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Los náufragos del “Jonathan”
Editado
© Juan Suárez
30 de julio del 2003
Primera parte
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Segunda parte
Indicador En tierra
Indicador Mi primera ley
Indicador En la bahía de Scotchwell
Indicador El invierno
Indicador Barco a la vista
Indicador Libres
Indicador La primera infancia de...
Indicador Halg y Sirk
Indicador El segundo invierno
Indicador Sangre
Indicador Un jefe
Tercera parte
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Los náufragos del “Jonathan”
Segunda parte - Capítulo VII
La primera infancia de un pueblo

Al día siguiente el aviso levó anclas a primera hora, y desapareció al doblar la punta. Se llevaba a diez de los quince marineros supervivientes del Jonathan. Los otros cinco, Kennedy entre ellos, habían preferido, al igual que el contramaestre, Hartlepool y el cocinero Sirdey, quedarse en la isla en calidad de colonos.

Motivos análogos habían decidido a Kennedy y Sirdey a adoptar aquella decisión. Mal vistos ambos por los capitanes y, por consiguiente, encontrando muchas dificultades para enrolarse, esperaban tener una vida más fácil y menos precaria en una sociedad naciente, donde las leyes, al menos durante largo tiempo, carecerían necesariamente de rigor. En cuanto a sus compañeros, buena gente, enérgica y formal, pero pobre y sin familia, descontaban, como el mismo Hartlepool, la posibilidad de ser amos de sí mismos en un nuevo país, dejando de ser marinos de altura para convertirse en simples pescadores.

La realización o el fracaso de su sueño iba a depender en gran parte de la orientación que se diera al gobierno de la isla. Cuando el Estado está bien administrado, los ciudadanos tienen la oportunidad de enriquecerse con su trabajo. Por el contrario, toda labor será estéril si el poder central no sabe descubrir ni aplicar las medidas propias para agrupar en apretado haz los esfuerzos individuales. La organización de la colonia era, pues, de capital interés.

Al menos por el momento, los hostelianos -tal era el nombre adoptado por consentimiento unánime- no se inquietaban por resolver aquel problema vital. Sólo pensaban en divertirse. Libertad; aquella palabra mágica los había embriagado como a niños grandes, sin intentar penetrar en su sentido profundo, sin pensar que la libertad es una ciencia que hay que aprender, y que para ser libres, lo primero que se necesita es vivir.

El aviso se hallaba todavía a la vista, cuando ya en la multitud, antes tan agitada, todo el mundo se felicitaba y se congratulaba recíprocamente. Parecía como si se hubiera llevado a término una obra importante y difícil. Sin embargo, la obra apenas había comenzado.

No hay ninguna fiesta popular que se precie que no vaya acompañada de alguna comilona. Unánimemente, decidieron, pues, darse un buen banquete aquel día. Por eso, mientras las mujeres volvían a sus hornillos y cacerolas, los hombres se dirigieron hacia el cargamento del Jonathan.

No hay ni que decir que aquel cargamento había quedado sin vigilancia desde la proclamación de independencia. Elevados los náufragos a la dignidad de nación por las circunstancias, nadie, excepto ella misma, estaba calificada para reglamentar el ejercicio de su soberanía. Además, ¿quién hubiera montado guardia, si la mayoría de los responsables de ésta se habían ido?

Con gran regocijo y sin pensarlo más, abrieron un tonel, e iban a proceder a su distribución cuando a ciertas mentes sagaces se les ocurrió una idea mejor. Aquel alcohol pertenecía, en realidad, a todo el mundo; entonces, ¿por qué no repartirlo hasta la última gota? La moción fue aceptada con entusiasmo a pesar de las tímidas protestas de un pequeño grupo de prudentes. Evaluada aproximadamente la cantidad de alcohol, se convino que cada hombre mayor de edad tendría derecho a una parte y cada mujer o niño a una media parte. Aquella decisión fue pronto ejecutada, y los jefes de familia recibieron la ración que les correspondía, entre burlas y alegres bromas.

A finales de la tarde, la fiesta llegó a su apogeo. Todos los rencores se habían olvidado. Las diversas nacionalidades parecían fundidas en una, se fraternizaba. Sé organizó un baile al son de un acordeón de buena voluntad, y las parejas giraban en medio de un círculo de bebedores.

Entre éstos figuraba, naturalmente, Lazzaro Ceroni. Incapaz de aguantarse de pie desde las seis de la tarde, a las diez bebía sin cesar. Aquello hacía presagiar un triste final de fiesta para Tullia y para Graziella.

Al mismo tiempo, había otro que se embriagaba a vasos llenos, aparte en un rincón oscuro. Pero, por un momento, aquél encontraba en el abominable veneno su alma, que el mismo veneno había degradado. Dé repente, una música admirable se elevó, interrumpiendo los bailes. Fritz Gross, saturado de alcohol, había recobrado su genio. Tocó durante dos horas, improvisando según su inspiración, rodeado de mil rostros de ojos desorbitados y bocas abiertas, como para beber el torrente musical cuya fuente era el prestigioso violín.

De todos los auditores de Fritz Gross, el más atento y el más apasionado era un niño. Aquellos sonidos, de una belleza hasta entonces desconocida, eran para Sand una verdadera revelación. Descubría la música y penetraba temblando en aquel reino ignorado. En el centro del círculo, de pie frente al músico, miraba, escuchaba, viviendo sólo por los oídos y por los ojos, el alma embriagada, vibrando lleno de una punzante y radiante emoción.

¿Qué palabras describirían lo pintoresco de aquel espectáculo? En el suelo, un hombre, casi informe en sus colosales proporciones, desmoronado, con la cabeza inclinada sobre el pecho, los ojos cerrados, ensimismado, que tocaba, tocaba sin desmayo, desenfrenadamente, bajo la luz incierta de una antorcha fuliginosa que lo hacía destacar con fuerza sobre un fondo de noche impenetrable. Delante de aquel hombre, un niño en éxtasis, y en torno a aquel grupo singular, una muchedumbre silenciosa, invisible, pero cuya presencia se descubría el brillo de la antorcha según el capricho de la brisa. Los rayos parecían colgarse entonces de algún rasgo saliente. Aquel instante de fulgor hacía aparecer una nariz, una frente, una oreja, como engendrada por la sombra que al momento la borraba, mientras el canto agudo y potente de un violín se propagaba en largas ondas, planeando por encima de aquella multitud para ir a morir en el oscuro espacio.

Hacia medianoche, Fritz Gross, extenuado, soltó el arco y se durmió pesadamente. Con recogimiento, a paso lento, los emigrantes volvieron a sus casas.

Al día siguiente, no quedaba señal de aquella fugitiva emoción, y placeres más groseros atrajeron de nuevo a los colonos. La fiesta recomenzó. Todo hacía creer que se prolongaría hasta que se agotaran por completo los licores fuertes.

La Wel-Kiej volvió a la isla Hoste en medio de aquella kermesse, cuarenta y ocho horas después de la salida del aviso. Nadie parecía acordarse de que la chalupa había estado fuera dos semanas, Y los que iban en ella recibieron una acogida como si no se hubiesen ausentado jamás. El Kaw-djer no entendía nada de lo que veía. ¿Qué significaban aquel pabellón desconocido plantado sobre la playa y la alegría general que parecía transportar a los emigrantes?

