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Los náufragos del “Jonathan”
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Primera parte
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Segunda parte
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Tercera parte
Indicador Primeras medidas
Indicador La ciudad naciente
Indicador El atentado
Indicador En las cuevas
Indicador Un héroe
Indicador Durante dieciocho meses
Indicador La invasión
Indicador Un traidor
Indicador La Patria Hosteliana
Indicador Cinco años después
Indicador La fiebre del oro
Indicador El saqueo de la isla
Indicador Una jornada triste
Indicador La abdicación
Indicador ¡Solo!

Los náufragos del “Jonathan”
Tercera parte - Capítulo VIII
Un traidor

Harry Rhodes y Hartlepool, a quienes les correspondia la autoridad en ausencia del Kaw-djer, no habían perdido el tiempo mientras éste retrasaba como podía la marcha de los patagones. Los cuatro días de tregua que debían a la inteligente táctica de su jefe, les habían bastado para organizar la ciudad en estado de defensa.

Dos amplios y profundos fosos, detrás de los cuáles la tierra amontonada formaba un espaldón a prueba de balas, hacían imposible un asalto. Uno de los fosos, el del sur, de unos dos mil pasos de largo, salía del río, luego, doblándose en semicírculo, rodeaba la ciudad y se dirigía hasta la ciénaga que por sí sola constituía un obstáculo infranqueable. El otro, el del norte, casi de quinientos metros de largo, nacía igualmente en el río para ir a morir a la ciénaga y atravesando la carretera, unía Liberia con el Bourg Neuf.

Así, la ciudad estaba defendida por todos los lados. En el norte y el nordeste por el pantano, donde un caballo se quedaría hundido hasta el vientre; en el noroeste y del suroeste al este por las murallas improvisadas; en el oeste, por el curso del agua que oponía su barrera líquida a los asediantes.

El Bourg Neuf había sido evacuado. Los habitantes se habían refugiado en Liberia con todo lo que poseían, dejando condenadas sus casas a una destrucción segura.

Desde la primera tarde, antes incluso de que fueran terminadas las obras y cuando el peligro no era todavía inminente, comenzaron a montar guardia alrededor de la ciudad. Unos cincuenta hombres estaban constantemente encargados de este servicio. Espaciados de treinta en treinta metros en la cima de los espaldones y en la orilla del río, vigilaban los alrededores y debían llamar en su ayuda al primer signo de peligro. Quedaban en reserva ciento setenta y cinco hombres, armados con los fusiles restantes y agrupados en el corazón de la ciudad, dispuestos a dirigirse al lugar en que se diera la alarma. Mientras tanto, el resto de la población dormía. Todos los ciudadanos figuraban por turno en esos tres grupos.

La defensa no habría podido estar mejor organizada. Delante, la línea de cobertura formada por los cincuenta centinelas que a intervalos se relevaban a los ciento sesenta y cinco hombres de la reserva central. En tercer plano, el resto de los liberianos que saldrían en su ayuda a la menor alerta. Es cierto que estos últimos no poseían, en lo que se refiere a armas ofensivas, más que hachas, barras de espeque o cuchillos, pero esas armas no serían nada despreciables en el caso de un asalto que condujera al combate cuerpo a cuerpo.

Montar guardia era una obligación general. Nadie podía sustraerse de ello. Al igual que los demás, Patterson también estaba obligado a hacerla. Fueran cuales fuesen sus sentimientos, pareció resignarse de buen grado a aquella prestación y, en realidad, sus pensamientos íntimos eran tan contradictorios que habría sido incapaz de decir si estaba disgustado o satisfecho.

Durante sus dos horas de guardia, pensaba en este problema y por vez primera en su vida, intentaba hacer un análisis.

La animosidad que había concebido contra sus conciudadanos, contra la ciudad de Liberia, contra toda la isla Hoste, continuaba viva en el fondo de su corazón y, por consiguiente, le parecía duro contribuir, en la medida que fuese, a la salvación de una gente que odiaba. Desde ese punto de vista, su guardia le exasperaba. Pero en Patterson, el odio sólo aparecía en tercera línea. Para el auténtico odio, como para el amor verdadero se necesitan corazones ardientes y amplios, y la mezquina alma de un avaro no sabría hospedar tan grandes pasiones. En él, el sentimiento dominante después de la codicia era el miedo.

