Rey del cabo de Hornos y otros lugares, agradece a Sus Honores la
atención que han tenido a bien prestarle...
Dick soltó un «¡uf!» sonoro,
volvió a tomar aliento y prosiguió con mayor
brío.
-El concierto, honorables hostelianos, es gratuito,
pero no así nuestras otras mercancías que me atrevo a
decir, son aún más maravillosas y sobre todo más
sólidas. La Casa Dick & Co. pone hoy a la venta
ramos de flores y cestas. Estas resultarán muy cómodas
para ir al mercado... ¡cuando haya uno en la isla Hoste! ¡A
un centavo el ramo...! ¡A un centavo la cesta...! ¡Vamos,
honorables hostelianos! ¡Por favor, mano al bolsillo,
decídanse!
Mientras decía eso, Dick iba dando la vuelta
círculo, presentando las muestras de su mercancía y al
unísono, para poner mayor entusiasmo, el violín entonaba
canciones con mayor brío.
Los espectadores se reían mientras tanto, y por
sus palabras, el Kaw-djer comprendió que no asistía por
vez primera a una escena semejante. No había duda de que Dick y
Sand tenían la costumbre de recorrer las obras a las horas de
descanso y de hacer aquel singular comercio. Era un milagro que no los
hubiera visto antes.
En un abrir y cerrar de ojos, Dick había
vendido ramos de flores y cestas.
-¡No queda más que una cesta,
señoras y señores! -anunció-. ¡La más
bonita! ¡A dos centavos la última y la mejor cesta!
Un ama de casa dio los dos centavos.
-¡Muchas gracias, señoras y
señores! ¡Ocho centavos...! ¡Es una fortuna!
-gritó Dick, esbozando un paso de giga.
La giga fue parada en seco. El Kaw-djer había
cogido al bailarín por la oreja.
-¿Qué quiere decir esto?
-interrogó severamente.
Con un vistazo disimulado, el niño se
esforzó por adivinar el humor real del Kaw-djer, luego
tranquilizado, respondió con la mayor seriedad:
-Trabajamos, gobernador.
-¡A eso le llamas trabajar! -exclamó el
Kaw-djer soltando a su prisionero.
Este aprovechó para volverse completamente y
mirando cara a cara al Kaw-djer:
-Nos hemos establecido -dijo sacando pecho-. Sand toca
el violín y yo vendo flores y cestería... Algunas veces
hacemos recados... o vendemos conchas... ¡Yo sé bailar...
y hacer malabarismos. No me dirá que eso no son profesiones,
gobernador!
El Kaw-djer sonrió a pesar suyo.
-¡En efecto...! -reconoció-. ¿Pero
es que tenéis necesidad de dinero?
-¡Es para su sobrecargo1, para el señor John
Rame, gobernador!
-¡Cómo...! -exclamó el Kaw-djer-.
¡John Lame coge vuestro dinero...!
-Él no nos lo coge, gobernador -replicó
Dick-, porque somos nosotros que se lo damos para las raciones.
Aquella vez, el Kaw-djer parecía completamente
aturullado. Repitió:
-¿Para las raciones...? ¿Vosotros os
pagáis la comida...? ¿No vivís ya con el
señor Hartlepool?
-Sí, gobernador, pero es igual...
Dick hinchó sus mejillas, luego, imitando al
Kaw-djer hasta el punto de confundirse a pesar de la reducción
de la escala, dijo con graciosísima gravedad:
-¡El trabajo es la ley!
¿Sonreír o enfadarse...? El Kaw-djer se
decidió por sonreír. En efecto, no cabía duda
alguna. Evidentemente, Dick no tenía intención alguna de
mofarse. Así pues, ¿por qué amonestar a aquellos
dos niños tan deseosos de «arreglárselas»,
mientras que tantas personas mayores tenían tal
propensión a arrimarse a otros?
