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Los náufragos del “Jonathan”
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Primera parte
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Segunda parte
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Tercera parte
Indicador Primeras medidas
Indicador La ciudad naciente
Indicador El atentado
Indicador En las cuevas
Indicador Un héroe
Indicador Durante dieciocho meses
Indicador La invasión
Indicador Un traidor
Indicador La Patria Hosteliana
Indicador Cinco años después
Indicador La fiebre del oro
Indicador El saqueo de la isla
Indicador Una jornada triste
Indicador La abdicación
Indicador ¡Solo!

Los náufragos del “Jonathan”
Tercera parte - Capítulo XV
¡Solo!

Dick, atento a no adelantarse al momento fijado, abrió con el primer rayo de sol el sobre que le había dado el Kaw-djer. Leyó:

Hijo mío:

Estoy cansado de vivir y aspiro al reposo. Cuando leas estas palabras, ya habré abandonado la colonia sin ánimo de regreso. Pongo su suerte en tus manos. Eres aún muy joven para asumir esta tarea, pero sé que estarás a su altura.

Ejecuta lealmente el tratado que he firmado con Chile, pero exige rigurosamente otro tanto. Cuando los yacimientos auríferos se hayan agotado, no hay duda de que el Gobierno chileno renunciará por sí solo a una soberanía puramente nominal.

Este tratado les cuesta temporalmente a los hostelianos la isla Hornos, que pasa a ser propiedad personal mía. Volverá a ellos después de mí. Es allí donde me retiro. Es allí donde pienso vivir y morir.

Si Chile faltara a sus compromisos, recordarás el lugar de mi retirada. A excepción de ese caso, quiero que me borres de tu memoria. No es un ruego. Es una orden, la última.

Adiós. No tengas más que un solo objetivo: la Justicia; más que un solo odio: la Esclavitud; más que un solo amor: la Libertad.

En el mismo momento en que Dick, trastornado, leía aquel testamento del hombre a quien tanto debía, éste, con la mente abrumada por gravosos pensamientos, continuaba huyendo, como un punto imperceptible, por la vasta llanura del mar. Nada había cambiado a bordo de la Wel-Kiej, cuyo timón seguía manteniendo con mano firme.

Pero el alba empurpuró el cielo y un escalofrío de rayos de oro corrió por la superficie palpitante del mar. El Kaw-djer alzó la cabeza; sus ojos escudriñaron el horizonte del sur. A lo lejos apareció la isla Hornos en la luz que se acrecentaba por momentos. El Kaw-djer miró apasionadamente aquel confuso vapor que marcaba el término del viaje, no el que estaba realizando en aquel momento, sino el largo viaje de la vida.

Hacia las diez de la mañana acabó de atracar en el fondo de una pequeña cala al abrigo de la resaca. Enseguida puso pie en tierra y procedió al desembarco de su cargamento. Le bastó media hora para terminar aquel trabajo.

Entonces, como hombre que se apresura por desembarazarse de una tarea dolorosa que ha resuelto llevar a cabo, hundió la chalupa con un furioso golpe de hacha. El agua entró burbujeante por la herida. La Wel-Kiej, como se hubiera tambaleado un hombre herido de muerte, se inclinó sobre babor, osciló y se fue a pique en el agua profunda... Con aire sombrío, el Kaw-djer miró como se la tragaba el agua. Algo se desangraba en él. Experimentaba la vergüenza y remordimientos de un asesino por la destrucción de la fiel chalupa que durante tanto tiempo le había transportado. Con aquel asesinato había matado a un mismo tiempo el pasado. El último hilo que le unía con el resto del mundo estaba definitivamente cortado.

Empleó toda la jornada en subir hasta el faro todos los objetos que había traído consigo y en visitar sus dominios. El faro, las máquinas preparadas para funcionar, la vivienda amueblada, todo allí estaba completamente terminado. Por otro lado, desde un punto de vista material, le sería fácil vivir allí, gracias al almacén provisto con creces de víveres, a los pájaros marinos que mataría con su fusil, a los granos de los que estaba abastecido y que sembraría en los huecos del peñasco.