Así, estando su suerte ligada a la de sus conciudadanos y siendo solidarios todos los liberianos, el miedo le aconsejaba ahogar su odio. Si le huhiera resultado agradable ver arder una ciudad que aborrecía, era sólo a condición de haber salido antes de ella y no había ninguna posibilidad de abandonarla. Erraban por la isla bandas de patagones cuya ferocidad era legendaria y que pronto estarían a la vista de Liberia. Después de todo, al defenderla, Patterson se defendía a sí mismo.

Pensándolo bien, prefería en resumidas cuentas montar guardia, aun cuando fuera para él la fuente de las más dolorosas sensaciones. En efecto, no experimentaba placer alguno quedándose solo, a veces durante la noche y en primera fila, con el riesgo de ser sorprendido por un enemigo. Así, el miedo hacía de él un centinela excelente. ¡Con qué energías abría los ojos en la oscuridad! ¡Con qué conciencia escudriñaba en las tinieblas, con el fusil al hombro y el dedo en el gatillo al menor ruido sospechoso!

Los cuatro primeros días transcurrieron sin ningún incidente, pero no ocurrió lo mismo con el quinto. Aquel día, hacia el mediodía, habían visto aparecer a patagones e instalar su campamento en el sur de la ciudad. La guardia se convertía en algo realmente serio. De ahora en adelante, el enemigo estaba allí, constantemente amenazador.

Por la tarde de aquel día, Patterson acababa de empezar la guardia en el espaldón del norte, entre el río y la carretera del Bourg Neuf, cuando un intenso resplandor brilló en la dirección del puerto. No había que hacerse ilusiones, los patagones empezaban la danza. Quizá fueran a asaltar la ciudad sin esperar más y, al parecer, enfrente suyo, pues su mala estrella lo había situado muy cerca de la carretera del Bourg Neuf.

Cual no fue su terror, cuando de pronto se formó un estrépito precisamente en aquella carretera. Una tropa que parecía numerosa corría por la calzada y se acercaba velozmente. Es cierto, y Patterson lo sabía, que la carretera estaba cortada por un foso que una desviación del río había llenado de agua. ¡Pero qué débil le pareció en el momento de peligro aquella defensa que tanta confianza le inspiraba durante el día! Vio el foso atravesado; el espaldón escalado, la ciudad invadida...

Sin embargo, los presuntos invasores se habían detenido junto al borde del foso. Patterson, situado demasiado lejos para oír las palabras, comprendió que parlamentaban. Luego hubo todo un trajín. Llevaban tablas, maderos, estacas para improvisar un paso. Algunos instantes más tarde, Patterson vio, tranquilizado, desfilar de lejos a los recién llegados. En efecto, eran numerosos y sus fusiles lanzaban débiles rayos a la luz de la luna que iba a entrar en el cuarto menguante. A la cabeza marchaba un hombre de alta estatura en torno al que se apretaban los demás. Su nombre corría de boca en boca. Era el Kaw-djer.

A un mismo tiempo, Patterson concibió alegría y cólera. Cólera porque se trataba del Kaw-djer a quién él detestaba por encima de todos. Alegría también, porque la ayuda de tan importante refuerzo le tranquilizaba.

Si el Kaw-djer venía por aquel lado, es que efectivamente venía del Bourg Neuf. Al ver en la noche la luz de un incendio que devoraba el suburbio, había improvisado un plan de acción. Pasando el río a tres kilómetros hacia arriba con su pequeño ejército, al igual que los patagones se dirigió a través del campo hacia la llama que le guiaba como un faro.

Por el número de fuegos del vivaque que brincaban al sur de la ciudad, supuso justamente que el grueso de los invasores estaba allí acampado. En ese caso, no se encontraría en la dirección del Bourg Neuf más que a una débil partida que sería fácil dispersar. Hecho esto, entrarían en Liberia por la carretera con toda tranquilidad.

Los sucesos se desarrollaron conforme a sus previsiones. Sorprendieron a los incendiarios del puerto cuando, en su rabia por no haber descubierto nada que valiera la pena de ser robado, continuaban ocupándose en activar la destrucción. Como habían llegado sin encontrar la menor resistencia hasta aquella aglomeración de casas y la habían encontrado completamente desierta, estaban tan tranquilos que no habían considerado ni siquiera necesario montar una guardia.