Les preguntó:
-¿Al menos vuestro «trabajo» os
proporciona de qué vivir?
-¡Ya lo creo! -afirmó Dick dándose
importancia---. Doce centavos al día, a veces, quince,
¡eso es lo que nos proporciona nuestro trabajo, gobernador...!
Con eso, un hombre puede vivir -añadió con la mayor
seriedad del mundo.
¡Un hombre...! Los auditores estallaron de risa.
Dick, ofendido, miró a los que se reían.
-¿Qué les pasa a estos idiotas... ?
-murmuro entre dientes con aire picado.
El Kaw-djer insistió en el asunto:
-Quince centavos, no está mal, en efecto
-reconoció-. Pero ganaríais más si ayudarais a los
albañiles o a los jornaleros.
-Imposible, gobernador -replicó Dick con
vivacidad.
-¿Por qué imposible? -insistió el
Kaw-djer.
-Sand es demasiado pequeño. No tendría
fuerza suficiente -explicó Dick, cuya voz expresaba una
auténtica ternura que no dejaba de ocultar una chispa de
desdén.
-¿Y tú?
¡Había que oír el tono...!
Él, sin duda, tenía fuerza. Dudarlo habría sido
una injuria para él.
-¿Entonces?
-No sé... -balbuceó Dick todo
pensativo-. No me dice nada...
Luego, en una explosión:
-Yo, gobernador, ¡amo la libertad!
El Kaw-djer observaba con interés a aquel
hombrecito que con la cabeza desnuda y los cabellos revueltos por la
brisa, se erguía recto ante él, sin bajar sus brillantes
ojos. Se reconoció en aquella naturaleza generosa pero excesiva.
El también había amado la libertad por encima de todo,
él también se había mostrado impaciente ante
cualquier cortapisa, y la coacción le había parecido tan
odiosa que había hecho partícipe de su repugnancia a toda
la humanidad. La experiencia le había demostrado su error,
dándole pruebas de que los hombres, lejos de tener la insaciable
necesidad de libertad que él les suponía, podían
amar, por el contrario, un yugo que les hiciera vivir y que, en
ocasiones, era bueno que los niños pequeños y grandes
tuvieran un patrón.
Replicó:
-La libertad, hijo mío, hay que ganarla
primero, siendo útil a los demás y a uno mismo Y por eso,
hay que empezar por obedecer. Iréis a ver Hartlepool de mi parte
y le diréis que os emplee según vuestras fuerzas. Ya me
ocuparé de que Sand pueda continuar con su música.
¡Vamos, niños!
Aquel encuentro atrajo la atención del Kaw-djer
que tenía un problema que le interesaba resolver. Los
niños pululaban por la colonia. Vagabundeaban todo el día
ociosos y lejos de la vigilancia de sus padres. Para fundar un pueblo,
había que preparar a las generaciones futuras que recogieran la
sucesión de antecesores. Se imponía en breve plazo la
creación de una escuela.
Pero era imposible hacerlo todo a la vez. Fuera tal
cual fuese la importancia de aquella cuestión, la dejó a
un lado hasta el regreso de una visita de inspección que deseaba
hacer en el interior de la isla. Desde que había asumido la
carga del poder, proyectaba este viaje, que había ido dejando
día tras día por otras preocupaciones más
imperiosas. Ahora no cometería ninguna imprudencia
alejándose. La máquina había recibido suficiente
impulso como para funcionar sola durante algún tiempo.
Iba a partir finalmente dos días después
de la llegada de Karroly, cuando un incidente le obligó a un
nuevo retraso. Una mañana, los ruidos de un violento altercado
atrajeron su atención. Cuando se dirigía hacia el lugar
de donde procedía el jaleo, vio a un centenar de mujeres que
discutían alteradas delante de una cerca de gruesos maderos que
les interceptaba el paso. Al principio, el Kawdjer no
comprendió la causa. Aquella cerca era la que delimitaba el
recinto de Patterson, pero, días antes, no le había
parecido que llegara hasta tan lejos.
