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Los náufragos del “Jonathan”
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Primera parte
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Segunda parte
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Tercera parte
Indicador Primeras medidas
Indicador La ciudad naciente
Indicador El atentado
Indicador En las cuevas
Indicador Un héroe
Indicador Durante dieciocho meses
Indicador La invasión
Indicador Un traidor
Indicador La Patria Hosteliana
Indicador Cinco años después
Indicador La fiebre del oro
Indicador El saqueo de la isla
Indicador Una jornada triste
Indicador La abdicación
Indicador ¡Solo!

Los náufragos del “Jonathan”
Tercera parte - Capítulo XII
El saqueo de la isla

Así fue el primer acto del drama del oro, que como una pieza bien construida debía constar de tres, correctamente separados por los entreactos de los inviernos.

Los deplorables acontecimientos que habían constituido la trama de este primer acto tuvieron necesariamente una inmediata repercusión en la vida hasta entonces feliz de los hostelianos. Había desaparecido un pequeño número de entre ellos. ¿Qué les habría ocurrido? No se sabía, pero todo conducía a creer que habían sido víctimas de alguna riña o de algún accidente. Muchas familias estaban, pues, de luto por un padre, un hijo, un hermano o un marido.

Por otra parte, el bienestar, antes repartido universalmente por la isla Hoste, había disminuido mucho. A decir verdad, aún no faltaba nada de lo esencial o simplemente útil para la vida, pero todo había triplicado y cuatriplicado sus precios con respecto a los que antes estaban en vigor.

Los pobres tuvieron que sufrir aquel estado de cosas. Los esfuerzos del que sufría, que se las ingeniaba para procurarse trabajo, obtuvieron poco éxito. La detención casi completa de las transacciones particulares incitaba a todo el mundo a la prudencia y nadie se atrevía a emprender nada. En cuanto a los trabajos ejecutados por cuenta del Estado, éste ya no los podía continuar porque las casas estaban vacías. Como irónica consecuencia del descubrimiento de las minas desde que se había descubierto oro en abundancia en el suelo, el Estado carecía de él.

¿De dónde lo sacaría? Si pocos eran los hostelianos que se habían resignado a pagar su concesión, ni uno sólo había pagado el censo fijado por la ley sobre su extracción, y la miseria general, al ser suprimida toda contribución por parte de los ciudadanos, había secado la fuente de la que hasta entonces había alimentado la caja pública.

En cuanto a los fondos personales del Kaw-djer, bastaron pocos días para que se agotasen. Los había ido gastando generosamente en el curso del verano, con el fin de que no fueran interrumpidas las obras en el cabo de Hornos, a pesar de las graves dificultades en medio de las que se debatía. Y lo consiguió a duras penas. La fiebre del oro no dejó de afectar a los obreros empleados en ello, menos que a los demás hostelianos. Por este motivo, las obras sufrieron un importante retraso. En el mes de abril de 1892, ocho meses después del primer golpe de pica, el conjunto de las paredes maestras, apenas llegaba a la altura de un primer piso, cuando, según las previsiones iniciales, debía estar completamente acabado.

Entre los veinte hostelianos para quienes el oficio de prospector había proporcionado resultados favorables, figuraba Kennedy, el antiguo marinero del Jonathan, transformado en nabab por un afortunado golpe de pica y que se hacía notar lo suficiente como para que nadie ignorase su suerte.

¿Cuánto debía poseer? Nadie lo sabía y quizás ni siquiera él, pues no era seguro que fuera capaz de contarlo, aunque a juzgar por sus gastos debía ser mucho. Tiraba el oro a manos llenas. No el oro amonedado, con curso legal en todos los países civilizados, sino el metal en pepitas o en lentejuelas del que parecía estar abundantemente provisto.

Su conducta era despampanante. Peroraba con autoridad, se las daba de millonario y anunciaba a quien quería oírle su intención de abandonar pronto una ciudad donde no podía procurarse una existencia que estuviera de acuerdo con su fortuna.

Al igual que sobre la importancia de aquella fortuna, tampoco nadie sabía exactamente el origen y nadie habría podido decir dónde estaba situada la concesión de donde había sido extraída. Cuando se le preguntaba a Kennedy sobre este respecto, adoptaba entonces aires de misterio y despistaba sin dar ninguna respuesta precisa. No obstante se habían encontrado con él en el curso del verano; algunos liberianos le habían visto, sin trabajar de ninguna forma, simplemente paseándose con las manos en los bolsillos.

