Los náufragos del
“Jonathan”
Segunda parte - Capítulo VII La primera infancia de un pueblo
Al día siguiente el aviso levó anclas a
primera hora, y desapareció al doblar la punta. Se llevaba a
diez de los quince marineros supervivientes del Jonathan. Los
otros cinco, Kennedy entre ellos, habían preferido, al igual que
el contramaestre, Hartlepool y el cocinero Sirdey, quedarse en la isla
en calidad de colonos.
Motivos análogos habían decidido a
Kennedy y Sirdey a adoptar aquella decisión. Mal vistos ambos
por los capitanes y, por consiguiente, encontrando muchas dificultades
para enrolarse, esperaban tener una vida más fácil y
menos precaria en una sociedad naciente, donde las leyes, al menos
durante largo tiempo, carecerían necesariamente de rigor. En
cuanto a sus compañeros, buena gente, enérgica y formal,
pero pobre y sin familia, descontaban, como el mismo Hartlepool, la
posibilidad de ser amos de sí mismos en un nuevo país,
dejando de ser marinos de altura para convertirse en simples
pescadores.
La realización o el fracaso de su sueño
iba a depender en gran parte de la orientación que se diera al
gobierno de la isla. Cuando el Estado está bien administrado,
los ciudadanos tienen la oportunidad de enriquecerse con su trabajo.
Por el contrario, toda labor será estéril si el poder
central no sabe descubrir ni aplicar las medidas propias para agrupar
en apretado haz los esfuerzos individuales. La organización de
la colonia era, pues, de capital interés.
Al menos por el momento, los hostelianos -tal era el
nombre adoptado por consentimiento unánime- no se inquietaban
por resolver aquel problema vital. Sólo pensaban en divertirse.
Libertad; aquella palabra mágica los había embriagado
como a niños grandes, sin intentar penetrar en su sentido
profundo, sin pensar que la libertad es una ciencia que hay que
aprender, y que para ser libres, lo primero que se necesita es
vivir.
El aviso se hallaba todavía a la vista, cuando
ya en la multitud, antes tan agitada, todo el mundo se felicitaba y se
congratulaba recíprocamente. Parecía como si se hubiera
llevado a término una obra importante y difícil. Sin
embargo, la obra apenas había comenzado.
No hay ninguna fiesta popular que se precie que no
vaya acompañada de alguna comilona. Unánimemente,
decidieron, pues, darse un buen banquete aquel día. Por eso,
mientras las mujeres volvían a sus hornillos y cacerolas, los
hombres se dirigieron hacia el cargamento del Jonathan.
No hay ni que decir que aquel cargamento había
quedado sin vigilancia desde la proclamación de independencia.
Elevados los náufragos a la dignidad de nación por las
circunstancias, nadie, excepto ella misma, estaba calificada para
reglamentar el ejercicio de su soberanía. Además,
¿quién hubiera montado guardia, si la mayoría de
los responsables de ésta se habían ido?
Con gran regocijo y sin pensarlo más, abrieron
un tonel, e iban a proceder a su distribución cuando a ciertas
mentes sagaces se les ocurrió una idea mejor. Aquel alcohol
pertenecía, en realidad, a todo el mundo; entonces, ¿por
qué no repartirlo hasta la última gota? La moción
fue aceptada con entusiasmo a pesar de las tímidas protestas de
un pequeño grupo de prudentes. Evaluada aproximadamente la
cantidad de alcohol, se convino que cada hombre mayor de edad
tendría derecho a una parte y cada mujer o niño a una
media parte. Aquella decisión fue pronto ejecutada, y los jefes
de familia recibieron la ración que les correspondía,
entre burlas y alegres bromas.
A finales de la tarde, la fiesta llegó a su
apogeo. Todos los rencores se habían olvidado. Las diversas
nacionalidades parecían fundidas en una, se fraternizaba.
Sé organizó un baile al son de un acordeón de
buena voluntad, y las parejas giraban en medio de un círculo de
bebedores.
Entre éstos figuraba, naturalmente, Lazzaro
Ceroni. Incapaz de aguantarse de pie desde las seis de la tarde, a las
diez bebía sin cesar. Aquello hacía presagiar un triste
final de fiesta para Tullia y para Graziella.
Al mismo tiempo, había otro que se embriagaba a
vasos llenos, aparte en un rincón oscuro. Pero, por un momento,
aquél encontraba en el abominable veneno su alma, que el mismo
veneno había degradado. Dé repente, una música
admirable se elevó, interrumpiendo los bailes. Fritz Gross,
saturado de alcohol, había recobrado su genio. Tocó
durante dos horas, improvisando según su inspiración,
rodeado de mil rostros de ojos desorbitados y bocas abiertas, como para
beber el torrente musical cuya fuente era el prestigioso
violín.
De todos los auditores de Fritz Gross, el más
atento y el más apasionado era un niño. Aquellos sonidos,
de una belleza hasta entonces desconocida, eran para Sand una verdadera
revelación. Descubría la música y penetraba
temblando en aquel reino ignorado. En el centro del círculo, de
pie frente al músico, miraba, escuchaba, viviendo sólo
por los oídos y por los ojos, el alma embriagada, vibrando lleno
de una punzante y radiante emoción.
¿Qué palabras describirían lo
pintoresco de aquel espectáculo? En el suelo, un hombre, casi
informe en sus colosales proporciones, desmoronado, con la cabeza
inclinada sobre el pecho, los ojos cerrados, ensimismado, que tocaba,
tocaba sin desmayo, desenfrenadamente, bajo la luz incierta de una
antorcha fuliginosa que lo hacía destacar con fuerza sobre un
fondo de noche impenetrable. Delante de aquel hombre, un niño en
éxtasis, y en torno a aquel grupo singular, una muchedumbre
silenciosa, invisible, pero cuya presencia se descubría el
brillo de la antorcha según el capricho de la brisa. Los rayos
parecían colgarse entonces de algún rasgo saliente. Aquel
instante de fulgor hacía aparecer una nariz, una frente, una
oreja, como engendrada por la sombra que al momento la borraba,
mientras el canto agudo y potente de un violín se propagaba en
largas ondas, planeando por encima de aquella multitud para ir a morir
en el oscuro espacio.
Hacia medianoche, Fritz Gross, extenuado, soltó
el arco y se durmió pesadamente. Con recogimiento, a paso lento,
los emigrantes volvieron a sus casas.
Al día siguiente, no quedaba señal de
aquella fugitiva emoción, y placeres más groseros
atrajeron de nuevo a los colonos. La fiesta recomenzó. Todo
hacía creer que se prolongaría hasta que se agotaran por
completo los licores fuertes.
La Wel-Kiej volvió a la isla Hoste en
medio de aquella kermesse, cuarenta y ocho horas
después de la salida del aviso. Nadie parecía acordarse
de que la chalupa había estado fuera dos semanas, Y los que iban
en ella recibieron una acogida como si no se hubiesen ausentado
jamás. El Kaw-djer no entendía nada de lo que
veía. ¿Qué significaban aquel pabellón
desconocido plantado sobre la playa y la alegría general que
parecía transportar a los emigrantes?
Harry Rhodes y Hartlepool le pusieron al corriente de
los últimos acontecimientos en pocas palabras. El Kaw-djer
escuchó aquel relato con emoción. Su pecho se dilataba
como si un aire más puro llegara a sus pulmones, su rostro
estaba transfigurado. ¡Aún existía, pues, una isla
libre en el archipiélago magallánico!
