Los náufragos del
“Jonathan”
Segunda parte - Capítulo VI Libres
¡Barco a la vista! Ninguna otra noticia
habría conmovido hasta aquel punto a aquellos desterrados. El
motín fue dominado de golpe y la multitud se precipitó,
como un torrente, hacia la orilla. Ya no pensaba en pelearse. Se
apresuraban, se empujaban en silencio. En un momento, todos los
emigrantes estuvieron reunidos en el extremo de la punta del Este,
desde donde se descubría una gran extensión de mar.
Harry Rhodes y Hartlepool habían seguido el
movimiento general y, con emoción, dirigían
ávidamente sus miradas hacia el sur, donde una franja de humo
cortaba, en efecto, el cielo, y anunciaba un barco a vapor.
No se divisaba todavía su casco, pero
éste iba surgiendo por momentos sobre la línea del
horizonte. Pronto fue posible reconocer un buque de unas cuatrocientas
toneladas; en el cangrejo flotaba un pabellón cuyo alejamiento
impedía distinguir los colores.
Los emigrantes intercambiaron miradas de
decepción. Un barco de tan débil tonelaje jamás
podría embarcar a tanta gente. Aquel steamer,
¿era, pues, un simple carguero de cualquier nacionalidad, y no
el barco de socorro prometido por el gobierno de Punta Arenas?
No tardó mucho en dilucidarse la
cuestión. El barco avanzaba rápidamente. Antes de que la
oscuridad fuese completa, estaba ya a menos de tres millas al sur.
-El pabellón chileno -dijo el Kaw-djer en el
momento en que una ráfaga de viento, extendiendo la
estameña, permitió distinguir los colores.
Tres cuartos de hora más tarde, en medio de la
oscuridad ya profunda, un ruido de cadenas rechinando contra el hierro
de los escobenes indicó que el barco acababa de echar el ancla.
Entonces, la multitud se dispersó, volviendo cada uno a su casa
comentando el suceso.
La noche transcurrió sin incidentes. Al alba se
apercibió el barco a tres cables de la orilla. Cuando se
consultó a Hartlepool, éste declaró que era un
aviso de la marina militar chilena.
Hartlepool no se equivocaba. Se trataba, en efecto, de
un aviso chileno cuyo comandante se hizo conducir a tierra a las ocho
de la mañana.
Se vio rápidamente rodeado de rostros ansiosos.
Las preguntas se entrecruzaban a su alrededor. ¿Por qué
se había enviado un barco tan pequeño?
¿Cuándo vendrían a buscarlos? ¿O es que
tenían la intención de dejarlos morir en la isla Hoste?
El comandante no sabía a quién escuchar.
Sin responder a aquel huracán de preguntas,
esperó a que se calmaran, y, cuando con gran trabajo
consiguió que guardaran silencio, tomó la palabra con una
voz que llegó a oídos de todos.
Sus primeras palabras fueron para tranquilizar a sus
auditores. Aquéllos podían confiar en la benevolencia de
Chile. Además, la presencia del aviso probaba que no se les
había olvidado.
A continuación, explicó que si su
gobierno había creído su deber enviar un buque de guerra
en vez del barco de repatriación prometido, se debía a
que deseaba hacerles antes una proposición que probablemente les
seduciría. Proposición en verdad muy singular y de las
más inesperadas, que el comandante expuso sin más
preámbulos.
Pero para que el lector pueda apreciar debidamente el
pensamiento del Gobierno chileno, tal vez no sea superfluo un
preámbulo.
Para que la parte oeste y sur de la Tierra de
Magallanes que le otorgaba el tratado del diecisiete de enero de mil
ochocientos ochenta y uno, diera todos sus frutos, Chile había
querido dar los primeros pasos con un golpe maestro, aprovechando el
naufragio del Jonathan y la presencia en la isla Hoste de
varios centenares de emigrantes.
Aquel tratado sólo había conferido, en
realidad, derechos puramente teóricos. Sin duda, la
República Argentina no podía reclamar más, a
excepción de la Tierra de los Estados y de la parte de la
Patagonia y de la Tierra del Fuego situada bajo su soberanía. En
su propio territorio, Chile tenía entera libertad de
actuación para favorecer sus intereses. Pero no basta entrar en
posesión de una región e impedir que otras naciones
puedan crear allí unos derechos propios de un primer ocupante.
Es necesario sacar partido de ello, explotando las riquezas de su suelo
desde el punto de vista mineral y vegetal. Es necesario enriquecerla
con la industria y el comercio, atraer allí a una
población si está inhabitada; en una palabra, hay que
colonizarla. El ejemplo de lo que se había hecho ya en el
litoral del estrecho de Magallanes, donde Punta Arenas veía cada
año crecer su importancia comercial, debía animar a la
República de Chile a probar una nueva experiencia y a provocar
el éxodo de emigrantes hacia las islas del archipiélago
magallánico añadidas a su dominio, para vivificar aquella
región fértil abandonada hasta entonces en manos de
miserables tribus indias.