No habían podido olvidar aquel encuentro que para muchos había coincidido con el suceso de una gran desgracia. Pocas horas o pocos días después de haber visto a Kennedy, les habían robado el oro arrancado por ellos de la tierra en cantidades a veces considerables sin que hubieran descubierto al culpable. Cuando las víctimas se reunieron, les asombró lógicamente la concordancia regular de robos y la presencia de Kennedy en las proximidades donde se habían cometido y las sospechas, no apuntaladas por ninguna prueba, comenzaron a cernirse sobre el antiguo marinero.

Este no se preocupaba en absoluto y se contentaba con la admiración de los bobos, cuya raza es universal. Los de Liberia se dejaban cautivar por su verborrea y su aplomo les imponía. Aunque todo el mundo conocía a Kennedy tal como era, algunos le tenían a pesar de todo en cierta consideración, reclutando así una clientela y convirtiéndose en una especie de personaje.

El Kaw-djer, harto, se decidió por un acto de autoridad. Kennedy y otros como él se reían ya demasiado abiertamente de las leyes. Mientras no había habido medio de actuar de otro modo, se había soportado su rebeldía. Desde el momento en que se poseía el poder, había que reprimirla. En efecto, todos los colonos expulsados por el invierno, se habían agrupado de nuevo, y la mayoría, no teniendo nada de qué felicitarse de su campaña de prospección, habían vuelto a reanudar muy contentos sus funciones normales. En particular, la milicia se había reconstituido, y los hombres que la componían, parecían, al menos por el momento, alentados por el mejor ánimo.

Una mañana, sin que nada hubiera advertido a los interesados del golpe que les amenazaba, la policía invadió el domicilio de aquellos liberianos que especialmente hacían ostentación de sus riquezas, y bajo la dirección de Hartlepool se realizaron los registros pertinentes. La cuarta parte del oro que allí se encontró fue confiscado sin piedad, y del excedente se descontaron los doscientos pesos o piastras argentinas en las que el Kaw-djer había valorado las concesiones.

Kennedy no se jactaba sin motivo. Fue en efecto en su casa donde se recogió la cosecha más abundante. El valor del oro allí descubierto no era inferior a ciento setenta v cinco mil francos en moneda francesa. También fue en su casa donde tropezaron con la más viva resistencia. Mientras se procedía a la visita de su domicilio, hubo que mantener a raya al antiguo marinero que reventaba de rabia y lanzaba furiosas imprecaciones.

-¡Hatajo de ladrones! -gritaba, mostrando el puño a Hartlepool.

-Ya puedes decir lo que quieras, hijo mío -respondió éste, sin detener su registro y sin alterarse lo más mínimo.

-¡Me las pagarán! -amenazó Kennedy, a quien la sangre fría de su antiguo jefe aún exasperaba más.

-¡Bueno!, ¡bueno! Me parece que quien paga eres tú por ahora -se burló Hartlepool sin piedad.

-¡Ya lo veremos!

-Cuando quieras. Por mí, lo más tarde posible.

-¡Ladrón...! -gritó Kennedy en el paroxismo de la cólera.

-Te equivocas -replicó Hartlepool en tono bonachón-, y la prueba es que sólo me llevo trece kilos y doscientos cincuenta gramos exactamente de tus cincuenta y tres kilos de oro, es decir, la cuarta parte, más lo equivalente a las doscientas piastras que ya sabes. No hay que decir que por este dinero...

-¡Miserable...!

-Tienes derecho a una concesión en regla.

-¡Tunante...!

-No tienes más que decirnos donde está tu concesión.

-¡Bandido!

-¿No quieres...?

-¡Canalla... !

-¡Como quieras, hijo mío! -concluyó Hartlepool, poniendo fin a aquella escena.

En resumidas cuentas, los registros reportaron al tesoro cerca de treinta y siete kilos de oro, lo que en moneda francesa representa unos ciento veintidos mil francos. A cambio fueron libradas concesiones legales. Sólo Kennedy no gozó de esa ventaja, debido a su obstinación en no querer indicar el emplazamiento de la concesión donde había recogido tan bonita cosecha.

