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Los náufragos del “Jonathan”
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Primera parte
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Segunda parte
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Indicador En la bahía de Scotchwell
Indicador El invierno
Indicador Barco a la vista
Indicador Libres
Indicador La primera infancia de...
Indicador Halg y Sirk
Indicador El segundo invierno
Indicador Sangre
Indicador Un jefe
Tercera parte
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Los náufragos del “Jonathan”
Segunda parte - Capítulo IX
El segundo invierno

Cuando el mes de abril trajo consigo el invierno, ningún nuevo suceso de importancia había venido a jalonar la vida angustiosa y monótona de los habitantes de Liberia. Mientras la temperatura fue clemente, se permitieron vivir sin preocuparse por el futuro, y las perturbaciones atmosféricas que acompañaban al equinoccio les sorprendieron en medio de sus sueños. Así fue como, a los primeros soplos de las borrascas invernales, Liberia pareció despoblarse. A1 igual que el año anterior, la gente se resguardó al abrigo de sus casas bien cerradas.

En Bourg Neuf, la existencia no era mucho más activa; los trabajos al aire libre, y sobretodo la pesca, se habían vuelto impracticables. Desde el comienzo del mal tiempo, los peces habían huido en el norte hacia las aguas menos frías del estrecho de Magallanes. Los pescadores dejaban, pues, ancladas sus inútiles embarcaciones. ¿Qué hubieran hecho, por otra parte, en medio de las aguas levantadas por el viento?

Tras la tempestad, vino la nieve. Luego, un rayo de sol que trajo el deshielo transformó el suelo en un pantano. Y de nuevo, la nieve.

En todo caso, aun cuando el tablero del puentecillo hubiera quedado en su sitio, las comunicaciones entre la capital y el arrabal se hubiesen hecho penosas y a Beauval le hubiera sido difícil llevar a o sus amenazas. Pero ¿acaso no las habría olvidado? Desde que lo habían expulsado tan severamente de la orilla izquierda, éstas habían quedado en letra muerta, y es que desde entonces, más graves y más apremiantes problemas lo abrumaban; frente a los males, el recuerdo de la injuria recibida debía perder importancia.

Reducida a casi nada después de la proclamación de independencia, la población de Liberia tenía tendencia a aumentar. Aquella parte de los emigrantes que había partido hacia el interior de la isla y que, por un motivo o por otro no había tenido éxito en sus intentos de colonización, volvía hacia la costa ante la proximidad de la inclemente estación, trayendo consigo gérmenes de miseria y de disturbios que Beauval no había previsto.

Y no era que se viese amenazado personalmente. Tal como había supuesto, y con razón, aceptaban sin dificultad el hecho consumado. Al encontrarle elevado a la dignidad de gobernador, nadie manifestaba la menor sorpresa. Aquellas pobres gentes tenían desde su nacimiento la costumbre de ser los inferiores de todo el mundo, y nada les parecía más normal que ver a uno de sus semejantes atribuirse el derecho de regentarlos. Existen unas necesidades ineluctables contra las cuales sería una locura rebelarse. Que ellos fueran pequeños y que existieran los poderosos, que se les mandara y que ellos obedeciesen, esto entraba en el orden natural de las cosas.

Ahora bien, el poder del amo no dejaba de implicar unas obligaciones simétricas. Incumbía a aquel que se elevaba por encima de todos, asegurar la vida de todos. Para éstos, la humilde docilidad, pero a condición de que su pitanza les fuera asegurada. Para aquél, el brillo del poder, pero con la condición de que tomara todas las iniciativas, de que asumiese todas las responsabilidades, pues la muchedumbre, maleable mientras está satisfecha, sabrá hacerlas efectivas el día en que los vientres griten de hambre.

Pues bien, aquel aumento inesperado de bocas que alimentar tendía a hacer más próximo aquel plazo.

Fue el quince de abril que vieron volver al primero de aquellos emigrantes que se declaraban vencidos en su lucha contra la naturaleza. Apareció al caer de la tarde, arrastrando con él a su mujer y a sus cuatro hijos. ¡Triste caravana! La mujer, macilenta, enflaquecida, vestida con una falda hecha jirones; los hijos, dos niñas y dos niños, de cinco años apenas el menor, se agarraban, casi desnudos, al vestido de su madre. Delante, el padre, de aspecto cansado y descorazonado, caminando solo.

