Los náufragos del
“Jonathan”
Segunda parte - Capítulo IX El
segundo invierno
Cuando el mes de abril trajo consigo el invierno,
ningún nuevo suceso de importancia había venido a jalonar
la vida angustiosa y monótona de los habitantes de Liberia.
Mientras la temperatura fue clemente, se permitieron vivir sin
preocuparse por el futuro, y las perturbaciones atmosféricas que
acompañaban al equinoccio les sorprendieron en medio de sus
sueños. Así fue como, a los primeros soplos de las
borrascas invernales, Liberia pareció despoblarse. A1 igual que
el año anterior, la gente se resguardó al abrigo de sus
casas bien cerradas.
En Bourg Neuf, la existencia no era mucho
más activa; los trabajos al aire libre, y sobretodo la pesca, se
habían vuelto impracticables. Desde el comienzo del mal tiempo,
los peces habían huido en el norte hacia las aguas menos
frías del estrecho de Magallanes. Los pescadores dejaban, pues,
ancladas sus inútiles embarcaciones. ¿Qué hubieran
hecho, por otra parte, en medio de las aguas levantadas por el
viento?
Tras la tempestad, vino la nieve. Luego, un rayo de
sol que trajo el deshielo transformó el suelo en un pantano. Y
de nuevo, la nieve.
En todo caso, aun cuando el tablero del puentecillo
hubiera quedado en su sitio, las comunicaciones entre la capital y el
arrabal se hubiesen hecho penosas y a Beauval le hubiera sido
difícil llevar a o sus amenazas. Pero ¿acaso no las
habría olvidado? Desde que lo habían expulsado tan
severamente de la orilla izquierda, éstas habían quedado
en letra muerta, y es que desde entonces, más graves y
más apremiantes problemas lo abrumaban; frente a los males, el
recuerdo de la injuria recibida debía perder importancia.
Reducida a casi nada después de la
proclamación de independencia, la población de Liberia
tenía tendencia a aumentar. Aquella parte de los emigrantes que
había partido hacia el interior de la isla y que, por un motivo
o por otro no había tenido éxito en sus intentos de
colonización, volvía hacia la costa ante la proximidad de
la inclemente estación, trayendo consigo gérmenes de
miseria y de disturbios que Beauval no había previsto.
Y no era que se viese amenazado personalmente. Tal
como había supuesto, y con razón, aceptaban sin
dificultad el hecho consumado. Al encontrarle elevado a la dignidad de
gobernador, nadie manifestaba la menor sorpresa. Aquellas pobres gentes
tenían desde su nacimiento la costumbre de ser los inferiores de
todo el mundo, y nada les parecía más normal que ver a
uno de sus semejantes atribuirse el derecho de regentarlos. Existen
unas necesidades ineluctables contra las cuales sería una locura
rebelarse. Que ellos fueran pequeños y que existieran los
poderosos, que se les mandara y que ellos obedeciesen, esto entraba en
el orden natural de las cosas.
Ahora bien, el poder del amo no dejaba de implicar
unas obligaciones simétricas. Incumbía a aquel que se
elevaba por encima de todos, asegurar la vida de todos. Para
éstos, la humilde docilidad, pero a condición de que su
pitanza les fuera asegurada. Para aquél, el brillo del poder,
pero con la condición de que tomara todas las iniciativas, de
que asumiese todas las responsabilidades, pues la muchedumbre, maleable
mientras está satisfecha, sabrá hacerlas efectivas el
día en que los vientres griten de hambre.
Pues bien, aquel aumento inesperado de bocas que
alimentar tendía a hacer más próximo aquel
plazo.
Fue el quince de abril que vieron volver al primero de
aquellos emigrantes que se declaraban vencidos en su lucha contra la
naturaleza. Apareció al caer de la tarde, arrastrando con
él a su mujer y a sus cuatro hijos. ¡Triste caravana! La
mujer, macilenta, enflaquecida, vestida con una falda hecha jirones;
los hijos, dos niñas y dos niños, de cinco años
apenas el menor, se agarraban, casi desnudos, al vestido de su madre.
Delante, el padre, de aspecto cansado y descorazonado, caminando
solo.
La gente se acercó, solícita, a su
alrededor. Les abrumaron con preguntas.
El hombre, con nuevos ánimos por encontrarse
ánte otros hombres, contó brevemente su historia.