La suma recogida de este modo se guardó en la caja del Estado. Cuando se reanudaran las relaciones con el resto del mundo en primavera, se cambiaría por monedas en curso. Mientras tanto, el Kaw­djer, que había hecho público el resultado de los registros, creó por la misma suma un papel moneda al que se le concedió valor y ello le permitió aliviar muchas miserias.

Pasaron el invierno como pudieron, y llegó la primavera. Pronto las mismas causas producirían los mismos efectos. Al igual que el año anterior, Liberia quedó desierta. La lección no había sido suficiente. Se precipitaban a la conquista del oro quizás aún con mayor frenesí, como aquellos jugadores casi totalmente arruinados que echan en la mesa sus últimos cuartos con la absurda esperanza de rehacerse.

Kennedy fue uno de los primeros en partir. Habiendo guardado bien el oro que le quedaba, desapareció una mañana, sin duda hacia la misteriosa concesión cuyo emplazamiento se había obstinado en no revelar. Los que se habían prometido seguirle quedaron decepcionados.

La propia milicia, aquella guardia tan abnegada y tan fiel mientras había durado el mal tiempo, se fundía otra vez con la nieve y el Kaw-djer tuvo que asistir, con la única ayuda de sus amigos más cercanos, como espectador, al segundo acto del drama.

De todos modos, las escenas se desarrollaron ahora más rápidamente que las del primero. Algunos liberianos comenzaban a volver en menos de ocho días después de su partida; luego los retornos se sucedieron en una progresión acelerada. Por segunda vez se volvió a formar la milicia. Los hombres volvían a ocupar en silencio el puesto que habían abandonado, sin que el Kaw-djer les hiciera nínguna observación. No era momento para mostrarse severo.

Según todas las informaciones, la situación se modificaba de idéntico modo en el interior. Se repoblaban las granjas, las fábricas, las sucursales. El movimiento era general como la misma causa que lo motivaba.

Los buscadores de oro habían encontrado, en efecto, una situación muy distinta a la del año anterior. Entonces estaban entre hostelianos. Ahora había entrado en escena el elemento extranjero y había que contar con él. ¡Y qué extranjeros! El desecho de la humanidad. Seres rudos, brutales, habituados a la dureza, que no temían ni al sufrimiento ni a la muerte, sin piedad para consigo mismos ni para los demás. Había que luchar por la posesión de las concesiones contra aquellos hombres ávidos que desde principios de la estación se habían procurado los mejores lugares. Después de una lucha más o menos prolongada según los caracteres, los hostelianos tuvieron que renunciar.

Ya era hora de que llegara aquel refuerzo. La invasión comenzada a fines del verano anterior, se había reanudado de una forma mucho más intensa. Cada semana, dos o tres steamers traían su cargamento de prospectores extranjeros. El Kaw-djer había intentado en vano oponerse a su desembarco. Los aventureros, haciendo caso omiso de una prohibición que la fuerza no apoyaba, desembarcaban a pesar suyo y recorrían Liberia en ruidosos grupos antes de ponerse en camino hacia los placeres.

Los navíos dedicados al transporte de buscadores de oro eran casi los únicos que podían verse en el puerto del Bourg Neuf. Y en efecto, ¿qué habrían ido a hacer allí los demás? Los negocios estaban completamente parados. No habrían encontrado nada que cargar. Los stocks de madera de construcción y de pieles se habían agotado desde la primera semana. En cuanto al ganado, los cereales y las conservas, el Kaw-djer se había opuesto enérgicamente a su exportación, que habría reducido a la población a todos los horrores del hambre.

Desde que el Kaw-djer pudo disponer de doscientos hombres, los invasores tuvieron menos las de ganar. Cuando doscientas bayonetas apoyaron las órdenes del gobernador, aquellas órdenes pasaron de pronto a ser respetables y fueron respetadas. Después de haber intentado en vano hacer flaquear el rigor establecido, los steamers tuvieron que hacerse de nuevo mar adentro con el detestable cargamento que habían traído.

Pero como no se tardó en saber, su retirada no había sido más que un ardid. Obligados a ceder ante la fuerza, los navíos ascendían a lo largo de la costa oriental u occidental de la isla, y al abrigo de una cala desembarcaban su cargamento humano en pleno campo con la ayuda de sus embarcaciones. Las brigadas itinerantes que se crearon para la vigilancia del litoral no sirvieron para nada.. Se vieron desbordadas. Quienes querían poner pie en la isla, lo lograban siempre, y la afluencia de aventureros no dejó de aumentar.

