Los náufragos del
“Jonathan”
Segunda parte - Capítulo II Mi
primera ley
Originaria del Piamonte, la familia Ceroni estaba
formada por el padre, Lazzaro, la madre, Tullia, y su hija, Graziella.
Hacía diecisiete años que Lazzaro, que contaba entonces
veinticinco años, y Tullia, con seis menos, habían
asociado sus dos miserias. Nada poseían excepto sus propias
personas, pero se amaban, y un amor honesto es una fuerza que ayuda a
soportar y, a veces, a vencer las dificultades de la vida.
No fue así desgraciadamente para el matrimonio
Ceroni. El hombre, dejándose llevar por las malas
compañías, no tardó en entrar en relación
con el alcohol que infinidad de tabernas, en nombre de la libertad,
tienen el derecho de ofrecer como cebo a la multitud de los
desheredados. En poco tiempo se convirtió en un borracho y sus
borracheras cada vez más frecuentes fueron pasando
paulatinamente de sombrías a coléricas, de crueles a
feroces. Entonces, casi a diario se multiplicaron riñas y
escándalos atroces, cuyos ecos podían percibir los
vecinos. Injuriada, vapuleada, maltratada, martirizada, Tullia
sufrió su calvario ascendiendo las laderas por las que tantas
desgraciadas se han arrastrado dolorosamente antes que ella y a su
ejemplo continuarán arrastrándose.
Ciertamente hubiera podido, quizás hubiera
debido, dejar a aquel hombre transformado en fiera. Sin embargo, no
actuó así. Era de esas mujeres que cuando se han
entregado, jamás se vuelven atrás, cualquiera que sea el
martirio que se les imponga. Desde el punto de vista del interés
material y tangible, tales caracteres merecen seguramente el
epíteto de absurdos; pero también tienen algo de
admirable, y gracias a ellos nos es posible concebir cuál puede
ser la belleza del sacrificio y qué el elevación moral
puede alcanzar el ser humano.
En ese infierno tuvo que crecer Graziella. Desde sus
primeros años vio a su padre borracho y a su madre maltratada,
asistió a las riñas cotidianas, oyó el torrente de
injurias que se escapaban de la boca de Lazzaro como las inmundicias de
una cloaca. A una edad en que las niñas no piensan más
que, en jugar, entró de esta manera en contacto con las
realidades de la vida y viose obligada a la dura lucha de cada
instante.
A los dieciséis años Graziella era una
joven formal, armada por su fuerte voluntad contra los dolores de la
existencia, de los que había vivido una precoz experiencia.
Además, por muy cruel que fuera, ¡el porvenir nunca
excedería el horror del pasado! Físicamente era alta,
delgada y morena. Sin belleza propiamente dicha, su mayor encanto
residía en sus ojos y en la expresión inteligente de su
rostro.
La conducta de Lazzaro Ceroni había producido
sus frutos naturales y pronto entró en la casa la penuria. Y no
es de extrañar. Beber cuesta dinero y mientras se bebe no se
gana. Doble gasto. La penuria se convirtió gradualmente en
pobreza y la pobreza en negra miseria. Entonces recorrieron el camino
que recorren todos los degenerados. Cambiaron de país, con la
esperanza de una suerte mejor bajo otro cielo. Así fue como, de
éxodo en éxodo, habiendo atravesado Francia, el
océano, América, la familia Ceroni dio con sus huesos en
San Francisco. ¡Quince años había durado este
viaje! En San Francisco, la indigencia llegó a tal extremo que a
Lazzaro se le abrieron los ojos y adquirió conciencia de su obra
de destrucción. Prestando por fin oído, por primera vez
después de tantos años, a las suplicas de su mujer,
prometió enmendarse.
Y había mantenido su palabra. En seis meses,
gracias a su asiduidad al trabajo y a haber suprimido la taberna,
volvió el desahogo y se pudo reunir la gran suma de quinientos
francos exigida por la Sociedad de colonización de la
bahía de Lagoa. Tullia volvía a pensar que era posible la
felicidad, cuando con el naufragio del Jonathan y el ocio, que
fue una consecuencia inevitable, las cosas volvieron a su estado
inicial.