Harry Rhodes y Hartlepool le pusieron al corriente de los últimos acontecimientos en pocas palabras. El Kaw-djer escuchó aquel relato con emoción. Su pecho se dilataba como si un aire más puro llegara a sus pulmones, su rostro estaba transfigurado. ¡Aún existía, pues, una isla libre en el archipiélago magallánico!

Sin embargo, no devolvió confidencia por confidencia y calló respecto a los motivos que le habían determinado a alejarse durante quince días.

¿Para qué? ¿Habría conseguido hacer comprender Harry Rhodes por qué, resuelto a romper toda relación con el universo civilizado, había marchado al descubrir el aviso, al que suponía encargado de afirmar la autoridad del Gobierno chileno, y por qué, resguardado al fondo de una bahía de la península Hardy, había esperado la partida de aquel aviso antes de volver al campamento?

Muy contentos de volverlo a ver, sus amigos ni pensaron en hacerle preguntas. Para Harry Rhodes y Hartlepool, su presencia era un consuelo. Tener con ellos a aquel hombre de fría energía, vasta inteligencia y perfecta bondad les devolvía una confianza que el infantilismo mostrado por sus compañeros comenzaba a quebrantar.

Los muy desgraciados sólo han visto en su independencia el derecho a emborracharse -dijo Harry Rhodes, dando fin a su relato-. No parecen pensar en la necesidad de organizarse e instalar un Gobierno cualquiera.

-¡Bah! -replicó el Kaw-djer con indulgencia-, se les puede disculpar querer pasárselo bien. ¡Lo han pasado tan mal hasta ahora! Esta locura acabará algún día y llegarán por sí mismos a cosas más serias... En cuanto a constituir un Gobierno, reconozco que no veo su utilidad.

-Sin embargo, es necesario que alguien se encargue de imponer el orden entre toda esa gente -objetó Harry Rhodes.

-No se preocupe -respondió el Kaw-djer-. El orden se impondrá solo.

-A juzgar por el pasado, sin embargo...

-El pasado no es el presente -interrumpió el Kaw-djer-. Ayer, nuestros compañeros se sentían aún ciudadanos de América o de Europa. Ahora, son hostelíanos. Es muy diferente.

-¿Su opinión sería, pues...?

-Que vivan tranquilamente en la isla Hoste, ya que les pertenece. Tienen la gran suerte de no tener leyes. Que se guarden de hacerlas. ¿Para qué servirían esas leyes? Estoy convencido de que ignorar cualquier indicio de conflictos entre las personas es inherente a la esencia de la naturaleza. Todo se arreglaría perfectamente sin los prejuicios, sin las ideas establecidas que resultan de siglos de esclavitud. La tierra se ofrece a los hombres. Que cojan sus frutos a manos llenas y que disfruten con igualdad y fraternidad de sus riquezas. ¿Para qué reglamentar todo esto?

Harry Rhodes no parecía muy convencido de la verdad defendida en aquellas opiniones optimistas. Sin embargo, nada respondió. Hartlepool tomo la palabra.

-En espera de que todos estos barbianes -dijo- demuestren otra fraternidad que no sea la fraternidad de la juerga, nosotros hemos confiscado las armas y las municiones.

Bajo la responsabilidad de la Sociedad de colonización, el cargamento del Jonathan contenía, en efecto, sesenta rifles, unos cuantos barriles de pólvora, balas, plomo y cartuchos, para que los emigrantes pudieran cazar fieras y defenderse en caso de necesidad de los ataques de sus vecinos en la bahía de Lagoa. Nadie había pensado en aquel material de guerra, nadie, aparte de Hartlepool. Aprovechando el desorden general, lo había puesto prudentemente fuera de alcance. Tal vez le hubiese costado encontrar un escondrijo conveniente si Dick no le hubiese indicado el conjunto de grutas que atravesaban de punta a punta el macizo de la gruta del este. Ayudado por Harry Rhodes y por los dos grumetes, había transportado en varios viajes durante la primera noche de fiesta las armas y municiones a la gruta superior, donde las había enterrado profundamente. Desde entonces, Hartlepool se sentía más tranquilo. El Kaw-djer aprobó su prudencia.

-Ha hecho usted muy bien, Hartlepool -decla­ró-. Más vale, en suma, dar a las cosas tiempo de apaciguarse por sí solas. En este país, además, nuestros compañeros no tendrían ninguna necesidad de armas de fuego.

-No tienen -afirmó el contramaestre-. A bordo del Jonathan, los reglamentos eran formales. Los emigrantes fueron registrados, ellos y sus bultos al embarcar, y todas las armas de fuego fueron incautadas, exceptuando las que hemos escondido nadie tiene, y no las encontrarán. Por consiguiente...

Hartlepool se interrumpió bruscamente. Parecía preocupado.

-¡Mil diablos! -exclamó-. Pues sí, las hay. Hemos encontrado sólo cuarenta y ocho fusiles en vez de sesenta. Creía que era una equivocación. Pero ahora que lo pienso, los doce que faltan se los llevaron los Riviére, los Ivanoff, los Gimelli y los Gordon. Por suerte, son gente seria, y de ellos no hay nada que temer.

-Existen otros peligros además de las armas -hizo observar Harry Rhodes-. El alcohol, por ejemplo. En estos momentos, se abrazan, pero no continuarán siempre igual. Lazzaro Ceroni ya ha empezado a hacer de las suyas. En su ausencia, me he visto obligado a intervenir: Sin Hartlepool y sin mí, creo que decididamente, esta vez, mataba a golpes a su víctima.

-Este hombre es un monstruo -dijo el Kaw­djer.

-Como todos los borrachos, ni más ni menos. No importa. Es una suerte para las dos mujeres que Halg haya vuelto. Y a propósito, ¿qué tal está nuestro joven salvaje?

-Tan bien como le pueda ir a un muchacho en su estado de ánimo. Inútil decir que no fue precisamente con agrado que nos acompañó a su padre y a mí. Tuve que hacer un acto de autoridad y dar mi palabra de que volveríamos aquí. Dado que esta familia se queda con las otras en la isla Hoste, las cosas se simplifican evidentemente. Pero lo que las viene a complicar son los deplorables hábitos de Lazzaro Ceroni. Esperemos que se corrija cuando se agote la provisión de alcohol.

Mientras se ocupaban así de él, Halg, dejando la Wel-Kiej bajo la custodia de su padre, se había apresurado en ir a ver a Graziella. ¡Qué alegría tuvieron de verse de nuevo! Luego, la mayoría dio paso a la tristeza. Graziella explicó al joven indio a qué sufrimientos sometía Ceroni de nuevo a su mujer y a su hija. Respecto a esta última, a aquellas miserias se añadían la cautelosa búsqueda de Patterson y, sobre todo, la brutal persecución de Sirk. No podía dar un paso al exterior sin exponerse a sufrir la insolencia de este despreciable individuo. Halg la escuchaba temblando de indignación.