Terminada su instalación, salió un poco antes de que finalizara el día. A poca distancia de la puerta vio un montón de piedras, donde se habían acumulado los desechos de los cimientos.

Una de aquellas piedras atrajo más vivamente su atención. Había rodado hasta el borde del banco. Hubiera bastado con empujarla con el pie para que se la tragara el mar.

El Kaw-djer se acercó. Una llama de desprecio y de odio brillaba en su mirada...

No se había equivocado. Aquella piedra rayada con brillantes líneas, era un cuarzo aurífero. Quizá contenía toda una fortuna que los obreros no habían sabido reconocer. Yacía allí, abandonada como un bloque sin valor.

¡Hasta allí le perseguía aquel maldito metal...! Volvió a ver los desastres que se habían abatido sobre la isla Hoste, el enloquecimiento de la colonia, la invasión de los aventureros que habían acudido de todos los rincones del mundo, el hambre... la miseria... la ruina...

Empujó con el pie la enorme pepita en el abismo, luego, encogiéndose de hombros, se dirigió hacia la punta extrema del cabo.

Detrás suyo se alzaba el pilón metálico en cuya cima se encontraba la linterna y de donde por vez primera iba a surgir en aquel momento un poderoso rayo que mostraría la ruta correcta a los navíos.

Frente al mar, el Kaw-djer recorrió con la mirada el horizonte.

Otro atardecer, ya había estado en ese final de la tierra habitable. Aquel mismo atardecer, el cañón del Jonathan en peligro retumbaba lúgubremente en la tempestad. ¡Qué recuerdo...! ¡Hacía trece años de aquello!

Pero ahora la extensión estaba vacía. Por muy lejos que fuera su mirada, por doquier, por todos lados, no había nada en derredor suyo más que el mar. Y aun cuando hubiera franqueado la barrera del cielo que limitaba su vista, tampoco se le habría aparecido ninguna vida. Más allá, muy lejos, en el misterio de la Antártida, hay un mundo muerto, una región de hielo donde nada de lo que vive podría subsistir.

Había alcanzado el objetivo y así era el refugio. ¿Por qué siniestro camino había sido conducido a él? No obstante, no había sufrido los dolores habituales de los hombres. Él mismo era el autor y víctima de sus males. En lugar de llegar a aquél peñasco perdido en un desierto líquido, sólo habría dependido de él haber sido uno de esos seres felices a quienes se envidia, uno de esos seres poderosos ante los cuales se inclinan las cabezas. ¡Y no obstante estaba allí...!

En efecto, en ninguna otra parte habría tenido la fuerza de soportar el fardo de su vida. Los dramas más desgarradores son los del pensamiento. Para quien los ha sufrido, para quien los ha superado, agotado, desamparado, expulsado de las bases sobre las que ha construido, no hay más remedio que la muerte o el claustro. El Kaw-djer había elegido el claustro. Aquel peñasco era una celda de infranqueables muros de luz y de espacio.

Después de todo, su destino era tan válido como otro cualquiera. Nosotros morimos, pero nuestros actos no mueren, pues se perpetúan en sus consecuencias infinitas. Caminantes de un día, nuestros pasos dejan en la arena del camino eternas huellas. Nada sucede que no haya sido determinado por lo que le ha precedido y el futuro está hecho de desconocidos prolongamientos del pasado. Fuese cual fuese ese futuro, aun cuando el pueblo que él había creado debiera desaparecer después de una efímera existencia, aun cuando abolida la tierra se dispersara en el infinito cósmico, la obra del Kaw­djer no moriría jamás.

Así pensaba el Kaw-djer, de pie como una altiva columna en la cima del arrecife, iluminado todo por los rayos del sol poniente, con sus cabellos de nieve y su larga barba blanca flotando en la brisa, contemplando la inmensa extensión ante la cual, lejos de todos, útil a todos, iba a vivir libre; solo, para siempre.

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