Sin embargo, no devolvió confidencia por
confidencia y calló respecto a los motivos que le habían
determinado a alejarse durante quince días.
¿Para qué? ¿Habría
conseguido hacer comprender Harry Rhodes por qué, resuelto a
romper toda relación con el universo civilizado, había
marchado al descubrir el aviso, al que suponía encargado de
afirmar la autoridad del Gobierno chileno, y por qué,
resguardado al fondo de una bahía de la península Hardy,
había esperado la partida de aquel aviso antes de volver al
campamento?
Muy contentos de volverlo a ver, sus amigos ni
pensaron en hacerle preguntas. Para Harry Rhodes y Hartlepool, su
presencia era un consuelo. Tener con ellos a aquel hombre de
fría energía, vasta inteligencia y perfecta bondad les
devolvía una confianza que el infantilismo mostrado por sus
compañeros comenzaba a quebrantar.
Los muy desgraciados sólo han visto en su
independencia el derecho a emborracharse -dijo Harry Rhodes, dando fin
a su relato-. No parecen pensar en la necesidad de organizarse e
instalar un Gobierno cualquiera.
-¡Bah! -replicó el Kaw-djer con
indulgencia-, se les puede disculpar querer pasárselo bien.
¡Lo han pasado tan mal hasta ahora! Esta locura acabará
algún día y llegarán por sí mismos a cosas
más serias... En cuanto a constituir un Gobierno, reconozco que
no veo su utilidad.
-Sin embargo, es necesario que alguien se encargue de
imponer el orden entre toda esa gente -objetó Harry Rhodes.
-No se preocupe -respondió el Kaw-djer-. El
orden se impondrá solo.
-A juzgar por el pasado, sin embargo...
-El pasado no es el presente -interrumpió el
Kaw-djer-. Ayer, nuestros compañeros se sentían
aún ciudadanos de América o de Europa. Ahora, son
hostelíanos. Es muy diferente.
-¿Su opinión sería, pues...?
-Que vivan tranquilamente en la isla Hoste, ya que les
pertenece. Tienen la gran suerte de no tener leyes. Que se guarden de
hacerlas. ¿Para qué servirían esas leyes? Estoy
convencido de que ignorar cualquier indicio de conflictos entre las
personas es inherente a la esencia de la naturaleza. Todo se
arreglaría perfectamente sin los prejuicios, sin las ideas
establecidas que resultan de siglos de esclavitud. La tierra se ofrece
a los hombres. Que cojan sus frutos a manos llenas y que disfruten con
igualdad y fraternidad de sus riquezas. ¿Para qué
reglamentar todo esto?
Harry Rhodes no parecía muy convencido de la
verdad defendida en aquellas opiniones optimistas. Sin embargo, nada
respondió. Hartlepool tomo la palabra.
-En espera de que todos estos barbianes -dijo-
demuestren otra fraternidad que no sea la fraternidad de la juerga,
nosotros hemos confiscado las armas y las municiones.
Bajo la responsabilidad de la Sociedad de
colonización, el cargamento del Jonathan
contenía, en efecto, sesenta rifles, unos cuantos barriles de
pólvora, balas, plomo y cartuchos, para que los emigrantes
pudieran cazar fieras y defenderse en caso de necesidad de los ataques
de sus vecinos en la bahía de Lagoa. Nadie había pensado
en aquel material de guerra, nadie, aparte de Hartlepool. Aprovechando
el desorden general, lo había puesto prudentemente fuera de
alcance. Tal vez le hubiese costado encontrar un escondrijo conveniente
si Dick no le hubiese indicado el conjunto de grutas que atravesaban de
punta a punta el macizo de la gruta del este. Ayudado por Harry Rhodes
y por los dos grumetes, había transportado en varios viajes
durante la primera noche de fiesta las armas y municiones a la gruta
superior, donde las había enterrado profundamente. Desde
entonces, Hartlepool se sentía más tranquilo. El Kaw-djer
aprobó su prudencia.
-Ha hecho usted muy bien, Hartlepool
-declaró-. Más vale, en suma, dar a las cosas tiempo
de apaciguarse por sí solas. En este país, además,
nuestros compañeros no tendrían ninguna necesidad de
armas de fuego.
-No tienen -afirmó el contramaestre-. A bordo
del Jonathan, los reglamentos eran formales. Los emigrantes
fueron registrados, ellos y sus bultos al embarcar, y todas las armas
de fuego fueron incautadas, exceptuando las que hemos escondido nadie
tiene, y no las encontrarán. Por consiguiente...
Hartlepool se interrumpió bruscamente.
Parecía preocupado.
-¡Mil diablos! -exclamó-. Pues sí,
las hay. Hemos encontrado sólo cuarenta y ocho fusiles en vez de
sesenta. Creía que era una equivocación. Pero ahora que
lo pienso, los doce que faltan se los llevaron los Riviére, los
Ivanoff, los Gimelli y los Gordon. Por suerte, son gente seria, y de
ellos no hay nada que temer.
-Existen otros peligros además de las armas
-hizo observar Harry Rhodes-. El alcohol, por ejemplo. En estos
momentos, se abrazan, pero no continuarán siempre igual. Lazzaro
Ceroni ya ha empezado a hacer de las suyas. En su ausencia, me he visto
obligado a intervenir: Sin Hartlepool y sin mí, creo que
decididamente, esta vez, mataba a golpes a su víctima.
-Este hombre es un monstruo -dijo el Kawdjer.
-Como todos los borrachos, ni más ni menos. No
importa. Es una suerte para las dos mujeres que Halg haya vuelto. Y a
propósito, ¿qué tal está nuestro joven
salvaje?
-Tan bien como le pueda ir a un muchacho en su estado
de ánimo. Inútil decir que no fue precisamente con agrado
que nos acompañó a su padre y a mí. Tuve que hacer
un acto de autoridad y dar mi palabra de que volveríamos
aquí. Dado que esta familia se queda con las otras en la isla
Hoste, las cosas se simplifican evidentemente. Pero lo que las viene a
complicar son los deplorables hábitos de Lazzaro Ceroni.
Esperemos que se corrija cuando se agote la provisión de
alcohol.
Mientras se ocupaban así de él, Halg,
dejando la Wel-Kiej bajo la custodia de su padre, se
había apresurado en ir a ver a Graziella. ¡Qué
alegría tuvieron de verse de nuevo! Luego, la mayoría dio
paso a la tristeza. Graziella explicó al joven indio a
qué sufrimientos sometía Ceroni de nuevo a su mujer y a
su hija. Respecto a esta última, a aquellas miserias se
añadían la cautelosa búsqueda de Patterson y,
sobre todo, la brutal persecución de Sirk. No podía dar
un paso al exterior sin exponerse a sufrir la insolencia de este
despreciable individuo. Halg la escuchaba temblando de
indignación.
En un rincón de la tienda, Lazzaro Ceroni,
durmiendo la última borrachera, roncaba a pierna suelta. No
había que hacerse ilusiones. Apenas despierto, caería de
nuevo en su vicio y volvería a unirse a la fiesta general, cuyo
fin no parecía próximo.