En un rincón de la tienda, Lazzaro Ceroni, durmiendo la última borrachera, roncaba a pierna suelta. No había que hacerse ilusiones. Apenas despierto, caería de nuevo en su vicio y volvería a unirse a la fiesta general, cuyo fin no parecía próximo.

Sin embargo, ésta comenzaba ya a cambiar de carácter. La excitación se hacía menos inocente y menos pueril. Por ciertos rostros pasaban visos siniestros. El alcohol hacía su obra. La depresión que dejaba tras sí, sólo podía combatirse con dosis más fuertes y, poco a poco, la ligera embriaguez del principio dejaba paso a una pesada borrachera, que se convertiría en una borrachera furiosa cuando la ración aumentase todavía más.

Algunos, sintiendo el peligro, comenzaban a retirarse de aquella ronda infernal. Pronto su sentido común adquiría de nuevo sus derechos y el problema de la existencia en la isla Hoste se imponía de nuevo a su espíritu.

Arduo problema, pero no insoluble. Por su superficie cercana a los doscientos kilómetros cuadrados, por sus tierras en su mayor parte cultivables, por sus bosques y sus pastos, la isla hubiera podido alimentar a una población mucho más importante. Pero sólo a condición de no eternizarse en la bahía Scotchwell y de extenderse por el país. No faltaban los instrumentos de cultivo y tampoco las semillas, las plantas ni, en general, el material indispensable a toda instalación agrícola. Por otra parte, los emigrantes estaban, en su inmensa mayoría, avezados por las faenas del campo. Nada más natural para ellos que dedicarse a estas faenas en su país de adopción como se habían dedicado a ellas en su país de origen. Al principio, los animales domésticos no serían evidentemente muy numerosos, pero poco a poco, y gracias a la mediación del Gobierno chileno, llegarían de la Patagonia, de las pampas argentinas, de los grandes llanos de la Tierra del Fuego, y finalmente de las Falkland, donde se desarrolla a gran escala la cría de ovejas. Así pues, nada se oponía en principio al éxito de aquella tentativa de colonización, siempre que los colonos se ocupasen activamente de sacarla adelante.

De entre ellos, un pequeño número había visto claramente desde la proclamación de independencia aquella necesidad de trabajar y de actuar. Ellos, y Patterson el primero, habían vuelto al cargamento del Jonathan una vez acabada la distribución del alcohol y habían hecho una cuidadosa selección de los objetos que la componían, cada uno en vistas al proyecto que tenía y conforme a sus gustos, el uno el cultivo, el otro la ganadería, el tercero la explotación forestal. Luego, tirando ellos mismos de unos carros improvisados, habían partido a la búsqueda de un terreno propicio.

Patterson, por el contrario, se quedó a orillas del río. Ayudado por Long y Blaker, quien insistía en seguir con él a pesar de lo ocurrido, se ocupó primero de vallar su terreno, cuya propiedad se había asegurado desde el principio a título de primer ocupante. Poco a poco, una empalizada formada de sólidas estacas, rodeó el cercado por tres lados, quedando el cuarto limitado por el río. Al mismo tiempo, cavaron el suelo del interior y allí dispusieron sembrados de legumbres. Patterson se dedicaba a la horticultura.

Tras dos días de fiesta, algunos emigrantes que creían haber celebrado ya suficientemente la independencia empezaron a recobrar el dominio de sí mismos. Se dieron cuenta entonces de que el placer no había apartado a varios de sus compañeros de sus verdaderos intereses, y a su vez hicieron una visita a las reservas del Jonathan. Las riquezas eran todavía abundantes, y, tanto en material como en personas, les fue fácil procurarse lo necesario, es decir, lo superfluo. Hecha su elección y creados sus medios de transporte, se alejaron siguiendo las huellas de sus predecesores.

En los días que siguieron, aquel ejemplo tuvo imitadores cada vez más numerosos, de tal modo que al ir transcurriendo el tiempo, la alegre tropa fue disminuyendo progresivamente, mientras nuevas caravanas se ponían en marcha hacia el interior de la isla. Unos tras otros, casi todos los colonos abandonaron así, poco a poco, las orillas de la bahía Scotchwell, unos empujando una carreta informe, otros cargados como mulas, otros sin nada y otros arrastrando mujer y chiquillería tras de sí.

Disminuyendo el stock del Jonathan a medida que lo iban tomando a manos llenas, la selección para los últimos en llegar se hizo singularmente restringida. Si los rezagados encontraron provisiones en abundancia, pues la capacidad de transporte había limitado la cantidad que cada uno hubiera podido llevarse, no ocurrió lo mismo con el material agrícola. Más de trescientos colonos tuvieron que prescindir de todo animal de granja o de corral y muchos sólo tuvieron las sobras de aquellos que les habían precedido en lo que a instrumentos de arar se refiere. Sin embargo, tuvieron que contentarse, pues ya no les quedaba otra cosa, y sin dejar de envidiar la rica cosecha recogida por los más diligentes, los menos favorecidos por el reparto se resignaron, y mal que bien, se pusieron a su vez en camino hacia lo desconocido.

Estos últimos emigrantes, peor provistos en cuanto a aperos se refiere, fueron también aquellos a quienes se impuso el más duro éxodo. En vano se alejaban hacia el norte y hacia el oeste: siempre encontraban el lugar ocupado por quienes habían salido antes. Unos cuantos, particularmente desafortunados, se vieron obligados para descubrir un emplazamiento favorable a continuar hasta la península Duma, contorneando la profunda escotadura conocida por el nombre de Ponsonby Sound, a más de cien kilómetros de la bahía Scotchwell, que a pesar de todo debía considerarse como el principal establecimiento de la colonia, en cierto modo como su capital.

Seis semanas después de la partida del aviso, aquella capital había perdido la mayor parte de su población. Habiéndola abandonado casi todos los colonos capaces de manejar la azada y el azadón, contaba exactamente con ochenta y un habitantes, cuyas anteriores ocupaciones les situaban en un estado de inferioridad manifiesta en las actuales condiciones de vida.

Aparte de una decena de campesinos, retenidos temporalmente en la costa por motivos de salud, y entre los que uno solo, casado, iba acompañado por su mujer y sus tres hijos, aquel residuo de la desperdigada multitud estaba formado exclusivamente por colonos de origen urbano. Comprendía a John Rame y a la familia Rhodes, a Beauval, Dorick y Fritz Gross; a los cinco marineros, es decir, Kennedy, el cocinero, los dos grumetes, y el contramaestre del Jonathan; a Patterson, Long y Blaker; a la totalidad de los cuarenta y tres obreros o que se decían tales, que se mostraban los más refractarios a los trabajos del campo, y entre los que se encontraban Lazzaro Ceroni y su familia; y por fin, al Kaw-djer con sus dos compañeros, Halg y Karroly.