En el interior, el desorden alcanzaba su punto culminante. Todo eran orgías y placeres indecentes mezclados con disputas, e incluso con sangrientas batallas con revólver o cuchillo. Como los cadáveres atraen a las hienas y a los buitres de los confines del horizonte, aquellos millares de aventureros habían atraído a una población aún más degradada. Los que componían aquella segunda serie de inmigrantes no pensaban en matarse a la búsqueda del oro. Sus minas, sus concesiones, eran los propios cazadores de oro, cuya explotación resultaba mucho más fácil. Pululaban tabernas y garitos por todos los puntos de la isla, excepto en Liberia donde no se había osado desafiar tan abiertamente al Kaw-jder. Se podían encontrar hasta music halls1 de bajo rango, construidos en medio del campo con la ayuda de algunas planchas, y donde desgraciadas mujeres fascinaban a los mineros borrachos con sus voces cascadas y sus groseros estribillos. En esos garitos, en esos music halls, en esas tabernas, el alcohol, origen de todas las vergüenzas, chorreaba y corría a manos llenas.

A pesar de tan grandes tristezas, el Kaw-djer no perdía el ánimo. Firme en su puesto, centro alrededor del cual todos se reunirían cuando, pasada la tormenta, se tuviera que pensar en reconstruir, se las ingeniaba para reconquistar la confianza de los hostelianos que lenta pero firmemente iban recobrando la razón. Nada parecía hacer mella en él y, voluntariamente ciego a los defectos, continuaba imperturbable su oficio de gobernador. No había ni siquiera descuidado la construcción del faro por la que tenía tan gran interés. Por orden del Kaw-djer, Dick realizó durante el verano un viaje de inspección a la isla Hornos. A pesar de todo, las obras, aunque retrasadas, no se habían detenido ni un solo día. Al final del verano, el conjunto de las paredes maestras ya se habría terminado y las máquinas ya habrían sido colocadas en su sitio. Entonces bastaría un mes para llevar a cabo la instalación.

Hacia el 15 de diciembre, la mitad de los hostelianos habían vuelto a sus deberes, mientras que aún proseguía exasperadamente el frenético infierno del interior. Fue entonces cuando el Kaw-djer recibió una visita inesperada cuyas consecuencias iban a ser de lo más afortunadas. Dos hombres, un inglés y un francés que habían llegado en el mismo barco, se presentaron juntos en la Gobernación. Inmediatamente conducidos a la presencia del Kaw­djer, dieron a conocer sus nombres, Maurice Reynaud, el francés, y Alexander Smith, el inglés, y afirmaron sin rodeos que deseaban obtener una concesión.

El Kaw-djer sonrió amargamente.

-Permítanme que les pregunte, señores -dijo-, si están al corriente de lo que está sucediendo en estos momentos en la isla Hoste.

-Sí -respondió el francés.

-Pero a pesar de ello preferimos seguir la vía legal -terminó el inglés.

El Kaw-djer observó a sus interlocutores atentamente. Tenían algo en común a pesar de la diferencia de sus razas: ese aire de familia de los hombres de acción. Ambos eran jóvenes, apenas treinta años. Tenían anchos hombros y la sangre a flor de piel. El cabello cortado en punta dejaba la frente al descubierto que denotaba inteligencia, y el mentón saliente una energía que habría rayado en la dureza si la mirada muy recta de ojos azules no la hubiera dulcificado.

Por vez primera, el Kaw-djer tenía delante suyo buscadores de oro simpáticos.

-¡Ah! ya lo saben -dijo-. Sin embargo, acaban de llegar según creo.

-Mejor dicho, volvemos -explicó Maurice Reynaud-. El año anterior ya pasamos algunos días aquí. Nos fuimos después de haber hecho una prospección y de haber reconocido el emplazamiento que deseamos explotar.

-¿Juntos? -preguntó el Kaw-djer.

-Juntos -respondió Alexander Smith.

El Kaw-djer respondió con una expresión de disgusto que no llevaba a engaño:

-Puesto que están tan bien informados, deben saber también que no les puedo satisfacer; la ley que desean respetar reserva toda concesión a los ciudadanos hostelianos.