Y precisamente, he aquí que en la isla Hoste,
situada en medio de aquel laberinto de canales del sur, un gran barco
había venido a naufragar; he aquí que más de mil
emigrantes de diversas nacionalidades, pero pertenecientes todos a
aquel excedente de las grandes ciudades que no duda en buscar fortuna
en las lejanas tierras de ultramar, se habían visto obligados a
refugiarse allí.
El Gobierno chileno pensó con razón que
había allí, una ocasión inesperada de transformar
a los náufragos del Jonathan en colonos de la isla
Hoste. Por consiguiente, no les envió un barco de
repatriación, sino un aviso cuyo comandante tuvo a su cargo
transmitir sus proposiciones a los interesados.
Aquellas proposiciones de carácter tan
inesperado eran al mismo tiempo muy tentadoras: la República de
Chile ofrecía desprenderse pura y simplemente de la isla Hoste
en provecho de los náufragos del Jonathan, quienes
dispondrían de ella a su gusto, no en virtud de una
concesión temporal sino en toda propiedad, sin ninguna
condición ni restricción.
Nada más claro, nada más limpio que
aquella proposición. Hay que añadir: nada más
hábil. Renunciando a la isla Hoste a fin de obtener de ella la
inmediata explotación de sus riquezas, Chile podría
así atraer colonos a las otras islas: Clarence, Dawson,
Navarino, Hermitte, que habían quedado bajo su dominio. Si la
nueva colonia prosperaba, cosa probable, se sabría que no
habría razón para temer el clima de la Tierra de
Magallanes, se conocerían sus recursos agrícolas y
minerales; ya no se podría ignorar que, gracias a sus pastos y a
sus instalaciones de pesca, este archipiélago es propicio a la
creación de empresas florecientes, y el cabotaje tomaría
una extensión cada vez más considerable.
Punta Arenas, puerto franco y sin ningún tipo
de molestia aduanera, abierto libremente a los navíos de los dos
continentes, gozaba ya de un magnífico porvenir. Fundando
aquella estación, se había asegurado, en suma, su
preponderancia sobre el estrecho de Magallanes. No dejaba de tener
cierto interés el obtener un resultado análogo en la
parte meridional del archipiélago. Para lograr de modo
más seguro aquel fin, el Gobierno de Santiago, guiado por un
fino sentido político, se había decidido a sacrificar la
isla Hoste, sacrificio por otra parte más aparente que real, por
estar la isla absolutamente desierta. No contento de dispensarla de
toda contribución, abandonada la propiedad, le dejaba una
completa autonomía, la separaba de su dominio. Sería la
única región de la Tierra de Magallanes que
disfrutaría de una completa independencia.
Ahora se trataba de saber si los náufragos del
Jonathan aceptarían la oferta que se les hacía,
si consentirían en intercambiar su concesión africana por
la isla Hoste.
El Gobierno esperaba resolver aquella cuestión
sin demora. El aviso había venido con la proposición y se
volvería con la respuesta. El comandante tenía plenos
poderes para tratar con los representantes de los emigrantes. Pero sus
órdenes eran no fondear en la isla Hoste más de quince
días como máximo. Pasados aquellos quince días,
volvería a irse, estuviera o no firmado el tratado.
Si la respuesta resultaba afirmativa, la nueva
República pasaría inmediatamente a tomar posesión
e izaría el pabellón que le conviniese adoptar.
Si la respuesta era negativa, el Gobierno
tomaría ulteriormente medidas respecto al modo de repatriar a
los náufragos. No sería aquel aviso de cuatrocientas
toneladas el que podría transportarlos, aunque sólo fuera
a Punta Arenas. Se pediría a la Sociedad americana de
colonización que enviase un barco de socorro, cuya
travesía exigiría cierto tiempo. En este caso,
transcurrirían aún varias semanas antes de que la isla
pudiese ser evacuada.
Como es de imaginar, la proposición del
Gobierno de Santiago produjo un efecto extraordinario.
No se esperaba nada semejante. Los emigrantes,
incapaces de tomar una decisión por sí mismos ante un
caso tan grave, empezaron a mirarse unos a otros con perplejidad;
luego, todos sus pensamientos volaron a la vez hacia aquel a quien
consideraban más capacitado para discernir sobre el
interés común. Con un mismo movimiento, cuya perfecta
armonía probaba al mismo tiempo su reconocimiento, su
clarividencia y su debilidad, se volvieron hacia el oeste, es decir,
hacia el riachuelo en cuya desembocadura debía balancearse la
Wel-Kiej.
Pero la Wel-Kiej había desaparecido.