La gente se acercó, solícita, a su alrededor. Les abrumaron con preguntas.

El hombre, con nuevos ánimos por encontrarse ánte otros hombres, contó brevemente su historia. Habiendo sido uno de los últimos en salir, había tenido que caminar largo tiempo antes de encontrar una tierra sin dueño. Tan sólo había llegado allí la segunda quincena de diciembre, y se había puesto inmediatamente manos a la obra. En primer lugar, había construido una vivienda. Muy mal provisto de herramientas, contando sólo con sus propias fuerzas, había tenido que esforzarse mucho para llevar a cabo su empresa, tanto más cuanto por su ignorancia de la construcción cometió varios errores que dieron lugar a un aumento en la duración del trabajo.

Habiéndose por fin terminado una burda cabaña tras seis semanas de esfuerzos ininterrumpidos, había emprendido la roturación de la tierra. Desgraciadamente, su mala estrella le había conducido a un terreno áspero y surcado por una inextricable red de raíces entre las que la azada y el azadón apenas podían abrirse paso. A pesar de su encarnizada labor, cuando el invierno hizo su aparición, la superficie preparada para sembrar era insignificante.

Viéndose así detenido todo intento de cultivo en un momento en que no se podía esperar aún la menor cosecha, y empezándole a faltar por otra parte los víveres, tuvo que resignarse a abandonar allí mismo los aperos de labranza y sus inútiles semillas, y volver a hacer en sentido inverso el largo camino emprendido meses antes con alegría. A lo largo de diez días, su familia y él se habían arrastrado a través de la isla, enterrándose debajo de la nieve durante las tormentas, andando con el barro hasta las rodillas cuando la temperatura se hacía más clemente, para llegar por fin a la costa, agotados, extenuados y hambrientos.

Beauval se preocupó de aliviar a aquella pobre gente. Gracias a su intervención, se les entregó una de aquellas casas desmontables, y se les distribuyó víveres, sobre los que se abalanzaron ávidamente. Hecho esto, consideró que el incidente se había resuelto de modo satisfactorio.

Los días siguientes vinieron a desengañarle. No pasaba ni un solo día sin que uno u otro de aquellos emigrantes que habían partido en primavera no regresaran a la costa, éstos solos, aquéllos trayendo consigo mujer e hijos, pero todos igualmente harapientos e igualmente hambrientos.

Algunas familias volvían menos numerosas que cuando partieron. ¿Dónde estaban los que faltaban? Muertos, sin duda. Y sin duda también la lamentable teoría de los supervivientes continuaba formando filas interminables a través de la isla, que acababan convergiendo en un mismo punto, Liberia, donde su flujo ininterrumpido no tardaría en plantear el más espantoso de los problemas.

Hacia el quince de junio, más de trescientos colonos habían venido a aumentar la población de la capital. Hasta entonces, Beauval se había bastado a sí mismo para esta tarea. Gracias a él, cada uno había encontrado refugio en casas desmontables donde se amontonaban como antes. Pero empezó a faltar sitio, y hubo que recurrir a las tiendas, puesto que algunas de aquellas casas habían sido transportadas a la orilla izquierda, donde formaban ya el Bourg Neuf; otras, con bastante imprevisión, habían sido destruidas; y el resto, reunidas en una más grande, formando lo que Beauval llamaba pomposamente su «palacio».

Pero la cuestión de los víveres prevalecía sobre todas las demás. Aquella multitud de bocas ávidas disminuía con rapidez las provisiones traídas por el Ribarto. Cuando ya todo el mundo pensaba tener la vida asegurada para un año o más, se dieron cuenta, por el giro que iban tomando las cosas, de que ni siquiera podrían llegar hasta la primavera. Beauval tuvo la sensatez de comprenderlo, y haciendo por fin acto de su autoridad; dictó un decreto por el que racionaba duramente a la creciente población. Se vio desbordado. Nadie hizo ningún caso de un decreto que no iba acompañado de sanción. Para hacerlo respetar, le fue forzoso reclutar a una veintena de voluntarios de entre sus más fervientes partidarios, que montaron guardia en torno a las provisiones, como ya en el pasado la había montado la tripulación del Jonathan. Aquella medida produjo algunos comentarios en voz baja, pero Beauval fue obedecido.

