Los náufragos del
“Jonathan”
Tercera parte - Capítulo VIII Un traidor
Harry Rhodes y Hartlepool, a quienes les correspondia
la autoridad en ausencia del Kaw-djer, no habían perdido el
tiempo mientras éste retrasaba como podía la marcha de
los patagones. Los cuatro días de tregua que debían a la
inteligente táctica de su jefe, les habían bastado para
organizar la ciudad en estado de defensa.
Dos amplios y profundos fosos, detrás de los
cuáles la tierra amontonada formaba un espaldón a prueba
de balas, hacían imposible un asalto. Uno de los fosos, el del
sur, de unos dos mil pasos de largo, salía del río,
luego, doblándose en semicírculo, rodeaba la ciudad y se
dirigía hasta la ciénaga que por sí sola
constituía un obstáculo infranqueable. El otro, el del
norte, casi de quinientos metros de largo, nacía igualmente en
el río para ir a morir a la ciénaga y atravesando la
carretera, unía Liberia con el Bourg Neuf.
Así, la ciudad estaba defendida por todos los
lados. En el norte y el nordeste por el pantano, donde un caballo se
quedaría hundido hasta el vientre; en el noroeste y del suroeste
al este por las murallas improvisadas; en el oeste, por el curso del
agua que oponía su barrera líquida a los asediantes.
El Bourg Neuf había sido evacuado. Los
habitantes se habían refugiado en Liberia con todo lo que
poseían, dejando condenadas sus casas a una destrucción
segura.
Desde la primera tarde, antes incluso de que fueran
terminadas las obras y cuando el peligro no era todavía
inminente, comenzaron a montar guardia alrededor de la ciudad. Unos
cincuenta hombres estaban constantemente encargados de este servicio.
Espaciados de treinta en treinta metros en la cima de los espaldones y
en la orilla del río, vigilaban los alrededores y debían
llamar en su ayuda al primer signo de peligro. Quedaban en reserva
ciento setenta y cinco hombres, armados con los fusiles restantes y
agrupados en el corazón de la ciudad, dispuestos a dirigirse al
lugar en que se diera la alarma. Mientras tanto, el resto de la
población dormía. Todos los ciudadanos figuraban por
turno en esos tres grupos.
La defensa no habría podido estar mejor
organizada. Delante, la línea de cobertura formada por los
cincuenta centinelas que a intervalos se relevaban a los ciento sesenta
y cinco hombres de la reserva central. En tercer plano, el resto de los
liberianos que saldrían en su ayuda a la menor alerta. Es cierto
que estos últimos no poseían, en lo que se refiere a
armas ofensivas, más que hachas, barras de espeque o cuchillos,
pero esas armas no serían nada despreciables en el caso de un
asalto que condujera al combate cuerpo a cuerpo.
Montar guardia era una obligación general.
Nadie podía sustraerse de ello. Al igual que los demás,
Patterson también estaba obligado a hacerla. Fueran cuales
fuesen sus sentimientos, pareció resignarse de buen grado a
aquella prestación y, en realidad, sus pensamientos
íntimos eran tan contradictorios que habría sido incapaz
de decir si estaba disgustado o satisfecho.
Durante sus dos horas de guardia, pensaba en este
problema y por vez primera en su vida, intentaba hacer un
análisis.
La animosidad que había concebido contra sus
conciudadanos, contra la ciudad de Liberia, contra toda la isla Hoste,
continuaba viva en el fondo de su corazón y, por consiguiente,
le parecía duro contribuir, en la medida que fuese, a la
salvación de una gente que odiaba. Desde ese punto de vista, su
guardia le exasperaba. Pero en Patterson, el odio sólo
aparecía en tercera línea. Para el auténtico odio,
como para el amor verdadero se necesitan corazones ardientes y amplios,
y la mezquina alma de un avaro no sabría hospedar tan grandes
pasiones. En él, el sentimiento dominante después de la
codicia era el miedo.
Así, estando su suerte ligada a la de sus
conciudadanos y siendo solidarios todos los liberianos, el miedo le
aconsejaba ahogar su odio. Si le huhiera resultado agradable ver arder
una ciudad que aborrecía, era sólo a condición de
haber salido antes de ella y no había ninguna posibilidad de
abandonarla. Erraban por la isla bandas de patagones cuya ferocidad era
legendaria y que pronto estarían a la vista de Liberia.