Habiendo sido uno de los últimos en salir, había tenido
que caminar largo tiempo antes de encontrar una tierra sin
dueño. Tan sólo había llegado allí la
segunda quincena de diciembre, y se había puesto inmediatamente
manos a la obra. En primer lugar, había construido una vivienda.
Muy mal provisto de herramientas, contando sólo con sus propias
fuerzas, había tenido que esforzarse mucho para llevar a cabo su
empresa, tanto más cuanto por su ignorancia de la
construcción cometió varios errores que dieron lugar a un
aumento en la duración del trabajo.
Habiéndose por fin terminado una burda
cabaña tras seis semanas de esfuerzos ininterrumpidos,
había emprendido la roturación de la tierra.
Desgraciadamente, su mala estrella le había conducido a un
terreno áspero y surcado por una inextricable red de
raíces entre las que la azada y el azadón apenas
podían abrirse paso. A pesar de su encarnizada labor, cuando el
invierno hizo su aparición, la superficie preparada para sembrar
era insignificante.
Viéndose así detenido todo intento de
cultivo en un momento en que no se podía esperar aún la
menor cosecha, y empezándole a faltar por otra parte los
víveres, tuvo que resignarse a abandonar allí mismo los
aperos de labranza y sus inútiles semillas, y volver a hacer en
sentido inverso el largo camino emprendido meses antes con
alegría. A lo largo de diez días, su familia y él
se habían arrastrado a través de la isla,
enterrándose debajo de la nieve durante las tormentas, andando
con el barro hasta las rodillas cuando la temperatura se hacía
más clemente, para llegar por fin a la costa, agotados,
extenuados y hambrientos.
Beauval se preocupó de aliviar a aquella pobre
gente. Gracias a su intervención, se les entregó una de
aquellas casas desmontables, y se les distribuyó víveres,
sobre los que se abalanzaron ávidamente. Hecho esto,
consideró que el incidente se había resuelto de modo
satisfactorio.
Los días siguientes vinieron a
desengañarle. No pasaba ni un solo día sin que uno u otro
de aquellos emigrantes que habían partido en primavera no
regresaran a la costa, éstos solos, aquéllos trayendo
consigo mujer e hijos, pero todos igualmente harapientos e igualmente
hambrientos.
Algunas familias volvían menos numerosas que
cuando partieron. ¿Dónde estaban los que faltaban?
Muertos, sin duda. Y sin duda también la lamentable
teoría de los supervivientes continuaba formando filas
interminables a través de la isla, que acababan convergiendo en
un mismo punto, Liberia, donde su flujo ininterrumpido no
tardaría en plantear el más espantoso de los
problemas.
Hacia el quince de junio, más de trescientos
colonos habían venido a aumentar la población de la
capital. Hasta entonces, Beauval se había bastado a sí
mismo para esta tarea. Gracias a él, cada uno había
encontrado refugio en casas desmontables donde se amontonaban como
antes. Pero empezó a faltar sitio, y hubo que recurrir a las
tiendas, puesto que algunas de aquellas casas habían sido
transportadas a la orilla izquierda, donde formaban ya el Bourg
Neuf; otras, con bastante imprevisión, habían sido
destruidas; y el resto, reunidas en una más grande, formando lo
que Beauval llamaba pomposamente su «palacio».
Pero la cuestión de los víveres
prevalecía sobre todas las demás. Aquella multitud de
bocas ávidas disminuía con rapidez las provisiones
traídas por el Ribarto. Cuando ya todo el mundo pensaba
tener la vida asegurada para un año o más, se dieron
cuenta, por el giro que iban tomando las cosas, de que ni siquiera
podrían llegar hasta la primavera. Beauval tuvo la sensatez de
comprenderlo, y haciendo por fin acto de su autoridad; dictó un
decreto por el que racionaba duramente a la creciente población.
Se vio desbordado. Nadie hizo ningún caso de un decreto que no
iba acompañado de sanción. Para hacerlo respetar, le fue
forzoso reclutar a una veintena de voluntarios de entre sus más
fervientes partidarios, que montaron guardia en torno a las
provisiones, como ya en el pasado la había montado la
tripulación del Jonathan. Aquella medida produjo
algunos comentarios en voz baja, pero Beauval fue obedecido.
Este creía haber acabado ya con las
dificultades de la situación, o al menos, haber retrasado los
malos días todo lo humanamente posible, cuando nuevas
catástrofes se desencadenaron sobre Liberia.