Para matar aquellas largas horas de inactividad,
Lazzaro se había relacionado con otros emigrantes. Y huelga
decir que sus simpatías habían hecho que se arrimara a
sus semejantes. Era muy natural que éstos, abrumados por el
aburrimiento e inconsolables por verse privados de sus excesos
habituales, se aprovecharan de la oportunidad que brindaba la ausencia
de aquel a quien todos, incluso sin darse cuenta, consideraban como el
jefe. Una vez se hubo alejado el Kaw-djer con sus compañeros,
esta cuadrilla poco recomendable se apropió de uno de los
toneles de ron salvados del Jonathan, resultando de ello una
orgía en toda regla. Tanto por incitación como por
cobardía frente a su vicio reavivado, Lazzaro imitó a los
demás y sólo cuando le flaqueaban las piernas con el
juicio ya perdido, se había decidido a volver a la tienda, donde
llorando le esperaban su mujer y su hija.
En cuanto entró, empezó la inevitable
riña. Con el pretexto, primero, de que la comida no estaba
lista; cuando le fue servida, se irritó por la tristeza de las
dos mujeres y, excitándose solo, rápidamente pasó
a las más espantosas injurias.
Graziella, inmóvil y helada, miraba con espanto
a aquel ser envilecido que era su padre. En su interior, la
vergüenza rivalizaba con la pena. Pero el corazón llagado
de Tullia, que sólo conocía el dolor, estalló.
¡Pues qué! ¡Una vez más, todas sus esperanzas
se iban a pique, la recaída en el infierno...! Brotaron
lágrimas de sus ojos, inundaron su rostro marchito. Esto fue
suficiente para desencadenar la tempestad.
-¡Ya te daré yo lágrimas!
-gritó Lazzaro enfurecido.
Agarró a su mujer por la garganta, mientras
Graziella se esforzaba por arrancar a la desgraciada de aquella
presión criminal.
Drama silencioso. Se desarrollaba sin ruido, a
excepción de la voz apagada de Lazzaro, que seguía
profiriendo injurias. Ni Graziella ni su madre pedían socorro.
Que un padre maltrate a su hija, que un marido asesine a su mujer, son
taras vergonzosas que hay que ocultar a todos, aun con el precio de la
vida. Sin embargo, al aflojar por un momento el verdugo su
presión, el dolor arrancó a Tullia el grito rauco que
había oído el Kaw-djer. Por aquella involuntaria queja el
furor del demente llegó a su punto culminante. Sus dedos se
cerraron con más violencia.
De pronto, una mano de hierro atenazó su
hombro. Obligado a ceder, se fue rodando al otro extremo de la
tienda.
-¡Oiga! ¡Oiga! -balbuceó.
-Silencio -ordenó una voz imperiosa.
No hizo falta repetírselo al borracho.
Extinguiéndose súbitamente su excitación,
cayó en seco, dormido como un tronco.
El Kaw-djer se había inclinado sobre la mujer
desvanecida y se afanaba por socorrerla. Halg, Rhodes y Hartlepool, que
habían entrado detrás de él, contemplaban la
escena trastornados.
Por fin Tullia abrió los ojos. Viendo caras
extrañas comprendió en el acto lo que había
pasado. Su primer pensamiento fue disculpar a aquel cuya brutalidad
acababa de manifestarse de forma tan abominable.
-Gracias, señor -dijo, incorporándose-.
No era nada... Ya ha pasado todo ahora... ¡Si seré tonta
de haberme espantado tanto!
-¡Cualquiera no lo estaría!
-exclamó el Kawdjer.
-¡Oh, no! -replicó vivamente Tullia-.
Lazzaro no es malo... Quería bromear...
-¿Le da con frecuencia por bromear así?
-preguntó el Kaw-djer.
-¡Nunca, señor, nunca! -afirmó
Tullia-. Lazzaro es un buen marido... No hay un hombre más
bueno...
-Mentira -interrumpió una voz decidida.
El Kaw-djer y sus compañeros se dieron la
vuelta. Descubrieron a Graziella, a la que no habían podido ver
hasta entonces en la penumbra de la tienda apenas iluminada por la
claridad amarillenta de un fanal.
-¿Quién es usted? -preguntó el
Kaw-djer.