Este creía haber acabado ya con las dificultades de la situación, o al menos, haber retrasado los malos días todo lo humanamente posible, cuando nuevas catástrofes se desencadenaron sobre Liberia.

Todos aquellos vencidos que refluían hacia el mar, volvían moralmente deprimidos, debilitados físicamente, tanto por el clima como por las privaciones y la fatiga del camino. Lo que debía ocurrir, ocurrió. Se declaró una violenta epidemia. La enfermedad y la muerte causaron estragos entre aquella población debilitada.

La magnitud de su infortunio volvió el pensamiento de aquellos desgraciados hacia el Kaw-djer. Hasta mediados del mes de junio, no se sintieron inquietos por su ausencia. Los favores pasados se olvidan tan fácilmente que uno no piensa que pueda volver a necesitarlos en el futuro. Pero la miseria a que se hallaban reducidos les hizo pensar en aquel que tantas veces les había socorrido. ¿Por qué les abandonaba en aquella hora en que tantos males les abrumaban? Fuesen cuales fuesen los motivos de la escisión ocurrida entre el campamento principal y su anexo, ¡qué leves les parecían aquellos motivos en comparación con sus sufrimientos! Y poco a poco, más numerosas de día en día, las miradas se volvieron hacia el Bourg Neuf, cuyos tejados afloraban sobre la nieve en la otra orilla.

Retenido en casa por una espesa bruma, el Kaw-djer se encontraba un día -era entonces el diez de junio- empleando su tiempo en reparar una de sus camisas de piel de guanaco, cuando creyó oír una voz que le llamaba a lo lejos. Aguzó el oído. Un momento más tarde, una nueva llamada llegaba hasta él.

El Kaw-djer apareció en el umbral de su casa.

Aquel día hacía un tiempo de deshielo. Bajo la influencia de una húmeda brisa del oeste, la nieve se había fundido. Ante él se extendía un lago de barro, sobre el cual erraban vapores, en forma de brumas abajo y de nubes más arriba, que unas tras otras, vertían verdaderas cataratas sobre el suelo empapado. Impotente para atravesar la niebla, la vista no distinguía riada a cien pasos. Más allá, todo desaparecía en un misterio. No se veía ni el mar, que, resguardado por la costa, golpeaba la orilla con olas perezosas y como lánguidas por la tristeza general de las cosas.

-¡Kaw-djer...! -llamó una voz entre la bruma.

Casi ahogada por la lejanía, aquella voz, procedente de la orilla del río, llegaba hasta el Kaw-djer como una queja.

Este apresuró el paso, y pronto alcanzó la orilla. ¡Lamentable espectáculo! En la otra ribera, separado de él por un rápido que la destrucción del puente hacía infranqueable, un centenar de hombres se arrastraban. ¿Hombres? Más bien espectros, aquellos seres descarnados y harapientos. En cuanto vieron a aquel que encarnaba su esperanza, se enderezaron a la vez, y con un mismo movimiento, tendieron hacia él sus brazos suplicantes.

-¡Kaw-djer...! -llamaban al unísono-. ¡Kaw­djer...!

Aquel a quien pedían socorro de este modo se estremeció con todo su ser. ¿Qué catástrofe se había, pues, abatido sobre Liberia para que sus habitantes se vieran reducidos a tan espantosa indigencia?

El Kaw-djer, animando con un gesto a aquellos desgraciados, fue a buscar ayuda. En menos de una hora, Halg, Hartlepool y Karroly restablecieron el tablero del puentecillo y pasó a la orilla derecha. Al instante, un corro de rostros ansiosos le rodeó. Su aspecto hubiera conmovido el corazón más duro. ¡Cómo ardía la fiebre en aquellos ojos hundidos! Pero ahora, una especie de alegría los iluminaba. El bienhechor, el salvador estaba allí. Y aquellos pobres miserables rodeaban al Kaw-djer, se apretaban contra él, tocaban sus vestidos, mientras sus contraídas gargantas emitían como risas de confianza y de alegría.

Emocionado, el Kaw-djer miraba, escuchaba en silencio. Le referían su miseria. Estos, llegados allí por su propio pie, le explicaban el mal que les atenazaba; aquellos imploraban la salvación de sus seres queridos, mujer o hijos, que agonizaban en aquel mismo instante en Liberia.