El Kaw-djer cayó sobre ellos como un relámpago. Alrededor suyo, el tiroteo crepitó de pronto por todos lados. Los patagones, enloquecidos, se dieron a la fuga, dejando en manos del vencedor quince fusiles nuevos y cinco prisioneros. No intentaron perseguirles. Los disparos podían haber sido oídos al otro lado del río y era de temer un regreso ofensivo. Sin tardanza los hostelianos se replegaron hacia Liberia. La batalla no había durado ni diez minutos.

El imprevisto regreso del Kaw-djer no fue la única emoción que la suerte había preparado a Patterson. Tres días más tarde experimentó una segunda, mucho más intensa y cuyas consecuencias iban a ser mucho más graves.

Aquella vez su turno de guardia, desde las seis de la tarde hasta las dos de la mañana, estaba situado a la orilla del río, a un centenar de metros del punto donde se levantaba el espaldón del norte. Entre aquel espaldón y él, se sucedían espaciados otros tres centinelas. Aquel lugar no era nada malo. Uno mismo se encontraba vigilado por todas partes.

Era todavía de día cuando Patterson llegó a su puesto, y la situación le pareció de las más tranquilizantes. Pero poco a poco cayó la noche y volvieron a apoderarse de él sus terrores habituales. De nuevo aguzó el oído al menor ruido y lanzó rápidas ojeadas en todas direcciones, esforzándose en ver si por algún lado no se esbozaría algún movimiento sospechoso.

Miraba a lo lejos, cuando el peligro estaba muy cerca. ¡Cuál no fue su espanto cuando de pronto oyó su nombre a media voz!

-¡Patterson...! -murmuraron a dos pasos de él.

Ahogó un grito dispuesto a saltar de sus labios, pues ya se le ordenaba sordamente y en tono amenazador:

-¡Silencio!

La voz preguntó:

-¿Me reconoces?

Pero el irlandés, incapaz de articular una palabra, no respondió.

-Sirdey -dijeron en la noche.

Patterson recobró la respiración. Quien hablaba era un camarada. En realidad, el último que habría esperado encontrarse allí.

-¿Sirdey...? -repitió en tono interrogador y adoptando ya su tono.

-Sí... Sé prudente... Habla en voz baja... ¿Estás solo...? ¿No hay nadie contigo?

Patterson escudriñó la noche con sus ojos.

-Nadie.

-No te muevas... -recomendó Sirdey .... Quédate de pie... Que te vean... Voy a acercarme pero no te vuelvas hacia mí.

Se oyó un deslizamiento en la hierba de la orilla.

-Ya estoy aquí -dijo Sirdey, que permaneció echado en el suelo.

A pesar de la prohibición, Patterson arriesgó una ojeada hacia su visitante inesperado y comprobó que aquél estaba mojado de pies a cabeza.

-¿De dónde vienes? -le preguntó volviendo a adoptar su actitud precedente.

-Del río... Estoy con los patagones.

-¡Con los patagones...! -exclamó Patterson con sorda voz.

-¡Sí...! Hace dieciocho meses, cuando dejé la isla Hoste, los indios me hicieron atravesar el canal de Beagle. Quería ir a Punta Arenas y de allí a la Argentina o a otro lugar. Pero los patagones me cogieron por el camino.

-¿Que hicieron contigo?

-Un esclavo.

-¡Un esclavo...! -repitió Patterson-. Pero ahora me pareces libre.

-Mira -respondió simplemente Sirdey.

Patterson, obedeciendo a la invitación, distinguió una cuerda que su interlocutor le mostraba y que parecía atada a su cinturón. Pero cuando aquel agitó la supuesta cuerda, se dio cuenta que se trataba de una fina cadena de hierro.

-Esa es la libertad que tengo -respondió Sirdey-. Sin contar que a seis pasos de aquí, tengo a dos patagones que me vigilan escondidos con el agua hasta el cuello. Aunque llegara a romper esta cadena que ellos sujetan por el otro extremo, sabrían cogerme antes de que pudiera alejarme.

Patterson tembló de una forma tan evidente que Sirdey se dio cuenta.

-¿Qué tienes? -le preguntó.

-¡Los patagones...! -tartamudeó Patterson espantado.