-Su hija -respondió Graziella, señalando
al borracho, cuyo ronquido sonoro no estaba turbado por el ruido-. Por
mucha vergüenza que sienta, tengo que decirlo, para que me crean y
ayuden a mi pobre madre.
-¡Graziella...! -imploró Tullia, juntando
las manos.
-Lo diré todo -afirmó la joven con
energía-. Es la primera vez que encontramos defensores. No les
dejaré marchar sin apelar a su piedad.
-Hable, hija mía -dijo el Kaw-djer
bondadosamente-, y cuente con nosotros para socorrerlas y
defenderlas.
Así animada, Graziella, con voz temblorosa,
relató la vida de su madre. No ocultó nada. Habló
del sublime cariño de Tullia y del pago que había
recibido. Habló del envilecimiento de su padre. Lo
presentó arrastrando a su mujer por los cabellos,
vapuleándola, pisoteándola con rabia. Evocó los
días de miseria, sin ropa, sin fuego, sin pan, a veces sin
domicilio, alabando a su madre maltratada que, en medio de tantas
crueles pruebas, había conservado inalterable su heroica
dulzura. Al escuchar el relato espantoso, ésta lloraba
suavemente. En la voz de su hija, las torturas padecidas surgían
de las sombras del pasado y parecían volver al presente, todas
de una vez, para destrozarle el corazón. Y bajo el peso
acumulado de todas ellas, Tullia iba cediendo. Se abandonaba. Por fin
le faltaban fuerzas para defender y proteger al verdugo.
-Ha hecho bien en hablar, hija mía -dijo el
Kaw-djer con voz conmovida, cuando Graziella concluyó su
relato-. Tenga la seguridad de que no las abandonaremos y de que
socorreremos a su madre. Por esta noche, sólo necesita descanso.
Así pues, que procure dormir y que confíe en un futuro
mejor.
Guando estuvieron fuera, el Kaw-djer, Harry Rhodes y
Hartlepool se miraron un instante, silenciosos. ¡Cómo
podía un hombre llegar a tal grado de ignominia! Después,
inspirando profundamente para dilatar su pecho oprimido, iban a
reemprender la marcha, cuando el primero se dio cuenta de que el
pequeño grupo contaba con un miembro de menos. Halg ya no estaba
con ellos.
Suponiendo que el joven se había quedado en la
tienda de la familia Ceroni, el Kaw-djer volvió a entrar. En
efecto, Halg estaba allí, tan absorto que no había notado
la salida de sus compañeros y tampoco notó el regreso de
uno de ellos. De pie contra la lona, miraba a Graziella y era elocuente
su semblante, que a la vez expresaba piedad y auténtico
éxtasis. A pocos pasos, Graziella, los ojos bajos, se prestaba a
esta contemplación con cierta complacencia. Ninguno de los dos
jóvenes hablaba. Después de aquellas violentas
conmociones dejaban que sus corazones se abrieran silenciosamente a
emociones más dulces.
El Kaw-djer sonrió.
-¡Halg...! -llamó a media voz.
El joven se sobresaltó y, sin hacerse rogar,
salió de la tienda. De inmediato reanudaron el camino.
Los cuatro excursionistas caminaban en silencio,
siguiendo cada cual el hilo de sus pensamientos. El Kaw-djer,
frunciendo el ceño, reflexionaba acerca de lo que acababa de ver
y oír. El mayor servicio que se podía prestar a aquellas
dos mujeres era, evidentemente, privar de alcohol a su verdugo.
¿Era factible? Seguramente e incluso sin gran dificultad ya que
en la isla Hoste se desconocía el alcohol fuera del que
provenía del Jonathan y había sido dejado en la
playa con el resto del cargamento. Bastarían uno o dos
centinelas...
¡Conforme!, pero ¿quién
pondría a esos centinelas? ¿Quién se
atrevería a dar órdenes y formular prohibiciones?
¿Quién se arrogaría el derecho de limitar de
alguna manera la libertad de sus semejantes e imponer su iniciativa a
la de los demás? Esto era la acción de un jefe y en la
isla Hoste no había jefe...
¡Vamos...! Todo lo contrario. Siquiera
potencialmente, existía un jefe. ¿Y quién era sino
aquél, el único que había salvado a los
demás de una muerte segura; el único que tenía
experiencia de aquella tierra desierta; el único que
poseía en grado superior al de todos los demás
inteligencia, saber y carácter?
