Los náufragos del
“Jonathan”
Segunda parte - Capítulo I En
tierra
Incluso en esta región tan atormentada, la isla
Hoste destaca por la fantasía de su plano. Aun cuando la costa
septentrional, que en la mitad de su extensión corre a lo largo
del canal de Beagle, es sensiblemente rectilínea, el litoral del
resto de su perímetro está erizado de cabos agudos o
hendido por golfos estrechos, algunos de los cuales son tan profundos
que casi atraviesan la isla de punta a punta.
La isla Hoste es uno de los territorios grandes del
archipiélago magallánico. Puede calcularse que su anchura
es de unos cincuenta kilómetros y su longitud de más de
cien, y esto sin contar con la península Hardy, curvada como una
cimitarra, que proyecta a ocho o diez leguas al suroeste la punta
conocida con el nombre de Falso Cabo de Hornos.
El Jonathan había quedado varado al
este de dicha península, al abrigo de una enorme masa
granítica que separa la bahía Orange de la bahía
Scotchwell.
Al amanecer, un acantilado salvaje apareció
entre las brumas del alba, que no tardaron en ser disipadas por los
últimos soplos de la tempestad que iba desvaneciéndose.
El Jonathan yacía al extremo de un promontorio cuya
arista, formada por un morro a pico sobre el mar, se unía al
esqueleto de la península por una cumbre elevada. Al pie del
morro se extendía un lecho de rocas negruzcas, viscosas por los
varecs y los fucos. Aquí y allá entre los arrecifes una
arena lisa brillaba, aún húmeda, prodigiosamente
constelada con infinidad de esos crustáceos tan abundantes en
las playas magallánicas: terebrátulas, fisurelas,
lepadas, tritones, peines, unicornios, quitones, mactras, venus. En
resumen, la isla Hoste no parecía a primera vista una de las
más acogedoras.
En cuanto la luz les permitió divisar la mayor
parte de los náufragos, se dejaron deslizar por los arrecifes,
entonces casi totalmente al descubierto, y se apresuraron a alcanzar
tierra firme. Pretender retenerlos hubiera sido una locura. Puede uno
imaginarse fácilmente, después de las angustias de
semejante noche, qué prisa llevaban por pisar tierra firme. Un
centenar de ellos se dedicaron a escalar el morro atacándolo por
la cara opuesta, con la esperanza de descubrir desde la cima una
extensión más amplia del país. En cuanto al resto
de la multitud, parte de ella se alejó bordeando la orilla,
dando la vuelta a la punta sur, otra siguió la orilla norte,
mientras que la mayoría permaneció en la playa,
contemplando absorta el Jonathan encallado.
Sin embargo, algunos emigrantes, más
inteligentes o menos impulsivos que los demás, se habían
quedado a bordo y, como si esperaran una orden de aquel desconocido
cuya intervención ya les había resultado tan beneficiosa,
miraban fijamente al Kaw-djer. Al no mostrar éste la más
mínima intención de interrumpir la conversación
que mantenía con el contramaestre, uno de los emigrantes se
separó por fin de un grupo de cuatro personas, entre las cuales
figuraban dos mujeres, y se dirigió hacia los interlocutores.
Fácil era reconocer por la expresión de su cara, por su
aspecto, por mil signos impalpables, que este hombre, de unos cincuenta
años de edad, pertenecía a una clase superior al medio
que circunstancialmente era el suyo.
-Permítame, señor -dijo,
acercándose al Kaw-djer-, que le dé las gracias. Nos ha
librado usted de una muerte segura. Sin usted y sus compañeros,
estábamos inevitablemente perdidos.
Los rasgos, la voz, el ademán de aquel pasajero
hablaban de su honradez y de su rectitud. El Kaw-djer estrechó
con cordialidad la mano que se le tendía. Después,
utilizando la lengua inglesa en que le era dirigida la palabra:
-Nos alegramos profundamente, mi amigo Karroly y yo
-respondió-, de que nuestra experiencia de estos parajes nos
haya permitido evitar tan espantosa catástrofe.
-Permita que me presente. Soy emigrante y me llamo
Harry Rhodes. Llevo conmigo a mi mujer, a mi hija y a mi hijo
-prosiguió el pasajero, señalando a las tres personas de
las que se había separado para acercarse al Kaw-djer.
-Mi compañero -dijo a su vez el Kaw-djer-, es
el práctico Karroly, y éste es Halg, su hijo. Como puede
ver, son fueguinos.
-¿Y usted? -preguntó Harry Rhodes.
-Soy un amigo de los indios. El nombre que ellos me
han dado es el Kaw-djer y ya no recuerdo otro.
Harry Rhodes miró extrañado a su
interlocutor, que con actitud tranquila y fría soportó
aquel escudriñamiento. Sin insistir, preguntó:
-¿Cuál es su parecer sobre lo que
debemos hacer?
-Precisamente el señor Hartlepool y yo
hablábamos de ello -respondió el Kaw-djer-. Todo depende
del estado del Jonathan. A decir verdad, no me hago grandes
ilusiones al respecto. Sin embargo, es imprescindible examinarlo antes
de decidir nada.
-¿En qué parte de la Tierra de
Magallanes estamos encallados? -preguntó Harry Rhodes.
-En la costa sureste de la isla Hoste.
-¿Cerca del estrecho de Magallanes?
-No, todo lo contrario, muy lejos.
-¡Diablos...! -exclamó Harry Rhodes.
-Por eso, le repito que todo depende del estado del
Jonathan. En primer lugar, hay que examinarlo, después
podremos tomar una decisión.
Seguido por el contramaestre Hartlepool, por Harry
Rhodes, Halg y Karroly, el Kaw-djer descendió a los arrecifes y
juntos dieron una vuelta alrededor del clipper.
Muy pronto se percataron de que el Jonathan
debía ser considerado como absolutamente perdido. El casco
estaba reventado por veinte puntos, rajado en casi toda la longitud del
costado de estribor. Tratándose de un buque de hierro, aquellas
averías eran todas particularmente irreparables. Debían,
pues renunciar a toda esperanza de ponerlo a flote y por consiguiente
abandonarlo al mar que no tardaría mucho en terminar la
demolición.
-A mi modo de ver -dijo entonces el Kaw-djer-,
convendría desembarcar el cargamento y ponerlo en lugar seguro.
Mientras tanto, repararíamos nuestra chalupa, que sufrió
serias averías cuando la varadura. Concluidas las reparaciones,
Karroly podría llevar a Punta Arenas a uno de los emigrantes,
para dar a conocer el siniestro al gobernador. No cabe duda de que
aquél hará todo cuanto esté en su mano para
repatriarles.
-Me parece lo más sensato que se puede decir y
pensar -asintió Harry Rhodes.
-Creo -prosiguió el Kaw-djer-, que sería
oportuno comunicar este plan a todos sus compañeros. Y para eso,
sería necesario reunirlos en la playa, si usted no tiene
inconveniente.