-Para las concesiones -objetó Maurice Reynaud.

-¿Y bien? -preguntó el Kaw-djer.

-Se trata de una mina -explicó Alexander Smith-. La ley no dice nada respecto a este punto.

-En efecto -reconoció el Kaw-djer-, pero una mina es una empresa pesada que exige importantes capitales...

-Los tenemos -interrumpió Alexander Smith-. Nos marchamos para procurárnoslos.

-Y es cosa hecha -dijo Maurice Reynaud-. Representamos aquí a la Franco-English Gold Mining Company cuyo ingeniero en jefe es mi compañero Smith y cuyo director soy yo; es una sociedad constituida en Londres el 10 de setiembre pasado, con un capital de cuarenta mil libras esterlinas, de las cuales la mitad la hemos aportado nosotros y las otras veinte mil son el working capital. Si llegamos a un acuerdo como espero, el steamer que nos ha traído se llevará nuestros pedidos. Antes de ocho días comenzarán las obras, dentro de un mes tendremos las primeras máquinas y para el año que viene tendremos completa toda la maquinaria.

El Kaw-djer, muy interesado por el ofrecimiento que se le hacía, reflexionaba acerca del modo en que debía acogerlo. Tenía pros y contras. Aquellos jóvenes le gustaban. Le seducía su carácter decidido y su sana franqueza. Pero permitir a una sociedad franco-inglesa que se instalara en la isla Hoste. Se crearían allí considerables intereses. ¿No era abrir la puerta a futuras complicaciones internacionales? ¿No tendrían un día Francia e Inglaterra, bajo el pretexto de apoyar a sus nacionales, la tentación de ingerirse en la administración interior de la isla? Finalmente, el Kaw-djer resolvió dar una respuesta afirmativa. La proposición era demasiado seria para ser rechazada y, puesto que la enfermedad del oro era inevitable, más valía localizarla en algunos focos fáciles de vigilar dividiendo en caso de necesidad todos los yacimientos entre un pequeño número de sociedades importantes, que dejar que se esparciera a través de todo el territorio.

-Acepto -dijo-. De todos modos, puesto que se trata de obras en profundidad, considero que las condiciones previstas para las concesiones deben ser modificadas.

-Como usted diga -respondió Maurice Reynaud. -Hay que fijar un precio por hectárea.

-¡Muy bien!

-Cien piastras argentinas -por ejemplo.

-De acuerdo.

-¿Cuál sería la extensión de su concesión?

-Cien hectáreas.

-Entonces serían diez mil piastras.

-Téngalas -dijo Maurice Reynaud, extendiéndole rápidamente un cheque.

-A cambio -continuó el Kaw-djer-, se podría rebajar la tasa de nuestra participación en su extracción, dado que los gastos serán superiores a los de una explotación de superficie. Les propongo un veinte por ciento.

-Aceptamos -declaró Alexander Smith.

-¿Estamos de acuerdo?

-En todo.

-Es mi deber prevenirles -añadió el Kaw-djer­que, al menos durante cierto tiempo, el Estado hosteliano está imposibilitado para garantizarles la libre disposición de la concesión que les acuerda y de proteger eficazmente sus personas.

Los dos jóvenes sonrieron con tranquilidad.

-Ya sabremos protegernos nosotros mismos -respondió con calma Maurice Reynaud.

Una vez firmada la concesión, fue entregado el título a los dos amigos que se despidieron en seguida. Tres horas más tarde habían abandonado Liberia para encaminarse hacia el extremo occidental de la cadena mediana de la isla, donde se encontraba su concesión.

Lejos de apaciguarse, la anarquía del interior no hizo más que crecer a medida que avanzaba el verano. Dando rienda suelta a la exageración y a a la imaginación en el Viejo y el Nuevo Continente, la isla Hoste aparecía como una bolsa extraordinaria, como una isla de oro. Así continuaban llegando prospectores. Expulsados del puerto, se filtraban por todas las bahías de la costa. En los últimos días de enero el Kaw-djer, apoyándose en los informes que le llegaban de diversas partes, no pudo valorar en menos de veinte mil el número de extranjeros acumulados en algunos puntos donde acabarían por devorarse entre sí. ¡Qué no se habría de temer de aquellos locos furiosos, ya en lucha sangrienta por la posesión de concesiones, cuando el hambre les lanzara unos sobre otros!