Todos aquellos vencidos que refluían hacia el
mar, volvían moralmente deprimidos, debilitados
físicamente, tanto por el clima como por las privaciones y la
fatiga del camino. Lo que debía ocurrir, ocurrió. Se
declaró una violenta epidemia. La enfermedad y la muerte
causaron estragos entre aquella población debilitada.
La magnitud de su infortunio volvió el
pensamiento de aquellos desgraciados hacia el Kaw-djer. Hasta mediados
del mes de junio, no se sintieron inquietos por su ausencia. Los
favores pasados se olvidan tan fácilmente que uno no piensa que
pueda volver a necesitarlos en el futuro. Pero la miseria a que se
hallaban reducidos les hizo pensar en aquel que tantas veces les
había socorrido. ¿Por qué les abandonaba en
aquella hora en que tantos males les abrumaban? Fuesen cuales fuesen
los motivos de la escisión ocurrida entre el campamento
principal y su anexo, ¡qué leves les parecían
aquellos motivos en comparación con sus sufrimientos! Y poco a
poco, más numerosas de día en día, las miradas se
volvieron hacia el Bourg Neuf, cuyos tejados afloraban sobre
la nieve en la otra orilla.
Retenido en casa por una espesa bruma, el Kaw-djer se
encontraba un día -era entonces el diez de junio- empleando su
tiempo en reparar una de sus camisas de piel de guanaco, cuando
creyó oír una voz que le llamaba a lo lejos. Aguzó
el oído. Un momento más tarde, una nueva llamada llegaba
hasta él.
El Kaw-djer apareció en el umbral de su
casa.
Aquel día hacía un tiempo de deshielo.
Bajo la influencia de una húmeda brisa del oeste, la nieve se
había fundido. Ante él se extendía un lago de
barro, sobre el cual erraban vapores, en forma de brumas abajo y de
nubes más arriba, que unas tras otras, vertían verdaderas
cataratas sobre el suelo empapado. Impotente para atravesar la niebla,
la vista no distinguía riada a cien pasos. Más
allá, todo desaparecía en un misterio. No se veía
ni el mar, que, resguardado por la costa, golpeaba la orilla con olas
perezosas y como lánguidas por la tristeza general de las
cosas.
-¡Kaw-djer...! -llamó una voz entre la
bruma.
Casi ahogada por la lejanía, aquella voz,
procedente de la orilla del río, llegaba hasta el Kaw-djer como
una queja.
Este apresuró el paso, y pronto alcanzó
la orilla. ¡Lamentable espectáculo! En la otra ribera,
separado de él por un rápido que la destrucción
del puente hacía infranqueable, un centenar de hombres se
arrastraban. ¿Hombres? Más bien espectros, aquellos seres
descarnados y harapientos. En cuanto vieron a aquel que encarnaba su
esperanza, se enderezaron a la vez, y con un mismo movimiento,
tendieron hacia él sus brazos suplicantes.
-¡Kaw-djer...! -llamaban al unísono-.
¡Kawdjer...!
Aquel a quien pedían socorro de este modo se
estremeció con todo su ser. ¿Qué catástrofe
se había, pues, abatido sobre Liberia para que sus habitantes se
vieran reducidos a tan espantosa indigencia?
El Kaw-djer, animando con un gesto a aquellos
desgraciados, fue a buscar ayuda. En menos de una hora, Halg,
Hartlepool y Karroly restablecieron el tablero del puentecillo y
pasó a la orilla derecha. Al instante, un corro de rostros
ansiosos le rodeó. Su aspecto hubiera conmovido el
corazón más duro. ¡Cómo ardía la
fiebre en aquellos ojos hundidos! Pero ahora, una especie de
alegría los iluminaba. El bienhechor, el salvador estaba
allí. Y aquellos pobres miserables rodeaban al Kaw-djer, se
apretaban contra él, tocaban sus vestidos, mientras sus
contraídas gargantas emitían como risas de confianza y de
alegría.
Emocionado, el Kaw-djer miraba, escuchaba en silencio.
Le referían su miseria. Estos, llegados allí por su
propio pie, le explicaban el mal que les atenazaba; aquellos imploraban
la salvación de sus seres queridos, mujer o hijos, que
agonizaban en aquel mismo instante en Liberia.
El Kaw-djer prestó oído con paciencia a
aquellas quejas, pues sabía que una bondad compasiva es el
más poderoso de los remedios, y luego les respondió
colectivamente. Cada uno debía volver a su casa. El iría
a ver a todo el mundo. Nadie sería olvidado.