Tuvieron que esperar largo tiempo el regreso de los
diversos grupos que se habían alejado más o menos en
direcciones opuestas. Antes de las nueve de la mañana, sin
embargo, el hambre hizo que todos los emigrantes se reunieran frente al
navío encallado. Subiendo a una peña, a modo de tribuna,
Harry Rhodes transmitió a sus compañeros la propuesta del
Kaw-djer.
El éxito que ésta obtuvo no fue en
absoluto unánime. Algunos oyentes parecieron poco satisfechos.
Se oyeron palabras descorteses.
-¡Descargar ahora un navío de tres mil
toneladas...! ¡Sólo nos faltaba eso! -mascullaba uno.
-Pero ¿por quién nos toman?
-refunfuñaba otro.
-¡Como si no hubiésemos trabajado ya
bastante! -decía un tercero en sordina.
De la muchedumbre se elevó por fin con nitidez
una voz:
-Pido la palabra -articulaba, en inglés
incorrecto.
-Suya es -consintió Harry Rhodes sin conocer
siquiera el nombre del que le interrumpía, y bajó en el
acto de su pedestal.
Fue reemplazado enseguida por un hombre en la plenitud
de sus facultades físicas. Su rostro, de rasgos bastante
hermosos, que iluminaban unos ojos azules algo ensoñadores,
aparecía realzado por una tupida barba castaña. El
propietario de esta magnífica barba parecía vanagloriarse
de ella, pues acariciaba amorosamente sus pelos largos y sedosos, con
una mano cuya blancura no había sido alterada por ningún
trabajo arrastrado.
-Compañeros -pronunció aquel personaje,
yendo y viniendo por la peña igual que Cicerón
debía ir y venir antaño por la rostra1, la sorpresa que varios de
vosotros habéis manifestado es de lo más natural. En
efecto, ¿qué se nos propone? Permanecer un tiempo
indeterminado en esta costa inhóspita y trabajar
estúpidamente en el rescate de un material que no es nuestro.
¿Por qué íbamos a esperar aquí el regreso
de la chalupa, cuando puede ser utilizada para transportarnos hasta
Punta Arenas, unos después de otros?
Entre los oyentes corrieron voces: « Tiene
razón » « ¡Es evidente! »
Mientras que, de entre la multitud, el Kaw-djer
replicó:
-La Wel-Kiej está a vuestra
disposición, por descontado. Pero harán falta diez
años para transportar a todo el mundo a Punta Arenas.
-¡De acuerdo! -concedió el orador-.
Quedémonos, pues, aquí esperando su regreso. Eso no es
motivo suficiente para descargar el material a costa de la fatiga de
nuestros brazos. Que retiremos del navío los objetos de nuestra
propiedad personal, ¡me parece muy bien!, pero ¡en cuanto a
lo demás...! ¿Acaso debemos algo a la Sociedad a la que
pertenece todo eso? Todo lo contrario, ella es la responsable de
nuestras desgracias. De no haber dado pruebas de su mucha avaricia, si
su barco hubiera sido mejor capitaneado, no nos veríamos ahora
como nos vemos. Y además, aunque no fuera así,
¿olvidaríamos por ello que formamos parte de la
innumerable clase de los explotados para transformarnos
benévolamente en bestias de carga de los explotadores?
Pareció que se apreciaba el argumento. Una voz
dijo: « ¡Bravo...!» Hubo risotadas.
Sintiéndose así animado, el orador
prosiguió con nuevo ardor:
-A nosotros los trabajadores claro que nos explotan -y
el orador, diciendo esto, se golpeaba el pecho con energía-, a
nosotros que no hemos podido, ni siquiera al precio de un trabajo
esforzado, ganar en las tierras que nos han visto nacer el pan empapado
por nuestro sudor. Idiotas seríamos ahora si cargásemos
nuestras espaldas con toda esa chatarra fabricada por obreros como
nosotros y que, sin embargo, no deja de ser propiedad del capitalismo
opresor, cuyo inconmensurable egoísmo nos ha obligado a
abandonar a nuestras familias y nuestras patrias.
Aunque la mayor parte de los emigrantes escuchaban con
aire asombrado aquella perorata pronunciada en un inglés viciado
por un fuerte acento extranjero, algunos parecían vacilar. Un
corrillo reunido al pie de la improvisada tribuna daba claras muestras
de aprobación.
Fue otra vez el Kaw-djer quien volvió a poner
las cosas en su sitio.
-Ignoro a quién pertenece el cargamento del
Jonathan -dijo con calma-, pero mi experiencia de país
me autoriza a asegurarles que podrá, puntualmente, serles
útil. Ante la ignorancia en que todos nos encontramos acerca del
porvenir, sería razonable, en mi opinión, no
abandonarlo.
Como el precedente orador no manifestó ninguna
intención de replicar, Harry Rhodes trepó de nuevo a la
peña y sometió a votación la propuesta del
Kaw-djer. Se adoptó a mano alzada sin más
oposición.
-El Kaw-djer pregunta -añadió Harry
Rhodes, transmitiendo una pregunta que le acababan de formular a
él mismo-, si no habría entre nosotros carpinteros
dispuestos a ayudarle a reparar su chalupa.
-¡Presente! -dijo un hombre de aspecto fuerte
que levantó el brazo por encima de las cabezas.
-¡Presente! -respondieron casi a la vez otros
dos emigrantes.
-El primero que ha hablado es Smith -dijo Hartlepool
al Kaw-djer-, un obrero contratado por la Compañía. Es un
buen hombre. A los otros dos no los conozco. Sólo sé que
uno se llama Hobard.
-¿Y al orador, le conoce?
-Es un emigrante, un francés, creo. Me dijeron
que se llamaba Beauval, pero no estoy seguro.
El contramaestre no se equivocaba. Tales eran el
nombre y la nacionalidad del orador, cuya historia bastante movida
puede resumirse, sin embargo, en pocas líneas.
Ferdinand Beauval empezó siendo abogado y
quizá hubiera tenido éxito en esta profesión,
puesto que no carecía de inteligencia ni de talento, si no
hubiera tenido la desgracia de que le picase, al principio de su
carrera, la tarántula política. Con la prisa de realizar
una ambición a la vez ardiente y confusa, se había
comprometido con los partidos más avanzados y no tardó en
abandonar la curia por las reuniones públicas. Habría
conseguido sin duda salir elegido diputado como otro cualquiera de
haber sabido esperar algún tiempo. Pero sus modestos recursos se
agotaron antes de que el éxito coronara sus esfuerzos. Reducido
a vivir de expedientes, se había comprometido entonces en
asuntos dudosos y de ese día databa para él el
hundimiento que, caída en caída, le hizo rodar hasta la
escasez, después hasta la miseria, obligándole por fin a
buscar mejor fortuna por tierras de la libre América.
Pero en América no le había sido
más clemente la suerte. Después de ir de ciudad en
ciudad, ejerciendo sucesivamente todos los oficios, había
caído finalmente en San Francisco, donde, al no serle más
favorable el destino, se había visto forzado a un segundo
exilio.