Enseguida le informaron.
Patterson, que, desde la primavera anterior, se
había dedicado al cultivo de hortalizas, había visto su
esfuerzo coronado de éxito aquel año. Trabajador
infatigable, había obtenido una abundante recolección y,
desde la caída de Beauval, los demás habitantes de
Liberia se solían aprovisionar allí de legumbres
frescas.
Su éxito era debido, en gran parte, al
emplazamiento que había escogido. Junto al mismo los ríos
tenía agua en abundancia. Y era precisamente aquella
situación privilegiada, la causa del conflicto actual.
Los cultivos de Patterson, extendidos en un espacio de
doscientos o trescientos metros, dominaban el único punto por el
que era accesible el río, en las proximidades de Liberia.
Río abajo, estaba bordeado, por la derecha, por una llanura
cenagosa que impedía el acceso hasta el puentecillo establecido
en la desembocadura, es decir, a más de mil quinientos metros al
oeste. Río arriba, la orilla se elevaba bruscamente para caer en
picado, a lo largo de más de una milla.
Las amas de casa de Liberia se encontraban en la
obligación de atravesar el cercado de Patterson. para ir a
buscar el agua necesaria para la casa, y por ello el propietario de
aquel cercado había dispuesto hasta entonces un hueco en la
barrera que lo delimitaba. Pero luego se dio cuenta de que el
pasó constante a través de su propiedad atentaba contra
sus derechos y causaba múltiples daños. Así pues,
la noche precedente había cerrado sólidamente la abertura
con la ayuda de Long y de ahí, la grave decepción y la
gran cólera de las amas de casa que de buena mañana
habían ido a buscar el agua.
Se restableció la calma cuando vieron al
Kawdjer y se dirigieron a él para que se hiciera justicia.
Escuchó pacientemente los argumentos en pro y en contra y luego
dictó su sentencia. Para sorpresa general, ésta fue
favorable a Patterson. A decir verdad, el Kaw-dier decidió que
la cerca debía ser tirada abajo en el acto y que se tenía
que abrir un camino de veinte metros de ancho para pública
circulación, pero reconoció los derechos del ocupante a
una indemnización por la parcela de terreno cultivado del que se
le privaba por el interés público. En cuanto a la
importancia de aquella indemnización, sería fijada
según las formas legales. En la isla Hoste había jueces.
Se invitaba a Patterson a dirigirse a ellos.
Y el mismo día fue defendida la causa. Fue la
primera que tuvo que juzgar Beauval.. Después de un debate
controvertido, condenó al Estado hosteliano pagar una
indemnización de cincuenta dólares. De inmediato se
pagó aquella suma al irlandés que no intentó
disimular su satisfacción.
El incidente fue comentado de formas diversas, pero,
en general, gustó mucho el modo en que se había
arreglado. Se tuvo la sensación de que en lo sucesivo nadie
podría ser despojado de lo que poseyera, y la confianza
pública se acrecentó enormemente. Era el resultado que
había buscado el Kaw-djer.
Una vez terminó con este asunto, se puso en
marcha. Durante tres semanas estuvo atravesando la isla en todos los
sentidos, hasta su extremo noreste, hasta los extremos orientales de
las penínsulas Dumas y Pasteur. Visitó todas las
explotaciones, una detrás de otra, sin omitir ni una sola, tanto
aquellas que habían sido voluntariamente abandonadas durante el
invierno precedente, como aquellas de las que los colonos habían
sido expulsados durante los disturbios.
Finalmente resultó de su investigación
que ciento sesenta y un colonos, que formaban cuarenta y dos familias,
residían todavía en el interior. Se podía
considerar que todas aquellas cuarenta y dos familias habrían
logrado salir adelante con su explotación, aunque muy
desigualmente. Unas debían limitar sus esperanzas a asegurar su
propia subsistencia, mientras que otras, las mejor provistas de
robustos muchachos, habían podido aumentar considerablemente sus
cultivos.
