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Los náufragos del “Jonathan”
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Primera parte
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Segunda parte
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Indicador Mi primera ley
Indicador En la bahía de Scotchwell
Indicador El invierno
Indicador Barco a la vista
Indicador Libres
Indicador La primera infancia de...
Indicador Halg y Sirk
Indicador El segundo invierno
Indicador Sangre
Indicador Un jefe
Tercera parte
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Los náufragos del “Jonathan”
Segunda parte - Capítulo VI
Libres

¡Barco a la vista! Ninguna otra noticia habría conmovido hasta aquel punto a aquellos desterrados. El motín fue dominado de golpe y la multitud se precipitó, como un torrente, hacia la orilla. Ya no pensaba en pelearse. Se apresuraban, se empujaban en silencio. En un momento, todos los emigrantes estuvieron reunidos en el extremo de la punta del Este, desde donde se descubría una gran extensión de mar.

Harry Rhodes y Hartlepool habían seguido el movimiento general y, con emoción, dirigían ávidamente sus miradas hacia el sur, donde una franja de humo cortaba, en efecto, el cielo, y anunciaba un barco a vapor.

No se divisaba todavía su casco, pero éste iba surgiendo por momentos sobre la línea del horizonte. Pronto fue posible reconocer un buque de unas cuatrocientas toneladas; en el cangrejo flotaba un pabellón cuyo alejamiento impedía distinguir los colores.

Los emigrantes intercambiaron miradas de decepción. Un barco de tan débil tonelaje jamás podría embarcar a tanta gente. Aquel steamer, ¿era, pues, un simple carguero de cualquier nacionalidad, y no el barco de socorro prometido por el gobierno de Punta Arenas?

No tardó mucho en dilucidarse la cuestión. El barco avanzaba rápidamente. Antes de que la oscuridad fuese completa, estaba ya a menos de tres millas al sur.

-El pabellón chileno -dijo el Kaw-djer en el momento en que una ráfaga de viento, extendiendo la estameña, permitió distinguir los colores.

Tres cuartos de hora más tarde, en medio de la oscuridad ya profunda, un ruido de cadenas rechinando contra el hierro de los escobenes indicó que el barco acababa de echar el ancla. Entonces, la multitud se dispersó, volviendo cada uno a su casa comentando el suceso.

La noche transcurrió sin incidentes. Al alba se apercibió el barco a tres cables de la orilla. Cuando se consultó a Hartlepool, éste declaró que era un aviso de la marina militar chilena.

Hartlepool no se equivocaba. Se trataba, en efecto, de un aviso chileno cuyo comandante se hizo conducir a tierra a las ocho de la mañana.

Se vio rápidamente rodeado de rostros ansiosos. Las preguntas se entrecruzaban a su alrededor. ¿Por qué se había enviado un barco tan pequeño? ¿Cuándo vendrían a buscarlos? ¿O es que tenían la intención de dejarlos morir en la isla Hoste? El comandante no sabía a quién escuchar.

Sin responder a aquel huracán de preguntas, esperó a que se calmaran, y, cuando con gran trabajo consiguió que guardaran silencio, tomó la palabra con una voz que llegó a oídos de todos.

Sus primeras palabras fueron para tranquilizar a sus auditores. Aquéllos podían confiar en la benevolencia de Chile. Además, la presencia del aviso probaba que no se les había olvidado.

A continuación, explicó que si su gobierno había creído su deber enviar un buque de guerra en vez del barco de repatriación prometido, se debía a que deseaba hacerles antes una proposición que probablemente les seduciría. Proposición en verdad muy singular y de las más inesperadas, que el comandante expuso sin más preámbulos.

Pero para que el lector pueda apreciar debidamente el pensamiento del Gobierno chileno, tal vez no sea superfluo un preámbulo.

Para que la parte oeste y sur de la Tierra de Magallanes que le otorgaba el tratado del diecisiete de enero de mil ochocientos ochenta y uno, diera todos sus frutos, Chile había querido dar los primeros pasos con un golpe maestro, aprovechando el naufragio del Jonathan y la presencia en la isla Hoste de varios centenares de emigrantes.

Aquel tratado sólo había conferido, en realidad, derechos puramente teóricos. Sin duda, la República Argentina no podía reclamar más, a excepción de la Tierra de los Estados y de la parte de la Patagonia y de la Tierra del Fuego situada bajo su soberanía. En su propio territorio, Chile tenía entera libertad de actuación para favorecer sus intereses. Pero no basta entrar en posesión de una región e impedir que otras naciones puedan crear allí unos derechos propios de un primer ocupante. Es necesario sacar partido de ello, explotando las riquezas de su suelo desde el punto de vista mineral y vegetal. Es necesario enriquecerla con la industria y el comercio, atraer allí a una población si está inhabitada; en una palabra, hay que colonizarla. El ejemplo de lo que se había hecho ya en el litoral del estrecho de Magallanes, donde Punta Arenas veía cada año crecer su importancia comercial, debía animar a la República de Chile a probar una nueva experiencia y a provocar el éxodo de emigrantes hacia las islas del archipiélago magallánico añadidas a su dominio, para vivificar aquella región fértil abandonada hasta entonces en manos de miserables tribus indias.