Sin embargo, ésta comenzaba ya a cambiar de
carácter. La excitación se hacía menos inocente y
menos pueril. Por ciertos rostros pasaban visos siniestros. El alcohol
hacía su obra. La depresión que dejaba tras sí,
sólo podía combatirse con dosis más fuertes y,
poco a poco, la ligera embriaguez del principio dejaba paso a una
pesada borrachera, que se convertiría en una borrachera furiosa
cuando la ración aumentase todavía más.
Algunos, sintiendo el peligro, comenzaban a retirarse
de aquella ronda infernal. Pronto su sentido común
adquiría de nuevo sus derechos y el problema de la existencia en
la isla Hoste se imponía de nuevo a su espíritu.
Arduo problema, pero no insoluble. Por su superficie
cercana a los doscientos kilómetros cuadrados, por sus tierras
en su mayor parte cultivables, por sus bosques y sus pastos, la isla
hubiera podido alimentar a una población mucho más
importante. Pero sólo a condición de no eternizarse en la
bahía Scotchwell y de extenderse por el país. No faltaban
los instrumentos de cultivo y tampoco las semillas, las plantas ni, en
general, el material indispensable a toda instalación
agrícola. Por otra parte, los emigrantes estaban, en su inmensa
mayoría, avezados por las faenas del campo. Nada más
natural para ellos que dedicarse a estas faenas en su país de
adopción como se habían dedicado a ellas en su
país de origen. Al principio, los animales domésticos no
serían evidentemente muy numerosos, pero poco a poco, y gracias
a la mediación del Gobierno chileno, llegarían de la
Patagonia, de las pampas argentinas, de los grandes llanos de la Tierra
del Fuego, y finalmente de las Falkland, donde se desarrolla a gran
escala la cría de ovejas. Así pues, nada se oponía
en principio al éxito de aquella tentativa de
colonización, siempre que los colonos se ocupasen activamente de
sacarla adelante.
De entre ellos, un pequeño número
había visto claramente desde la proclamación de
independencia aquella necesidad de trabajar y de actuar. Ellos, y
Patterson el primero, habían vuelto al cargamento del
Jonathan una vez acabada la distribución del alcohol y
habían hecho una cuidadosa selección de los objetos que
la componían, cada uno en vistas al proyecto que tenía y
conforme a sus gustos, el uno el cultivo, el otro la ganadería,
el tercero la explotación forestal. Luego, tirando ellos mismos
de unos carros improvisados, habían partido a la búsqueda
de un terreno propicio.
Patterson, por el contrario, se quedó a orillas
del río. Ayudado por Long y Blaker, quien insistía en
seguir con él a pesar de lo ocurrido, se ocupó primero de
vallar su terreno, cuya propiedad se había asegurado desde el
principio a título de primer ocupante. Poco a poco, una
empalizada formada de sólidas estacas, rodeó el cercado
por tres lados, quedando el cuarto limitado por el río. Al mismo
tiempo, cavaron el suelo del interior y allí dispusieron
sembrados de legumbres. Patterson se dedicaba a la horticultura.
Tras dos días de fiesta, algunos emigrantes que
creían haber celebrado ya suficientemente la independencia
empezaron a recobrar el dominio de sí mismos. Se dieron cuenta
entonces de que el placer no había apartado a varios de sus
compañeros de sus verdaderos intereses, y a su vez hicieron una
visita a las reservas del Jonathan. Las riquezas eran
todavía abundantes, y, tanto en material como en personas, les
fue fácil procurarse lo necesario, es decir, lo superfluo. Hecha
su elección y creados sus medios de transporte, se alejaron
siguiendo las huellas de sus predecesores.
En los días que siguieron, aquel ejemplo tuvo
imitadores cada vez más numerosos, de tal modo que al ir
transcurriendo el tiempo, la alegre tropa fue disminuyendo
progresivamente, mientras nuevas caravanas se ponían en marcha
hacia el interior de la isla. Unos tras otros, casi todos los colonos
abandonaron así, poco a poco, las orillas de la bahía
Scotchwell, unos empujando una carreta informe, otros cargados como
mulas, otros sin nada y otros arrastrando mujer y chiquillería
tras de sí.
Disminuyendo el stock del Jonathan a
medida que lo iban tomando a manos llenas, la selección para los
últimos en llegar se hizo singularmente restringida. Si los
rezagados encontraron provisiones en abundancia, pues la capacidad de
transporte había limitado la cantidad que cada uno hubiera
podido llevarse, no ocurrió lo mismo con el material
agrícola. Más de trescientos colonos tuvieron que
prescindir de todo animal de granja o de corral y muchos sólo
tuvieron las sobras de aquellos que les habían precedido en lo
que a instrumentos de arar se refiere. Sin embargo, tuvieron que
contentarse, pues ya no les quedaba otra cosa, y sin dejar de envidiar
la rica cosecha recogida por los más diligentes, los menos
favorecidos por el reparto se resignaron, y mal que bien, se pusieron a
su vez en camino hacia lo desconocido.
Estos últimos emigrantes, peor provistos en
cuanto a aperos se refiere, fueron también aquellos a quienes se
impuso el más duro éxodo. En vano se alejaban hacia el
norte y hacia el oeste: siempre encontraban el lugar ocupado por
quienes habían salido antes. Unos cuantos, particularmente
desafortunados, se vieron obligados para descubrir un emplazamiento
favorable a continuar hasta la península Duma, contorneando la
profunda escotadura conocida por el nombre de Ponsonby Sound, a
más de cien kilómetros de la bahía Scotchwell, que
a pesar de todo debía considerarse como el principal
establecimiento de la colonia, en cierto modo como su capital.
Seis semanas después de la partida del aviso,
aquella capital había perdido la mayor parte de su
población. Habiéndola abandonado casi todos los colonos
capaces de manejar la azada y el azadón, contaba exactamente con
ochenta y un habitantes, cuyas anteriores ocupaciones les situaban en
un estado de inferioridad manifiesta en las actuales condiciones de
vida.
Aparte de una decena de campesinos, retenidos
temporalmente en la costa por motivos de salud, y entre los que uno
solo, casado, iba acompañado por su mujer y sus tres hijos,
aquel residuo de la desperdigada multitud estaba formado exclusivamente
por colonos de origen urbano. Comprendía a John Rame y a la
familia Rhodes, a Beauval, Dorick y Fritz Gross; a los cinco marineros,
es decir, Kennedy, el cocinero, los dos grumetes, y el contramaestre
del Jonathan; a Patterson, Long y Blaker; a la totalidad de
los cuarenta y tres obreros o que se decían tales, que se
mostraban los más refractarios a los trabajos del campo, y entre
los que se encontraban Lazzaro Ceroni y su familia; y por fin, al
Kaw-djer con sus dos compañeros, Halg y Karroly.
Aquellos últimos no habían dejado la
orilla izquierda del río, en cuya desembocadura estaba anclada
la Wel-Kiej, al fondo de una ensenada al abrigo de los
temporales que venían del mar. Nada había modificado su
vida anterior. El único cambio que introdujeron fue reemplazar
por un sólido alojamiento la primitiva tienda que hasta el
momento les había asegurado un abrigo insuficiente. Ahora que ya
no se planteaban abandonar la isla Hoste, convenía instalarse de
un modo menos rudimentario que en el pasado.