Después de todo, al defenderla, Patterson se defendía a
sí mismo.
Pensándolo bien, prefería en resumidas
cuentas montar guardia, aun cuando fuera para él la fuente de
las más dolorosas sensaciones. En efecto, no experimentaba
placer alguno quedándose solo, a veces durante la noche y en
primera fila, con el riesgo de ser sorprendido por un enemigo.
Así, el miedo hacía de él un centinela excelente.
¡Con qué energías abría los ojos en la
oscuridad! ¡Con qué conciencia escudriñaba en las
tinieblas, con el fusil al hombro y el dedo en el gatillo al menor
ruido sospechoso!
Los cuatro primeros días transcurrieron sin
ningún incidente, pero no ocurrió lo mismo con el quinto.
Aquel día, hacia el mediodía, habían visto
aparecer a patagones e instalar su campamento en el sur de la ciudad.
La guardia se convertía en algo realmente serio. De ahora en
adelante, el enemigo estaba allí, constantemente amenazador.
Por la tarde de aquel día, Patterson acababa de
empezar la guardia en el espaldón del norte, entre el río
y la carretera del Bourg Neuf, cuando un intenso resplandor
brilló en la dirección del puerto. No había que
hacerse ilusiones, los patagones empezaban la danza. Quizá
fueran a asaltar la ciudad sin esperar más y, al parecer,
enfrente suyo, pues su mala estrella lo había situado muy cerca
de la carretera del Bourg Neuf.
Cual no fue su terror, cuando de pronto se
formó un estrépito precisamente en aquella carretera. Una
tropa que parecía numerosa corría por la calzada y se
acercaba velozmente. Es cierto, y Patterson lo sabía, que la
carretera estaba cortada por un foso que una desviación del
río había llenado de agua. ¡Pero qué
débil le pareció en el momento de peligro aquella defensa
que tanta confianza le inspiraba durante el día! Vio el foso
atravesado; el espaldón escalado, la ciudad invadida...
Sin embargo, los presuntos invasores se habían
detenido junto al borde del foso. Patterson, situado demasiado lejos
para oír las palabras, comprendió que parlamentaban.
Luego hubo todo un trajín. Llevaban tablas, maderos, estacas
para improvisar un paso. Algunos instantes más tarde, Patterson
vio, tranquilizado, desfilar de lejos a los recién llegados. En
efecto, eran numerosos y sus fusiles lanzaban débiles rayos a la
luz de la luna que iba a entrar en el cuarto menguante. A la cabeza
marchaba un hombre de alta estatura en torno al que se apretaban los
demás. Su nombre corría de boca en boca. Era el
Kaw-djer.
A un mismo tiempo, Patterson concibió
alegría y cólera. Cólera porque se trataba del
Kaw-djer a quién él detestaba por encima de todos.
Alegría también, porque la ayuda de tan importante
refuerzo le tranquilizaba.
Si el Kaw-djer venía por aquel lado, es que
efectivamente venía del Bourg Neuf. Al ver en la noche
la luz de un incendio que devoraba el suburbio, había
improvisado un plan de acción. Pasando el río a tres
kilómetros hacia arriba con su pequeño ejército,
al igual que los patagones se dirigió a través del campo
hacia la llama que le guiaba como un faro.
Por el número de fuegos del vivaque que
brincaban al sur de la ciudad, supuso justamente que el grueso de los
invasores estaba allí acampado. En ese caso, no se
encontraría en la dirección del Bourg Neuf
más que a una débil partida que sería fácil
dispersar. Hecho esto, entrarían en Liberia por la carretera con
toda tranquilidad.
Los sucesos se desarrollaron conforme a sus
previsiones. Sorprendieron a los incendiarios del puerto cuando, en su
rabia por no haber descubierto nada que valiera la pena de ser robado,
continuaban ocupándose en activar la destrucción. Como
habían llegado sin encontrar la menor resistencia hasta aquella
aglomeración de casas y la habían encontrado
completamente desierta, estaban tan tranquilos que no habían
considerado ni siquiera necesario montar una guardia.