Fue en esta época cuando el desorden alcanzó su punto culminante. En aquella multitud sin freno se desarrollaron verdaderas escenas de salvajismo cuyas víctimas fueron muchos hostelianos. En cuanto le llegó la noticia, el Kaw-djer se dirigió valientemente a los placeres y se precipitó en medio de aquella turba. Todos sus esfuerzos fueron inútiles y estuvo a punto de salir muy mal parado de su intervención. Le rechazaron, le amenazaron y estuvo a punto de que le costara la vida.

Por el contrario, tuvo un resultado completamente inesperado. La heterogénea multitud de aventureros comprendía gentes no sólo de todas las razas del mundo, sino de todas las condiciones. Semejantes en su actual degradación, eran sin embargo muy diferentes en lo que respecta a sus orígenes. Si la mayor parte salían del arroyo y de las guaridas donde se esconden los bandidos de las grandes ciudades entre crimen y crimen, algunos habían nacido en las más altas esferas sociales. Incluso muchos llevaban apellidos conocidos y habían poseído una considerable fortuna antes de precipitarse en el abismo, arruinados, deshonrados, envilecidos por los excesos y el alcohol.

Algunos de estos últimos, nunca se supo quiénes, reconocieron al Kaw-djer como antaño le había reconocido el comandante del Ribarto, pero con mayor certidumbre que el capitán chileno, quien únicamente tenía como referencia una antigua foto. Ellos, por el contrario, habían visto al Kaw-djer en carne y hueso durante sus peregrinaciones a través del mundo y fuese cual fuese la duración del tiempo transcurrido, no había lugar a equívoco, pues entonces éste ocupaba una situación demasiado notable para que sus rasgos no se hubieran grabado en su memoria. Pronto su nombre corrió de boca en boca.

Se le atribuía un nombre ilustre y, a decir verdad, se lo atribuían correctamente.

Descendiente de la familia reinante de un poderoso imperio del Norte, consagrado desde su nacimiento a gobernar, el Kaw-djer había crecido en los peldaños de un trono. Pero la suerte, que a veces se complace en estas ironías, había dado a este hijo de Césares el alma de un Saint Vincent de Paul anarquista. Desde que alcanzó la madurez, su situación privilegiada se convirtió para él en una fuente no de felicidad, sino de sufrimientos. Las miserias de las que estaba rodeado le apesadumbraban. Al principio se esforzó en aliviar aquellas miserias. Pero pronto tuvo que reconocer que semejante empresa excedía a su poder. Ni su fortuna, aun cuando fuera inmensa, ni la duración de su vida, habrían bastado para atenuar solamente la cien millonésima parte de la desgracia humana. Para acallar, para dormir el dolor que le causaba el sentimiento de su impotencia, se sumergió en la ciencia, como otros se sumergen en el placer. Pero cuando se hizo médico, ingeniero y sociólogo de gran categoría, su saber tampoco le proporcionó los medios para asegurar a todos la igualdad en la felicidad. De decepción en decepción, fue perdiendo poco a poco el juicio justo de las cosas. Confundiendo el efecto con la causa, en lugar de considerar a los hombres víctimas que luchan ciegos contra la despiadada materia a través de los siglos y que, después de todo, hacen lo que pueden, llegó a hacer responsables de su desgracia a las diversas formas de asociación a las que las colectividades se resignan a falta de conocer otras mejores. El odio profundo que concibió contra todas estas instituciones, todas estas organizaciones sociales que, según él, creaban la perennidad del anal, le hizo imposible continuar sufriendo sus detestadas leyes.

Para librarse de todo aquello, no vio otro medio que el de romper voluntariamente con el resto de los vivos. Así, un buen día se marchó sin avisar a nadie, abandonando su rango y sus bienes, y recorrió el mundo hasta el momento en que se encontró en una región, la única quizás, donde reinaba una independencia absoluta. De este apodo fue a parar a la Tierra de Magallanes, donde desde hacía seis años se prodigaba sin mesura a los más desheredados de los seres humanos, cuando el acuerdo chileno-argentino y después el naufragio del Jonathan habían venido a turbar su existencia.