Habiendo conseguido hacerse con el capital
mínimo necesario, se inscribió en aquel importante grupo
de emigrantes, previo examen de un prospecto que prometía las
mil y una maravillas a los primeros colonos de la concesión de
la bahía de Lagoa. Después del naufragio del
Jonathan, que le arrojaba con tantos otros miserables al
litoral de la península Hardy, su esperanza corría
peligro de verse traicionada de nuevo.
Sin embargo, los constantes fracasos de Ferdinand
Beauval no habían mermado en absoluto su confianza en sí
mismo y en su estrella. Esos fracasos, que atribuía a la maldad,
a la ingratitud, a la envidia, dejaban intacta su fe en su propia
valía, que un día u otro, a la primera ocasión
favorable, triunfaría.
Por este motivo ni un instante había dejado que
se deterioraran aquellas dotes de conductor de hombres que tan
modestamente se atribuía. Tan pronto como subió a bordo
del Jonathan procuró divulgar la buena simiente a su
alrededor y en ocasiones con tal ligereza de lengua que el
capitán Leccar había considerado su deber intervenir.
A pesar de aquellas trabas puestas a su propaganda,
Ferdinand Beauval se había apuntado algunos pequeños
éxitos durante la primera parte del viaje que acababa de
finalizar de manera tan dramática. Un número
insignificante de sus compañeros de infortunio había
prestado oído complaciente a las sugestiones demagógicas
que constituían el fondo de su elocuencia habitual. Ahora
formaban a su alrededor un grupo compacto cuyo único defecto era
el de contar con muy escasas unidades.
Indiscutiblemente Beauval hubiese encontrado mayor
cantidad de adeptos sí, continuando con su mala estrella, no
hubiera tropezado a bordo del Jonathan con un temible
competidor. Y este competidor era nada menos que un norteamericano
llamado Lewis Dorick, hombre de aspecto glacial y de palabra cortante
como un cuchillo que iba completamente rasurado. El tal Lewis Dorick
profesaba teorías análogas a las de Beauval,
llevándolas un grado más adelante. En tanto que
éste preconizaba un socialismo en el que el Estado, único
propietario de los medios de producción, repartiría a
cada cual su empleo, Dorick ponderaba un comunismo más puro en
el que todo sería a la vez propiedad de todos y de cada uno.
Y aún podía notarse, entre aquellos dos
líderes sociólogos, una diferencia más
característica que el desacuerdo de sus principios. En tanto que
Beauval, latino imaginativo, se embriagaba de palabras y de
sueños, practicando, por lo que a él se refería,
costumbres bastante suaves, en Dorick, sectario más feroz y
doctrinario más absoluto, el corazón de mármol
ignoraba la piedad. Mientras que el uno, muy capaz en suma de
enloquecer a un auditorio hasta la violencia, era personalmente
inofensivo, el otro constituía por sí mismo un
peligro.
Dorick pregonaba la igualdad de tal forma que la
hacía odiosa. No miraba hacia abajo sino hacia arribó.
Pensar en la suerte miserable a que está condenada la
mayoría de los humanos no hacía palpitar su
corazón con ninguna emoción, pero el hecho de que unos
pocos de entre ellos ocupasen un rango social superior al suyo, le
producía convulsiones de rabia.
Querer calmarlo habría sido locura. Se
convertía en el acto en un enemigo implacable del más
tímido de sus detractores y, de haber podido, no habría
empleado más argumento que la violencia y el crimen.
Dorick debía todas sus desdichas a esta alma
resentida. Profesor de Literatura y de Historia; no había podido
resistirse al deseo de difundir, desde su cátedra, una
enseñanza muy distinta. Desde allí proclamaba con gusto
sus máximas libertarias, no en forma de mera discusión
teórica sino como afirmaciones perentorias ante las que uno
tiene el estricto deber de inclinarse.
Esta conducta no tardó en dar sus frutos
naturales. Su director, agradeciéndole los servicios prestados,
le invitó a buscarse otro puesto. Dado que las mismas causas
siempre producen los mismos efectos, perdió su nuevo puesto
igual que el primero, el tercero como el segundo y así
sucesivamente, hasta que la puerta de la última
institución se cerró irrevocablemente detrás de
él. Se quedó entonces en la calle desde donde, profesor
transformado en emigrante, había rebotado al puente del
Jonathan.
En el curso de la travesía, Dorick y Beauval
habían reclutado sus respectivos partidarios, éste por el
calor de una elocuencia no entorpecida por la crítica
concienzuda de las ideas, aquél por la autoridad inherente a un
hombre que se declara poseedor de la verdad absoluta. No llegaban a
perdonarse recíprocamente esta modesta clientela sobre la que se
habían erigido jefes. Si bien en apariencia aún se
ponían buena cara, en sus almas sólo cabía la
cólera y el odio.
Para asegurarse una ventaja sobre su rival, Beauval, a
su desembarco en la playa de la isla Hoste, no había querido
desaprovechar ni un instante. Viendo que la ocasión era
favorable, había subido a la tribuna y tomado la palabra de la
forma que ya sabemos. Poco importaba que al final no hubiese triunfado
su tesis. Lo esencial era destacar. La muchedumbre se acostumbra a
aquellos a quienes ve a menudo, y para convertirse con toda naturalidad
en un jefe, basta con atribuirse dicho papel por un tiempo
suficiente.
Durante el breve diálogo del Kaw-djer y
Hartlepool, Harry Rhodes había continuado arengando a sus
compañeros.
-Puesto que ha sido aprobada la propuesta -les dijo
desde lo alto de la peña-, habría que confiar a uno de
nosotros la dirección del trabajo. Descargar por completo un
navío de tres mil quinientas toneladas no tiene nada de
sencillo; una empresa así exige, método. ¿Os
parecería bien requerir la colaboración del señor
Hartlepool, el contramaestre? Él nos repartiría las
tareas y nos indicaría los mejores medios de llevarlas a cabo.
Que levanten la mano los que estén de acuerdo conmigo.
Todas las manos, con raras excepciones, se levantaron
a la vez.
-Entonces, estamos de acuerdo -observó Harry
Rhodes, que añadió, volviéndose al contramaestre-:
¿Cuáles son sus órdenes?
-Ir a comer -respondió Hartlepool con tono
bonachón-. Para trabajar, se necesitan fuerzas.
Los emigrantes regresaron desordenadamente a bordo,
donde la tripulación les repartió una comida preparada a
base de conservas. Durante ese tiempo Hartlepool se había
llevado aparte al Kaw-djer.
-Con su permiso, señor -dijo en tono
preocupado-, me atrevería a decir que soy un buen marino. Pero
siempre he estado a las órdenes de un capitán,
señor.
-¿Qué quiere decir con eso?
-inquirió el Kaw-djer.
-Quiero decir -respondió Hartlepool, poniendo
una cara cada vez más larga-, que puedo jactarme de saber
ejecutar una orden; pero que la imaginación no es lo mío.