El Kaw-djer cayó sobre ellos como un
relámpago. Alrededor suyo, el tiroteo crepitó de pronto
por todos lados. Los patagones, enloquecidos, se dieron a la fuga,
dejando en manos del vencedor quince fusiles nuevos y cinco
prisioneros. No intentaron perseguirles. Los disparos podían
haber sido oídos al otro lado del río y era de temer un
regreso ofensivo. Sin tardanza los hostelianos se replegaron hacia
Liberia. La batalla no había durado ni diez minutos.
El imprevisto regreso del Kaw-djer no fue la
única emoción que la suerte había preparado a
Patterson. Tres días más tarde experimentó una
segunda, mucho más intensa y cuyas consecuencias iban a ser
mucho más graves.
Aquella vez su turno de guardia, desde las seis de la
tarde hasta las dos de la mañana, estaba situado a la orilla del
río, a un centenar de metros del punto donde se levantaba el
espaldón del norte. Entre aquel espaldón y él, se
sucedían espaciados otros tres centinelas. Aquel lugar no era
nada malo. Uno mismo se encontraba vigilado por todas partes.
Era todavía de día cuando Patterson
llegó a su puesto, y la situación le pareció de
las más tranquilizantes. Pero poco a poco cayó la noche y
volvieron a apoderarse de él sus terrores habituales. De nuevo
aguzó el oído al menor ruido y lanzó
rápidas ojeadas en todas direcciones, esforzándose en ver
si por algún lado no se esbozaría algún movimiento
sospechoso.
Miraba a lo lejos, cuando el peligro estaba muy cerca.
¡Cuál no fue su espanto cuando de pronto oyó su
nombre a media voz!
-¡Patterson...! -murmuraron a dos pasos de
él.
Ahogó un grito dispuesto a saltar de sus
labios, pues ya se le ordenaba sordamente y en tono amenazador:
-¡Silencio!
La voz preguntó:
-¿Me reconoces?
Pero el irlandés, incapaz de articular una
palabra, no respondió.
-Sirdey -dijeron en la noche.
Patterson recobró la respiración. Quien
hablaba era un camarada. En realidad, el último que
habría esperado encontrarse allí.
-¿Sirdey...? -repitió en tono
interrogador y adoptando ya su tono.
-Sí... Sé prudente... Habla en voz
baja... ¿Estás solo...? ¿No hay nadie contigo?
Patterson escudriñó la noche con sus
ojos.
-Nadie.
-No te muevas... -recomendó Sirdey ....
Quédate de pie... Que te vean... Voy a acercarme pero no te
vuelvas hacia mí.
Se oyó un deslizamiento en la hierba de la
orilla.
-Ya estoy aquí -dijo Sirdey, que
permaneció echado en el suelo.
A pesar de la prohibición, Patterson
arriesgó una ojeada hacia su visitante inesperado y
comprobó que aquél estaba mojado de pies a cabeza.
-¿De dónde vienes? -le preguntó
volviendo a adoptar su actitud precedente.
-Del río... Estoy con los patagones.
-¡Con los patagones...! -exclamó
Patterson con sorda voz.
-¡Sí...! Hace dieciocho meses, cuando
dejé la isla Hoste, los indios me hicieron atravesar el canal de
Beagle. Quería ir a Punta Arenas y de allí a la Argentina
o a otro lugar. Pero los patagones me cogieron por el camino.
-¿Que hicieron contigo?
-Un esclavo.
-¡Un esclavo...! -repitió Patterson-.
Pero ahora me pareces libre.
-Mira -respondió simplemente Sirdey.
Patterson, obedeciendo a la invitación,
distinguió una cuerda que su interlocutor le mostraba y que
parecía atada a su cinturón. Pero cuando aquel
agitó la supuesta cuerda, se dio cuenta que se trataba de una
fina cadena de hierro.
-Esa es la libertad que tengo -respondió
Sirdey-. Sin contar que a seis pasos de aquí, tengo a dos
patagones que me vigilan escondidos con el agua hasta el cuello. Aunque
llegara a romper esta cadena que ellos sujetan por el otro extremo,
sabrían cogerme antes de que pudiera alejarme.
Patterson tembló de una forma tan evidente que
Sirdey se dio cuenta.
-¿Qué tienes? -le preguntó.
-¡Los patagones...! -tartamudeó Patterson
espantado.
-No tengas miedo -dijo Sirdey-. No te harán
nada. Nos necesitan. Les he dicho que podían contar contigo, y
es por eso por lo que me han enviado aquí como embajador.
-¿Qué es lo que quieren?