Aquellos últimos no habían dejado la orilla izquierda del río, en cuya desembocadura estaba anclada la Wel-Kiej, al fondo de una ensenada al abrigo de los temporales que venían del mar. Nada había modificado su vida anterior. El único cambio que introdujeron fue reemplazar por un sólido alojamiento la primitiva tienda que hasta el momento les había asegurado un abrigo insuficiente. Ahora que ya no se planteaban abandonar la isla Hoste, convenía instalarse de un modo menos rudimentario que en el pasado.

En efecto, el Kaw-djer había ya comunicado a Karroly su intención de no volver jamás a la Isla Nueva. Ya, que aún existía una tierra libre, viviría allí hasta el final de sus días. Halg se alegró ante aquella decisión que cuadraba tan bien con sus deseos. En cuanto a Karroly, se conformó como de costumbre con la decisión de aquel a quien consideraba su amo, sin hacer ninguna objeción, a pesar de que su nueva residencia fuera a disminuir considerablemente las ocasiones de pilotaje.

Aquel inconveniente no había pasado desapercibido para el Kaw-djer, pero aceptaba sus consecuencias. En la isla Hoste se viviría únicamente de la caza y la pesca, eso es todo, y si sobre la marcha se demostraba que aquella fuente resultaba insuficiente, habría entonces que pensar en otras soluciones. Decidido de todos modos a debérselo todo a sí mismo, se negó a tomar su parte de provisiones.

Su renuncia no le llevó, sin embargo, a rechazar las casas desmontables, gran parte de las cuales había quedado libre a la marcha de sus habitantes. Una de aquellas casas, transportada por partes a la orilla derecha, fue reedificada allí y luego reforzada por contramuros que se edificaron en pocos días. Algunos obreros habían ofrecido espontáneamente su ayuda al Kaw-djer, que la aceptó con sencillez. Acabado el trabajo, aquella buena gente no pensó en reclamar salario, abstención tan conforme con los principios del Kaw-djer que éste no pensó en ofrecérselo.

Acabada la casa, Halg y Karroly embarcaron en la Wel-Kiej y fueron a la Isla Nueva, de donde trajeron tres semanas después los objetos mobiliares contenidos en su antigua vivienda. Un pilotaje que Karroly había encontrado por el camino, había prolongado su ausencia y permitido al mismo tiempo que el indio se procurara víveres y municiones en cantidad suficiente para la próxima estación del invierno.

A su vuelta, la vida siguió su curso normal. Karroly y su hijo se dedicaron a la pesca, y se encargaron de fabricar la sal necesaria para conservar el excedente del botín cotidiano. Durante aquel tiempo, el Kaw-djer recorría la isla al azar de sus cazas.

Gracias a sus correrías incesantes, guardaba contacto con los colonos. Casi todos recibieron sucesivamente su visita. Pudo comprobar que desde el principio se afirmaban entre ellos sensibles diferencias. Que aquellas diferencias proviniesen de una desigualdad natural en el valor, la suerte o las facultades de los trabajadores, lo cierto es que ya se perfilaba claramente, el éxito de unos y el fracaso de otros.

A la cabeza de las más brillantes figuraban las explotaciones de las cuatro familias que habían comenzado a trabajar las primeras. Nada de extraño en ello, puesto que eran las más antiguas. El aserradero de los Riviére estaba en pleno funcionamiento, y las tablas ya aserradas hubieran asegurado el cargamento de dos o tres barcos de respetable tonelaje.

Germain Riviére recibió al Kaw-djer con grandes manifestaciones de amistad y aprovechó su visita para informarse acerca de los sucesos del poblado, quejándose al mismo tiempo de no haber sido llamado para participar en la elección del Gobierno de la colonia. ¿Qué organización había adoptado la mayoría? ¿A quién se había nombrado jefe?

Grande fue su decepción al saber que nada en absoluto había ocurrido, que los emigrantes habían marchado unos tras otros sin siquiera discutir la oportunidad de establecer un Gobierno cualquiera, y fue aún mayor al comprobar que su interlocutor, por quien sentía tanto respeto como reconocimiento parecía aprobar tan irrazonable conducta. Mostró al Kaw-djer un montón de tablas levantadas ordenadamente a lo largo del río.

-¿Y mi madera? -interrogó a modo de objeción-. ¿Cómo me las arreglaré para venderla?

-¿Por qué aquellos que no sacarán ningún provecho iban a encargarse de venderla en su lugar? -replicó el Kaw-djer-. Por otra parte, no siento la menor inquietud, porque estoy seguro de que sabrá salirse del paso por sí solo.

-Es posible -reconoció Germain Riviére-. Eso no impide que mi trabajo se aliviaría si mediante una pequeña contribución algunos se encargasen de satisfacer las necesidades generales de la colonia. La vida no será fácil si no se establece un poco la división del trabajo, si cada uno no piensa más que en sí mismo y se encuentra, por el contrario, en la obligación de procurarse a sí mismo todo lo que necesita. En mi opinión, un intercambio de servicios recíprocos haría más apacible la existencia.

-¿Tantas necesidades tiene, pues? -preguntó sonriendo el Kaw-djer.

Pero Germain Riviére parecía inquieto y preocupado.

-Es natural -dijo- que cada uno quiera obtener la recompensa de su trabajo. Si la isla Hoste no me la puede ofrecer, si continúa así, desprovista de recursos, la abandonaré -¡y no seré el único!- cuando haya ahorrado lo necesario para vivir en un país más agradable. Para lograrlo, sabré salirme del paso, como usted dice, y otros sabrán evidentemente arreglárselas tan bien como yo. Pero aquellos que no sean capaces, se quedarán en la estacada.

-Es usted ambicioso, señor Riviére -exclamó el Kaw-djer.

-Si no lo fuera, no me afanaría tanto -respondió Germain Riviére.

-¿Y es útil afanarse tanto?

-Muy útil. Sin el esfuerzo de todos nosotros el mundo estaría aún en los primeros tiempos, el progreso no sería más que una palabra.

-Un progreso que se obtiene sólo a beneficio de unos pocos -dijo amargamente el Kaw-djer.

-Los más valientes y los más prudentes.

-Y en detrimento de la mayoría.

-.Los más perezosos y los más cobardes. Estos son siempre los que fracasan. Bien gobernados, serán tal vez miserables. Confiados a sí mismos, morirán por su miseria.

-Y sin embargo, ¡no son necesarias tantas cosas para vivir!

-Demasiadas incluso, si se es débil o enfermizo, o estúpido. Los que están en este caso, siempre tendrán amos. A falta de leyes, benignas después de todo, tendrán que sufrir la tiranía de los más fuertes.

El Kaw-djer movió la cabeza poco convencido. Ya conocía aquella cantinela. La imperfección humana, la desigualdad natural son las excusas eternamente invocadas para justificar la coacción y la opresión, mientras así se crean por otro lado y con la pretensión de atenuarlos, unos males que en estado natural no son de ningún modo ineludibles.

Sin embargo, se sentía turbado. El recuerdo de la conducta de Lewis Dorick y su banda a lo largo de la invernada, su desvergonzada explotación de los emigrantes más débiles, daban una fuerza singular a lo que decía aquel hombre cuyo carácter reconocía ser digno de aprecio.