Mantener firme la caña, tanto como se quiera. Pero marcar el
rumbo, eso es otra cosa.
El Kaw-djer examinó de reojo al contramaestre.
¿Así que existían hombres buenos, fuertes y
además juiciosos, para quienes un jefe era una necesidad?
¿Es decir -explicó-, que usted se
encargaría con gusto del detalle del trabajo, pero que le
gustaría tener previamente unas indicaciones generales?
-¡Justo! -dijo Hartlepool.
-Nada más sencillo -continuó el
Kaw-djer-. ¿De cuántos brazos puede disponer?
-Al partir de San Francisco, el Jonathan
tenía una tripulación de treinta y cuatro hombres,
incluidos la oficialidad y jefes, el cocinero y los dos grumetes, y
transportaban mil ciento noventa y cinco pasajeros. En total, mil
doscientas veintinueve personas. Pero ahora muchos han muerto.
-Haremos el recuento más adelante. Por el
momento, redondeemos la cifra a mil doscientos. A ojo, descontando a
mujeres y niños, quedan unos setecientos hombres. Divida a su
gente en dos grupos, doscientos hombres se quedarán a bordo y
empezarán a subir el cargamento al puente. Yo conduciré a
los demás a un bosque que hay cerca de aquí. Cortaremos
un centenar de árboles. Una vez talados, esos árboles
serán cruzados en doble grueso y atados sólidamente entre
sí. De manera que se obtendrán una serie de entarimados
que pondrá usted uno a continuación del otro, de modo que
formen un largo camino que una el barco a la playa. Con la pleamar,
tendrá usted un puente flotante. Con la bajamar, esas
almadías descansarán sobre las aristas de los escollos y
los apuntalará para asegurar su estabilidad. Procediendo
así y, con un personal tan numeroso, la descarga puede estar
terminada en tres días.
Hartlepool supo atenerse con inteligencia a aquellas
instrucciones y, como había previsto el Kaw-djer, todo el
cargamento del Jonathan estuvo depositado en la playa, fuera
del alcance del mar, la noche del día 19. Afortunadamente el
torno a vapor había sido hallado, previa verificación, en
perfectas condiciones, circunstancia que había facilitado en
gran medida el levantamiento de los fardos más pesados.
Al mismo tiempo, con la ayuda de los tres carpinteros,
Smith, Hobard y Charley, se había dado un impulso muy efectivo a
las reparaciones de la chalupa. En esa fecha del 19 de marzo estaba en
condiciones de hacerse a la mar.
Se trató entonces de que los emigrantes
escogieran a un delegado. Ferdinand Beauval tuvo así una nueva
ocasión de subir a la tribuna y solicitar electores. Pero
decididamente no estaba de suerte. Aun la satisfacción dé
reunir unos cincuenta votos, mientras que Lewis Dorick -quien por otra
no se había presentado como candidato-, no cosechaba ninguno, la
mayoría de los sufragios recayó, en un tal Germain
Riviére, agricultor de raza franco-canadiense, padre de una hija
y de cuatro magníficos muchachos. Los electores estaban seguros
de que aquél, por lo menos, regresaría.
La Wel-Kiej dirigida por Karroly, que dejaba
en la isla Hoste a Halg y al Kaw-djer, se hizo a la vela en la
madrugada del 20 de marzo y se procedió seguidamente a una
instalación elemental. No era cuestión de establecerse de
forma duradera, sino únicamente de esperar el regreso de la
chalupa, cuyo viaje requeriría aproximadamente tres semanas. No
cabía, pues, utilizar las casas desmontables y se limitaron a
levantar las tiendas encontradas en la cala del barco. Ampliadas con
las velas de recambio, de las que estaba repleto un pañol
especial, bastaron para cobijar a toda la gente e incluso la parte
frágil del material. Tampoco se descuidaron de improvisar
corrales con algunas redes de alambre, ni de establecer, con cuerdas y
estacas, cercados para los animales de dos y cuatro patas que
transportaba el Jonathan.
En suma, aquella muchedumbre no se encontraba en la
situación de unos náufragos arrojados sin esperanza, sin
recursos, a una tierra desconocida. La catástrofe había
tenido lugar en el archipiélago fueguino, en un punto que
figuraba localizado exactamente en todos los mapas, a un centenar de
leguas como mucho de Punta Arenas: Por otra parte, abundaban los
víveres. En consecuencia, las circunstancias no justificaban
ninguna seria preocupación y de no ser por el clima, un poco
más duro, los emigrantes vivirían allí, hasta el
día no lejano de la repatriación, como hubiesen vivido en
los comienzos de su estancia en tierra africana.
Huelga decir que, durante la descarga, ni Halg ni el
Kaw-djer permanecieron inactivos. Los dos se habían entregado
entera y valerosamente al trabajo. La aportación del Kaw-djer,
en especial, había sido particularmente útil. Por mucha
que fuera su modestia, por mucho que cuidase de pasar desapercibido, su
superioridad era tan evidente que se imponía por la fuerza de
los hechos.
Por eso en ningún momento nadie se abstuvo de
recurrir a sus consejos. Que se tratara del transporte de una carga
especialmente pesada del estibaje de los fardos, del montaje de las
tiendas, siempre le consultaban, y no solamente Hartlepool sino
también la mayor parte de aquella pobre gente que formaba la
gran masa de los emigrantes, poco acostumbrada a semejantes tareas.
Estaba muy adelantada la instalación, por no
decir acabada, cuando, el 24 de marzo, se tuvo una nueva imagen de la
dureza de aquellos parajes. Durante tres veces veinticuatro horas la
lluvia corrió formando torrentes y sopló un viento
huracanado. Cuando se apaciguó un poco la atmósfera,
hubiera sido inútil buscar el Jonathan en su lecho de
escollos. Chapas, barras de hierro torcidas, he aquí cuanto
quedaba del bello clipper cuya roda hendía tan alegremente el
mar pocos días antes.
Aunque ya hubiera sido retirado del barco todo lo que
pudiese tener algún valor, a los emigrantes se les
encogió el corazón al descubrir su definitiva
desaparición. Quedaban así aislados y completamente
separados de la humanidad, que, de perderse la chalupa en el curso de
la navegación, ignoraría quizá para siempre su
destino.
A la tempestad siguió un período de
bonanza. Se aprovechó para hacer el recuento ele los
supervivientes del naufragio. Utilizando las listas de a bordo,
Hartlepool procedió a pasar lista, poniéndose así
de manifiesto que la catástrofe había ocasionado treinta
y una víctimas, quince de la tripulación y
dieciséis de entre los pasajeros. Quedaban mil ciento setenta y
nueve pasajeros y diecinueve de los treinta y cuatro inscritos en el
rol de tripulación Añadiendo a estas cifras a los dos
fueguinos y a su compañero, la población de la isla Hoste
constaba de mil doscientas una personas de ambos sexos y de todas las
edades.