No son nada raras esas desapariciones principescas, causadas por motivos si no idénticos, sí al menos análogos a los que habían decidido al Kaw-djer. Todo el mundo tiene en la memoria el nombre de muchos de estos príncipes que, cuanto más célebres por lo prodigioso de su renuncia, tanto más han intentado apasionadamente desaparecer. Hay quienes se han dedicado a una profesión activa y la han ejercido como el común de los mortales. Otros se han confinado en la oscuridad de una vida burguesa. Otro de estos grandes señores, decepcionado de las vanidades de la tierra, se ha consagrado a la ciencia y ha realizado numerosas obras magníficas que son universalmente admiradas. No menos bella era la tarea que se había asignado el Kaw-djer, quien había hecho del altruismo el centro y la razón de ser de su vida.

Tan sólo una vez, en el momento en que había tomado la Gobernación de la colonia, había consentido en recordar sus grandezas pasadas. Conocía demasiado bien el espíritu de las leyes humanas, para saber qué consecuencias había tenido su marcha. Si estas leyes se ocupan muy poco de las personas, están por el contrario muy atentás a la conservación de bienes que protegen con solicitud. Por ello, aun cuando se hubieran olvidado totalmente de él, no había lugar a dudas de que su fortuna habría sido escrupulosamente respetada. Como una parte de su fortuna pudo resultar entonces una poderosa ayuda, había hecho caso omiso a sus repugnancias descubriendo su verdadera personalidad a Harry Rhodes quien, recibidas sus instrucciones, partió a la búsqueda de aquel oro que la isla Hoste proporcionaba ahora con tan deplorable abundancia.

El efecto que la divulgación del nombre del Kaw­djer produjo en los hostelianos y en los aventureros fue diametralmente opuesto. Ni unos ni otros lo supieron apreciar acertadamente y el lado sublime de aquel gran carácter fue igualmente desconocido por todos.

Los prospectores extranjeros, perros viejos que habían recorrido la tierra en todas direcciones y que habían tratado con demasiada gente como para que las distinciones sociales les causaran impresión, detestaron aún más a aquel que consideraban como su enemigo. No era sorprendente que inventara tan duras leyes para gentes tan pobres. Era un aristócrata. Aquello lo explicaba todo a sus ojos.

Por el contrario, los hostelianos no permanecieron insensibles a la gloria de ser gobernados por un jefe de tan alto linaje. Su vanidad fue agradablemente adulada y la autoridad del Kaw-djer se benefició de ello.

Este había regresado a Liberia desesperado, hastiado de las abominaciones de las que había sido testigo, hasta el punto que en su entorno se consideró la posibilidad de abandonar la isla Hoste. De todos modos, antes de llegar a tales extremos, Harry Rhodes planteó la cuestión de recurrir a Chile. Quizá conviniera intentar aquella última posibilidad de salvación.

-El Gobierno chileno no nos abandonará -observó-. Le interesa que la colonia vuelva a encontrar la tranquilidad.

-¡Acudir al extranjero! -exclamó el Kaw-djer.

-Bastaría -respondió Harry Rhodes- con que uno de los navíos de Punta Arenas patrullara por las aguas de la isla. No haría falta más para hacer entrar en razón a esos miserables.

-Que Karroly parta para Punta Arenas -dijo Hartlepool-, y antes de quince días...

-No -interrumpió el Kaw-djer en un tono que no admitía réplica-. Aunque la nación hosteliana tenga que morir, jamás se dará este paso con mi consentimiento. Pero además todo no se ha perdido todavía. Si tenemos coraje nos salvaremos nosotros mismos, de la misma forma que nos hicimos.

No había más que inclinarse ante una voluntad tan claramente expresada.

Algunos días más tarde, como para justificar aquella energía que nada podía destruir, se perfiló entre los hostelianos una reacción mucho más importante que las precedentes. Y ello porque la situación en los placeres se estaba haciendo imposible. Las partes resultaban demasiado desiguales al tener que competir con aventureros sin escrúpulos para quienes un cuchillazo constituía un argumento muy natural de discusión. Así pues, renunciaban a la lucha y corrían a refugiarse cerca de un jefe a quien no estaban lejos de atribuir un poder sin límites desde que conocían su verdadero nombre. En pocos días, tanto en Liberia como en el resto de la isla, todo el mundo volvía a ocupar su situación anterior.