-balbuceó Patterson.
Hubo un instante de silencio, antes de que Sirdey se
decidiera a responder:
-Que les hagas entrar en la ciudad.
-¡Yo...! -protestó Patterson.
-Sí, tú. Lo necesitan... ¡Escucha
...! Para mí es cuestión de vida o muerte. Cuando
caí en sus manos me convertí en su esclavo, ya te lo he
dicho.
-Me han torturado de mil formas. Un día se
enteraron, por algunas palabras que se me escaparon, que venía
de Liberia. Tuvieron la idea de utilizarme para saquear la ciudad que
ya conocían por su fama, y me ofrecieron la libertad a cambio de
mi ayuda. Yo, comprende...
-¡Shhh! -interrumpió Patterson.
Uno de los centinelas vecinos, cansado de su
inmovilidad, avanzaba hacia ellos. Pero se detuvo a unos quince metros
de los conversadores, en el límite del sector cuya vigilancia le
había sido atribuida.
-Hace fresquito esta noche -dijo el hosteliano antes
de volver sobre sus pasos.
-Sí -respondió Patterson con voz
ahogada.
-¡Buenas noches, compañero!
-¡Buenas noches!
El centinela dio media vuelta, se alejó y
desapareció en la oscuridad.
Sirdey continuó:
-Yo, compréndelo, lo he prometido... Entonces
organizaron esta expedición y me han arrastrado con ellos
vigilándome día y noche. Ahora, me intiman para que
mantenga mi promesa. En lugar de encontrar un paso fácil, han
perdido a mucha gente, y les han cogido más de cien prisioneros.
Están furiosos... Esta tarde les he dicho que tenía
contactos aquí, un compañero que no se negaría a
echarme una mano... Te reconocí de lejos... Si descubren que les
he engañado, ¡asunto concluido!
Mientras Sirdey le ponía al corriente de su
historia, Patterson reflexionaba. Ciertamente, le habría gustado
mucho ver destruida aquella ciudad y asesinados o dispersados a todos
sus habitantes, incluido de modo muy especial a su jefe. Pero
¡cuántos riesgos habría que correr en semejante
aventura! Hecho el balance, Patterson optó por la seguridad.
-¿Y yo qué puedo hacer? -preguntó
fríamente
-Ayudarnos a pasar -respondió Sirdey.
-No me necesitáis -objetó Patterson-. La
prueba es que tú estás aquí.
-Un hombre solo pasa sin ser visto -replicó
Sirdey-. Pero quinientos hombres es otra cosa.
-¡Quinientos...!
-¡Demonios ...! ¿Te crees que me dirijo a
ti para hacer un pastel por la ciudad? Para mí, Liberia es tan
poco segura como la compañía de los patagones... A
propósito...
-¡Silencio! -ordenó bruscamente
Patterson.
Oyeron un ruido de pasos que se acercaba. Pronto
salieron de la oscuridad tres hombres. Uno de ellos abordó a
Patterson y, descubriendo una linterna que tenía escondida bajo
su abrigo, proyectó su luz un instante sobre el rostro del
centinela.
-¿Nada nuevo? -preguntó el recién
llegado que no era otro que Hartlepool.
-Nada.
-¿Todo está tranquilo?
-Sí.
Y la ronda continuó su camino.
-¿Decías ? -preguntó Patterson,
cuando estuvo lo suficientemente lejos.
-Decía: a propósito, ¿qué
ha ocurrido con los otros?
-¿Qué otros?
-¿Dorick?
-Muerto.
-¿Fred Moore?
-Muerto.
-¿William Moore?
-Muerto.
-¡Demonios...! ¿Y Kennedy?
-Tan bien como tú y yo.
-¡No es posible...! ¿Así que ha
logrado salir adelante?
-Eso parece.
-¿Sin siquiera ser sospechoso?
-Es de suponer, porque no ha dejado nunca de circular
con toda libertad.
-¿Dónde está ahora?
-Montando guardia en algún lugar, en este lado
o en el otro. No sé dónde.
-¿No podrías informarte?
-Imposible. Tengo prohibido abandonar mi puesto.
Además, ¿qué quieres de Kennedy?
-Dirigirme a él, porque mi proposición
no parece gustarte.
-¿Y tú crees que yo te ayudaría?
-protesta Patterson-. ¿Tú crees que ayudaría a los
patagones para que vinieran a asesinarnos a todos?