Idéntica fue la impresión que recibió en casa de los vecinos de Germain Riviére. Los Gimelli y los Ivanoff habían sembrado varias hectáreas de trigo candeal y de centeno. Los brotes jóvenes reverdecían ya la tierra y anunciaban una magnífica cosecha para el mes de febrero. Los Gordon, por el contrario, se hallaban menos adelantados. Sus vastas praderas, cuidadosamente cercadas con barreras, aún estaban más o menos desiertas. Pero tenían la certeza de un próximo incremento en el número de sus animales. Llegado ese día, tendrían leche y mantequilla en abundancia, como tenían ya los huevos.

El Kaw-djer en el intervalo de sus cazas, Halg y Karroly en el intervalo de su pesca, dedicaron algunos días a cultivar un pequeño jardín en torno a su vivienda, con el fin de asegurar por completo sus medios de existencia sin depender de nadie.

La suya era una vida animada. Cierto es que no disfrutaban de las comodidades que puede uno encontrar tan fácilmente en las comarcas de civilización más avanzada. Pero pensando en el precio que se paga por ellas, el Kaw-djer no echaba de menos aquellas comodidades. No deseaba más de lo que tenía en aquellos momentos, y así se consideraba feliz.

Ocurría lo mismo con sus dos compañeros que, a excepción de la Tierra de Magallanes, jamás habían conocido otros horizontes. Karroly no había soñado jamás con una existencia tan apacible, y para Halg, la perfecta felicidad consistía en pasar cerca de Graziella todos los instantes que no dedicaba al trabajo.

La familia Ceroni, instalada igualmente en una casa abandonada por los primeros ocupantes, comenzaba a reponerse de los dramas que la habían trastornado durante tanto tiempo y cuya era parecía definitivamente cerrada. Lazzaro Ceroni había dejado, en efecto, de emborracharse, por la simple y perentoria razón de que ya no quedaba una sola gota de alcohol en toda la isla Hoste. Se veía, pues, obligado a permanecer tranquilo, pero su salud parecía gravemente comprometida por los últimos excesos a los que se había entregado. Casi siempre sentado delante de su casa, se calentaba al sol, mirándose los pies tristemente, agitadas sus manos por un continuo temblor.

Tullia, con su presencia inalterable y su dulzura, había tratado en vano de combatir aquel sopor que la llenaba de inquietud. Todos sus esfuerzos habían fracasado y tenía puestas todas sus esperanzas en una continuación de costumbres que por la fuerza de las cosas se habían vuelto más conformes a la higiene.

Por el contrario, Halg, que razonaba distintamente de la desgraciada mujer, encontraba la existencia infinitamente más agradable desde el comienzo de aquel período de paz. Por otra parte, como todo lo refería a Graziella, los sucesos parecían tomar para él un cariz favorable. No sólo Lazzaro Ceroni, cuya hostilidad había temido durante largo tiempo, ya no intervenía para nada, sino que además el más temible de sus rivales, el irlandés Patterson, se había retirado definitivamente de la lid. Ya no se le veía. Ya no importunaba más con su presencia a Graziella y a su madre. Sin duda, había comprendido que el estado de su aliado le quitaba toda esperanza.

Había uno, por el contrario, que no se rendía. Sirk se hacía cada día más audaz. Con Graziella, llegaba a la amenaza directa y empezaba a atacar, aunque con mucha más prudencia, al propio Halg. Hacia finales del mes de diciembre, el joven, al cruzarse con el triste personaje, le oyó proferir unas palabras insultantes que se dirigían a él sin lunar a dudas. Algunos días después, se dirigía a la orilla derecha del río cuando, partiendo del abrigo de una casa, una piedra lanzada con violencia pasó a algunos centímetros de su rostro.

Imbuido de las ideas del Kaw-djer, Halg, que había reconocido al autor de aquella agresión, no trató de vengarse. No contestó tampoco, durante los días siguientes, a las incesantes provocaciones de su adversario. Pero Sirk, envalentonado por la impunidad, no debía tardar en agotar su paciencia, obligándole a defenderse.

Si la inacción no afectaba a Lazzaro Ceroni, salvado de la modorra por su embrutecimiento, no ocurría lo mismo con los demás obreros, sus compañeros. Aquéllos no sabían en qué emplear su tiempo, y por otra parte, los más prudentes no dejaban de sentir algunas inquietudes de cara al futuro. Haberse quedado en la isla Hoste estaba muy bien. Pero aún había que arreglárselas para vivir en aquel lugar. Después de destruir, había que construir1. En verdad, en aquellos momentos no carecían de nada, pero ¿qué ocurriría cuando se agotaran las provisiones?

Casi todos se las ingeniaban, tanto para evitar futuros peligros como para defenderse del aburrimiento inmediato. Realizando un sueño largo tiempo acariciado, algunos se habían convertido de modo improvisado en empresarios, cada uno según su profesión. Por encima de las puertas se veían letreros anunciando que la casa albergaba un cerrajero, un albañil, un carpintero, incluso un zapatero o un sastre. Desgraciadamente, a estos industriales les faltaba clientela. Además, aun cuando sus tiendas estuvieran muy concurridas, ¿qué habrían hecho con el dinero ganado? Les hubiera sido imposible emplearlo en algo, y en particular, cambiarlo por productos alimenticios, cuya utilidad en las circunstancias presentes, prevalecía sobre la de cualquier otro objeto.

Por esto, los más astutos eran aquellos que, renunciando a ejercer su profesión, limitaban su talento a buscar simplemente su comida. Como la caza les estuviera vedada por falta de armas de fuego y el cultivo por el absoluto desconocimiento de la tierra, su única esperanza era la pesca. Así pues, pescaban, siguiendo en esto el ejemplo dado por algunos colonos.

Además del Kaw-djer y sus dos compañeros, Hartlepool y los cuatro marineros del Jonathan se habían dedicado, en efecto, a la pesca desde los primeros días. Los cinco habían emprendido la construcción de una chalupa del mismo tamaño que la Wel-Kiej y esperando a que se terminara, surcaban el mar en ligeras piraguas rápidamente construidas a la moda fueguina.

Hartlepool y sus compañeros, al igual que el Kaw-djer, conservaban en sal los pescados no utilizados en el consumo del día. De esta forma se aseguraban, al menos, contra el riesgo de morir de hambre.

Seducidos por su éxito, algunos emigrantes obreros consiguieron, con la ayuda de los carpinteros, fabricar dos pequeñas embarcaciones, y lanzaron a su vez cañas de pescar y redes.

Pero pescar es un oficio como cualquier otro. Quien quiera ejercerlo con fruto, debe haberlo aprendido con la práctica. Los aficionados pasaron por esa dura experiencia. Mientras las redes de Karroly y su hijo, de Hartlepool y sus cuatro marineros reventaban bajo el peso de los peces, la mayoría de las veces ellos recogían las suyas vacías. Para constituirse una reserva, no podían confiar demasiado en aquel medio. Lo máximo que conseguían era variar alguna vez su comida cotidiana. Se daba incluso el caso de que ni siquiera alcanzaran aquel modesto resultado y que, volviesen con las manos vacías, por emplear esta expresión ya consagrada.