Las explotaciones de las veintiocho familias -contando
a otros ciento diecisiete colonos que durante los disturbios se vieron
obligados a refugiarse en Liberia- parecían, de igual modo,
haber prosperado en el momento en que se tuvo que abandonarlas.
En resumen, ciento noventa y siete tentativas de
explotación habían desembocado en el fracaso. Una
cuarentena de sus propietarios había muerto y el resto,
más de setecientos ochenta, había buscado sucesivamente
refugio en la costa.
No le faltó todo tipo de informaciones al
Kaw-djer. Los colonos se ponían solícitos a su
disposición. Cuando se enteraban de la nueva organización
de la colonia, el entusiasmo era unánime, y aquel entusiasmo
crecía aún más, a medida que les hace
partícipes de sus proyectos. Y a su partida, reemprendía
el trabajo con unos ánimos centuplicados por la esperanza.
El Kaw-djer tomaba cuidadosamente nota de todo lo que
observaba, de todo lo que le contaban. Al mismo tiempo, bosquejaba
rápidos planos de las diversas explotaciones y de sus
respectivas situaciones.
A su regreso, todos aquellos documentos le fueron
útiles.
En pocos días, hizo un mapa de la isla, un mapa
aproximativo desde un punto de vista geográfico pero con
suficiente exactitud desde el punto de vista de las situaciones
limítrofes de las explotaciones agrícolas; luego
repartió la mitad de la isla entre ciento sesenta y cinco
familias que escogió a su arbitrio y a las que otorgó
concesiones legales.
Conceder aquella sólida base a la propiedad,
significaba llevar a cabo una auténtica revolución.
Sustituía un régimen de capricho por la legalidad, la
posesión de hecho por un título inatacable para quien le
era concedido. Así, aquellas simples hojas de papel fueron
recogidas por sus beneficiarios quizá con tanta alegría
como los campos que éstas representaban. Hasta el momento
habían vivido de modo inestable, con la incertidumbre del
mañana. Aquellas hojas de papel lo cambiaban todo. La tierra les
pertenecía. Podrían legarla a sus hijos. Se afincaban,
echaban raíces y se convertían en auténticos
colonos, en hostelianos.
El Kaw-djer comenzó por consolidar los derechos
de las cuarenta y dos familias que habían permanecido adscritas
a la gleba, y por restablecer en las suyas a los veinticinco
explotadores que sólo las habían abandonado bajo la
amenaza de los amotinados. Hecho esto, seleccionó de entre todas
a noventa y cinco familias más, que le parecieron dignas de
remontar su suerte. No se preocupó lo más mínimo
por los demás.
Aquello era arbitrario. Pero no fue la única
vez. Si la igualdad no se tuvo en cuenta en la repartición de
concesiones, tampoco fue más respetada desde el punto de vista
de la importancia de éstas. A unos, el Kaw-djer ley dejaba el
mismo terreno en el que antes se encontraban establecidos, mientras que
disminuía la superficie atribuida a otros. Al mismo tiempo
aumentaba considerablemente ciertas explotaciones. En todas sus
decisiones, no obedecía más que a una sola ley, el
interés superior de la colonia. Las concesiones más
vastas a quienes habían demostrado mayor inteligencia, fuerza y
valor. Por el contrario, nada para aquellos cuya incapacidad
había podido comprobar y a los que condenaba inapelablemente a
ser proletarios y asalariados hasta la muerte.
En efecto, el asalariado tenía necesariamente
que hacer su aparición en la isla Hoste. Algunas explotaciones,
por ejemplo aquellas de cuatro familias en la que los Riviére
constituían el núcleo, eran tan extensas y
prósperas que habrían sido suficientes para ocupar a
varios centenares de obreros. Así no faltaría trabajo
para quienes preferían el del campo al de la ciudad.