-No hay ningún peligro -afirmó Sirdey-.
Los camaradas no tendrán nada que temer. Por el contrario,
tendrán parte del pillaje. Es lo convenido.
-¡Hum...! -murmuró Patterson, que no
pareció nada convencido.
Sin embargo, vacilaba. Vengarse de los hostelianos y
enriquecerse a un mismo tiempo de sus despojos, resultaba tentador...
¡Pero fiarse de la palabra de aquellos salvajes...! Una vez
más, se guió por la prudencia.
-Todo esto no son más que palabras en el aire
-dijo en tono decidido-. Aunque quisiéramos, ni Kennedy ni yo
podríamos hacer entrar a quinientos hombres de
incógnito.
-No hay necesidad que entren todos a la vez
-objetó Sirdey-. Unos cincuenta, incluso unos treinta,
sería suficiente. Mientras aguantaran los primeros, los otros
pasarían.
-Cincuenta, treinta, veinte, diez sigue siendo
demasiado.
-¿Es tu última palabra?
-La primera y la última.
-¿Es no?
-Es no.
-No hablemos más -concluyó Sirdey, que
empezó a trepar en dirección al río.
Pero se detuvo casi al punto y alzando los ojos hacia
Patterson:
-Los patagones pagarían, sabes.
-¿Cuánto?
La palabra salió sola de los labios de
Patterson. Sirdey se acercó.
-Mil piastras -dijo.
-¡Mil piastras...! ¡Cinco mil
francos...!
En otra ocasión, Patterson no se habría
dejado impresionar a pesar de la importancia de la suma. El río
le había quitado mucho más. Pero ahora ya no
poseía nada. Desde hacía un año, apenas si
había logrado reunir veinticinco piastras a costa de un ajo
encarnizado. En aquel momento, aquellas veinticinco piastras miserables
constituían toda su fortuna. Sin duda de ahora en adelante
crecería más de prisa. No faltarían las ocasiones
para aumentarla. Lo más duro, lo sabía por experiencia,
es el primer fondo. ¡Pero mil piastras...! ¡Ganar en un
instante cuarenta veces el producto de dieciocho meses de esfuerzo...!
Sin contar que aún era posible quizás obtener más
aún, pues, en todo negocio, lo propio es regatear.
-No es mucho -dijo con aire asqueado-. Por un negocio
donde se arriesga el pellejo, habría que llegar hasta dos
mil...
-En ese caso, buenas tardes -replicó Sirdey,
iniciando de nuevo un movimiento de retirada.
-O al menos hasta mil quinientos -prosiguió
Patterson sin dejarse intimidar por aquella amenaza de ruptura.
Ahora se encontraba en su campo: el campo del negocio.
Tenía experiencia en estas transacciones. Que el objeto en juego
fuera una mercancía o una conciencia, ello no impedía que
se tratara de una compra y de una venta. Y las compras y las ventas
están sometidas a reglas inmutables que él conocía
con todo detalle. Es habitual y todo el mundo lo sabe, que el vendedor
pide demasiado y que el comprador no ofrece lo suficiente. La
discusión establece el equilibrio. Regateando, siempre hay algo
que ganar, pero nada que perder. Como el tiempo apremiara, Patterson se
había resignado excepcionalmente a quemar etapas y por ello
había descendido de golpe de dos mil piastras a mil
quinientas.
-No -dijo Sirdey en tono firme.
-Si al menos fueran mil cuatrocientas -suspiró
Patterson-, ¡se podría mirar...! ¡Pero mil
piastras...!
-Mil y ni una más -afirmó Sirdey,
continuando su movimiento de retroceso.
Como se suele decir, Patterson tuvo
estómago.
-Entonces, nada -declaró tranquilamente.
Entonces le tocó a Sirdey inquietarse.
¡Un negocio tan bien iniciado...! ¿Lo iba a hacer fracasar
por unos cuantos centenares de piastras...? Se acercó.
-Partamos la diferencia -propuso-. Dejémoslo en
mil doscientas.
Patterson se apresuró a aceptar.
-Lo hago únicamente para complacerte
-consintió al fin-. ¡Dejémoslo por mil doscientas
piastras!
-¿De acuerdo...? -preguntó Sirdey.
-De acuerdo -afirmó Patterson.