Por muy lejos que pudiesen alcanzar sus miradas, nadie la divisaba
sobre la superficie del mar.
Hubo un momento de estupor. Luego, un movimiento
ondulatorio recorrió la multitud. Cada una se agitaba, se
inclinaba, intentando descubrir a aquel en el que todos tenían
puestas sus esperanzas. Por fin, tuvieron que rendirse a la evidencia.
Llevándose consigo a Halg y a Karroly, el Kaw-djer, sin lugar a
dudas, había partido.
Quedaron aterrados. Aquellas pobres gentes se
habían acostumbrado a dejar la tarea de ser guiados en manos del
Kaw-djer, cuya inteligencia y abnegación les eran ya tan
conocidas. Y he aquí que les abandonaba en el momento en que
estaba en juego su destino. Su desaparición produjo tanta
sorpresa como la aparición del barco en las aguas de la isla
Hoste.
Harry Rhodes, por razones diferentes, se sintió
también profundamente afligido. Hubiera comprendido que el
Kaw-djer abandonara la isla Hoste el día en que los emigrantes
se alejasen, pero ¿por qué no haber esperado hasta
entonces? No se rompen tan bruscamente los lazos de sincera amistad, y
a los amigos no se les deja sin haberles dicho adiós.
Por otra parte, ¿por qué esta partida
tan precipitada, que recordaba tanto a una huida? ¿Sería
acaso la llegada del buque chileno la que la había
provocado?
Dado el misterio que envolvía la vida de aquel
hombre, de quien no se conocía ni la nacionalidad, todas las
hipótesis eran admisibles.
La ausencia de su consejero habitual, en el momento en
que sus consejos hubieran sido muy apreciados, dejó desamparados
a los emigrantes. La muchedumbre se disgregó poco a poco y el
comandante, del aviso quedó prácticamente solo. Uno tras
otro, para no verse obligados a tomar una decisión, se alejaban
discretamente en pequeños grupos, donde se intercambiaban
escasas palabras sobre la sorprendente oferta que acababan de
proponerles.
Durante ocho días, aquella oferta fue el tema
de todas las conversaciones. El sentimiento general era de sorpresa. La
proposición les parecía tan extraña que numerosos
emigrantes se resistían incluso a tomarla en serio. Harry
Rhodes, solicitado por sus compañeros, tuvo que ir a buscar al
comandante para pedirle explicaciones, comprobar cuáles eran sus
poderes y asegurarse personalmente de que la independencia de la isla
Hoste estaría garantizada por la República chilena.
El comandante no desperdició ningún
argumento para convencer a los interesados. Les hizo comprender
cuáles eran los móviles del Gobierno y cuán
ventajoso era para unos emigrantes establecerse en una región
cuya posesión se les aseguraba. No dejó de recordarles la
prosperidad de Punta Arenas y de añadir que Chile
consideraría su deber acudir en ayuda de la nueva colonia.
-El acto de donación ya está dispuesto
-añadió el comandante-. Sólo faltan las
firmas.
-¿Cuáles? -preguntó Harry
Rhodes.
-Las de los delegados elegidos por los emigrantes en
asamblea general.
Aquélla era, en efecto, la única manera
de proceder. Más tarde, cuando la nueva colonia se ocupase de su
organización, decidiría si le convenía o no
nombrar un jefe. Elegiría con toda libertad el régimen
que le pareciese mejor, y Chile no intervendría de ningún
modo en aquella elección.
Para que no causen extrañeza las consecuencias
que aquella proposición iba a tener, conviene comprender
perfectamente la situación.
¿Quiénes eran aquellos pasajeros que
habían salido de San Francisco a bordo del Jonathan y
que se dirigían a la bahía de Lagoa? Pobres gentes
obligadas por las necesidades de la existencia a expatriarse.
¿Que les importaba, en realidad, establecerse aquí o
allá, desde el momento en que su porvenir estuviese asegurado, y
siempre que las condiciones del hábitat fuesen igualmente
favorables?
Pues bien, desde que ocupaban la isla Hoste,
había transcurrido todo un invierno. Habían podido
comprobar por sí mismos que el frío no era excesivo, y
ahora comprobaban que la primavera se manifestaba con una precocidad y
una generosidad que no siempre se encuentran en las tierras más
al ecuador.
Desde el punto de vista de la seguridad, la
comparación no parecía favorecer ala bahía de
Lagoa próxima a los ingleses, al Orange, y a los pueblos
bárbaros de la Cafrería. Indudablemente, los emigrantes
habían considerado aquellos riesgos antes, de embarcarse, pero
aquellos riesgos crecían en importancia ante sus ojos ahora que
se les presenta una ocasión para establecerse en una
región desierta, lejos de aquellas proximidades peligrosas, cada
una en grado diferente.