Entre los que volvían, buscaron en vano a Kennedy que se había quedado en los placeres con sus semejantes, los aventureros. Continuaban corriendo rumores en contra del antiguo marinero. Al igual que el año anterior, nadie le había visto lavar ni hacer prospecciones por su cuenta y su presencia había coincidido en muchas ocasiones con robos e incluso, dos veces, con asesinatos cuyo móvil había sido el robo. De aquellos chismes a una acusación abierta no había más que un paso.

Pero al menos por el momento no se podía esperar dar aquel paso. Toda investigación habría resultado imposible en aquel país revuelto. Que los rumores fueran o no fundados, había que renunciar a saber la verdad.

La naturaleza del Kaw-djer era demasiado elevada para conocer el rencor. Pero, aunque hubiera sido capaz, el aspecto de los colonos habría bastado para disiparlo. Volvían destruidos, en un estado de miseria y de agotamiento lamentables. La enfermedad se había desencadenado con rabia entre aquella población nómada que había recogido los gérmenes mórbidos de todos los cielos y que bullía por los laceres, casi sin cobijo, expuesta a las intemperies un clima a menudo borrascoso en verano y respirando el aire de las ciénagas en las que se removían malsanos lodos. Los liberianos alcanzaban la ciudad, adelgazados, temblando de fiebres y, durante todo un mes, el Kaw-djer fue más médico que gobernador, pues el trabajo desbordaba al Dr. Arvidson.

A pesar de todo, le mantenía una gran esperanza Aquella vez era consciente de que su pueblo volvía a él. Lo sentía vibrante en sus manos, abrumado por sus faltas y ardiendo en deseos de hacérselas perdonar, Un poco de paciencia más y dispondría de la fuerza necesaria para luchar contra el cáncer inmundo que había atacado a su obra.

Hacia el final del verano, la isla Hoste estaba dividida en dos zonas muy distintas. En una, la mayor, cinco mil hostelianos, hombres, mujeres y niños, que habían vuelto a su vida normal y que poco a poco reanudaban sus ocupaciones ordinarias.

En la otra, veinte mil aventureros, establecidos en estrechos espacios alrededor de los terrenos auríferos, dispuestos a todo y cuya impunidad aumentaba su audacia. Ahora ya se atrevían a ir a Liberia como si la ciudad fuera país conquistado. Recorrían insolentemente las calles con la cabeza alta y haciendo sonar sus tacones, y se apropiaban sin escrúpulo de todo lo que les convenía, donde lo encontraban. Si el interesado protestaba, respondían a golpes.

Pero llegó el día en que el Kaw-djer, sintiéndose lo bastante fuerte para empezar la lucha, se resolvió a darles una lección. Aquel día los buscadores de oro que se aventuraron en Liberia, fueron detenidos y encarcelados sin mayores requisitos en el único steamer que se encontraba entonces en el Bourg Neuf y que el Kaw-djer fletó para tal fin. La operación fue renovada durante los días siguientes, de modo que el 15 de marzo, cuando el steamer zarpó, ya se llevaba más de quinientos pasajeros involuntarios sólidamente encerrados en la sentina.

Estas someras expulsiones tuvieron eco en el interior donde desencadenaron furiosas cóleras. Según las noticias que se recibían, toda la región aurífera estaba en fermentación y era de esperar una revuelta general. Ya no había seguridad en ninguna parte de la isla. Los crímenes individuales se multiplicaban como signos premonitorios de crímenes colectivos. Se saqueaban las granjas, se robaban cabezas de ganado. A veinte kilómetros de Liberia se cometieron tres asesinatos seguidos. Luego se supo que los prospectores extranjeros se estaban poniendo de acuerdo, que hacían mítines en los que se pronunciaban discursos de una increíble violencia delante de millares de auditores. Los oradores hablaban nada menos que de marchar sobre la capital y destruirla completamente. Y eso aún era poco para los espíritus clarividentes. Pronto faltarían los víveres. Cuando el hambre atenazara las entrañas de aquel populacho delirante, su rabia se centuplicaría. Había que esperar lo peor...

De pronto todo se apaciguó. Había llegado el invierno, helando el alma tumultuosa de los hombres. Y del cielo gris, enguatado de nieve, caía la implacable avalancha de copos como una cortina sobre el segundo acto del drama.

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1. Se refiere a los típicos saloom de la América del Norte.

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