Un día en que sus esfuerzos habían corrido esa suerte, el bote de aquellos aprendices de pescadores se cruzó con la Wel-Kiej, que regresaba al fondeadero guiada por Halg y Karroly. Sobre el puente de la chalupa se veían, bien distribuidos y ordenados, unos cerca de otros, una veintena de pescados, algunos de buen tamaño. Aquella visión excitó la codicia de los desgraciados pescadores.

-¡Eh, indio...! -llamó uno de los obreros que formaban la tripulación del bote.

Karroly dejó avanzar...

-¿Qué quieres? -preguntó cuando la Wel-Kiej se hubo acercado.

-¿No os da vergüenza volver con semejante cargamento para vosotros solos, mientras unos pobres diablos se ven obligados a apretarse el cinturón? -preguntó bromeando este mismo obrero.

Karroly se puso a reír. Estaba demasiado imbuido por los principios altruistas del Kaw-djer para dudar de la respuesta. Lo que era suyo, era de los demás. Nada más natural que compartir, cuando se tiene más de lo necesario, con el que nada posee.

-¡Coge...! -dijo.

-¡Tira...!

La mitad del pescado, lanzada al vuelo, pasó de la Wel-Kiej al bote.

-¡Gracias, compañero...! -gritaron a la vez los obreros volviendo a los remos.

Aunque había reconocido a Sirk entre los que pedían, Halg no se había opuesto a aquel acto de generosidad. Sirk no estaba solo, y además, no se debe negar nada a nadie, aunque sea un enemigo, mientras se pueda obrar de otro modo. El discípulo del Kaw-djer hacía honor, como se ve, a su maestro.

Mientras una parte de los colonos se esforzaba en emplear así su tiempo, otros vivían en la más completa ociosidad. Para unos, tal abandono de sí mismos no tenía nada de anormal. ¿Qué hubieran podido hacer Fritz Gross y John Rame, reducido el primero a una verdadera chochez por el abuso de bebidas alcohólicas, y el segundo tan ignorante como un niño de las realidades de la vida?

Kennedy y Sirdey no tenían estas excusas, y sin embargo, ellos tampoco trabajaban. Fiándose de su experiencia del invierno anterior, se habían quedado en la isla Hoste con la perspectiva de vivir en la ociosidad a expensas de otros, y con el firme propósito de que los acontecimientos no les desmintieran. Por el momento, todo transcurría conforme a sus deseos. No pedían más, y dejaban correr el tiempo sin inquietarse por el futuro.

Desocupados estaban igualmente Dorick y Beauval. Mal preparados por sus anteriores ocupaciones para las condiciones tan especiales de su vida presente, ambos se encontraban muy desorientados. En una isla virgen, en medio de una naturaleza ruda y salvaje, los conocimientos de un antiguo abogado y de un ex profesor de literatura y de historia constituyen una ayuda bien pobre.

Ni el uno ni el otro habían previsto lo que había ocurrido. El éxodo, lógico sin embargo, de la gran mayoría de sus compañeros, les había cogido por sorpresa como una catástrofe y desbarataba sus proyectos, bastante confusos por lo demás. Aquel éxodo costaba a Dorick su clientela de miedosos, a Beauval un público, es decir, aquel conjunto de seres que los políticos de profesión designan a veces con el gracioso nombre de «materia electoral», sin tener conciencia del cinismo involuntario de la expresión.

Tras dos meses de desaliento, Beauval empezó sin embargo a recobrarse. Si le había faltado espíritu de decisión, si las cosas, escapando a su dirección, se habían arreglado por sí solas sin que él tuviese que intervenir, aquello no significaba que todo estuviera perdido. Lo que no se había hecho, podía hacerse aún. Despreocupados los hostelianos de la necesidad de un jefe, la plaza seguía libre. Sólo quedaba cogerla.

La penuria de electores no era un obstáculo para el éxito. Al contrario, la campaña sería más fácil de llevar a cabo entre aquella población dispersa. En cuanto a los otros colonos, no había por qué preocuparse de su opinión. Diseminados por toda la isla, sin ningún lazo de unión entre ellos, no podían ponerse de acuerdo en vistas a una acción común. Si más adelante volvían al campamento, sólo sería en pequeños grupos y éstos, aislados, encontrando allí un Gobierno en funciones, se verían obligados a inclinarse ante los hechos consumados.

Apenas formado aquel proyecto, Beauval trató de apresurar su realización. Le bastaron algunos días para comprobar que allí existían en estado latente tres partidos, además de los neutros y de los indiferentes: uno del que se podía considerar jefe por derecho propio, un segundo inclinado a seguir las sugerencias de Lewis Dorick, y el tercero que recibía la influencia del Kaw-djer. Tras un maduro examen, aquellos tres partidos le parecieron disponer de fuerzas sensiblemente iguales.

Establecido esto, Beauval empezó la campaña, y su arrastradora elocuencia tuvo pronto el efecto de ganar media docena de voces a su favor. Procedió inmediatamente a un simulacro de elección. Fueron necesarios dos turnos de escrutinio a causa de las abstenciones, cuyo alto número se explicaba por el estado general de ignorancia respecto al acontecimiento que se estaba llevando a cabo. Finalmente, unas treinta personas dieron el voto a su favor.

Elegido con aquel escamoteo y tomándose en serio su elección, Beauval ya no tenía que inquietarse por el futuro. No valdría la pena ser el jefe si aquel título no le daba el derecho de vivir a expensas de los electores.

Pero otros problemas le abrumaron. El más corriente sentido común le decía que el primer deber de un gobernador es gobernar. Ahora bien, aquello no le parecía, en la práctica, tan fácil como se había imaginado hasta el momento.

Indudablemente, Lewis Dorick, en su lugar, se hubiera sentido menos preocupado. La escuela comunista, de la que se declaraba partidario, es simplista. Es evidente que su fórmula «Todo en común», cualquiera que sea la opinión que se tenga respecto a sus consecuencias morales y materiales, tendría al menos una fácil aplicación, sea imponiéndola por leyes rigurosas que se pueden imaginar sin demasiada dificultad, sea que los interesados se presten fácilmente a ellas. Y realmente, los hostelianos no hubieran hecho tan mal, quizás, en probar la experiencia. En número restringido, aislados del resto del mundo, se hallaban en las mejores condiciones para llevarla a buen fin; en aquella situación especial, y en virtud de la fórmula comunista, tal vez hubieran conseguido asegurarse lo estrictamente necesario y realizar la igualdad perfecta, teniendo que proceder desde luego a la nivelación, no por la elevación de los humildes, sino rebajando a los más grandes.

Desgraciadamente, Ferdinand Beauval no propagaba el comunismo sino el colectivismo, cuya organización, si bien no estaba, probablemente, por encima de las fuerzas humanas, necesitaría por lo menos un mecanismo infinitamente más complicado y más delicado.