En efecto, el Kaw-djer había ya comunicado a
Karroly su intención de no volver jamás a la Isla Nueva.
Ya, que aún existía una tierra libre, viviría
allí hasta el final de sus días. Halg se alegró
ante aquella decisión que cuadraba tan bien con sus deseos. En
cuanto a Karroly, se conformó como de costumbre con la
decisión de aquel a quien consideraba su amo, sin hacer ninguna
objeción, a pesar de que su nueva residencia fuera a disminuir
considerablemente las ocasiones de pilotaje.
Aquel inconveniente no había pasado
desapercibido para el Kaw-djer, pero aceptaba sus consecuencias. En la
isla Hoste se viviría únicamente de la caza y la pesca,
eso es todo, y si sobre la marcha se demostraba que aquella fuente
resultaba insuficiente, habría entonces que pensar en otras
soluciones. Decidido de todos modos a debérselo todo a sí
mismo, se negó a tomar su parte de provisiones.
Su renuncia no le llevó, sin embargo, a
rechazar las casas desmontables, gran parte de las cuales había
quedado libre a la marcha de sus habitantes. Una de aquellas casas,
transportada por partes a la orilla derecha, fue reedificada
allí y luego reforzada por contramuros que se edificaron en
pocos días. Algunos obreros habían ofrecido
espontáneamente su ayuda al Kaw-djer, que la aceptó con
sencillez. Acabado el trabajo, aquella buena gente no pensó en
reclamar salario, abstención tan conforme con los principios del
Kaw-djer que éste no pensó en ofrecérselo.
Acabada la casa, Halg y Karroly embarcaron en la
Wel-Kiej y fueron a la Isla Nueva, de donde trajeron tres
semanas después los objetos mobiliares contenidos en su antigua
vivienda. Un pilotaje que Karroly había encontrado por el
camino, había prolongado su ausencia y permitido al mismo tiempo
que el indio se procurara víveres y municiones en cantidad
suficiente para la próxima estación del invierno.
A su vuelta, la vida siguió su curso normal.
Karroly y su hijo se dedicaron a la pesca, y se encargaron de fabricar
la sal necesaria para conservar el excedente del botín
cotidiano. Durante aquel tiempo, el Kaw-djer recorría la isla al
azar de sus cazas.
Gracias a sus correrías incesantes, guardaba
contacto con los colonos. Casi todos recibieron sucesivamente su
visita. Pudo comprobar que desde el principio se afirmaban entre ellos
sensibles diferencias. Que aquellas diferencias proviniesen de una
desigualdad natural en el valor, la suerte o las facultades de los
trabajadores, lo cierto es que ya se perfilaba claramente, el
éxito de unos y el fracaso de otros.
A la cabeza de las más brillantes figuraban las
explotaciones de las cuatro familias que habían comenzado a
trabajar las primeras. Nada de extraño en ello, puesto que eran
las más antiguas. El aserradero de los Riviére estaba en
pleno funcionamiento, y las tablas ya aserradas hubieran asegurado el
cargamento de dos o tres barcos de respetable tonelaje.
Germain Riviére recibió al Kaw-djer con
grandes manifestaciones de amistad y aprovechó su visita para
informarse acerca de los sucesos del poblado, quejándose al
mismo tiempo de no haber sido llamado para participar en la
elección del Gobierno de la colonia. ¿Qué
organización había adoptado la mayoría? ¿A
quién se había nombrado jefe?
Grande fue su decepción al saber que nada en
absoluto había ocurrido, que los emigrantes habían
marchado unos tras otros sin siquiera discutir la oportunidad de
establecer un Gobierno cualquiera, y fue aún mayor al comprobar
que su interlocutor, por quien sentía tanto respeto como
reconocimiento parecía aprobar tan irrazonable conducta.
Mostró al Kaw-djer un montón de tablas levantadas
ordenadamente a lo largo del río.
-¿Y mi madera? -interrogó a modo de
objeción-. ¿Cómo me las arreglaré para
venderla?
-¿Por qué aquellos que no sacarán
ningún provecho iban a encargarse de venderla en su lugar?
-replicó el Kaw-djer-. Por otra parte, no siento la menor
inquietud, porque estoy seguro de que sabrá salirse del paso por
sí solo.
-Es posible -reconoció Germain Riviére-.
Eso no impide que mi trabajo se aliviaría si mediante una
pequeña contribución algunos se encargasen de satisfacer
las necesidades generales de la colonia. La vida no será
fácil si no se establece un poco la división del trabajo,
si cada uno no piensa más que en sí mismo y se encuentra,
por el contrario, en la obligación de procurarse a sí
mismo todo lo que necesita. En mi opinión, un intercambio de
servicios recíprocos haría más apacible la
existencia.
-¿Tantas necesidades tiene, pues?
-preguntó sonriendo el Kaw-djer.
Pero Germain Riviére parecía inquieto y
preocupado.
-Es natural -dijo- que cada uno quiera obtener la
recompensa de su trabajo. Si la isla Hoste no me la puede ofrecer, si
continúa así, desprovista de recursos, la
abandonaré -¡y no seré el único!- cuando
haya ahorrado lo necesario para vivir en un país más
agradable. Para lograrlo, sabré salirme del paso, como usted
dice, y otros sabrán evidentemente arreglárselas tan bien
como yo. Pero aquellos que no sean capaces, se quedarán en la
estacada.
-Es usted ambicioso, señor Riviére
-exclamó el Kaw-djer.
-Si no lo fuera, no me afanaría tanto
-respondió Germain Riviére.
-¿Y es útil afanarse tanto?
-Muy útil. Sin el esfuerzo de todos nosotros el
mundo estaría aún en los primeros tiempos, el progreso no
sería más que una palabra.
-Un progreso que se obtiene sólo a beneficio de
unos pocos -dijo amargamente el Kaw-djer.
-Los más valientes y los más
prudentes.
-Y en detrimento de la mayoría.
-.Los más perezosos y los más cobardes.
Estos son siempre los que fracasan. Bien gobernados, serán tal
vez miserables. Confiados a sí mismos, morirán por su
miseria.
-Y sin embargo, ¡no son necesarias tantas cosas
para vivir!
-Demasiadas incluso, si se es débil o
enfermizo, o estúpido. Los que están en este caso,
siempre tendrán amos. A falta de leyes, benignas después
de todo, tendrán que sufrir la tiranía de los más
fuertes.
El Kaw-djer movió la cabeza poco convencido. Ya
conocía aquella cantinela. La imperfección humana, la
desigualdad natural son las excusas eternamente invocadas para
justificar la coacción y la opresión, mientras así
se crean por otro lado y con la pretensión de atenuarlos, unos
males que en estado natural no son de ningún modo
ineludibles.
Sin embargo, se sentía turbado. El recuerdo de
la conducta de Lewis Dorick y su banda a lo largo de la invernada, su
desvergonzada explotación de los emigrantes más
débiles, daban una fuerza singular a lo que decía aquel
hombre cuyo carácter reconocía ser digno de aprecio.
Idéntica fue la impresión que
recibió en casa de los vecinos de Germain Riviére. Los
Gimelli y los Ivanoff habían sembrado varias hectáreas de
trigo candeal y de centeno. Los brotes jóvenes
reverdecían ya la tierra y anunciaban una magnífica
cosecha para el mes de febrero. Los Gordon, por el contrario, se
hallaban menos adelantados. Sus vastas praderas, cuidadosamente
cercadas con barreras, aún estaban más o menos desiertas.