Y precisamente, he aquí que en la isla Hoste, situada en medio de aquel laberinto de canales del sur, un gran barco había venido a naufragar; he aquí que más de mil emigrantes de diversas nacionalidades, pero pertenecientes todos a aquel excedente de las grandes ciudades que no duda en buscar fortuna en las lejanas tierras de ultramar, se habían visto obligados a refugiarse allí.

El Gobierno chileno pensó con razón que había allí, una ocasión inesperada de transformar a los náufragos del Jonathan en colonos de la isla Hoste. Por consiguiente, no les envió un barco de repatriación, sino un aviso cuyo comandante tuvo a su cargo transmitir sus proposiciones a los interesados.

Aquellas proposiciones de carácter tan inesperado eran al mismo tiempo muy tentadoras: la República de Chile ofrecía desprenderse pura y simplemente de la isla Hoste en provecho de los náufragos del Jonathan, quienes dispondrían de ella a su gusto, no en virtud de una concesión temporal sino en toda propiedad, sin ninguna condición ni restricción.

Nada más claro, nada más limpio que aquella proposición. Hay que añadir: nada más hábil. Renunciando a la isla Hoste a fin de obtener de ella la inmediata explotación de sus riquezas, Chile podría así atraer colonos a las otras islas: Clarence, Dawson, Navarino, Hermitte, que habían quedado bajo su dominio. Si la nueva colonia prosperaba, cosa probable, se sabría que no habría razón para temer el clima de la Tierra de Magallanes, se conocerían sus recursos agrícolas y minerales; ya no se podría ignorar que, gracias a sus pastos y a sus instalaciones de pesca, este archipiélago es propicio a la creación de empresas florecientes, y el cabotaje tomaría una extensión cada vez más considerable.

Punta Arenas, puerto franco y sin ningún tipo de molestia aduanera, abierto libremente a los navíos de los dos continentes, gozaba ya de un magnífico porvenir. Fundando aquella estación, se había asegurado, en suma, su preponderancia sobre el estrecho de Magallanes. No dejaba de tener cierto interés el obtener un resultado análogo en la parte meridional del archipiélago. Para lograr de modo más seguro aquel fin, el Gobierno de Santiago, guiado por un fino sentido político, se había decidido a sacrificar la isla Hoste, sacrificio por otra parte más aparente que real, por estar la isla absolutamente desierta. No contento de dispensarla de toda contribución, abandonada la propiedad, le dejaba una completa autonomía, la separaba de su dominio. Sería la única región de la Tierra de Magallanes que disfrutaría de una completa independencia.

Ahora se trataba de saber si los náufragos del Jonathan aceptarían la oferta que se les hacía, si consentirían en intercambiar su concesión africana por la isla Hoste.

El Gobierno esperaba resolver aquella cuestión sin demora. El aviso había venido con la proposición y se volvería con la respuesta. El comandante tenía plenos poderes para tratar con los representantes de los emigrantes. Pero sus órdenes eran no fondear en la isla Hoste más de quince días como máximo. Pasados aquellos quince días, volvería a irse, estuviera o no firmado el tratado.

Si la respuesta resultaba afirmativa, la nueva República pasaría inmediatamente a tomar posesión e izaría el pabellón que le conviniese adoptar.

Si la respuesta era negativa, el Gobierno tomaría ulteriormente medidas respecto al modo de repatriar a los náufragos. No sería aquel aviso de cuatrocientas toneladas el que podría transportarlos, aunque sólo fuera a Punta Arenas. Se pediría a la Sociedad americana de colonización que enviase un barco de socorro, cuya travesía exigiría cierto tiempo. En este caso, transcurrirían aún varias semanas antes de que la isla pudiese ser evacuada.

Como es de imaginar, la proposición del Gobierno de Santiago produjo un efecto extraordinario.

No se esperaba nada semejante. Los emigrantes, incapaces de tomar una decisión por sí mismos ante un caso tan grave, empezaron a mirarse unos a otros con perplejidad; luego, todos sus pensamientos volaron a la vez hacia aquel a quien consideraban más capacitado para discernir sobre el interés común. Con un mismo movimiento, cuya perfecta armonía probaba al mismo tiempo su reconocimiento, su clarividencia y su debilidad, se volvieron hacia el oeste, es decir, hacia el riachuelo en cuya desembocadura debía balancearse la Wel-Kiej.