Esta doctrina, por otra parte, ¿sería realizable? Nadie lo sabe. Si el movimiento socialista, afirmado durante la segunda mitad del siglo XIX; no ha sido inútil, si ha dado ese resultado benefactor de excitar la piedad general llamando la atención sobre la miseria humana, de orientar los espíritus hacia la búsqueda de medios propios para atenuarla, de suscitar iniciativas generosas y de crear leyes, algunas de ellas no malas, este resultado sólo se ha podido obtener conservando intacto el orden social que pretendía destruir. Si ha encontrado un terreno sólido en la crítica, desgraciadamente demasiado fácil, de lo que existe, el socialismo ha mostrado siempre una extraña impotencia en la elaboración de un plan de reconstitución. Todos aquellos que se han enfrentado con esta segunda parte del problema sólo han concebido proyectos de una espantosa puerilidad.

El aspecto negativo de la situación de Ferdinand Beauval era precisamente que no tenía nada que criticar ni que destruir, puesto que nada existía en la isla Hoste, y que se veía, pues, en la necesidad de construir. En este aspecto, faltaban los precedentes.

El socialismo no es, en efecto, una ciencia escrita. No forma un cuerpo de doctrina completa. Es un destructor, no crea. Beauval, obligado por consiguiente a inventar, comprobaba lo muy difícil que es improvisar por completo cualquier orden social y comprendía que, si los hombres han ido a tientas hacia un perpetuo devenir, contentándose con hacer su vida soportable por medio de transacciones recíprocas, ha sido porque no han podido hacerlo de otro modo.

Sin embargo, tenía un hilo conductor. No existe escuela socialista que no reclame la supresión de la competencia por la socialización de los medios de producción. Este mínimo de reivindicaciones es común a todas las sectas y es, en particular, el credo de los colectivistas. Beauval sólo tenía que atenerse a él.

Por desgracia, si semejante principio parece tener al menos una razón de ser en una sociedad antigua, en la que el esfuerzo secular ha acumulado unos organismos de producción complicados y potentes, nada semejante existía en la isla Hoste. Los verdaderos instrumentos de producción eran los brazos y el valor de los colonos, ¡a menos que, transformando entonces el colectivismo en puro y simple comunismo, se quisieran considerar como tales los instrumentos para arar, los bosques, los campos y las praderas! Beauval estaba por esta razón sumido en una cruel perplejidad.

Mientras daba vueltas una y otra vez a aquellos graves problemas, su elección tenía curiosas consecuencias. El campamento, tan desierto ya, se vaciaba aún más. La gente emigraba.

Harry Rhodes fue el primero de todos en dar ejemplo. Intranquilo por el cariz que tomaban los acontecimientos, atravesó el río el mismo día en que se vio realizada la ambición de Beauval. Transportada su casa por partes, la hizo reedificar en la orilla izquierda por algunos albañiles, que la hicieron más confortable y más sólida, como antes lo habían hecho con la del Kaw-djer. Harry Rhodes, difiriendo en esto de su amigo, pagó equitativamente a los obreros y éstos quedaron muy satisfechos de recibir aquel salario y al mismo tiempo muy desconcertados por no saber qué hacer con él.

Otros siguieron el ejemplo de la familia Rhodes. Sucesivamente, Smith, Wright, Lawson, Fock, además de los dos carpinteros Hobart y Charley y otros dos obreros cruzaron el río y vinieron a establecer su vivienda en la orilla izquierda. Un poblado, rival al primero se creaba así alrededor del Kaw-djer en aquella orilla donde se habían establecido Hartlepool y cuatro de los marineros; poblado que, tres meses después de la proclamación de independencia, contaba ya con veintiún habitantes, entre los que había dos niños, Dick y Sand, y dos mujeres, Clary Rhodes y su madre.

La vida transcurría pacíficamente en aquel conato de pueblo, donde nada alteraba el buen entendimiento general. Fue necesario que Beauval atravesara el río para que naciera el primer incidente.

Aquel día, Halg sostenía una seria conversación con el Kaw-djer. En presencia de Harry Rhodes, solicitaba consejo respecto a la conducta a seguir con unos cuantos colonos de la otra orilla. Se trataba de aquellos torpes pescadores que, una primera vez, habían apelado a la generosidad de los dos fueguinos. Alentados por el éxito de su demanda, la habían renovado a intervalos cada vez más cortos y ahora, apenas pasaba un día en que Halg no viera caer en sus manos una parte de su pesca. Y eso, sin ningún pudor. Desde el momento en que se tenía la bondad de trabajar para ellos, juzgaban inútil hacer el menor esfuerzo. Se quedaban, pues, en tierra y esperaban tranquilamente la vuelta de la chalupa para reclamar, como algo debido, su parte del botín.

Halg comenzaba a irritarse ante tal desparpajo, y aún más puesto que su enemigo Sirk formaba parte de aquella banda de holgazanes. Antes de darles una negativa había querido, sin embargo, solicitar la opinión del Kaw-djer. Discípulo dócil, quería conformarse con el pensamiento del maestro.

Sentados él y sus amigos en la playa, ante el infinito del mar, les explicó los hechos con todo detalle. La respuesta del Kaw-djer fue clara.

-Mira este espacio inmenso, Halg -le dijo con serena suavidad-, y que él te enseñe una filosofía más amplia. ¡Qué locura! ¡Ser polvo impalpable perdido en un monstruoso universo, y agitarse por unos cuantos peces...! Los hombres sólo tienen un deber, hijo mío, que es al mismo tiempo, si quieren vencer y durar, una necesidad: amarse y ayudarse los unos a los otros. Aquellos de quien hablas, han faltado seguramente a este deber, pero ¿es ésta una razón suficiente para imitarlos? La regla es simple: asegurar primero tu propia subsistencia y luego, una vez cumplida esta condición, asegurar la del mayor número posible de tus semejantes. ¿Qué te importa que abusen? Tanto peor para ellos, no para ti.

Halg había escuchado con respeto aquella exposición de principios. Iba tal vez a responder cuando Zol, el perro, tumbado a los pies de los tres interlocutores, gruñó sordamente. Casi al mismo tiempo, una voz se elevó a algunos pasos detrás de ellos.

-¡Kaw-djer! -llamaban.

El Kaw-djer volvió la cabeza.

-¡Señor Beauval...! -dijo.

-El mismo... Tengo que hablarle, Kaw-djer.

-Le escucho.

Beauval, sin embargo, no habló en seguida. La verdad es que se sentía muy embarazado. Había, sin embargo, preparado su discurso, pero al encontrarse cara a cara con el Kaw-djer, cuya fría gravedad le intimidaba de un modo extraño, no pudo recordar sus pomposas frases y tomó conciencia de la enormidad, de la inconmensurable necedad de su gestión.

A fuerza de soñar con el principio fundamental de la doctrina socialista, Beauval había terminado por descubrir que existían en la isla Hoste «instrumentos de producción», a los que se podría acaso aplicar aquella doctrina. Las embarcaciones, y más que ninguna otra la Wel-Kiej, ¿no eran acaso instrumentos de producción? ¿No lo era acaso aquel fusil del Kaw-djer, que yacía precisamente ante él sobre la arena? Aquel único fusil excitaba notablemente la codicia de Beauval. ¡Qué superioridad aseguraba a su propietario! Entonces, ¿no era lo más natural, lo más legítimo, que aquella superioridad fuera asegurada al gobernador, es decir, a aquel que personificaba el interés colectivo?