Pero tenían la certeza de un próximo incremento en el
número de sus animales. Llegado ese día, tendrían
leche y mantequilla en abundancia, como tenían ya los
huevos.
El Kaw-djer en el intervalo de sus cazas, Halg y
Karroly en el intervalo de su pesca, dedicaron algunos días a
cultivar un pequeño jardín en torno a su vivienda, con el
fin de asegurar por completo sus medios de existencia sin depender de
nadie.
La suya era una vida animada. Cierto es que no
disfrutaban de las comodidades que puede uno encontrar tan
fácilmente en las comarcas de civilización más
avanzada. Pero pensando en el precio que se paga por ellas, el Kaw-djer
no echaba de menos aquellas comodidades. No deseaba más de lo
que tenía en aquellos momentos, y así se consideraba
feliz.
Ocurría lo mismo con sus dos compañeros
que, a excepción de la Tierra de Magallanes, jamás
habían conocido otros horizontes. Karroly no había
soñado jamás con una existencia tan apacible, y para
Halg, la perfecta felicidad consistía en pasar cerca de
Graziella todos los instantes que no dedicaba al trabajo.
La familia Ceroni, instalada igualmente en una casa
abandonada por los primeros ocupantes, comenzaba a reponerse de los
dramas que la habían trastornado durante tanto tiempo y cuya era
parecía definitivamente cerrada. Lazzaro Ceroni había
dejado, en efecto, de emborracharse, por la simple y perentoria
razón de que ya no quedaba una sola gota de alcohol en toda la
isla Hoste. Se veía, pues, obligado a permanecer tranquilo, pero
su salud parecía gravemente comprometida por los últimos
excesos a los que se había entregado. Casi siempre sentado
delante de su casa, se calentaba al sol, mirándose los pies
tristemente, agitadas sus manos por un continuo temblor.
Tullia, con su presencia inalterable y su dulzura,
había tratado en vano de combatir aquel sopor que la llenaba de
inquietud. Todos sus esfuerzos habían fracasado y tenía
puestas todas sus esperanzas en una continuación de costumbres
que por la fuerza de las cosas se habían vuelto más
conformes a la higiene.
Por el contrario, Halg, que razonaba distintamente de
la desgraciada mujer, encontraba la existencia infinitamente más
agradable desde el comienzo de aquel período de paz. Por otra
parte, como todo lo refería a Graziella, los sucesos
parecían tomar para él un cariz favorable. No sólo
Lazzaro Ceroni, cuya hostilidad había temido durante largo
tiempo, ya no intervenía para nada, sino que además el
más temible de sus rivales, el irlandés Patterson, se
había retirado definitivamente de la lid. Ya no se le
veía. Ya no importunaba más con su presencia a Graziella
y a su madre. Sin duda, había comprendido que el estado de su
aliado le quitaba toda esperanza.
Había uno, por el contrario, que no se
rendía. Sirk se hacía cada día más audaz.
Con Graziella, llegaba a la amenaza directa y empezaba a atacar, aunque
con mucha más prudencia, al propio Halg. Hacia finales del mes
de diciembre, el joven, al cruzarse con el triste personaje, le
oyó proferir unas palabras insultantes que se dirigían a
él sin lunar a dudas. Algunos días después, se
dirigía a la orilla derecha del río cuando, partiendo del
abrigo de una casa, una piedra lanzada con violencia pasó a
algunos centímetros de su rostro.
Imbuido de las ideas del Kaw-djer, Halg, que
había reconocido al autor de aquella agresión, no
trató de vengarse. No contestó tampoco, durante los
días siguientes, a las incesantes provocaciones de su
adversario. Pero Sirk, envalentonado por la impunidad, no debía
tardar en agotar su paciencia, obligándole a defenderse.
Si la inacción no afectaba a Lazzaro Ceroni,
salvado de la modorra por su embrutecimiento, no ocurría lo
mismo con los demás obreros, sus compañeros.
Aquéllos no sabían en qué emplear su tiempo, y por
otra parte, los más prudentes no dejaban de sentir algunas
inquietudes de cara al futuro. Haberse quedado en la isla Hoste estaba
muy bien. Pero aún había que arreglárselas para
vivir en aquel lugar. Después de destruir, había que
construir1. En verdad, en
aquellos momentos no carecían de nada, pero ¿qué
ocurriría cuando se agotaran las provisiones?
Casi todos se las ingeniaban, tanto para evitar
futuros peligros como para defenderse del aburrimiento inmediato.
Realizando un sueño largo tiempo acariciado, algunos se
habían convertido de modo improvisado en empresarios, cada uno
según su profesión. Por encima de las puertas se
veían letreros anunciando que la casa albergaba un cerrajero, un
albañil, un carpintero, incluso un zapatero o un sastre.
Desgraciadamente, a estos industriales les faltaba clientela.
Además, aun cuando sus tiendas estuvieran muy concurridas,
¿qué habrían hecho con el dinero ganado? Les
hubiera sido imposible emplearlo en algo, y en particular, cambiarlo
por productos alimenticios, cuya utilidad en las circunstancias
presentes, prevalecía sobre la de cualquier otro objeto.
Por esto, los más astutos eran aquellos que,
renunciando a ejercer su profesión, limitaban su talento a
buscar simplemente su comida. Como la caza les estuviera vedada por
falta de armas de fuego y el cultivo por el absoluto desconocimiento de
la tierra, su única esperanza era la pesca. Así pues,
pescaban, siguiendo en esto el ejemplo dado por algunos colonos.
Además del Kaw-djer y sus dos
compañeros, Hartlepool y los cuatro marineros del
Jonathan se habían dedicado, en efecto, a la pesca
desde los primeros días. Los cinco habían emprendido la
construcción de una chalupa del mismo tamaño que la
Wel-Kiej y esperando a que se terminara, surcaban el mar en
ligeras piraguas rápidamente construidas a la moda fueguina.
Hartlepool y sus compañeros, al igual que el
Kaw-djer, conservaban en sal los pescados no utilizados en el consumo
del día. De esta forma se aseguraban, al menos, contra el riesgo
de morir de hambre.
Seducidos por su éxito, algunos emigrantes
obreros consiguieron, con la ayuda de los carpinteros, fabricar dos
pequeñas embarcaciones, y lanzaron a su vez cañas de
pescar y redes.
Pero pescar es un oficio como cualquier otro. Quien
quiera ejercerlo con fruto, debe haberlo aprendido con la
práctica. Los aficionados pasaron por esa dura experiencia.
Mientras las redes de Karroly y su hijo, de Hartlepool y sus cuatro
marineros reventaban bajo el peso de los peces, la mayoría de
las veces ellos recogían las suyas vacías. Para
constituirse una reserva, no podían confiar demasiado en aquel
medio. Lo máximo que conseguían era variar alguna vez su
comida cotidiana. Se daba incluso el caso de que ni siquiera alcanzaran
aquel modesto resultado y que, volviesen con las manos vacías,
por emplear esta expresión ya consagrada.