-No tengas miedo -dijo Sirdey-. No te harán nada. Nos necesitan. Les he dicho que podían contar contigo, y es por eso por lo que me han enviado aquí como embajador.

-¿Qué es lo que quieren? -balbuceó Patterson.

Hubo un instante de silencio, antes de que Sirdey se decidiera a responder:

-Que les hagas entrar en la ciudad.

-¡Yo...! -protestó Patterson.

-Sí, tú. Lo necesitan... ¡Escucha ...! Para mí es cuestión de vida o muerte. Cuando caí en sus manos me convertí en su esclavo, ya te lo he dicho.

-Me han torturado de mil formas. Un día se enteraron, por algunas palabras que se me escaparon, que venía de Liberia. Tuvieron la idea de utilizarme para saquear la ciudad que ya conocían por su fama, y me ofrecieron la libertad a cambio de mi ayuda. Yo, comprende...

-¡Shhh! -interrumpió Patterson.

Uno de los centinelas vecinos, cansado de su inmovilidad, avanzaba hacia ellos. Pero se detuvo a unos quince metros de los conversadores, en el límite del sector cuya vigilancia le había sido atribuida.

-Hace fresquito esta noche -dijo el hosteliano antes de volver sobre sus pasos.

-Sí -respondió Patterson con voz ahogada.

-¡Buenas noches, compañero!

-¡Buenas noches!

El centinela dio media vuelta, se alejó y desapareció en la oscuridad.

Sirdey continuó:

-Yo, compréndelo, lo he prometido... Entonces organizaron esta expedición y me han arrastrado con ellos vigilándome día y noche. Ahora, me intiman para que mantenga mi promesa. En lugar de encontrar un paso fácil, han perdido a mucha gente, y les han cogido más de cien prisioneros. Están furiosos... Esta tarde les he dicho que tenía contactos aquí, un compañero que no se negaría a echarme una mano... Te reconocí de lejos... Si descubren que les he engañado, ¡asunto concluido!

Mientras Sirdey le ponía al corriente de su historia, Patterson reflexionaba. Ciertamente, le habría gustado mucho ver destruida aquella ciudad y asesinados o dispersados a todos sus habitantes, incluido de modo muy especial a su jefe. Pero ¡cuántos riesgos habría que correr en semejante aventura! Hecho el balance, Patterson optó por la seguridad.

-¿Y yo qué puedo hacer? -preguntó fríamente

-Ayudarnos a pasar -respondió Sirdey.

-No me necesitáis -objetó Patterson-. La prueba es que tú estás aquí.

-Un hombre solo pasa sin ser visto -replicó Sirdey-. Pero quinientos hombres es otra cosa.

-¡Quinientos...!

-¡Demonios ...! ¿Te crees que me dirijo a ti para hacer un pastel por la ciudad? Para mí, Liberia es tan poco segura como la compañía de los patagones... A propósito...

-¡Silencio! -ordenó bruscamente Patterson.

Oyeron un ruido de pasos que se acercaba. Pronto salieron de la oscuridad tres hombres. Uno de ellos abordó a Patterson y, descubriendo una linterna que tenía escondida bajo su abrigo, proyectó su luz un instante sobre el rostro del centinela.

-¿Nada nuevo? -preguntó el recién llegado que no era otro que Hartlepool.

-Nada.

-¿Todo está tranquilo?

-Sí.

Y la ronda continuó su camino.

-¿Decías ? -preguntó Patterson, cuando estuvo lo suficientemente lejos.

-Decía: a propósito, ¿qué ha ocurrido con los otros?

-¿Qué otros?

-¿Dorick?

-Muerto.

-¿Fred Moore?

-Muerto.

-¿William Moore?

-Muerto.

-¡Demonios...! ¿Y Kennedy?

-Tan bien como tú y yo.

-¡No es posible...! ¿Así que ha logrado salir adelante?

-Eso parece.

-¿Sin siquiera ser sospechoso?

-Es de suponer, porque no ha dejado nunca de circular con toda libertad.

-¿Dónde está ahora?

-Montando guardia en algún lugar, en este lado o en el otro. No sé dónde.

-¿No podrías informarte?

-Imposible. Tengo prohibido abandonar mi puesto. Además, ¿qué quieres de Kennedy?