No obstante, faltaba arreglar los detalles.
-¿Quién me pagará?
-continuó Patterson-. ¿Son tan ricos los patagones como
para sembrar así como así las mil doscientas
piastras?
-Todo lo contrario, son muy pobres -replicó
Sirdey-, pero son muy numerosos. Sacrificarán todo lo que tengan
para reunir la suma. Si lo hacen es porque no ignoran que el saqueo de
Liberia les dará cien veces más.
-No digo que no -admitió Patterson-. Eso no me
incumbe. Lo que me importa es que me paguen. ¿Cómo me
pagarán? ¿Antes o después?
-La mitad antes y la otra mitad después.
-No -declaró Patterson-. Estas son mis
condiciones, mañana por la tarde, ochocientas piastras...
-¿Dónde? -interrumpió Sirdey.
-Donde tenga la guardia. Búscame... Para el
resto, en el día convenido, diez hombres pasarán primero
y uno de ellos me pagará la suma. Si no me pagan, llamo. Si me
pagan, mantengo mi boca cosida, y me largo por otro lado.
-De acuerdo -respondió Sirdey-.
¿Cuándo podrán pasar?
-La quinta noche después de ésta.
Será luna nueva.
-¿Dónde?
-En mis tierras... En mi cercado.
-¡A propósito -dijo Sirdey-, no he visto
tu casa!
-El río se la llevó hace un año
-explicó Patterson-. Pero no necesitamos casa. La empalizada
será suficiente.
-Pero tres cuartos de ella están demolidos.
-Ya... la repararé.
-¡Perfecto! -aprobó Sirdey-. ¡Hasta
mañana!
-Hasta mañana -respondió Patterson.
Oyó un deslizamiento en la hierba, luego un
débil glu-glú le hizo comprender que Sirdey entraba
prudentemente en el río y nada más turbó ya el
silencio de la noche.
Al día siguiente, causó una gran
sorpresa ver a Patterson empezar a reparar la empalizada medio
derribada que delimitaba su antiguo cercado.
En general, la circunstancia pareció
singularmente elegida para entregarse a semejante trabajo. Pero
después de todo el terreno le pertenecía. Tenía en
el bolsillo los títulos de propiedad y a petición suya se
le había concedido un duplicado después de la
inundación. Por consiguiente, estaba en su derecho de utilizarlo
según le conviniera.
Se dedicó toda la jornada a aquel trabajo.
Mañana y tarde estuvo levantando las estacas, que unió
con la ayuda de sólidos travesaños, obturando las fisuras
con cubrejuntas, indiferente a las reflexiones que su conducta
podía suscitar.
Por la tarde, el azar del relevo quiso situarlo de
centinela en el espaldón del sur, frente a las montañas
que se elevaban por aquel lado.
Montó guardia sin decir palabra y esperó
pacientemente los acontecimientos.
Como le había tocado el turno mucho antes que
el día anterior, estuvo allí muy pronto y aún era
de día al principio de su guardia. Pero no terminaría
antes de cerrada la noche y, por consiguiente, Sirdey tendría
todas las facilidades para acercarse al espaldón. A menos...
A menos que la proposición del antiguo cocinero
del Jonathan no fuera seria. En efecto, ¿no era
terrible que le hubieran tendido una trampa a Patterson y que
éste se dejara coger estúpidamente? El irlandés se
tranquilizó muy pronto a ese respecto. Sirdey estaba
allí, frente a él, agazapado entre las hierbas, invisible
para todos, pero visible para una mirada prevenida.
Poco a poco cayó la noche. La luna, en su
cuarto menguante, no elevaría hasta el alba su fino creciente
por encima del horizonte. Cuando la oscuridad fue profunda, Sirdey
trepó hasta su cómplice, luego se marchó sin
despertar la atención.
Todo transcurría conforme a lo convenido. Las
dos partes estaban de acuerdo.
-La cuarta noche después de ésta
-había murmurado Patterson de un soplo.
-Entendido -había respondido Sirdey.
-¡Que no se olviden de las piastras...!
¡Sin eso, nada de lo dicho!
-Estate tranquilo.
Intercambiado aquel corto diálogo, Sirdey se
alejó. Pero antes, había depositado a los pies del
traidor un saco que al tocar el suelo hizo un sonido cristalino. Eran
las ochocientas piastras prometidas. Era el salario de Judas.
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