Un día en que sus esfuerzos habían
corrido esa suerte, el bote de aquellos aprendices de pescadores se
cruzó con la Wel-Kiej, que regresaba al fondeadero
guiada por Halg y Karroly. Sobre el puente de la chalupa se
veían, bien distribuidos y ordenados, unos cerca de otros, una
veintena de pescados, algunos de buen tamaño. Aquella
visión excitó la codicia de los desgraciados
pescadores.
-¡Eh, indio...! -llamó uno de los obreros
que formaban la tripulación del bote.
Karroly dejó avanzar...
-¿Qué quieres? -preguntó cuando
la Wel-Kiej se hubo acercado.
-¿No os da vergüenza volver con semejante
cargamento para vosotros solos, mientras unos pobres diablos se ven
obligados a apretarse el cinturón? -preguntó bromeando
este mismo obrero.
Karroly se puso a reír. Estaba demasiado
imbuido por los principios altruistas del Kaw-djer para dudar de la
respuesta. Lo que era suyo, era de los demás. Nada más
natural que compartir, cuando se tiene más de lo necesario, con
el que nada posee.
-¡Coge...! -dijo.
-¡Tira...!
La mitad del pescado, lanzada al vuelo, pasó de
la Wel-Kiej al bote.
-¡Gracias, compañero...! -gritaron a la
vez los obreros volviendo a los remos.
Aunque había reconocido a Sirk entre los que
pedían, Halg no se había opuesto a aquel acto de
generosidad. Sirk no estaba solo, y además, no se debe negar
nada a nadie, aunque sea un enemigo, mientras se pueda obrar de otro
modo. El discípulo del Kaw-djer hacía honor, como se ve,
a su maestro.
Mientras una parte de los colonos se esforzaba en
emplear así su tiempo, otros vivían en la más
completa ociosidad. Para unos, tal abandono de sí mismos no
tenía nada de anormal. ¿Qué hubieran podido hacer
Fritz Gross y John Rame, reducido el primero a una verdadera chochez
por el abuso de bebidas alcohólicas, y el segundo tan ignorante
como un niño de las realidades de la vida?
Kennedy y Sirdey no tenían estas excusas, y sin
embargo, ellos tampoco trabajaban. Fiándose de su experiencia
del invierno anterior, se habían quedado en la isla Hoste con la
perspectiva de vivir en la ociosidad a expensas de otros, y con el
firme propósito de que los acontecimientos no les desmintieran.
Por el momento, todo transcurría conforme a sus deseos. No
pedían más, y dejaban correr el tiempo sin inquietarse
por el futuro.
Desocupados estaban igualmente Dorick y Beauval. Mal
preparados por sus anteriores ocupaciones para las condiciones tan
especiales de su vida presente, ambos se encontraban muy desorientados.
En una isla virgen, en medio de una naturaleza ruda y salvaje, los
conocimientos de un antiguo abogado y de un ex profesor de literatura y
de historia constituyen una ayuda bien pobre.
Ni el uno ni el otro habían previsto lo que
había ocurrido. El éxodo, lógico sin embargo, de
la gran mayoría de sus compañeros, les había
cogido por sorpresa como una catástrofe y desbarataba sus
proyectos, bastante confusos por lo demás. Aquel éxodo
costaba a Dorick su clientela de miedosos, a Beauval un público,
es decir, aquel conjunto de seres que los políticos de
profesión designan a veces con el gracioso nombre de
«materia electoral», sin tener conciencia del cinismo
involuntario de la expresión.
Tras dos meses de desaliento, Beauval empezó
sin embargo a recobrarse. Si le había faltado espíritu de
decisión, si las cosas, escapando a su dirección, se
habían arreglado por sí solas sin que él tuviese
que intervenir, aquello no significaba que todo estuviera perdido. Lo
que no se había hecho, podía hacerse aún.
Despreocupados los hostelianos de la necesidad de un jefe, la plaza
seguía libre. Sólo quedaba cogerla.
La penuria de electores no era un obstáculo
para el éxito. Al contrario, la campaña sería
más fácil de llevar a cabo entre aquella población
dispersa. En cuanto a los otros colonos, no había por qué
preocuparse de su opinión. Diseminados por toda la isla, sin
ningún lazo de unión entre ellos, no podían
ponerse de acuerdo en vistas a una acción común. Si
más adelante volvían al campamento, sólo
sería en pequeños grupos y éstos, aislados,
encontrando allí un Gobierno en funciones, se verían
obligados a inclinarse ante los hechos consumados.
Apenas formado aquel proyecto, Beauval trató de
apresurar su realización. Le bastaron algunos días para
comprobar que allí existían en estado latente tres
partidos, además de los neutros y de los indiferentes: uno del
que se podía considerar jefe por derecho propio, un segundo
inclinado a seguir las sugerencias de Lewis Dorick, y el tercero que
recibía la influencia del Kaw-djer. Tras un maduro examen,
aquellos tres partidos le parecieron disponer de fuerzas sensiblemente
iguales.
Establecido esto, Beauval empezó la
campaña, y su arrastradora elocuencia tuvo pronto el efecto de
ganar media docena de voces a su favor. Procedió inmediatamente
a un simulacro de elección. Fueron necesarios dos turnos de
escrutinio a causa de las abstenciones, cuyo alto número se
explicaba por el estado general de ignorancia respecto al
acontecimiento que se estaba llevando a cabo. Finalmente, unas treinta
personas dieron el voto a su favor.
Elegido con aquel escamoteo y tomándose en
serio su elección, Beauval ya no tenía que inquietarse
por el futuro. No valdría la pena ser el jefe si aquel
título no le daba el derecho de vivir a expensas de los
electores.
Pero otros problemas le abrumaron. El más
corriente sentido común le decía que el primer deber de
un gobernador es gobernar. Ahora bien, aquello no le parecía, en
la práctica, tan fácil como se había imaginado
hasta el momento.
Indudablemente, Lewis Dorick, en su lugar, se hubiera
sentido menos preocupado. La escuela comunista, de la que se declaraba
partidario, es simplista. Es evidente que su fórmula «Todo
en común», cualquiera que sea la opinión que se
tenga respecto a sus consecuencias morales y materiales, tendría
al menos una fácil aplicación, sea imponiéndola
por leyes rigurosas que se pueden imaginar sin demasiada dificultad,
sea que los interesados se presten fácilmente a ellas. Y
realmente, los hostelianos no hubieran hecho tan mal, quizás, en
probar la experiencia. En número restringido, aislados del resto
del mundo, se hallaban en las mejores condiciones para llevarla a buen
fin; en aquella situación especial, y en virtud de la
fórmula comunista, tal vez hubieran conseguido asegurarse lo
estrictamente necesario y realizar la igualdad perfecta, teniendo que
proceder desde luego a la nivelación, no por la elevación
de los humildes, sino rebajando a los más grandes.
Desgraciadamente, Ferdinand Beauval no propagaba el
comunismo sino el colectivismo, cuya organización, si bien no
estaba, probablemente, por encima de las fuerzas humanas,
necesitaría por lo menos un mecanismo infinitamente más
complicado y más delicado.