El Kaw-djer prestó oído con paciencia a aquellas quejas, pues sabía que una bondad compasiva es el más poderoso de los remedios, y luego les respondió colectivamente. Cada uno debía volver a su casa. El iría a ver a todo el mundo. Nadie sería olvidado.

Le obedecieron con diligencia. Dóciles como niños pequeños, todos tomaron el camino del campamento.

Confortándolos, sosteniéndolos con la palabra y con el gesto, encontrando para cada uno la palabra necesaria, el Kaw-djer los acompañó y se introdujo con ellos en las viviendas dispersas. ¡Qué cambio desde que las habían edificado! Todo denunciaba el desorden y el abandono. Había bastado un año para transformar en casas vetustas aquellas frágiles construcciones que ya se desmoronaban. Algunas parecían deshabitadas. La mayoría, en todo caso, estaban cerradas, y nada, a excepción de los montones de inmundicia que las rodeaban, revelaba que estuviesen habitadas. Sin. embargo, en el umbral de las puertas aparecían unos pocos colonos, en cuyos rostros una sombría expresión mostraba el agobia, fastidio y el desaliento.

El Kaw-djer pasó ante el «palacio» del gobernador, en el que Beauval entreabrió una ventana para seguirlo con la mirada. Por otra parte, éste no dio ningún otro signo de vida. Fuese cual fuese su rencor, comprendía que no era aquél el momento de satisfacerlo. Nadie hubiese tolerado un acto de hostilidad contra aquél de quien se esperaba la salvación.

Y además, Beauval, en su fuero interno, no estaba lejos de alegrarse por aquella intervención del Kaw-djer. Gobernar es agradable y fácil cuando a días felices suceden días felices. Pero la cosa era muy diferente ahora, y al jefe de un pueblo de moribundos no le podía parecer mal que otro le ayudase benévolamente en el peso de la autoridad que se había hecho sumamente pesada, pero que él, in petto, se reservaba volver a conquistar íntegramente cuando los hados fuesen favorables.

Nadie se opuso, pues, a que el Kaw-djer cumpliese con su caritativa misión, y su abnegada obra no encontró ningún obstáculo. ¡Qué vida la suya a partir de aquel día! Desde las primeras horas de la mañana, cayesen o no muelas de molino, cruzaba el río y pasaba del Bourg Neuf a Liberia. Allí, hasta que se hacía de noche, iba de casa en casa, se inclinaba sobre los sórdidos camastros, respiraba los alientos cargados de fiebre y distribuía sin cansarse cuidados médicos y palabras de esperanza y de consolación. Por más que la muerte golpeara encarnizadamente, no por eso disminuía su clientela de desgraciados. Nuevos emigrantes llegados continuamente del interior venían a ocupar los vacíos. Iban llegando sin cesar, en un estado de agotamiento tanto más acentuado cuanto que habían resistido más tiempo.

Fuesen cuales fuesen su ciencia y su abnegación, el Kaw-djer no llegaba a dominar la fatalidad de las cosas. En vano luchaba a brazo partido contra la ávida tumba: las defunciones se multiplicaban en la diezmada Liberia.

Vivía en medio del dolor. Mujeres y maridos separados para siempre, madres llorando por sus hijos muertos; en torno a él, un mundo de gemidos y lágrimas. Nada podía agotar su valor. Cuando el médico tenía que declararse vencido, el papel del consolador comenzaba.

También a veces, y eso, era más triste quizás, nadie tenía necesidad de su consuelo, y el difunto, solitario hasta en la muerte, no dejaba tras sí a nadie que le llorara. Entre aquellos emigrantes, residuos dispersados por las olas de la vida, aquello no resultaba nada extraño.

Una de aquellas mañanas, cuando llegó al campamento, fue llamado junto a una masa informe, de donde se elevaba un estertor. En efecto, aquella masa informe a fuerza de ser enorme, era un hombre al que el destino había catalogado bajo el nombre de Fritz Gross en la lista infinita de los que pasan por la tierra.

Un cuarto de hora antes, en el momento en que al salir del sueño se exponía al frío del exterior, el músico había caído fulminado. Habían tenido que cogerlo entre diez para arrastrarlo al rincón en que agonizaba. Ante aquel rostro violáceo y aquella respiración corta y ronca del enfermo, el Kaw-djer diagnosticó una congestión pulmonar, y un breve examen le convenció de que ninguna medicación podría detenerla en aquel mecanismo destrozado por el alcohol.