-Kaw-djer -dijo por fin Beauval-, usted sabrá, o quizá no lo sepa, que yo fui elegido, hace algún tiempo, gobernador de la isla Hoste.

El Kaw-djer, sonriendo irónicamente, sólo respondió con un gesto de indiferencia.

-Me ha parecido evidente -continuó Beauval­ que el primero de mis deberes en las presentes circunstancias era poner al servicio de la colectividad las ventajas particulares que pueden encontrarse en posesión de algunos de sus miembros.

Beauval hizo una pausa, esperando una aprobación. Como el Kaw-djer persistía en su silencio, Beauval prosiguió:

-En lo que a usted concierne, Kaw-djer, usted posee, y es el único, un fusil y una chalupa. Este fusil es la única arma de fuego de la colonia, esta chalupa es la única embarcación seria que permite emprender un viaje de cierta duración...

-Y usted desearía apropiarse de ellos -concluyó el Kaw-djer.

-Protesto contra esta palabra -exclamó Beauval con un gesto de reunión pública-. Elegido con un programa colectivista, me limito a aplicarlo. Mi gestión no se dirige a nada que se asemeje a una expoliación. No se trata de confiscar, sino de socializar los instrumentos de producción, lo que es muy diferente.

-Venga a cogerlos -dijo tranquilamente el Kaw­djer.

Beauval retrocedió un paso. Zol emitió un gruñido de mal augurio.

-¿Debo entender -preguntó- que rehúsa conformarse con las decisiones de la autoridad regular de la colonia?

Una llama de cólera alumbró los ojos del Kaw-djer. Recogiendo su fusil, se levantó. Luego, golpeando con la culata contra el suelo, dijo:

-Esta comedia ya ha durado demasiado -recalcó duramente-. He dicho: venga a cogerlos.

Excitado por la actitud de su amo, Zol enseñó los dientes. Beauval, intimidado tanto por aquella manifestación hostil como por el tono resuelto y la hercúlea corpulencia de su interlocutor, creyó preferible no insistir. Prudentemente, se batió en retirada, mascullando confusas palabras cuyo significado general era que el caso se sometería al Consejo, el cual tomaría las medidas correspondientes.

Sin escucharlo, el Kaw-djer le había dado la espalda y dejaba vagar de nuevo su mirada sobre el mar. Sin embargo, el incidente implicaba una lección, y Harry Rhodes quiso ponerla en evidencia.

-¿Qué piensa usted de la gestión de Beauval? -preguntó.

-¿Qué quiere que piense? -respondió el Kaw­djer-. ¿Qué pueden importarme las andanzas de ese fantoche?

-Fantoche, de acuerdo -respondió Harry Rhodes-. Pero gobernador al mismo tiempo.

-Nombrado por sí mismo, entonces, ya que no hay ni sesenta colonos en el campamento.

-Basta un voto cuando nadie saca más.

El Kaw-djer se encogió de hombros.

-Le pido disculpas anticipadamente por lo que le voy a decir -continuó Harry Rhodes-, pero en realidad, ¿no siente usted algún arrepentimiento; aún diría más, algunos remordimientos? Usted. De entre todos los colonos, sólo usted tiene experiencia de este país, en el que vive desde hace largos años y cuyos recursos y peligros conoce; sólo usted tiene la inteligencia, la energía y la autoridad necesarias para imponerse a esta población ignorante y débil. Y usted se ha comportado como un espectador indiferente e inerte. En vez de aunar las buenas voluntades diseminadas aquí y allá, ha dejado que todos esos desgraciados se dispersen sin método y sin ningún lazo de unión. Le guste o no, usted es el responsable de todas las desgracias que les esperan.

-¡Responsable...! -protestó el Kaw-djer-. Pero ¿qué deber me incumbía, que yo no haya cumplido?

-La asistencia que el fuerte debe al débil.

-¿No la he prestado, acaso? ¿No he salvado el Jonathan? ¿Puede alguien negar que yo le haya negado ayuda o consejo?

-Había que hacer aún más -afirmó Harry Rhodes con energía-. Todo hombre superior tiene, lo quiera o no, almas a su cargo. Había que dirigir los acontecimientos en vez de someterse a ellos; defender contra sí mismo a este pueblo desarmado y guiarlo.

-¡Robándole su libertad! -interrumpió amargamente el Kaw-djer.

-¿Por qué no? -replicó Harry Rhodes-. Si la persuasión es suficiente para los buenos, existen hombres que sólo ceden ante la coacción: ante la ley que ordena, ante la fuerza que obliga.

-¡Jamás! -exclamó el Kaw-djer con violencia.

Tras una pausa, continuó con una voz más calmada:

-Terminemos ya con este asunto. De una vez por todas, amigo mío sepa que soy enemigo irreconciliable de todo Gobierno, sea cual sea. Mi vida entera la he dedicado a reflexionar sobre este problema y creo que no existe circunstancia en la que se tenga derecho a atentar contra la libertad del prójimo. Toda ley, prescripción o prohibición, dictada en vistas a un llamado interés de la masa, en detrimento de los individuos, es un engaño. Que por el contrario, el individuo se desarrolle en la plenitud de su libertad, y la masa gozará entonces de una felicidad total conseguida gracias a la unión de todas las felicidades particulares. He sacrificado -¡y no digo hasta qué punto!- mucho más de lo que hubiera podido sacrificar la mayoría de los hombres a esta convicción, base de mi vida, y, ya que no estaba en mi poder, por grande que fuera, hacerla triunfar en las sociedades podridas del Viejo Mundo, vine aquí, a la Tierra de Magallanes, para vivir y morir libre en una tierra libre. Mis convicciones no han cambiado desde entonces. Sé que la libertad tiene sus inconvenientes, pero estos mismos se atenuarán con la práctica y, en todo caso, siempre serán mínimos respecto a los de las leyes que tienen la loca pretensión de suprimirlos. Los acontecimientos de los últimos meses me han entristecido. Pero mis ideas no han cambiado. Era, soy y seré de aquellos que son catalogados bajo el nombre infamante de «anarquistas». Como ellos, mi lema es: «Ni Dios ni patrón.» Que esto quede claro entre nosotros de una vez por todas y que no se vuelva a hablar jamás de este tema.

Así pues, si la experiencia había quebrantado sus creencias, el Kaw-djer no quería reconocerlo. Lejos de abandonar nada, se asía a ellas como aquel que se ahoga, se agarra a un manojo de hierba, aunque conozca su fragilidad, al fallarle cualquier otro apoyo.

Harry Rhodes había escuchado con atención aquella profesión de fe, pronunciada en un tono de firmeza que no admitía réplica. Por toda respuesta, suspiró tristemente.

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1. En el original, aprés avoir taillé, il faut coudre, frase extraída de unas palabras dirigidas por una reina de Francia a su hijo después de la batalla: Bien taillé, mon fils, maintenant il faut recoudre. Tailler equivale a destrozar al enemigo o a un país, y coudre significa coser, en este caso, construir después de destrozar.

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