-Dirigirme a él, porque mi proposición no parece gustarte.

-¿Y tú crees que yo te ayudaría? -protesta Patterson-. ¿Tú crees que ayudaría a los patagones para que vinieran a asesinarnos a todos?

-No hay ningún peligro -afirmó Sirdey-. Los camaradas no tendrán nada que temer. Por el contrario, tendrán parte del pillaje. Es lo convenido.

-¡Hum...! -murmuró Patterson, que no pareció nada convencido.

Sin embargo, vacilaba. Vengarse de los hostelianos y enriquecerse a un mismo tiempo de sus despojos, resultaba tentador... ¡Pero fiarse de la palabra de aquellos salvajes...! Una vez más, se guió por la prudencia.

-Todo esto no son más que palabras en el aire -dijo en tono decidido-. Aunque quisiéramos, ni Kennedy ni yo podríamos hacer entrar a quinientos hombres de incógnito.

-No hay necesidad que entren todos a la vez -objetó Sirdey-. Unos cincuenta, incluso unos treinta, sería suficiente. Mientras aguantaran los primeros, los otros pasarían.

-Cincuenta, treinta, veinte, diez sigue siendo demasiado.

-¿Es tu última palabra?

-La primera y la última.

-¿Es no?

-Es no.

-No hablemos más -concluyó Sirdey, que empezó a trepar en dirección al río.

Pero se detuvo casi al punto y alzando los ojos hacia Patterson:

-Los patagones pagarían, sabes.

-¿Cuánto?

La palabra salió sola de los labios de Patterson. Sirdey se acercó.

-Mil piastras -dijo.

-¡Mil piastras...! ¡Cinco mil francos...!

En otra ocasión, Patterson no se habría dejado impresionar a pesar de la importancia de la suma. El río le había quitado mucho más. Pero ahora ya no poseía nada. Desde hacía un año, apenas si había logrado reunir veinticinco piastras a costa de un ajo encarnizado. En aquel momento, aquellas veinticinco piastras miserables constituían toda su fortuna. Sin duda de ahora en adelante crecería más de prisa. No faltarían las ocasiones para aumentarla. Lo más duro, lo sabía por experiencia, es el primer fondo. ¡Pero mil piastras...! ¡Ganar en un instante cuarenta veces el producto de dieciocho meses de esfuerzo...! Sin contar que aún era posible quizás obtener más aún, pues, en todo negocio, lo propio es regatear.

-No es mucho -dijo con aire asqueado-. Por un negocio donde se arriesga el pellejo, habría que llegar hasta dos mil...

-En ese caso, buenas tardes -replicó Sirdey, iniciando de nuevo un movimiento de retirada.

-O al menos hasta mil quinientos -prosiguió Patterson sin dejarse intimidar por aquella amenaza de ruptura.

Ahora se encontraba en su campo: el campo del negocio. Tenía experiencia en estas transacciones. Que el objeto en juego fuera una mercancía o una conciencia, ello no impedía que se tratara de una compra y de una venta. Y las compras y las ventas están sometidas a reglas inmutables que él conocía con todo detalle. Es habitual y todo el mundo lo sabe, que el vendedor pide demasiado y que el comprador no ofrece lo suficiente. La discusión establece el equilibrio. Regateando, siempre hay algo que ganar, pero nada que perder. Como el tiempo apremiara, Patterson se había resignado excepcionalmente a quemar etapas y por ello había descendido de golpe de dos mil piastras a mil quinientas.

-No -dijo Sirdey en tono firme.

-Si al menos fueran mil cuatrocientas -suspiró Patterson-, ¡se podría mirar...! ¡Pero mil piastras...!

-Mil y ni una más -afirmó Sirdey, continuando su movimiento de retroceso.

Como se suele decir, Patterson tuvo estómago.

-Entonces, nada -declaró tranquilamente.

Entonces le tocó a Sirdey inquietarse. ¡Un negocio tan bien iniciado...! ¿Lo iba a hacer fracasar por unos cuantos centenares de piastras...? Se acercó.

-Partamos la diferencia -propuso-. Dejémoslo en mil doscientas.

Patterson se apresuró a aceptar.

-Lo hago únicamente para complacerte -consintió al fin-. ¡Dejémoslo por mil doscientas piastras!

-¿De acuerdo...? -preguntó Sirdey.