El Kaw-djer resolvió aprovechar el buen tiempo
para visitar las partes de la isla Hoste más cercanas al
campamento. Se convino en que Hartlepool, Harry Rhodes, Halg y tres
emigrantes, Gimelli, Gordon e Ivanoff, de origen italiano el primero,
americano el segundo y ruso el tercero, le acompañarían
en esta excursión. Pero en el último momento se
presentaron dos candidatos imprevistos.
El Kaw-djer se encaminaba al lugar fijado para la cita
cuando le llamaron la atención dos niños de unos diez
años que, uno detrás de otro, se dirigían
evidentemente hacia él. Uno de los dos niños, de cara
despierta, incluso ligeramente impertinente, andaba con la cabeza muy
erguida, afectando un aspecto de arrogancia que no dejaba de ser un
tanto cómico. El otro, con un aspecto más modesto, que
convenía a su tímida carita, le seguía a cinco
pasos.
El primero se acercó al Kaw-djer.
-Excelencia... -dijo.
Muy divertido por este tratamiento insólito, el
Kaw-djer observó detenidamente al chiquillo. Este sin turbarse
ni bajar la vista, aguantó sin ningún temor el
examen.
-¡Excelencia...! -repitió el Kaw-djer,
riendo-. ¿Por qué me llamas Excelencia, hijo
mío?
El niño pareció sorprenderse mucho.
-¿No es así como hay que hablar cuando
se trata de reyes, ministros y obispos? -preguntó en un tono que
expresaba su temor de no haber sabido respetar bastante las reglas de
la cortesía.
-¡Vaya...! -exclamó asombrado el
Kaw-djer-. ¿Y dónde has visto que hay que tratar de
Excelencia a reyes, ministros y obispos?
-En los periódicos -respondió el
niño con aplomo.
-¿Así que lees periódicos?
-¿Por qué no...? Cuando me los
dan...
-¡Ah...! ¡Ah...! -dijo el Kaw-djer. Y
agregó-: ¿Cómo te llamas?
-Dick.
-Dick ¿qué más?
El niño no pareció entender.
-Bueno, ¿cuál es el apellido de tu
padre?
-No tengo.
-De tu madre, entonces.
-No tengo ni madre ni padre, Excelencia.
-¡Otra vez! -protestó el Kaw-djer, que se
interesaba cada vez más por aquel niño tan singular-. Sin
embargo, que yo sepa, no soy ni rey, ni ministro, ni obispo.
-¡Usted es el gobernador! -declaró el
niño con énfasis.
-¡El gobernador...!
El Kaw-djer, atónito, cayó entonces en
la cuenta.
-¿De dónde sacas eso?
-preguntó.
-¡Toma...! -dijo Dick, confuso.
-¿Y pues...? -insistió el Kaw-djer.
Dick pareció algo turbado. Titubeó.
-No sé... -dijo al fin-. Pues porque usted es
el que manda... Y además, porque todo el mundo le llama
así.
-¡Sólo faltaba eso! -protestó el
Kaw-djer.
Añadió con voz más grave:
-Te equivocas, amiguito. No soy ni más ni menos
que los demás. Aquí no manda nadie. Aquí no hay
jefe.
Dick, extrañadísimo, miró
incrédulo al Kaw-djer. ¿Era posible que no hubiese jefe?
¿Podía creerlo aquel niño para quien, hasta
entonces, el mundo había estado poblado sólo por tiranos?
¿Podía creer que en algún lugar existiera un
país sin jefe?
-No hay jefe -volvió a afirmar el Kaw-djer.
Después de un breve silencio,
preguntó:
-¿Dónde naciste?
-No sé.
-¿Qué edad tienes?
-Según dicen, pronto cumpliré once
años.
-¿Tampoco estás muy seguro de ello?
-Pues no.
-Y tu compañero, que se queda ahí
petrificado, a cinco pasos, sin moverse ni un palmo,
¿quién es?
-Es Sand.
-¿Es tu hermano?
-Cómo si lo fuera... Es mi amigo.
-¿Quizá os han educado juntos?
-¿Educado...? -protestó Dick-.
¡Nadie nos ha educado, señor!
El corazón del Kaw-djer se encogió.
¡Cuánta tristeza en aquellas pocas palabras que el
niño pronunciaba con voz desafiante, engallándose!
¿Así que existían niños a los que nadie
había «educado»?
-¿Dónde le conociste, entonces?
-En Frisco2, en el muelle.
-¿Hace mucho tiempo?
-Mucho, mucho tiempo... Aún éramos
pequeños -respondió Dick tratando de recordar-. Por lo
menos hace... ¡seis meses!
-En efecto, mucho tiempo -corroboró el Kaw-djer
sin pestañear.
Se volvió hacia el compañero silencioso
de aquel singular hombrecito.
-Adelante, a la orden -dijo-, y sobre todo, no me
llames Excelencia. ¿Te has tragado la lengua?
-No, señor -balbuceó el niño,
retorciendo entre las manos una gorra marinera.
-Entonces, ¿por qué no dices nada?
-Porque es tímido, señor -explicó
Dick.
¡Con qué tono asqueado
emitió Dick aquel fallo!
-¡Ah! -dijo el Kaw-djer riendo-, ¿porque
es tímido...? Pero tú no lo eres...
-No, señor -respondió Dick con
sencillez.
-Pues claro, y con razón... Pero, en fin,
¿qué hacéis vosotros dos aquí?
-Somos los grumetes, señor.
El Kaw-djer se acordó de que Hartlepool
había mencionado a dos grumetes al pasar lista a la
tripulación del Jonathan. Hasta entonces no los había
visto entre los niños de los emigrantes. Si se habían
dirigido hoy a él, era que algo deseaban.
-¿Qué puedo hacer por vosotros?
-preguntó.
Como siempre, fue Dick el que tomó la
palabra.
-Nos gustaría ir con usted, como el
señor Hartlepool y el señor Rhodes.
-¿Para hacer qué?
Brillaron los ojos de Dick:
-Para ver cosas...
¡Cosas...! Todo un mundo en esta palabra. Todo
el deseo de lo que aún no se ha visto nunca, todos los
sueños maravillosos y confusos de los niños. La cara de
Dick imploraba, toda su diminuta persona estaba tensa hacia su
anhelo.
-¿Y tú? -insistió el Kaw-djer,
dirigiéndose a Sand, ¿tú también quieres
ver cosas?
-No, señor.
Y entonces, ¿qué quieres?
-Ir con Dick -contestó el niño
suavemente.
-¿Así que quieres mucho a Dick?
-¡Oh!, ¡Sí, señor!
-afirmó Sand, con una gravedad en la voz muy por encima de su
edad.
Cada vez más interesado, el Kaw-djer
miró un momento a los dos niños. ¡Qué
extraña pareja formaban! Pero también cuán
encantadora y conmovedora a la vez. Emitió finalmente su
fallo:
-Vendréis con nosotros -dijo.