Esta doctrina, por otra parte, ¿sería
realizable? Nadie lo sabe. Si el movimiento socialista, afirmado
durante la segunda mitad del siglo XIX; no ha sido inútil, si ha
dado ese resultado benefactor de excitar la piedad general llamando la
atención sobre la miseria humana, de orientar los
espíritus hacia la búsqueda de medios propios para
atenuarla, de suscitar iniciativas generosas y de crear leyes, algunas
de ellas no malas, este resultado sólo se ha podido obtener
conservando intacto el orden social que pretendía destruir. Si
ha encontrado un terreno sólido en la crítica,
desgraciadamente demasiado fácil, de lo que existe, el
socialismo ha mostrado siempre una extraña impotencia en la
elaboración de un plan de reconstitución. Todos aquellos
que se han enfrentado con esta segunda parte del problema sólo
han concebido proyectos de una espantosa puerilidad.
El aspecto negativo de la situación de
Ferdinand Beauval era precisamente que no tenía nada que
criticar ni que destruir, puesto que nada existía en la isla
Hoste, y que se veía, pues, en la necesidad de construir. En
este aspecto, faltaban los precedentes.
El socialismo no es, en efecto, una ciencia escrita.
No forma un cuerpo de doctrina completa. Es un destructor, no crea.
Beauval, obligado por consiguiente a inventar, comprobaba lo muy
difícil que es improvisar por completo cualquier orden social y
comprendía que, si los hombres han ido a tientas hacia un
perpetuo devenir, contentándose con hacer su vida soportable por
medio de transacciones recíprocas, ha sido porque no han podido
hacerlo de otro modo.
Sin embargo, tenía un hilo conductor. No existe
escuela socialista que no reclame la supresión de la competencia
por la socialización de los medios de producción. Este
mínimo de reivindicaciones es común a todas las sectas y
es, en particular, el credo de los colectivistas. Beauval sólo
tenía que atenerse a él.
Por desgracia, si semejante principio parece tener al
menos una razón de ser en una sociedad antigua, en la que el
esfuerzo secular ha acumulado unos organismos de producción
complicados y potentes, nada semejante existía en la isla Hoste.
Los verdaderos instrumentos de producción eran los brazos y el
valor de los colonos, ¡a menos que, transformando entonces el
colectivismo en puro y simple comunismo, se quisieran considerar como
tales los instrumentos para arar, los bosques, los campos y las
praderas! Beauval estaba por esta razón sumido en una cruel
perplejidad.
Mientras daba vueltas una y otra vez a aquellos graves
problemas, su elección tenía curiosas consecuencias. El
campamento, tan desierto ya, se vaciaba aún más. La gente
emigraba.
Harry Rhodes fue el primero de todos en dar ejemplo.
Intranquilo por el cariz que tomaban los acontecimientos,
atravesó el río el mismo día en que se vio
realizada la ambición de Beauval. Transportada su casa por
partes, la hizo reedificar en la orilla izquierda por algunos
albañiles, que la hicieron más confortable y más
sólida, como antes lo habían hecho con la del Kaw-djer.
Harry Rhodes, difiriendo en esto de su amigo, pagó
equitativamente a los obreros y éstos quedaron muy satisfechos
de recibir aquel salario y al mismo tiempo muy desconcertados por no
saber qué hacer con él.
Otros siguieron el ejemplo de la familia Rhodes.
Sucesivamente, Smith, Wright, Lawson, Fock, además de los dos
carpinteros Hobart y Charley y otros dos obreros cruzaron el río
y vinieron a establecer su vivienda en la orilla izquierda. Un poblado,
rival al primero se creaba así alrededor del Kaw-djer en aquella
orilla donde se habían establecido Hartlepool y cuatro de los
marineros; poblado que, tres meses después de la
proclamación de independencia, contaba ya con veintiún
habitantes, entre los que había dos niños, Dick y Sand, y
dos mujeres, Clary Rhodes y su madre.
La vida transcurría pacíficamente en
aquel conato de pueblo, donde nada alteraba el buen entendimiento
general. Fue necesario que Beauval atravesara el río para que
naciera el primer incidente.
Aquel día, Halg sostenía una seria
conversación con el Kaw-djer. En presencia de Harry Rhodes,
solicitaba consejo respecto a la conducta a seguir con unos cuantos
colonos de la otra orilla. Se trataba de aquellos torpes pescadores
que, una primera vez, habían apelado a la generosidad de los dos
fueguinos. Alentados por el éxito de su demanda, la
habían renovado a intervalos cada vez más cortos y ahora,
apenas pasaba un día en que Halg no viera caer en sus manos una
parte de su pesca. Y eso, sin ningún pudor. Desde el momento en
que se tenía la bondad de trabajar para ellos, juzgaban
inútil hacer el menor esfuerzo. Se quedaban, pues, en tierra y
esperaban tranquilamente la vuelta de la chalupa para reclamar, como
algo debido, su parte del botín.
Halg comenzaba a irritarse ante tal desparpajo, y
aún más puesto que su enemigo Sirk formaba parte de
aquella banda de holgazanes. Antes de darles una negativa había
querido, sin embargo, solicitar la opinión del Kaw-djer.
Discípulo dócil, quería conformarse con el
pensamiento del maestro.
Sentados él y sus amigos en la playa, ante el
infinito del mar, les explicó los hechos con todo detalle. La
respuesta del Kaw-djer fue clara.
-Mira este espacio inmenso, Halg -le dijo con serena
suavidad-, y que él te enseñe una filosofía
más amplia. ¡Qué locura! ¡Ser polvo
impalpable perdido en un monstruoso universo, y agitarse por unos
cuantos peces...! Los hombres sólo tienen un deber, hijo
mío, que es al mismo tiempo, si quieren vencer y durar, una
necesidad: amarse y ayudarse los unos a los otros. Aquellos de quien
hablas, han faltado seguramente a este deber, pero ¿es
ésta una razón suficiente para imitarlos? La regla es
simple: asegurar primero tu propia subsistencia y luego, una vez
cumplida esta condición, asegurar la del mayor número
posible de tus semejantes. ¿Qué te importa que abusen?
Tanto peor para ellos, no para ti.
Halg había escuchado con respeto aquella
exposición de principios. Iba tal vez a responder cuando Zol, el
perro, tumbado a los pies de los tres interlocutores,
gruñó sordamente. Casi al mismo tiempo, una voz se
elevó a algunos pasos detrás de ellos.
-¡Kaw-djer! -llamaban.
El Kaw-djer volvió la cabeza.
-¡Señor Beauval...! -dijo.
-El mismo... Tengo que hablarle, Kaw-djer.
-Le escucho.
Beauval, sin embargo, no habló en seguida. La
verdad es que se sentía muy embarazado. Había, sin
embargo, preparado su discurso, pero al encontrarse cara a cara con el
Kaw-djer, cuya fría gravedad le intimidaba de un modo
extraño, no pudo recordar sus pomposas frases y tomó
conciencia de la enormidad, de la inconmensurable necedad de su
gestión.
A fuerza de soñar con el principio fundamental
de la doctrina socialista, Beauval había terminado por descubrir
que existían en la isla Hoste «instrumentos de
producción», a los que se podría acaso aplicar
aquella doctrina. Las embarcaciones, y más que ninguna otra la
Wel-Kiej, ¿no eran acaso instrumentos de
producción? ¿No lo era acaso aquel fusil del Kaw-djer,
que yacía precisamente ante él sobre la arena? Aquel
único fusil excitaba notablemente la codicia de Beauval.
¡Qué superioridad aseguraba a su propietario! Entonces,
¿no era lo más natural, lo más legítimo,
que aquella superioridad fuera asegurada al gobernador, es decir, a
aquel que personificaba el interés colectivo?