-De acuerdo -afirmó Patterson.

No obstante, faltaba arreglar los detalles.

-¿Quién me pagará? -continuó Patterson-. ¿Son tan ricos los patagones como para sembrar así como así las mil doscientas piastras?

-Todo lo contrario, son muy pobres -replicó Sirdey-, pero son muy numerosos. Sacrificarán todo lo que tengan para reunir la suma. Si lo hacen es porque no ignoran que el saqueo de Liberia les dará cien veces más.

-No digo que no -admitió Patterson-. Eso no me incumbe. Lo que me importa es que me paguen. ¿Cómo me pagarán? ¿Antes o después?

-La mitad antes y la otra mitad después.

-No -declaró Patterson-. Estas son mis condiciones, mañana por la tarde, ochocientas piastras...

-¿Dónde? -interrumpió Sirdey.

-Donde tenga la guardia. Búscame... Para el resto, en el día convenido, diez hombres pasarán primero y uno de ellos me pagará la suma. Si no me pagan, llamo. Si me pagan, mantengo mi boca cosida, y me largo por otro lado.

-De acuerdo -respondió Sirdey-. ¿Cuándo podrán pasar?

-La quinta noche después de ésta. Será luna nueva.

-¿Dónde?

-En mis tierras... En mi cercado.

-¡A propósito -dijo Sirdey-, no he visto tu casa!

-El río se la llevó hace un año -explicó Patterson-. Pero no necesitamos casa. La empalizada será suficiente.

-Pero tres cuartos de ella están demolidos.

-Ya... la repararé.

-¡Perfecto! -aprobó Sirdey-. ¡Hasta mañana!

-Hasta mañana -respondió Patterson.

Oyó un deslizamiento en la hierba, luego un débil glu-glú le hizo comprender que Sirdey entraba prudentemente en el río y nada más turbó ya el silencio de la noche.

Al día siguiente, causó una gran sorpresa ver a Patterson empezar a reparar la empalizada medio derribada que delimitaba su antiguo cercado.

En general, la circunstancia pareció singularmente elegida para entregarse a semejante trabajo. Pero después de todo el terreno le pertenecía. Tenía en el bolsillo los títulos de propiedad y a petición suya se le había concedido un duplicado después de la inundación. Por consiguiente, estaba en su derecho de utilizarlo según le conviniera.

Se dedicó toda la jornada a aquel trabajo. Mañana y tarde estuvo levantando las estacas, que unió con la ayuda de sólidos travesaños, obturando las fisuras con cubrejuntas, indiferente a las reflexiones que su conducta podía suscitar.

Por la tarde, el azar del relevo quiso situarlo de centinela en el espaldón del sur, frente a las montañas que se elevaban por aquel lado.

Montó guardia sin decir palabra y esperó pacientemente los acontecimientos.

Como le había tocado el turno mucho antes que el día anterior, estuvo allí muy pronto y aún era de día al principio de su guardia. Pero no terminaría antes de cerrada la noche y, por consiguiente, Sirdey tendría todas las facilidades para acercarse al espaldón. A menos...

A menos que la proposición del antiguo cocinero del Jonathan no fuera seria. En efecto, ¿no era terrible que le hubieran tendido una trampa a Patterson y que éste se dejara coger estúpidamente? El irlandés se tranquilizó muy pronto a ese respecto. Sirdey estaba allí, frente a él, agazapado entre las hierbas, invisible para todos, pero visible para una mirada prevenida.

Poco a poco cayó la noche. La luna, en su cuarto menguante, no elevaría hasta el alba su fino creciente por encima del horizonte. Cuando la oscuridad fue profunda, Sirdey trepó hasta su cómplice, luego se marchó sin despertar la atención.

Todo transcurría conforme a lo convenido. Las dos partes estaban de acuerdo.

-La cuarta noche después de ésta -había murmurado Patterson de un soplo.

-Entendido -había respondido Sirdey.

-¡Que no se olviden de las piastras...! ¡Sin eso, nada de lo dicho!

-Estate tranquilo.

Intercambiado aquel corto diálogo, Sirdey se alejó. Pero antes, había depositado a los pies del traidor un saco que al tocar el suelo hizo un sonido cristalino. Eran las ochocientas piastras prometidas. Era el salario de Judas.

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