-¡Viva el gobernador...! -gritaron, lanzando los
gorros al aire, y los dos se pusieron a dar brincos como cabritos.
El Kaw-djer se enteró por Hartlepool de la
historia de sus dos nuevas relaciones, por lo menos de todo lo que el
contramaestre sabía y que seguramente era más de lo que
los propios niños conocían.
Abandonados una noche en una esquina, el hecho de que
aquellos niños hubiesen sobrevivido era uno de esos
fenómenos que la razón no alcanza a explicar.
Habían vivido, sin embargo, ganándose el pan desde la
más tierna edad, gracias a tareas menores: limpiabotas, hacer
recados, abrir portezuelas, la venta de flores campestres, y tantas
otras invenciones maravillosas para unas mentes tan jóvenes;
pero la mayoría de las veces sacando su alimento, como los
gorriones, de entre los adoquines de San Francisco.
Ignoraban recíprocamente su triste existencia
cuando, seis meses antes, el destino los puso de pronto frente a frente
en circunstancias que sólo las características y la
escala reducida de sus actores no permiten calificar de
trágicas: iba Dick por el muelle con las manos en los bolsillos,
la boina ladeada, silbando entre dientes una de sus canciones
favoritas, cuando vio a Sand acosado por un perro enorme que ladraba
enseñando unos colmillos amenazadores. El niño,
espantado, retrocedía llorando, la cara torpemente escondida
detrás del codo doblado. Dick se precipitó y, sin
pensárselo dos veces, se colocó entre el asustadizo y su
terrorífico adversario, luego, resueltamente plantado sobre sus
piernecitas, miró al perro directamente a los ojos y
esperó a pie firme.
¿Infundió respeto al animal aquella
actitud de matamoros? Lo cierto es que a su vez retrocedió, para
huir al fin con el rabo entre las patas. Sin pensar más en
él, Dick se había vuelto hacia Sand.
-¿Cómo te llamas? -le había
preguntado con actitud soberbia.
-Sand -había dicho el otro, entre
lágrimas-. ¿Y tú?
-Dick... Si quieres, seremos amigos.
Por toda respuesta, Sand se había arrojado en
los brazos del héroe, sellando así una indestructible
amistad.
Hartlepool había presenciado de lejos la
escena. Interrogó a los dos niños y así
conoció su triste historia. Deseoso de ayudar a Dick, cuya
valentía había admirado, le propuso tomarle como grumete
en el Josuah Brener, nave de tres palos con velas cuadradas a
bordo del cual estaba embarcado por entonces. Pero de entrada Dick puso
la condición sine qua non de que Sand fuera enrolado
con él. De grado o por la fuerza hubo que pasar por ello y,
desde entonces, Hartlepool ya no había abandonado a los dos
inseparables, que le siguieron del Josuah Brener al
Jonathan. Se había convertido en su profesor y les
había enseñado a leer y a escribir, es decir,
aproximadamente todo lo que él mismo sabía. Sus buenas
acciones, por otra parte, habían caído en terreno
abonado. Aquellos dos niños que sentían hacia él
una gratitud apasionada sólo le habían proporcionado
motivos de satisfacción. Por descontado, cada uno de ellos tenia
su carácter; el uno era colérico, susceptible,
pendenciero, siempre dispuesto a medir lanzas contra todo y contra
todos; el otro, silencioso, afable, modesto, tímido; el uno
protector, el otro protegido; pero trabajando los dos con el mismo
ardor, teniendo la misma conciencia del deber, el mismo afecto por su
gran amigo común el contramaestre Hartlepool.
Tales eran los reclutas que vinieron a incrementar el
personal de la expedición.
A primeras horas de la mañana del 28 de marzo
se pusieron en camino. No pretendían explorar toda la isla
Hoste, sino solamente la parte más cercana al campamento. Para
alcanzar la costa occidental cruzaron por encima de las crestas
centrales de la península Hardy, remontando luego esa costa
hacia el norte, para regresar al campamento por el litoral opuesto,
atravesando así la región sur de la isla propiamente
dicha.
Desde el comienzo de la excursión se dieron
cuenta de que no se podía juzgar aquellas tierras por el
árido aspecto del lugar del naufragio, impresión que fue
acentuándose conforme avanzaban hacia el norte. Si la
península Hardy se presentaba pedregosa y yerma hasta las
áridas puntas del Falso Cabo de Hornos, verde aparecía la
región cuyas alturas se perfilaban al noroeste.
En aquella dirección, dilatadas praderas al pie
de colinas cubiertas de bosques sucedían a las rocas tapizadas
de fucos, a las cañadas erizadas de brezos. Allí se
entremezclaban en plena floración los dorónicos de flores
amarillas y los asters marítimos de flores azules y violeta,
hierba caña de un metro e innumerables plantas enanas:
calceolarias, citisos rastreros, estirpes, minúsculas
pimpinelas. El suelo era un tapiz de hierba lujuriante, capaz de nutrir
a miles y miles de rumiantes.
Según las afinidades individuales, la reducida
cuadrilla de excursionistas se había dividido en grupos en
derredor de los cuales corrían y saltaban Dick y Sand
triplicando con sus idas y venidas el camino recorrido. Escasas
palabras cruzaban entre sí los tres agricultores, mirando
asombrados a su alrededor; mientras Harry Rhodes y Halg caminaban junto
al Kaw-djer. Este, guardando su reserva habitual, no comunicaba sus
impresiones. Reserva que sin embargo empezaba a ceder ante la
simpatía que le inspiraba la familia Rhodes. Todos los miembros
de dicha familia le agradaban: la madre, seria y buena; los hijos,
Edward de dieciocho años y Clary, de quince, de semblantes
inteligentes y abiertos; el padre, de una indudable rectitud de
carácter y constante sensatez.
Los dos hombres charlaban amistosamente sobre lo que a
ambos interesaba en aquellos momentos. Harry Rhodes aprovechaba la
oportunidad para informarse acerca de la Tierra de Magallanes. A
cambio, documentaba a su compañero sobre los tipos más
destacados de entre la masa de los emigrantes. El Kaw-djer se
enteró así de muchas cosas.
Supo en primer lugar cómo Harry Rhodes,
poseedor de una fortuna de cierta importancia, se vio a los cincuenta
años arruinado por culpa ajena y cómo después de
esta inmerecida desgracia, se había expatriado sin dudarlo ni un
solo instante, con el fin de asegurar, si era posible, el porvenir de
su mujer y de sus hijos. Más tarde se enteró -pues Harry
Rhodes pudo sacar de los documentos de a bordo tales informaciones- de
que, sin contar a los muertos, los emigrantes del Jonathan
podían dividirse, desde el punto de vista de sus anteriores
profesiones, de la siguiente manera: setecientos cincuenta agricultores
-¡entre ellos cinco japoneses!- en los que se incluían
ciento catorce hombres casados, con sus ciento catorce mujeres e hijos,
en total doscientos sesenta y dos, algunos de ellos mayores de edad;
tres representantes de profesiones liberales, cinco exrentistas y
cuarenta y un obreros de oficio. Hay que añadir a estos
últimos, cuatro obreros no emigrantes: un albañil, un
carpintero, un carpintero de obra y un cerrajero, contratados por la
Compañía de colonización para facilitar el
comienzo de la instalación, elevándose así a mil
ciento setenta y el número de pasajeros supervivientes, tal como
había quedado indicado al pasar la lista nominal.
