Los náufragos del
“Jonathan”
Tercera parte - Capítulo XV ¡Solo!
Dick, atento a no adelantarse al momento fijado,
abrió con el primer rayo de sol el sobre que le había
dado el Kaw-djer. Leyó:
Hijo mío:
Estoy cansado de vivir y aspiro al reposo. Cuando
leas estas palabras, ya habré abandonado la colonia sin
ánimo de regreso. Pongo su suerte en tus manos. Eres aún
muy joven para asumir esta tarea, pero sé que estarás a
su altura.
Ejecuta lealmente el tratado que he firmado con
Chile, pero exige rigurosamente otro tanto. Cuando los yacimientos
auríferos se hayan agotado, no hay duda de que el Gobierno
chileno renunciará por sí solo a una soberanía
puramente nominal.
Este tratado les cuesta temporalmente a los
hostelianos la isla Hornos, que pasa a ser propiedad personal
mía. Volverá a ellos después de mí. Es
allí donde me retiro. Es allí donde pienso vivir y
morir.
Si Chile faltara a sus compromisos,
recordarás el lugar de mi retirada. A excepción de ese
caso, quiero que me borres de tu memoria. No es un ruego. Es una orden,
la última.
Adiós. No tengas más que un solo
objetivo: la Justicia; más que un solo odio: la Esclavitud;
más que un solo amor: la Libertad.
En el mismo momento en que Dick, trastornado,
leía aquel testamento del hombre a quien tanto debía,
éste, con la mente abrumada por gravosos pensamientos,
continuaba huyendo, como un punto imperceptible, por la vasta llanura
del mar. Nada había cambiado a bordo de la Wel-Kiej,
cuyo timón seguía manteniendo con mano firme.
Pero el alba empurpuró el cielo y un
escalofrío de rayos de oro corrió por la superficie
palpitante del mar. El Kaw-djer alzó la cabeza; sus ojos
escudriñaron el horizonte del sur. A lo lejos apareció la
isla Hornos en la luz que se acrecentaba por momentos. El Kaw-djer
miró apasionadamente aquel confuso vapor que marcaba el
término del viaje, no el que estaba realizando en aquel momento,
sino el largo viaje de la vida.
Hacia las diez de la mañana acabó de
atracar en el fondo de una pequeña cala al abrigo de la resaca.
Enseguida puso pie en tierra y procedió al desembarco de su
cargamento. Le bastó media hora para terminar aquel trabajo.
Entonces, como hombre que se apresura por
desembarazarse de una tarea dolorosa que ha resuelto llevar a cabo,
hundió la chalupa con un furioso golpe de hacha. El agua
entró burbujeante por la herida. La Wel-Kiej, como se
hubiera tambaleado un hombre herido de muerte, se inclinó sobre
babor, osciló y se fue a pique en el agua profunda... Con aire
sombrío, el Kaw-djer miró como se la tragaba el agua.
Algo se desangraba en él. Experimentaba la vergüenza y
remordimientos de un asesino por la destrucción de la fiel
chalupa que durante tanto tiempo le había transportado. Con
aquel asesinato había matado a un mismo tiempo el pasado. El
último hilo que le unía con el resto del mundo estaba
definitivamente cortado.
Empleó toda la jornada en subir hasta el faro
todos los objetos que había traído consigo y en visitar
sus dominios. El faro, las máquinas preparadas para funcionar,
la vivienda amueblada, todo allí estaba completamente terminado.
Por otro lado, desde un punto de vista material, le sería
fácil vivir allí, gracias al almacén provisto con
creces de víveres, a los pájaros marinos que
mataría con su fusil, a los granos de los que estaba abastecido
y que sembraría en los huecos del peñasco.
Terminada su instalación, salió un poco
antes de que finalizara el día. A poca distancia de la puerta
vio un montón de piedras, donde se habían acumulado los
desechos de los cimientos.
Una de aquellas piedras atrajo más vivamente su
atención. Había rodado hasta el borde del banco. Hubiera
bastado con empujarla con el pie para que se la tragara el mar.
El Kaw-djer se acercó. Una llama de desprecio y
de odio brillaba en su mirada...
No se había equivocado. Aquella piedra rayada
con brillantes líneas, era un cuarzo aurífero.
Quizá contenía toda una fortuna que los obreros no
habían sabido reconocer. Yacía allí, abandonada
como un bloque sin valor.
¡Hasta allí le perseguía aquel
maldito metal...! Volvió a ver los desastres que se
habían abatido sobre la isla Hoste, el enloquecimiento de la
colonia, la invasión de los aventureros que habían
acudido de todos los rincones del mundo, el hambre... la miseria... la
ruina...
Empujó con el pie la enorme pepita en el
abismo, luego, encogiéndose de hombros, se dirigió hacia
la punta extrema del cabo.
Detrás suyo se alzaba el pilón
metálico en cuya cima se encontraba la linterna y de donde por
vez primera iba a surgir en aquel momento un poderoso rayo que
mostraría la ruta correcta a los navíos.
Frente al mar, el Kaw-djer recorrió con la
mirada el horizonte.
Otro atardecer, ya había estado en ese final de
la tierra habitable. Aquel mismo atardecer, el cañón del
Jonathan en peligro retumbaba lúgubremente en la
tempestad. ¡Qué recuerdo...! ¡Hacía trece
años de aquello!
Pero ahora la extensión estaba vacía.
Por muy lejos que fuera su mirada, por doquier, por todos lados, no
había nada en derredor suyo más que el mar. Y aun cuando
hubiera franqueado la barrera del cielo que limitaba su vista, tampoco
se le habría aparecido ninguna vida. Más allá, muy
lejos, en el misterio de la Antártida, hay un mundo muerto, una
región de hielo donde nada de lo que vive podría
subsistir.
Había alcanzado el objetivo y así era el
refugio. ¿Por qué siniestro camino había sido
conducido a él? No obstante, no había sufrido los dolores
habituales de los hombres. Él mismo era el autor y
víctima de sus males. En lugar de llegar a aquél
peñasco perdido en un desierto líquido, sólo
habría dependido de él haber sido uno de esos seres
felices a quienes se envidia, uno de esos seres poderosos ante los
cuales se inclinan las cabezas. ¡Y no obstante estaba
allí...!
En efecto, en ninguna otra parte habría tenido
la fuerza de soportar el fardo de su vida. Los dramas más
desgarradores son los del pensamiento. Para quien los ha sufrido, para
quien los ha superado, agotado, desamparado, expulsado de las bases
sobre las que ha construido, no hay más remedio que la muerte o
el claustro. El Kaw-djer había elegido el claustro. Aquel
peñasco era una celda de infranqueables muros de luz y de
espacio.
Después de todo, su destino era tan
válido como otro cualquiera. Nosotros morimos, pero nuestros
actos no mueren, pues se perpetúan en sus consecuencias
infinitas. Caminantes de un día, nuestros pasos dejan en la
arena del camino eternas huellas. Nada sucede que no haya sido
determinado por lo que le ha precedido y el futuro está hecho de
desconocidos prolongamientos del pasado. Fuese cual fuese ese futuro,
aun cuando el pueblo que él había creado debiera
desaparecer después de una efímera existencia, aun cuando
abolida la tierra se dispersara en el infinito cósmico, la obra
del Kawdjer no moriría jamás.
Así pensaba el Kaw-djer, de pie como una
altiva columna en la cima del arrecife, iluminado todo por los rayos
del sol poniente, con sus cabellos de nieve y su larga barba blanca
flotando en la brisa, contemplando la inmensa extensión ante la
cual, lejos de todos, útil a todos, iba a vivir libre; solo,
para siempre.
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