Le obedecieron con diligencia. Dóciles como
niños pequeños, todos tomaron el camino del
campamento.
Confortándolos, sosteniéndolos con la
palabra y con el gesto, encontrando para cada uno la palabra necesaria,
el Kaw-djer los acompañó y se introdujo con ellos en las
viviendas dispersas. ¡Qué cambio desde que las
habían edificado! Todo denunciaba el desorden y el abandono.
Había bastado un año para transformar en casas vetustas
aquellas frágiles construcciones que ya se desmoronaban. Algunas
parecían deshabitadas. La mayoría, en todo caso, estaban
cerradas, y nada, a excepción de los montones de inmundicia que
las rodeaban, revelaba que estuviesen habitadas. Sin. embargo, en el
umbral de las puertas aparecían unos pocos colonos, en cuyos
rostros una sombría expresión mostraba el agobia,
fastidio y el desaliento.
El Kaw-djer pasó ante el «palacio»
del gobernador, en el que Beauval entreabrió una ventana para
seguirlo con la mirada. Por otra parte, éste no dio
ningún otro signo de vida. Fuese cual fuese su rencor,
comprendía que no era aquél el momento de satisfacerlo.
Nadie hubiese tolerado un acto de hostilidad contra aquél de
quien se esperaba la salvación.
Y además, Beauval, en su fuero interno, no
estaba lejos de alegrarse por aquella intervención del Kaw-djer.
Gobernar es agradable y fácil cuando a días felices
suceden días felices. Pero la cosa era muy diferente ahora, y al
jefe de un pueblo de moribundos no le podía parecer mal que otro
le ayudase benévolamente en el peso de la autoridad que se
había hecho sumamente pesada, pero que él, in
petto, se reservaba volver a conquistar íntegramente cuando
los hados fuesen favorables.
Nadie se opuso, pues, a que el Kaw-djer cumpliese con
su caritativa misión, y su abnegada obra no encontró
ningún obstáculo. ¡Qué vida la suya a partir
de aquel día! Desde las primeras horas de la mañana,
cayesen o no muelas de molino, cruzaba el río y pasaba del
Bourg Neuf a Liberia. Allí, hasta que se hacía
de noche, iba de casa en casa, se inclinaba sobre los sórdidos
camastros, respiraba los alientos cargados de fiebre y
distribuía sin cansarse cuidados médicos y palabras de
esperanza y de consolación. Por más que la muerte
golpeara encarnizadamente, no por eso disminuía su clientela de
desgraciados. Nuevos emigrantes llegados continuamente del interior
venían a ocupar los vacíos. Iban llegando sin cesar, en
un estado de agotamiento tanto más acentuado cuanto que
habían resistido más tiempo.
Fuesen cuales fuesen su ciencia y su
abnegación, el Kaw-djer no llegaba a dominar la fatalidad de las
cosas. En vano luchaba a brazo partido contra la ávida tumba:
las defunciones se multiplicaban en la diezmada Liberia.
Vivía en medio del dolor. Mujeres y maridos
separados para siempre, madres llorando por sus hijos muertos; en torno
a él, un mundo de gemidos y lágrimas. Nada podía
agotar su valor. Cuando el médico tenía que declararse
vencido, el papel del consolador comenzaba.
También a veces, y eso, era más triste
quizás, nadie tenía necesidad de su consuelo, y el
difunto, solitario hasta en la muerte, no dejaba tras sí a nadie
que le llorara. Entre aquellos emigrantes, residuos dispersados por las
olas de la vida, aquello no resultaba nada extraño.
Una de aquellas mañanas, cuando llegó al
campamento, fue llamado junto a una masa informe, de donde se elevaba
un estertor. En efecto, aquella masa informe a fuerza de ser enorme,
era un hombre al que el destino había catalogado bajo el nombre
de Fritz Gross en la lista infinita de los que pasan por la tierra.
Un cuarto de hora antes, en el momento en que al salir
del sueño se exponía al frío del exterior, el
músico había caído fulminado. Habían tenido
que cogerlo entre diez para arrastrarlo al rincón en que
agonizaba. Ante aquel rostro violáceo y aquella
respiración corta y ronca del enfermo, el Kaw-djer
diagnosticó una congestión pulmonar, y un breve examen le
convenció de que ninguna medicación podría
detenerla en aquel mecanismo destrozado por el alcohol.
Los hechos vinieron a confirmar su pronóstico.