Enumeradas estas diversas categorías, Harry
Rhodes proporcionó algunos detalles sobre cada una de ellas.
Respecto a la gran masa de los campesinos, no había hecho muchas
observaciones. Como mucho, le había parecido necesario hacer
notar que los hermanos Moore, uno de los cuales se había
destacado por su brutalidad durante la descarga, manifestaban un
temperamento violento, y que las familias Riviére, Gimelli,
Gordon e Ivanoff parecían formadas de buenas gentes, fuertes,
que gozaban de buena salud y dispuestas a trabajar. En cuanto al resto,
aparecía como masa. De seguro, debían encontrarse en ella
las cualidades muy desigualmente repartidas, y también
debían hallarse necesariamente los vicios, en particular la
pereza y la bebida; pero al no haberse producido hasta entonces
ningún hecho significativo, se carecía de base para
asentar juicios individuales.
Harry Rhodes fue más prolijo respecto a las
otras categorías. Los cuatro obreros contratados por la
Compañía eran hombres de elite, entre los mejores de sus
respectivas profesiones. Como se suele decir, la flor y nata. Por lo
que se refería a sus colegas emigrantes, todo hacía
pensar que sus cualidades eran infinitamente menos brillantes. En su
gran mayoría tenían bastante mala catadura y daban la
impresión de ser asiduos de la taberna más que del
taller. Dos o tres en particular, con aspecto de auténticos
malhechores, no tenían seguramente de obreros más que el
nombre.
Cuatro de los cinco rentistas estaban representados
por la familia Rhodes. En cuanto al quinto, llamado John Rame, era un
triste individuo. De unos veinticinco o veintiséis años
de edad, consumido por una vida de fiestas en la que había
perdido su fortuna hasta el último céntimo, era
evidentemente un inútil y cabía sorprenderse de que, tan
mal preparado para luchar, hubiese cometido aquella última
locura de unirse a un grupo de emigrantes.
Quedaban los tres fracasados de profesiones liberales.
Procedían de tres países diferentes: Alemania,
América y Francia. El alemán se llamaba Fritz Gross. Era
un borracho inveterado. Envilecido por el alcohol hasta el punto de ser
repelente, paseaba jadeando sus carnes fofas y su vientre enorme,
continuamente manchado por un hilillo de saliva. Tenia la cara de un
color rojo encendido, el cráneo calvo, las mejillas
fláccidas; los dientes picados. Un perpetuo temblor agitaba sus
dedos, en forma de morcillas. Era tal la porquería que lo
cubría, que se había hecho célebre por ella
incluso entre aquella población poco refinada. Aquel degenerado
era un músico, un violinista, llegando a ser en ocasiones un
violinista dotado de genio. Lo único que tenía el poder
de despertar su conciencia abolida era su violín. Tranquilo, lo
acariciaba, lo mimaba amorosamente, incapaz, sin embargo, de arrancar
una nota, a causa del temblor convulsivo de sus manos. Pero bajo la
influencia del alcohol, sus movimientos recuperaban su
precisión, la inspiración hacía vibrar su cerebro
y sabía entonces hacer brotar de su instrumento acentos de
extraordinaria belleza. Por dos veces Harry Rhodes había tenido
la oportunidad de asistir a tal prodigio.
En cuanto al francés y al americano, se trataba
precisamente de Ferdinand Beauval y Lewis Dorick, que ya han sido
presentados al lector. Harry Rhodes no se abstuvo de exponer al
Kaw-djer sus teorías subversivas.
-¿No le parece a usted -preguntó a modo
de conclusión-, que seria prudente tomar algunas precauciones
contra esos dos agitadores? Durante el viaje ya han dado que
hablar.
-¿Qué precauciones quiere usted que se
tomen? -replicó el Kaw-djer.
-Pues advertirles enérgicamente y además
vigilarles con mucho cuidado. Si esto no fuera suficiente, impedir que
puedan perjudicar, encerrándoles si es preciso.
-¡Caramba! -exclamó irónicamente
el Kaw-djer-; ¡no se anda usted con chiquitas! ¿Y quien se
atrevería a arrogarse el derecho de atentar contra la libertad
de sus semejantes?
-Aquellos para quienes son un peligro -contestó
Harry Rhodes.
-¿Dónde ve usted, no diría yo un
peligro, sino solamente la posibilidad de un peligro? -objetó el
Kaw-djer.
-¿Que dónde lo veo...? En la
excitación de esa pobre gente, de estos hombres ignorantes a
quienes se puede engañar tan fácilmente como a
niños y que están dispuestos a dejarse embriagar por
cualquier palabra sonora que halague su pasión del momento.
-¿Y con qué finalidad iban a querer
excitarles?
-Para apoderarse de lo que pertenece al
prójimo.
-¿Así que el prójimo tiene
algo...? -preguntó con sorna el Kaw-djer-. No lo sabía.
En todo caso, aquí donde no hay nada, tanto el prójimo
como el rey pierden sus derechos.
-Pero está el cargamento del
Jonathan.
-El cargamento del Jonathan es una propiedad
colectiva que, en caso de necesidad, representaría la
salvación común. Todo el mundo se da cuenta de esto, bien
se guardarán todos de tocarlo.
-¡Ojalá los hechos no le contradigan!
-dijo Harry Rhodes, que se acaloraba a causa de aquel inesperado
desacuerdo-. Pero las personas como Dorick y Beauval no necesitan
intereses materiales. El placer de hacer daño se basta a
sí mismo, y además está la embriaguez de dominar,
de ser el jefe.
-¡Maldito sea quien piense así!
-exclamó el Kaw-djer con súbita violencia- Debería
ser suprimido de la tierra todo hombre que aspire a regentar a los
demás.
Harry Rhodes, asombrado, miró a su
interlocutor. ¡Qué arisca pasión dormía en
aquel hombre cuya palabra era habitualmente tan mesurada y serena!
-Entonces, habría que suprimir a Beauval -dijo
con cierta ironía-, porque bajo el color de una igualdad a
ultranza, las teorías de ese charlatán sólo tienen
un objetivo: asegurar el poder al reformador.
-El sistema de Beauval es pura chiquillada -replico el
Kaw-djer con voz tajante-. Una forma de organización social y
nada más. Pero una u otra organización resulta siempre la
misma iniquidad y la misma estupidez.
-¿Entonces aprobaría usted las ideas de
Lewis Dorick? -preguntó vivamente Harry Rhodes-.
¿Quisiera usted, como él, hacernos volver al estado
salvaje y que las sociedades queden reducidas a una agregación
fortuita de individuos sin obligaciones reciprocas? ¿No ve usted
que esas teorías se basan en la envidia, que rezuman odio?