Liberia se despobló por segunda vez. Apenas con
el titulo de concesión en el bolsillo, cada titular
partía con los suyos, bien provisto de víveres, cuya
provisión -tal y como afirmaba el Kaw-djer-, podría ser
ulteriormente renovada. Quienes no habían sido favorecidos, les
imitaron y fueron a ofrecer sus brazos al campo.
El 1º de enero, la población se redujo a
alrededor de cuatrocientos habitantes, de los cuales doscientos
cincuenta estaban en edad de trabajar. Los demás, algo menos de
seiscientos incluidos mujeres y niños, se encontraban ahora
diseminados por el interior. Tal y como el Kaw-djer había podido
confirmar en el curso de su viaje, la población tal no llegaba
efectivamente al millar. Los demás, cerca de doscientos,
habían muerto en el invierno que acababa de finalizar. Algunas
hecatombes más de ese tipo y la isla Hoste se convertiría
otra vez en un desierto.
La disminución del número de
trabajadores se dejaba sentir en los avances del trabajo. El
Kawdjer no parecía preocuparse. Pronto se comprendió
su tranquilidad. Algunos días más tarde, el 17 de enero,
apareció un vapor frente al Bourg Neuf. Se trataba de
un gran navío de dos mil toneladas. Al día siguiente
comenzó la descarga y los liberianos se quedaron maravillados al
ver desfilar incalculables riquezas. Primero, el ganado, las ovejas,
los caballos y hasta dos perros de rebaño. Luego, el material
agrícola: arados, rastras, trilladoras, segadoras; semillas de
todas clases; víveres en cantidad considerable, coches de
caballos y carros; metales: plomo, hierro, acero, cinc, estaño,
etc., útiles menores: martillos, sierras, buriles, limas y
cientos más; máquinas herramientas: forjas, perforadoras,
fresadoras, tornos de madera y de metal y muchas otras cosas
más.
Además, el vapor no sólo contenía
objetos materiales. Traía consigo a doscientos hombres,
compuestos, mitad por jornaleros y mitad por obreros de
construcción. Cuando se hubo terminado con el descargue del
navío, éstos se unieron a los colonos, y los trabajos,
realizados por cuatrocientos cincuenta brazos robustos, comenzaron de
nuevo a avanzar con rapidez.
En pocos días se terminó la carretera
del Bourg Neuf. Mientras los albañiles se ocupaban,
unos en la construcción del puente, y otros en la de las casas,
se inició una segunda carretera hacia el interior que, dividida
en numerosas ramas, debería serpentear más tarde entre
las explotaciones, y llevaría la vida a través de la
isla, arterias y venas de aquel gran cuerpo, inerte hasta el
momento.
Las sorpresas no habían terminado para los
liberianos. El 30 de enero llegó un segundo navío de
Buenos Aires y en sus flancos llevaba, además de objetos
análogos a los precedentes, un importante cargamento destinado
al bazar Rhodes. Había de todo en aquel cargamento, hasta
futilidades: plumas, encajes, cintas, que en lo sucesivo podrían
adornar la coquetería de los hostelianos.
De este segundo vapor desembarcaron otros doscientos
trabajadores, y doscientos más de un tercero que arribó
el 15 de febrero. Desde aquel día, se dispusieron de más
de ochocientos brazos. El Kawdjer consideró que aquel
número era suficiente para comenzar la realización de un
gran proyecto. Al oeste de la desembocadura del río se
construyeron los primeros cimientos de un dique que, en un futuro
próximo, transformaría la ensenada del Bourg
Neuf en un puerto vasto y seguro.
Así, poco a poco, con el esfuerzo de cientos de
brazos que dirigía una voluntad, la villa se construía,
se levantaba, se saneaba, se vivificaba. Así, poco a poco, de la
nada surgía una ciudad.
1. Contable que existe
a veces a bordo de los navíos.
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