Cuando volvió, Fritz Gross no pertenecía a este mundo. Su
corpachón ya frío yacía en el suelo, agarrotado
por la inmovilidad eterna, y cerrados ya sus ojos a las cosas de
aquí abajo.
Pero una particularidad llamó la
atención del Kaw-djer. Un instante de lucidez había
pasado, sin duda, por la mente del difunto durante la agonía,
dándole, en el tiempo que brilla una chispa, la conciencia del
genio que iba a perecer con él y tal vez, también, del
mal uso que había hecho de éste.
Antes de expirar, había pensado en decir
adiós a la única cosa que había amado en la
tierra. Tanteando, había buscado su violín, a fin de
poder estrecharlo en el momento de la gran partida, el maravilloso
instrumento que reposaba ahora sobre su corazón, abandonado por
la mano desfalleciente que allí lo había depositado.
El Kaw-djer cogió aquel violín de donde
se habían escapado tantos cantos divinos y que desde aquel
instante ya no pertenecía a nadie; luego, a su vuelta al
Bourg Neuf, se dirigió hacia la casa ocupada por
Hartlepool y los dos grumetes.
-¡Sand...! -llamó, abriendo la
puerta.
El niño acudió.
-Te había prometido un violín, hijo
mío -dijo el Kaw-djer-. Helo aquí.
Sand, pálido de sorpresa y alegría,
cogió el instrumento con manos temblorosas.
-¡Y es un violín que sabe de
música! -añadió el Kaw-djer-, porque es el de
Fritz Gross.
-Entonces... -balbució Sand-, el señor
Gross... quiere...
-Ha muerto -explicó el Kaw-djer.
-Total, un borracho menos -declaró
fríamente Hartlepool.
Tal fue la oración fúnebre de Fritz
Gross.
Varios días después, otra baja, la de
Lazzaro Ceroni, afectó más directamente al Kaw-djer. La
desaparición del padre de Graziella sólo podía
contribuir a la realización de los sueños de Halg. Tullia
pidió su ayuda cuando ya era demasiado tarde para intervenir con
alguna posibilidad de éxito. En su ignorancia, había
dejado que la enfermedad se desarrollara libremente, sin concebir
inquietudes más vivas de lo acostumbrado. Para ella fue un
verdadero golpe saber que aquel a quien había sacrificado todo
estaba perdido irremisiblemente.
Por otra parte, aun cuando la intervención del
Kaw-djer hubiera sido menos tardía, hubiera sido igualmente
ineficaz. El mal de Lazzaro Ceroni era de aquellos que no perdonan.
Justa consecuencia de su larga intemperancia, la tisis galopante iba a
acabar con él en ocho días.
Cuando todo hubo terminado, cuando el muerto fue
devuelto a la tierra, el Kaw-djer no abandonó a la desgraciada
Tullia. Postrada, abatida, parecía a su vez al borde de la
tumba. Años y años en medio de los más crueles
dolores, ella había vivido sólo para amar; amar, a pesar
de todo, a aquel que la abandonaba en mitad del calvario de la vida.
Roto ahora el resorte que la había sostenido hasta el momento;
se sentía hundida, cansada por su inútil esfuerzo. El
Kaw-djer condujo a la pobre mujer al Bourg Neuf, al lado de
Graziella. Si existía un remedio capaz de curar aquel
corazón desgarrado, el amor maternal realizaría ese
milagro.
Inerte, medio inconsciente, Tullia se dejó
conducir, y cargada con sus humildes riquezas, abandonó
dócilmente su casa.
En aquel estado de profundo aniquilamiento,
¿cómo hubiera podido ver a Sirk, en el momento en que
alcanzaba el puentecillo que unía las dos orillas?
El Kaw-djer tampoco lo vio. Ignorantes de aquella
casualidad, los dos pasaron en silencio.
Pero él, Sirk, los había visto, y se
había detenido allí mismo, pálido el rostro por un
súbito furor. Muerto Lazzaro Ceroni, refugiada Graziella en el
Bourg Neuf, y yendo Tullia a instalarse allí a su vez,
comprendía la ruina definitiva de sus proyectos tan tenazmente
perseguidos. Durante largo tiempo, siguió con la mirada a aquel
hombre y aquella mujer que se alejaban el uno junto al otro. Si el
Kawdjer se hubiera girado, hubiera sorprendido aquella mirada, y
quizás, a pesar de su valor, hubiera conocido entonces el
miedo.
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