Por otra parte, la Sociedad de colonización
sólo había obtenido su concesión sudafricana por
un tiempo determinado y el Gobierno portugués no cedía
sus derechos en provecho de los futuros colonos. Por el contrario, en
la Tierra de Magallanes, aquellos gozarían de una libertad sin
límites y la isla Hoste, convertida en su propiedad,
sería elevada al rango de Estado soberano.
Por fin, existía aquella doble reflexión
de que, quedándose en la isla Hoste, se evitaría un nuevo
viaje y que el Gobierno chileno se interesaría por la suerte de
la colonia. Se podría contar con su ayuda. Se
establecerían relaciones regulares con Punta Arenas. Se
fundarían factorías en el litoral del estrecho de
Magallanes y en otros puntos del archipiélago. El comercio con
las Falkland se desarrollaría cuando los establecimientos de
pesca estuvieran convenientemente organizados. E incluso en un tiempo
próximo, la República Argentina no dejaría sin
duda abandonadas sus posesiones de la Tierra del Fuego. Crearía
aldeas rivales a Punta Arenas y la Tierra del Fuego tendría
su capital argentina, como la península de Brunswick tiene su
capital chilena1.
Forzoso es reconocer que todos aquellos argumentos
tenían su peso y acabaron por imponerse.
Tras largos conciliábulos, se puso de
manifiesto que la mayoría de los emigrantes tendería a
aceptar las ofertas del gobierno Chileno.
¡Cuánto era de lamentar que el Kaw-djer
hubiera dejado la isla Hoste precisamente en el momento en que hubieran
recurrido sin vacilar a sus consejos! Nadie más calificado que
él para indicar la mejor solución. Probablemente hubiera
sido parecer de aceptar aquella proposición que devolvía
la independencia a una de las once grandes estas del
archipiélago magallánico. Harry Rhodes no dudaba que el
Kaw-djer hubiera hablado en este sentido con aquella autoridad que le
daban tantos servicios prestados.
En lo que a él respectaba personalmente, le
atraía aquella solución y, fenómeno que
tenía pocas posibilidades de volver a repetirse jamás, su
opinión concordaba con la de Ferdinand Beauval. En efecto, el
líder socialista hacía una activa propaganda en favor de
la aceptación. ¿Qué esperaba pues?
¿Proyectaba poner en práctica su propia doctrina?
¡Qué maravillosa aventura, qué magnífico
campo para la gran experiencia de un colectivismo o incluso de un
comunismo integral aquella multitud inculta, propietaria pro indiviso
como en los primeros tiempos del mundo de un territorio del que nadie
tenía derecho a reclamar para sí mismo la más
mínima parcela!
Así pues, ¡cómo se multiplicaba
Ferdinand Beauval! ¡Cómo iba de unos a otros defendiendo
su causa hasta la saciedad! ¡Cuánta elocuencia malgastaba
sin darse cuenta!
Por fin, hubo que proceder a la votación. El
plazo fijado por el Gobierno chileno tocaba a su fin, y el comandante
del aviso presionaba para solucionar aquel asunto. En la fecha
indicada, el treinta de octubre, daría orden de levar anclas, y
Chile conservaría todos sus derechos sobre la isla Hoste.
Fue convocada una asamblea general para el
veintiséis de octubre. Tomaron parte en el escrutinio definitivo
todos los emigrantes mayores de edad, en número de ochocientos
veinticuatro, siendo el resto mujeres, niños y jóvenes
que no habían alcanzado los veintiún años, o
ausentes, como los jefes de las familias Gordon, Riviére,
Ivanoff y Gimelli.
El escrutinio dio setecientos noventa y dos votos a
favor de la aceptación, mayoría, como se ve,
considerable. Sólo hubo treinta y dos oponentes, que
querían atenerse al proyecto primitivo y dirigirse a la
bahía de Lagoa, y que acabaron aceptando someterse a la
decisión de la mayoría.
A continuación, se procedió a la
elección de tres delegados. Ferdinand Beauval obtuvo en aquella
ocasión un éxito halagador. Por fin dejaba de fracasar en
una de sus campañas y lograba el primer puesto. Fue designado
por los emigrantes que, obedeciendo a un instintivo sentimiento de
prudencia, le dieron sin embargo por compañeros a Harry Rhodes y
Hartlepool.
El tratado se firmó el mismo día entre
aquellos delegados y el comandante que representaba al Gobierno
chileno, tratado cuyo texto, sumamente simple, sólo
contenía algunas líneas y no se prestaba a ningún
equívoco.
En el acto, la bandera hosteliana -mitad blanca y
mitad roja- fue izada en la playa y el aviso la saludó con
veintiún cañonazos. Arbolada por primera vez, ondeando
alegremente en la brisa, anunció al mundo el nacimiento de un
país libre.
1. Y así ha
ocurrido. Aun existe hoy una población argentina, Ushaia, en el
canal de Beagle.
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