-Si Dorick conoce el odio, está loco
-respondió gravemente el Kaw-djer-. ¡Vaya! ¡Un
hombre, que ha venido a la tierra sin pedirlo, descubre en ella a una
infinidad de seres semejantes a él, afligidos, miserables,
mortales como él y, en vez de compadecerlos, se toma la molestia
de odiarlos! Semejante hombre es un loco y no se discute con los locos.
Pero el hecho de que el teórico esté alienado, no implica
necesariamente que la teoría sea mala.
-Sin embargo -insistió Harry Rhodes-, las leyes
son indispensables cuando los hombres, por un interés
común, deciden agruparse dejando de errar solitarios. Sin ir
más lejos, mire lo que pasa aquí. La muchedumbre que nos
rodea no ha sido escogida por las necesidades de la causa, y
seguramente no es diferente de cualquier otra muchedumbre tomada al
azar. ¡Pues bien! Ya ha visto que he podido indicarle varios de
sus miembros que, por una u otra razón, son incapaces de
gobernarse por sí mismos; y seguro que hay otros, que aún
no conozco. ¡Cuánto daño podrían causar
tales individuos si las leyes no refrenaran sus malos instintos!
-Son causados por esas leyes -repuso el Kaw-djer con
profunda convicción-. La humanidad no conocería esas
taras si no hubiera leyes, y el hombre se desarrollaría
armoniosamente en la libertad.
Harry Rhodes emitió un « ¡Hum!
» dubitativo.
-¿Existen leyes aquí? ¿Y no
funciona todo como es de desear?
-¿Cómo puede escoger semejante ejemplo?-
objetó Harry Rhodes-. Aquí, esto es un entreacto en el
drama de la vida. Toda la gente sabe que la situación actual es
transitoria y que no puede perpetuarse.
-Pasaría lo mismo si tuviera que durar
-afirmó el Kaw-djer.
-Lo dudo -dijo Harry Rhodes, escéptico-; y
prefiero, se lo confieso, que no se intente la experiencia.
Como el Kaw-djer no replicara nada, la marcha
prosiguió silenciosamente.
Regresando por la costa este contornearon la
bahía Scotchwell, cuyo paisaje, si bien era ya la hora del
ocaso, sedujo plenamente a los exploradores. Su admiración fue
igual a su sorpresa. Los ricos pastos, alimentados por una red de
pequeños creeks3 que vertían a un río aguas
límpidas procedentes de las colinas del centro, testimoniaban la
fertilidad del suelo. La vegetación arborescente era comparable
a aquel exuberante tapiz. Los bosques, que ocupaban dilatados espacios,
se componían de árboles de porte soberbio, enraizados en
un suelo turboso pero resistente, y ofrecían un monte bajo con
abundantes claros, a veces aterciopelado por musgos ramosos. Bajo
aquellas bóvedas frondosas revoloteaba todo un mundo de
volátiles, perdices cordilleranas de seis especies, unas grandes
como codornices, otras como faisanes, tordos, mirlos, de los que se
puede llamar rurales, así como un gran número de
representantes de las especies marinas, ánades, patos,
cormoranes y gaviotas, mientras que por las praderas brincaban
ñandús, guanacos y vicuñas.
El litoral sur de esa bahía, por consiguiente
favorablemente orientado, ya que el norte de esa parte del ecuador
corresponde al mediodía del otro hemisferio, se hallaba a una
distancia inferior a dos millas del lugar donde había zozobrado
el Jonathan. Allá llegaba el curso de agua de
umbrías orillas, crecido de sus múltiples afluentes, que
desembocaba al fondo de una pequeña cala. Hubiera sido
fácil construir una aldea para instalación definitiva en
sus orillas, distantes un centenar de pies. En caso de necesidad, la
cala, resguardada de los vientos duros, hubiera podido servir de
puerto.
La oscuridad era casi completa cuando llegaron al
campamento. El Kaw-djer, Harry Rhodes, Halg y Hartlepool acababan de
despedirse de sus compañeros cuando, en el silencio de la noche,
llegaron hasta ellos los sones de un violín.
-¡Un violín...! -murmuró el
Kaw-djer, dirigiéndose a Harry Rhodes-. ¿Cree usted que
se trata de ese Fritz Gross del que me hablaba?
-Entonces es que está borracho
-respondió sin titubear Harry Rhodes.
No se equivocaba. Efectivamente, Fritz Gross estaba
borracho. Cuando, pocos minutos después, lo vieron, con la
mirada extraviada, el rostro congestionado y con baba en la boca, se
dieron perfecta cuenta de su estado. Incapaz de mantenerse en pie se
apoyaba contra una roca a fin de conservar el equilibrio. Pero el
alcohol había reavivado la chispa. El arco volaba sobre el
instrumento, que exhalaba una sublime melodía. A su alrededor se
apretujaban un centenar de emigrantes. En ese momento aquellos
miserables lo olvidaban todo, la injusticia de la suerte, su eterna
miseria, su triste condición presente, el futuro semejante al
pasado, y volaban arrebatados al mundo del ensueño en alas de la
música.
-El arte es tan necesario como el pan -dijo Harry
Rhodes al Kaw-djer, señalando a Fritz Gross y a sus absortos
auditores-. En el sistema de Beauval, ¿qué lugar
correspondería a un hombre como éste?
-Dejemos a Beauval donde está -respondió
Kaw-djer con cierto disgusto.
-¡Es que hay tanta pobre gente que cree en esos
visionarios! -replicó Harry Rhodes.
Continuaron su camino.
-Lo que me intriga -murmuró Harry Rhodes, al
cabo de algunos pasos- es de qué modo habrá podido Fritz
Gross procurarse su alcohol.
Fuera cual fuera el modo, otros además de Fritz
Gross también se lo habían procurado. Los excursionistas
no tardaron, efectivamente, en chocar con un cuerpo tendido en el
suelo.
-Es Kennedy -dijo Hartlepool, inclinándose
sobre el individuo dormido-. Un perro de cuidado. El único de la
tripulación que no vale ni la soga para colgarlo.
Kennedy estaba también borracho. Y
también, estaban borrachos los emigrantes que encontraron cien
metros más lejos, echados por el suelo.
-¡A fe mía -dijo Harry Rhodes- que han
aprovechado la ausencia del jefe para saquear el almacén!
-¿Qué jefe? -preguntó el
Kaw-djer.
-Pues usted, claro.
-No soy más jefe que cualquier otro
-objetó él Kaw-djer con impaciencia.
-Es posible -admitió Harry Rhodes-, lo cual no
impide que todo el mundo le considere como tal.
Iba a contestar el Kaw-djer cuando, de una tienda
próxima, se levantó en la noche el grito ronco de una
mujer a la que se está estrangulando.
1. Tribuna de los
oradores romanos.
2. San Francisco.
3. Riachuelos.
Subir
|