Los hechos vinieron a confirmar su pronóstico. Cuando volvió, Fritz Gross no pertenecía a este mundo. Su corpachón ya frío yacía en el suelo, agarrotado por la inmovilidad eterna, y cerrados ya sus ojos a las cosas de aquí abajo.

Pero una particularidad llamó la atención del Kaw-djer. Un instante de lucidez había pasado, sin duda, por la mente del difunto durante la agonía, dándole, en el tiempo que brilla una chispa, la conciencia del genio que iba a perecer con él y tal vez, también, del mal uso que había hecho de éste.

Antes de expirar, había pensado en decir adiós a la única cosa que había amado en la tierra. Tanteando, había buscado su violín, a fin de poder estrecharlo en el momento de la gran partida, el maravilloso instrumento que reposaba ahora sobre su corazón, abandonado por la mano desfalleciente que allí lo había depositado.

El Kaw-djer cogió aquel violín de donde se habían escapado tantos cantos divinos y que desde aquel instante ya no pertenecía a nadie; luego, a su vuelta al Bourg Neuf, se dirigió hacia la casa ocupada por Hartlepool y los dos grumetes.

-¡Sand...! -llamó, abriendo la puerta.

El niño acudió.

-Te había prometido un violín, hijo mío -dijo el Kaw-djer-. Helo aquí.

Sand, pálido de sorpresa y alegría, cogió el instrumento con manos temblorosas.

-¡Y es un violín que sabe de música! -añadió el Kaw-djer-, porque es el de Fritz Gross.

-Entonces... -balbució Sand-, el señor Gross... quiere...

-Ha muerto -explicó el Kaw-djer.

-Total, un borracho menos -declaró fríamente Hartlepool.

Tal fue la oración fúnebre de Fritz Gross.

Varios días después, otra baja, la de Lazzaro Ceroni, afectó más directamente al Kaw-djer. La desaparición del padre de Graziella sólo podía contribuir a la realización de los sueños de Halg. Tullia pidió su ayuda cuando ya era demasiado tarde para intervenir con alguna posibilidad de éxito. En su ignorancia, había dejado que la enfermedad se desarrollara libremente, sin concebir inquietudes más vivas de lo acostumbrado. Para ella fue un verdadero golpe saber que aquel a quien había sacrificado todo estaba perdido irremisiblemente.

Por otra parte, aun cuando la intervención del Kaw-djer hubiera sido menos tardía, hubiera sido igualmente ineficaz. El mal de Lazzaro Ceroni era de aquellos que no perdonan. Justa consecuencia de su larga intemperancia, la tisis galopante iba a acabar con él en ocho días.

Cuando todo hubo terminado, cuando el muerto fue devuelto a la tierra, el Kaw-djer no abandonó a la desgraciada Tullia. Postrada, abatida, parecía a su vez al borde de la tumba. Años y años en medio de los más crueles dolores, ella había vivido sólo para amar; amar, a pesar de todo, a aquel que la abandonaba en mitad del calvario de la vida. Roto ahora el resorte que la había sostenido hasta el momento; se sentía hundida, cansada por su inútil esfuerzo. El Kaw-djer condujo a la pobre mujer al Bourg Neuf, al lado de Graziella. Si existía un remedio capaz de curar aquel corazón desgarrado, el amor maternal realizaría ese milagro.

Inerte, medio inconsciente, Tullia se dejó conducir, y cargada con sus humildes riquezas, abandonó dócilmente su casa.

En aquel estado de profundo aniquilamiento, ¿cómo hubiera podido ver a Sirk, en el momento en que alcanzaba el puentecillo que unía las dos orillas?

El Kaw-djer tampoco lo vio. Ignorantes de aquella casualidad, los dos pasaron en silencio.

Pero él, Sirk, los había visto, y se había detenido allí mismo, pálido el rostro por un súbito furor. Muerto Lazzaro Ceroni, refugiada Graziella en el Bourg Neuf, y yendo Tullia a instalarse allí a su vez, comprendía la ruina definitiva de sus proyectos tan tenazmente perseguidos. Durante largo tiempo, siguió con la mirada a aquel hombre y aquella mujer que se alejaban el uno junto al otro. Si el Kaw­djer se hubiera girado, hubiera sorprendido aquella mirada, y quizás, a pesar de su valor, hubiera conocido entonces el miedo.

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