Pero la Wel-Kiej había desaparecido. Por muy lejos que pudiesen alcanzar sus miradas, nadie la divisaba sobre la superficie del mar.

Hubo un momento de estupor. Luego, un movimiento ondulatorio recorrió la multitud. Cada una se agitaba, se inclinaba, intentando descubrir a aquel en el que todos tenían puestas sus esperanzas. Por fin, tuvieron que rendirse a la evidencia. Llevándose consigo a Halg y a Karroly, el Kaw-djer, sin lugar a dudas, había partido.

Quedaron aterrados. Aquellas pobres gentes se habían acostumbrado a dejar la tarea de ser guiados en manos del Kaw-djer, cuya inteligencia y abnegación les eran ya tan conocidas. Y he aquí que les abandonaba en el momento en que estaba en juego su destino. Su desaparición produjo tanta sorpresa como la aparición del barco en las aguas de la isla Hoste.

Harry Rhodes, por razones diferentes, se sintió también profundamente afligido. Hubiera comprendido que el Kaw-djer abandonara la isla Hoste el día en que los emigrantes se alejasen, pero ¿por qué no haber esperado hasta entonces? No se rompen tan bruscamente los lazos de sincera amistad, y a los amigos no se les deja sin haberles dicho adiós.

Por otra parte, ¿por qué esta partida tan precipitada, que recordaba tanto a una huida? ¿Sería acaso la llegada del buque chileno la que la había provocado?

Dado el misterio que envolvía la vida de aquel hombre, de quien no se conocía ni la nacionalidad, todas las hipótesis eran admisibles.

La ausencia de su consejero habitual, en el momento en que sus consejos hubieran sido muy apreciados, dejó desamparados a los emigrantes. La muchedumbre se disgregó poco a poco y el comandante, del aviso quedó prácticamente solo. Uno tras otro, para no verse obligados a tomar una decisión, se alejaban discretamente en pequeños grupos, donde se intercambiaban escasas palabras sobre la sorprendente oferta que acababan de proponerles.

Durante ocho días, aquella oferta fue el tema de todas las conversaciones. El sentimiento general era de sorpresa. La proposición les parecía tan extraña que numerosos emigrantes se resistían incluso a tomarla en serio. Harry Rhodes, solicitado por sus compañeros, tuvo que ir a buscar al comandante para pedirle explicaciones, comprobar cuáles eran sus poderes y asegurarse personalmente de que la independencia de la isla Hoste estaría garantizada por la República chilena.

El comandante no desperdició ningún argumento para convencer a los interesados. Les hizo comprender cuáles eran los móviles del Gobierno y cuán ventajoso era para unos emigrantes establecerse en una región cuya posesión se les aseguraba. No dejó de recordarles la prosperidad de Punta Arenas y de añadir que Chile consideraría su deber acudir en ayuda de la nueva colonia.

-El acto de donación ya está dispuesto -añadió el comandante-. Sólo faltan las firmas.

-¿Cuáles? -preguntó Harry Rhodes.

-Las de los delegados elegidos por los emigrantes en asamblea general.

Aquélla era, en efecto, la única manera de proceder. Más tarde, cuando la nueva colonia se ocupase de su organización, decidiría si le convenía o no nombrar un jefe. Elegiría con toda libertad el régimen que le pareciese mejor, y Chile no intervendría de ningún modo en aquella elección.

Para que no causen extrañeza las consecuencias que aquella proposición iba a tener, conviene comprender perfectamente la situación.

¿Quiénes eran aquellos pasajeros que habían salido de San Francisco a bordo del Jonathan y que se dirigían a la bahía de Lagoa? Pobres gentes obligadas por las necesidades de la existencia a expatriarse. ¿Que les importaba, en realidad, establecerse aquí o allá, desde el momento en que su porvenir estuviese asegurado, y siempre que las condiciones del hábitat fuesen igualmente favorables?

Pues bien, desde que ocupaban la isla Hoste, había transcurrido todo un invierno. Habían podido comprobar por sí mismos que el frío no era excesivo, y ahora comprobaban que la primavera se manifestaba con una precocidad y una generosidad que no siempre se encuentran en las tierras más al ecuador.

Desde el punto de vista de la seguridad, la comparación no parecía favorecer ala bahía de Lagoa próxima a los ingleses, al Orange, y a los pueblos bárbaros de la Cafrería. Indudablemente, los emigrantes habían considerado aquellos riesgos antes, de embarcarse, pero aquellos riesgos crecían en importancia ante sus ojos ahora que se les presenta una ocasión para establecerse en una región desierta, lejos de aquellas proximidades peligrosas, cada una en grado diferente.