Mentirse a sí mismo hubiera sido
cobardía. El Kaw-djer no podía ignorarlo, aquella
población miserable volvía la mirada hacia él, a
él entregaba el ejercicio de la autoridad colectiva, de
él esperaba confiada ayuda, consejos y decisiones. Quisiera o
no, no podía rehuir la responsabilidad que aquella confianza
implicaba. Quisiera o no, el jefe, designado por las circunstancias y
por el consentimiento tácito de la inmensa mayoría de los
náufragos, era él.
¡Pero cómo! El, el libertario, el hombre
incapaz de soportar ninguna coacción, se veía obligado a
tener que imponer una a los demás, ¡y él que
rechazaba todas las leyes tenía que promulgar leyes! Suprema
ironía; al apóstol anarquista, al adepto de la famosa
fórmula «Ni Dios ni patrón», lo
convertían en patrón; le atribuían aquella
autoridad cuyo principio odiaba su alma con tan rabioso furor.
¿Debería aceptar la odiosa prueba?
¿No sería preferible huir lejos de aquellos seres con
almas de esclavos...?
Pero ¿qué sería entonces de
ellos, abandonados a sí mismos? ¿De cuántos
sufrimientos sería responsable el desertor? Si bien es cierto
que se tiene el derecho de poner toda la ilusión en
abstracciones, no es digno de ser llamado hombre quien al amor a ellas
cierra los ojos a las realidades de la vida, niega la evidencia y no
sabe resolverse a sacrificar su orgullo para atenuar la miseria humana.
Por muy ciertas que parezcan unas teorías, también es
grande saber hacer tabla rasa cuando queda demostrado que el bien de
los otros lo exige
Ahora bien, ¿qué demostración
podía resultar más clara y evidente? ¿Acaso no se
había observado, aquella misma noche, muchos casos de
borrachera, sin hablar de aquellos que permanecían
todavía ignorados, quizá más numerosos?
¿Debía tolerarse en aquella pacífica multitud
semejante abuso del alcohol, a riesgo de que estallaran altercados,
riñas, incluso muertes? Por otra parte, ¿no se
habían dejado sentir ya los efectos del veneno? ¿No se
habían observado sus estragos en la familia Ceroni?
Estaban cerca de la tienda habitada por la familia
Rhodes, estaban ya a punto de separarse y el Kaw-djer todavía
vacilaba. Pero no era hombre que rehuyese las responsabilidades. En el
último momento, por mucho que le doliera, su resolución
estaba tomada. Se volvió hacia Hartlepool.
-¿Cree usted que puede contar con la lealtad de
la tripulación del Jonathan? -preguntó.
-Exceptuando a Kennedy y a Sirdey, el cocinero,
respondo de ellos -dijo Hartlepool.
-¿De cuántos hombres dispone usted?
-De quince hombres, incluyéndome a
mí.
-Los otros catorce, ¿le obedecerán?
-Sin duda.
-¿Y usted?
-¿Hay aquí alguien cuya autoridad
esté usted dispuesto a reconocer?
-Pues... usted, señor..., naturalmente
-respondió Hartlepool, como si la cosa fuera evidente.
-¿Por qué?
-¡Vaya...! Señor... -dijo Hartlepool,
turbado-. Pero es que aquí, como en todas partes, la gente
necesita un jefe. ¡Eso es muy natural, qué diablos!
-¿Y por qué iba a ser yo el jefe?
-No hay otro -dijo Hartlepool, subrayando con los
brazos abiertos su irrefutable argumento.
La respuesta era perentoria. Y nada había que
replicar.
Tras un nuevo instante de silencio, el Kaw-djer
declaró con voz firme:
-A partir de esta noche, hará custodiar el
material desembarcado del Jonathan. Sus hombres se
relevarán de dos en dos y no dejarán que nadie se
acerque. Vigilarán el alcohol con preferente
atención.
-Bien, señor -respondió sencillamente
Hartlepool-. La orden estará cumplida dentro de cinco
minutos.
-Buenas noches -dijo el Kaw-djer, alejándose a
largos pasos, descontento de sí mismo y de los demás.
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