-Kaw-djer -dijo por fin Beauval-, usted sabrá,
o quizá no lo sepa, que yo fui elegido, hace algún
tiempo, gobernador de la isla Hoste.
El Kaw-djer, sonriendo irónicamente,
sólo respondió con un gesto de indiferencia.
-Me ha parecido evidente -continuó Beauval
que el primero de mis deberes en las presentes circunstancias era poner
al servicio de la colectividad las ventajas particulares que pueden
encontrarse en posesión de algunos de sus miembros.
Beauval hizo una pausa, esperando una
aprobación. Como el Kaw-djer persistía en su silencio,
Beauval prosiguió:
-En lo que a usted concierne, Kaw-djer, usted posee, y
es el único, un fusil y una chalupa. Este fusil es la
única arma de fuego de la colonia, esta chalupa es la
única embarcación seria que permite emprender un viaje de
cierta duración...
-Y usted desearía apropiarse de ellos
-concluyó el Kaw-djer.
-Protesto contra esta palabra -exclamó Beauval
con un gesto de reunión pública-. Elegido con un programa
colectivista, me limito a aplicarlo. Mi gestión no se dirige a
nada que se asemeje a una expoliación. No se trata de confiscar,
sino de socializar los instrumentos de producción, lo que es muy
diferente.
-Venga a cogerlos -dijo tranquilamente el
Kawdjer.
Beauval retrocedió un paso. Zol emitió
un gruñido de mal augurio.
-¿Debo entender -preguntó- que
rehúsa conformarse con las decisiones de la autoridad regular de
la colonia?
Una llama de cólera alumbró los ojos del
Kaw-djer. Recogiendo su fusil, se levantó. Luego, golpeando con
la culata contra el suelo, dijo:
-Esta comedia ya ha durado demasiado -recalcó
duramente-. He dicho: venga a cogerlos.
Excitado por la actitud de su amo, Zol
enseñó los dientes. Beauval, intimidado tanto por aquella
manifestación hostil como por el tono resuelto y la
hercúlea corpulencia de su interlocutor, creyó preferible
no insistir. Prudentemente, se batió en retirada, mascullando
confusas palabras cuyo significado general era que el caso se
sometería al Consejo, el cual tomaría las medidas
correspondientes.
Sin escucharlo, el Kaw-djer le había dado la
espalda y dejaba vagar de nuevo su mirada sobre el mar. Sin embargo, el
incidente implicaba una lección, y Harry Rhodes quiso ponerla en
evidencia.
-¿Qué piensa usted de la gestión
de Beauval? -preguntó.
-¿Qué quiere que piense?
-respondió el Kawdjer-. ¿Qué pueden
importarme las andanzas de ese fantoche?
-Fantoche, de acuerdo -respondió Harry Rhodes-.
Pero gobernador al mismo tiempo.
-Nombrado por sí mismo, entonces, ya que no hay
ni sesenta colonos en el campamento.
-Basta un voto cuando nadie saca más.
El Kaw-djer se encogió de hombros.
-Le pido disculpas anticipadamente por lo que le voy a
decir -continuó Harry Rhodes-, pero en realidad, ¿no
siente usted algún arrepentimiento; aún diría
más, algunos remordimientos? Usted. De entre todos los colonos,
sólo usted tiene experiencia de este país, en el que vive
desde hace largos años y cuyos recursos y peligros conoce;
sólo usted tiene la inteligencia, la energía y la
autoridad necesarias para imponerse a esta población ignorante y
débil. Y usted se ha comportado como un espectador indiferente e
inerte. En vez de aunar las buenas voluntades diseminadas aquí y
allá, ha dejado que todos esos desgraciados se dispersen sin
método y sin ningún lazo de unión. Le guste o no,
usted es el responsable de todas las desgracias que les esperan.
-¡Responsable...! -protestó el Kaw-djer-.
Pero ¿qué deber me incumbía, que yo no haya
cumplido?
-La asistencia que el fuerte debe al débil.
-¿No la he prestado, acaso? ¿No he
salvado el Jonathan? ¿Puede alguien negar que yo le
haya negado ayuda o consejo?
-Había que hacer aún más
-afirmó Harry Rhodes con energía-. Todo hombre superior
tiene, lo quiera o no, almas a su cargo. Había que dirigir los
acontecimientos en vez de someterse a ellos; defender contra sí
mismo a este pueblo desarmado y guiarlo.
-¡Robándole su libertad!
-interrumpió amargamente el Kaw-djer.
-¿Por qué no? -replicó Harry
Rhodes-. Si la persuasión es suficiente para los buenos, existen
hombres que sólo ceden ante la coacción: ante la ley que
ordena, ante la fuerza que obliga.
-¡Jamás! -exclamó el Kaw-djer con
violencia.
Tras una pausa, continuó con una voz más
calmada:
-Terminemos ya con este asunto. De una vez por todas,
amigo mío sepa que soy enemigo irreconciliable de todo Gobierno,
sea cual sea. Mi vida entera la he dedicado a reflexionar sobre este
problema y creo que no existe circunstancia en la que se tenga derecho
a atentar contra la libertad del prójimo. Toda ley,
prescripción o prohibición, dictada en vistas a un
llamado interés de la masa, en detrimento de los individuos, es
un engaño. Que por el contrario, el individuo se desarrolle en
la plenitud de su libertad, y la masa gozará entonces de una
felicidad total conseguida gracias a la unión de todas las
felicidades particulares. He sacrificado -¡y no digo hasta
qué punto!- mucho más de lo que hubiera podido sacrificar
la mayoría de los hombres a esta convicción, base de mi
vida, y, ya que no estaba en mi poder, por grande que fuera, hacerla
triunfar en las sociedades podridas del Viejo Mundo, vine aquí,
a la Tierra de Magallanes, para vivir y morir libre en una tierra
libre. Mis convicciones no han cambiado desde entonces. Sé que
la libertad tiene sus inconvenientes, pero estos mismos se
atenuarán con la práctica y, en todo caso, siempre
serán mínimos respecto a los de las leyes que tienen la
loca pretensión de suprimirlos. Los acontecimientos de los
últimos meses me han entristecido. Pero mis ideas no han
cambiado. Era, soy y seré de aquellos que son catalogados bajo
el nombre infamante de «anarquistas». Como ellos, mi lema
es: «Ni Dios ni patrón.» Que esto quede claro entre
nosotros de una vez por todas y que no se vuelva a hablar jamás
de este tema.
Así pues, si la experiencia había
quebrantado sus creencias, el Kaw-djer no quería reconocerlo.
Lejos de abandonar nada, se asía a ellas como aquel que se
ahoga, se agarra a un manojo de hierba, aunque conozca su fragilidad,
al fallarle cualquier otro apoyo.
Harry Rhodes había escuchado con
atención aquella profesión de fe, pronunciada en un tono
de firmeza que no admitía réplica. Por toda respuesta,
suspiró tristemente.
1. En el original,
aprés avoir taillé, il faut coudre, frase
extraída de unas palabras dirigidas por una reina de Francia a
su hijo después de la batalla: Bien taillé, mon fils,
maintenant il faut recoudre. Tailler equivale a destrozar
al enemigo o a un país, y coudre significa coser, en
este caso, construir después de destrozar.
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