Por otra parte, la Sociedad de colonización sólo había obtenido su concesión sudafricana por un tiempo determinado y el Gobierno portugués no cedía sus derechos en provecho de los futuros colonos. Por el contrario, en la Tierra de Magallanes, aquellos gozarían de una libertad sin límites y la isla Hoste, convertida en su propiedad, sería elevada al rango de Estado soberano.

Por fin, existía aquella doble reflexión de que, quedándose en la isla Hoste, se evitaría un nuevo viaje y que el Gobierno chileno se interesaría por la suerte de la colonia. Se podría contar con su ayuda. Se establecerían relaciones regulares con Punta Arenas. Se fundarían factorías en el litoral del estrecho de Magallanes y en otros puntos del archipiélago. El comercio con las Falkland se desarrollaría cuando los establecimientos de pesca estuvieran convenientemente organizados. E incluso en un tiempo próximo, la República Argentina no dejaría sin duda abandonadas sus posesiones de la Tierra del Fuego. Crearía aldeas rivales a Punta Are­nas y la Tierra del Fuego tendría su capital argentina, como la península de Brunswick tiene su capital chilena1.

Forzoso es reconocer que todos aquellos argumentos tenían su peso y acabaron por imponerse.

Tras largos conciliábulos, se puso de manifiesto que la mayoría de los emigrantes tendería a aceptar las ofertas del gobierno Chileno.

¡Cuánto era de lamentar que el Kaw-djer hubiera dejado la isla Hoste precisamente en el momento en que hubieran recurrido sin vacilar a sus consejos! Nadie más calificado que él para indicar la mejor solución. Probablemente hubiera sido parecer de aceptar aquella proposición que devolvía la independencia a una de las once grandes estas del archipiélago magallánico. Harry Rhodes no dudaba que el Kaw-djer hubiera hablado en este sentido con aquella autoridad que le daban tantos servicios prestados.

En lo que a él respectaba personalmente, le atraía aquella solución y, fenómeno que tenía pocas posibilidades de volver a repetirse jamás, su opinión concordaba con la de Ferdinand Beauval. En efecto, el líder socialista hacía una activa propaganda en favor de la aceptación. ¿Qué esperaba pues? ¿Proyectaba poner en práctica su propia doctrina? ¡Qué maravillosa aventura, qué magnífico campo para la gran experiencia de un colectivismo o incluso de un comunismo integral aquella multitud inculta, propietaria pro indiviso como en los primeros tiempos del mundo de un territorio del que nadie tenía derecho a reclamar para sí mismo la más mínima parcela!

Así pues, ¡cómo se multiplicaba Ferdinand Beauval! ¡Cómo iba de unos a otros defendiendo su causa hasta la saciedad! ¡Cuánta elocuencia malgastaba sin darse cuenta!

Por fin, hubo que proceder a la votación. El plazo fijado por el Gobierno chileno tocaba a su fin, y el comandante del aviso presionaba para solucionar aquel asunto. En la fecha indicada, el treinta de octubre, daría orden de levar anclas, y Chile conservaría todos sus derechos sobre la isla Hoste.

Fue convocada una asamblea general para el veintiséis de octubre. Tomaron parte en el escrutinio definitivo todos los emigrantes mayores de edad, en número de ochocientos veinticuatro, siendo el resto mujeres, niños y jóvenes que no habían alcanzado los veintiún años, o ausentes, como los jefes de las familias Gordon, Riviére, Ivanoff y Gimelli.

El escrutinio dio setecientos noventa y dos votos a favor de la aceptación, mayoría, como se ve, considerable. Sólo hubo treinta y dos oponentes, que querían atenerse al proyecto primitivo y dirigirse a la bahía de Lagoa, y que acabaron aceptando someterse a la decisión de la mayoría.

A continuación, se procedió a la elección de tres delegados. Ferdinand Beauval obtuvo en aquella ocasión un éxito halagador. Por fin dejaba de fracasar en una de sus campañas y lograba el primer puesto. Fue designado por los emigrantes que, obedeciendo a un instintivo sentimiento de prudencia, le dieron sin embargo por compañeros a Harry Rhodes y Hartlepool.

El tratado se firmó el mismo día entre aquellos delegados y el comandante que representaba al Gobierno chileno, tratado cuyo texto, sumamente simple, sólo contenía algunas líneas y no se prestaba a ningún equívoco.

En el acto, la bandera hosteliana -mitad blanca y mitad roja- fue izada en la playa y el aviso la saludó con veintiún cañonazos. Arbolada por primera vez, ondeando alegremente en la brisa, anunció al mundo el nacimiento de un país libre.

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1. Y así ha ocurrido. Aun existe hoy una población argentina, Ushaia, en el canal de Beagle.

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